31 de diciembre de 2011

El tiempo se rompe en el aire

Lavé las copas de vino tinto con extremo cuidado. Grandes, finas, tienen la discreta altivez de los objetos de cristal, a los que la transparente geometría les confiere una sobria elegancia alada. Su fragilidad no es el menor de sus encantos, y al beber en ellas el vino, al tiempo que lo mejoran, pareciera que nos recuerdan que cada sorbo es único, sobrio y efímero.

Una vez que terminaba de lavarlas y las enjuagaba hasta que no tuvieran el menor rastro de jabón, las colocaba en el borde del fregadero, apoyadas en el alféizar de la ventana. Era un conjunto en perfecta simetría.

Coloqué mal la última copa y resbaló. Antes de que se estrellara contra el fregadero, con buenos reflejos pude tomarla en su caída en una acción tan rápida y afortunada que algo tiene de inexplicable. Quedé sobresaltado de mi pequeña hazaña, con la copa en la mano cubierta de jabón. La miré feliz, satisfecho de haberla salvado.

Entonces recibí una lección sobre el azar y la finitud. Decidí separarla de sus compañeras y sellé su destino al no volver a ponerla en el borde del fregadero. Al llevarla al escurridor la copa en mi mano rozó un plato. No fue un golpe, fue apenas como una caricia, como un sutil encuentro.

Unos segundos antes me sentía satisfecho de haberla salvado y ahora tenía la copa rota entre mis dedos. Sentí miedo. Comprendí que las cosas suceden, sólo suceden, aunque no tengan sentido. Tuve una visión lúcida del infortunio, el absurdo, el sinsentido, sustantivos que del todo no comprendo. De vez en cuando nos enteramos que alguien sobrevivió como un milagro a un accidente aéreo y que unos días después muere al cruzar la calle de su casa o al caerse de una bicicleta.

La rotura de una copa puede ser una metáfora. Así también es el tiempo, se nos rompe en el aire a cada instante. El tiempo no es circular. Son cíclicos los movimientos de los astros, las estaciones, los periodos agrícolas, los calendarios y las costumbres. Salvamos una copa y un segundo después se estrella. El tiempo se fuga y se rompe en el aire a cada instante.

Feliz año nuevo.

29 de diciembre de 2011

Borges y las mujeres

Recelo de los biógrafos que pretenden saber todo de la vida de sus biografiados y que dan explicaciones y conjeturas y motivaciones psicológicas y explican traumas y deseos y frustraciones, de esos que interpretan los sueños y cada gesto de aquellos a los que han convertido en su objeto de estudio. Pero hay hechos inobjetables, hay hechos históricos, testimonios y documentos que nos permiten decir con certeza que Colón se hizo a la mar en tres carabelas.

“Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía", escribió Borges. Una búsqueda rápida y superficial en la bibliografía señala al menos una docena de biografías de Borges. Deben ser muy pocos los momentos y rasgos de Borges de los que no tengamos noticias. Sabemos de su origen y su situación familiar, conocemos sus gustos, sus lecturas y opiniones. Podemos seguirlo casi paso a paso por sus viajes.

Tenemos muchos testimonios de sus amigos y conocidos, y el propio Borges conversó muchas veces con periodistas que lo entrevistaron, en ellas habló casi siempre de sí mismo. Sus libros han sido comentados y estudiados en todo el mundo. También sabemos de sus desdichas, de su ceguera y sus decepciones amorosas.

Todo estaba en su sitio, hasta que mi amigo Félix me trajo de Buenos Aires una biografía cuyo título no podría ser más engañoso: Las novias de Borges, tal vez porque Borges, en sentido estricto, no tuvo novias. “Borges y el amor”, el primer capítulo de esta nueva biografía de Mario Paoletti, revisa la vida amorosa de Borges, con lo que se muestra más claro que nunca el monumental desastre que fueron la relaciones de Borges con las mujeres. Vuelvo a otros libros y aparece una y otra vez la desdicha, la incapacidad de amar, de enamorar a una mujer y, sobre todo, de ser amado.

La búsqueda del amor fue una constante en la vida de Borges. Con tenacidad digna de la épica, Borge se enamoró una y otra y otra y otra vez y siempre con lamentables resultados. Borges no dejó de buscar una mujer y no dejó de fracasar. La mujer más importante de su vida fue su madre, Leonor Acevedo. Tal vez su único noviazgo, en el sentido pleno de la palabra, lo vivió en su juventud con Concepción Guerrero. Las otras relaciones, algunas muy importantes, fueron amoríos frustrados, relaciones sin rumbo, sin compromiso, sin proyecto. Los biógrafos mencionan entre esas relaciones los nombres de Cecilia Ingenieros, Estela Canto y María Esther Vázquez. Borges, si acaso, conseguía la admiración y el reconocimiento, nunca el cariño y el amor de esas mujeres.

No es un secreto su matrimonio tardío y blanco con Elsa Astete, viuda, a la que Borges había pretendido en su juventud. Pero este primer matrimonio, cuando el novio tenía sesenta y ocho años, no fue para él la realización de un viejo amor y la encarnación de una célebre novela colombiana, por el contrario, fue un naufragio del que Borges literalmente huyó. Luego, al final de sus días, encontró en María Kodama, una antigua discípula, la compañía constante y delicada y el amor de una esposa. Menos mal.

La incapacidad de Borges para el amor físico es tema central de biógrafos y críticos, así como sus causas, pero tal vez se ha mencionado mucho menos sus sufrimientos, de los que dejó constancia en algunos de sus relatos pero sobre todo en sus poemas. El amor es un tema recurrente en la poesía de Borges: "Es el amor. Tendré que ocultarme o huir". / “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. / “La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; lo que era todo tiene que ser nada”. / "Sólo me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina". / "Sólo una cosa no hay. Es el olvido.”

Es posible que la de Borges sea la más desastrosa vida sentimental en la historia de la Literatura. Nunca dejó de buscar y pretender mujeres, pese a la serie larga y documentada de fracasos amorosos. Se enamoraba de mujeres imposibles, vivía amores desafortunados más en su ánimo y su imaginación que en la vida.

Borges fue inepto para el amor, lisiado para el amor, minusválido para el amor. Borges fue el modelo del incompetente en el arte de seducir y enamorar a una mujer, y sin embargo sabía muy bien de los sinsabores y desengaños, de la amargura y los dolores del desamor y el fracaso.

Adolfo Bioy Casares, amigo de Borges durante cuarenta años, anota en su libro Borges, en la entrada del 20 de junio de 1958: “Con Silvina [Ocampo; la mujer de Bioy] recordamos las mujeres de Borges: Margot Guerrero, Silvina Bullrich, Estela Canto, la condesa Álvarez de Toledo, la condesa de Wrede, la Rubia Daly Nelson, Cecilia Ingenieros, Marta Mosquera, Alicia Jurado, Susana Bombal, Pipina Diehl, Mandie Molina Vedia, Gloria Alcorta, Wally Zenner, la cuñada de Ibarra [Elsa Astete Millán].

Por “mujeres de Borges” debe entenderse sus musas, las mujeres que pretendió o idealizó. La lista no es exhaustiva. Según Mario Paoletti habría que añadir a las mencionadas los nombres de Elvira de Alvear, Ulrike von Kühlmann, Norah Lange, Haydée Lange, Elvira Sureda, Viviana Aguilar. Una de ellas, Ema Risso Platero, declaró: “Borges jugó a que nos queríamos”.

Esta galería del no seductor no deja ser impresionante. La contumacia de Borges sería un hecho notable en su vida. No sabía de amores, pero vivió con absoluta intensidad el dolor del abandono y el desamor. Escribió con conocimiento de causa que una mujer puede dolerle a un hombre en todo el cuerpo, sabía que con su ausencia se miden las horas del tiempo. Borges, experto en decepciones amorosas, sabía que: "enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible".

Perseverante, una y otra vez, hasta el final, no dejó de enamorarse.

21 de diciembre de 2011

El ceramista

Hace años lo visité en su taller, en las afueras de Jalapa. Nos recibió un hombre serio y amable. Enamorado de su oficio, acaso perplejo de las maravillas que emergían de la tierra entre sus manos, nos habló con el alivio de algunos artistas de poder conversar con alguien después de haber pasado muchas horas en la soledad de su trabajo, en el silencio creativo de su arte. Habló del barro con asombro, entusiasmo por descubrir poco a poco los secretos de la materia, en particular habló de las texturas que imprime a sus vasijas que le han dado fama en el mundo.

Entonces, Gustavo Pérez ya era un artesano destacado, pero ahora es reconocido como un artista singular, y una pieza que lleva su nombre se cotiza sólo por ese hecho como un cuadro firmado por un pintor célebre.

Sensible y culto, le costaba hablar de sí mismo y su trayectoria, el largo camino, los estudios de filosofía y matemáticas y diseño para llegar por fin a encontrar en el barro su vocación y su alegría. “Descubrir el torno y la posibilidad de dar forma al barro se volvió el sentido de mi vida”, ha dicho. Gustavo Pérez trabaja el barro con la plena conciencia de que la tierra es sagrada, y que las formas geométricas y la arquitectura que se levantan entre sus dedos algo tienen de mágicas y misteriosas. Algo que no estaba ahí se revela al tacto de sus manos sabias, que saben tomar, preparar, acariciar, moldear el barro como si esa relación no estuviera exenta de un erotismo y una sensualidad primigenia y original.

Nos permitió curiosear y preguntar, nos mostró el torno, el barro, el horno, las piezas a medio hacer, las piezas terminadas puestas en un estante. También habló de música y de literatura, que forman parte de su universo creativo. En la mesa de trabajo, entre herramientas, había un volumen con la poesía de Saint-John Perse en francés.

Generoso, Gustavo Pérez fue al estante y nos regaló una hermosa pieza, a cada uno de los visitantes de esa mañana, mis amigos jalapeños que nos llevaron a su taller. Valoro esa vasija tanto como su gesto, y la conservo en casa como un tesoro.

Desde aquel día no he vuelto a verlo. Pero cada vez que miro mi vasija, que es un prodigio de color azul y arena, de armonía en líneas puras y elegantes, pienso que me hubiera gustado aprender un oficio, uno de esos que se van muriendo, tener alguna habilidad con las manos para hacer algo útil o algo bello. Vaya si me hubiera gustado poder hacer una vasija de barro, una pieza bien hecha, con eso me conformaría, ya no digamos una como esas inimaginables obras maestras que levanta de la tierra, como de la nada, la maestría asombrosa de Gustavo Pérez.

20 de diciembre de 2011

Feliz Navidad

No soy el único. No estoy sólo, pero sí aislado. Desde antes de diciembre, otros, como yo, también empiezan a sentir esa opresión que lejos de la alegría despierta emociones y sentimientos melancólicos y tristes. Los comerciantes nos acosan con sus mercancías y ofertas, con sus anuncios zafios y ordinarios. A mediados de diciembre, el llamado espíritu navideño ha clavado sus dientas en el cuello y se respira en el aire como un pacto de estulticia y engaño o enajenación colectiva.

La gente corre a gastar más de que tiene, a desear felicidad a quienes desprecian y evitan todo el año. Las casas se iluminan de lucecitas baratas y árboles de verdad que en unos días veremos morir en el centro de la sala. Medio mundo sin ningún pudor prodiga abrazos y besos, felicitaciones, se siente obligada a dar regalos por compromiso (muy pocos se entregan por cariño), injustificados, porque el beneficario no es el del cumpleaños y ha llegado a estas fiestas sin haber hecho algo digno de mérito y celebración.

La majadería y vulgaridad de los objetos con los llamados motivos navideños alcanza sin piedad lo inverosímil (pocas cosas en el mundo más horteras que ese personaje siniestro llamado Santa Claus). En todas partes se oyen cancioncitas dulces y tontas. Se hacen planes y compromisos para comer y beber en exceso, para apurar lo que no se dijo ni hizo en todo el año, para convivir con pocos amigos y con algunos otros que olvidaremos hasta bien entrado el próximo diciembre.

Ya está aquí la Navidad, que en sus rasgos sociales más visibles y molestos es todo menos una fiesta religiosa, cristiana. La presión familiar por reunirse y celebrar se torna una soga al cuello. Uno puede sentirse culpable por el profundo desdén que siente hacia todos esos actos que aparecen como una temporal vesania colectiva; uno está obligado a participar de las celebraciones de la tribu y fingir una felicidad súbita, de pronto estimulada por el calendario, la tradición o el aniversario del nacimiento de Jesús; uno se encuentra perseguido para seguir el falso juego de la paz y la armonía en los corazones y todos los hogares.

Negarse a participar de buena gana en la gran mascarada simplemente porque uno no comparte el código emocional y sentimental que la motiva, es asunto de anatema y condenas y conflictos. Florece el chantaje y las malas artes.

Yo quisiera que la libre y soberana decisión de no celebrar la Navidad se convirtiera en uno de los derechos humanos fundamentales. Que los otros entendieran y respetaran ese derecho. En esta época del año, pareciera que uno pierde su individualidad y la facultad de decir: “No, gracias, no quiero participar. Es el aniversario del nacimiento de Jesús, pero eso no es suficiente para que vaya al baile o al bacanal”.

No me opongo a que otros festejen y lo hagan como mejor les parezca, pero yo sólo pido que respeten a los que no queremos hacerlo a su manera, los que de lejos le decimos a esa gran mayoría: “En estos días, y en particular en Nochebuena, por favor déjenme en paz. Sin embargo, les deseo que tengan una muy, muy feliz Navidad”. Amén.

6 de diciembre de 2011

Philip Marlowe

Apunte para un pequeño ensayo. La figura del detective se impone en la lectura:

Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más.

El mayor encanto de las novelas de Raymond Chandler protagonizadas por Philip Marlowe, el entrañable, consiste en que el detective, su vida, su soledad, sus aventuras y peligros, él mismo son más importantes que la trama y el caso que resuelve. Marlowe es la novela, lo demás es novelesco. Él es el contenido, lo demás el continente. Chandler, maestro del oficio, es responsable de un prodigio: imaginó y encontró un personaje verdadero que vive aún fuera de los libros y acompaña a los lectores mucho después de que han dado la vuelta a la última página y han cerrado la novela. A veces pienso que podría ser el solitario que se sentaría a mi mesa. Sería espléndido poder invitarle una cerveza a Philip Marlowe, conversar con él de mujeres y ganarle una partida de ajedrez.

5 de diciembre de 2011

Lolitas

Alguien me lo dijo hace muchos años: existe una Lolita anterior a la de Nabokov. Luego, en otro momento y lugar, alguien más me dijo: Nabokov se basó en un cuento que se llama «Lolita». Es un secreto a voces que se plagió la novela de un autor alemán poco conocido, me dijo un tercero hace muy poco.

La preocupación por la originalidad en el argumento y la trama es muy reciente en la larga historia de la literatura. Shakespeare y otros grandes maestros escribieron sobre temas que otros antes habían cultivado. El talento consiste en lo que se hace con un argumento que puede resumirse en unas cuantas líneas. Me parece que sería casi imposible que un dramaturgo superara la belleza y la tensión dramática de Hamlet si sólo se le diera el argumento de esta tragedia y se le encerrara en una habitación sin las obras de Shakespeare para que escribiera su versión. Casi siempre la literatura es forma.

El supuesto plagio o el préstamo de Nabokov me tenía sin cuidado. Además, el gran escritor ruso ya había escrito en El hechicero, libro de 1939, sobre la relación malsana de un hombre maduro con una niña.

Una mañana, en la sección internacional de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en una caseta con pocos libros, encontré un pequeño volumen de apenas cincuenta y nueva páginas (con prólogo y epílogo): Lolita, de Heinz von Lichberg (Funambulista, 2004). Lo compré, por supuesto.

Nabokov no plagió a Von Lichberg. La “Lolita” de éste es un relato de fantasmas, de 1916, que seguramente Nabokov conoció y del que tomó algunos elementos, la fascinación de un hombre adulto por una niña, el nombre de la chica y poco más. Con eso no se hace una de las grandes novelas del siglo XX. Las diferencias en los personajes, los argumentos, son abismales. Dice la autora del prólogo: “resulta evidente que la Lolita americana [la de Nabokov] tiene tanta relación con este pequeño texto de von Lichberg como una fresa con un hipopótamo”. Quizá no hablaríamos de Heinz von Lichberg si no fuera por Nabokov. Tal vez Nabokov le ha dado más, mucho más, de lo que el oscuro autor alemán le prestó.

De vuelta a casa, fui al estante y tomé mi viejo ejemplar de Lolita, que me guardaba una lección más de Nabokov, una hoja de papel doblada, que no recordaba, con un apunte a mano que tomé no sé de dónde ni cuándo. Es una cita de Nabokov sobre lo que es y no es su personaje. No me sorprendería que más de uno se sienta decepcionado con estas declaraciones, que deshacen un entuerto sobre la supuesta perversidad de Lolita. Dice:

«Pues bien, no, Lolita no es ninguna niña perversa. Es una pobre niña, a la que corrompen, y cuyos sentidos nunca llegan a despertarse bajo las caricias del inmundo señor Humbert […] Y es bastante interesante plantearse, como dicen los periodistas, el problema de la estúpida degradación que el personaje de la nínfula, que yo inventé en 1955, ha sufrido en el ánimo del gran público. No sólo la perversidad de esa pobre criatura ha sido grotescamente exagerada, sino también su aspecto físico, su edad, todo ha sido modificado por las ilustraciones de las publicaciones extranjeras […] En realidad, Lolita, repito, es una niña de doce años, mientras que el señor Humbert es un hombre maduro, y es el abismo entre su edad y la de la niña lo que produce el vacío, ese vértigo, la seducción, la atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, es la imaginación del triste sátiro la que convierte en criatura mágica a esa pequeña colegiala americana, tan trivial y normal en su tipo como lo es el cura frustrado Humbert en el suyo. Fuera de la mirada maniaca de Humbert, no hay nínfula. La nínfula Lolita sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que fue falseado por una popularidad artificiosa.» (Vladimir Nabokov en entrevista con Bernard Pivot, en 1975 para Antenne 2 de Francia. Los monográficos de Apostrophes: Vladimir Nabokov, Colección Videoteca de la Memoria Literaria, Editrama & Ina, 2001.)

Los libros no cesan de sorprenderme, siempre guardan maravillas y sorpresas entre sus páginas.

4 de diciembre de 2011

La arena y el segundero

Borges lo escribió en "Límites", un pequeño poema (no hay tiempo que perder en palabras necias), y es probable que otros hombres lo hayan pensado. Sumar años de vida es también una resta implacable. Él dice en el poema que a mi edad sabía que no volvería a recordar una cita de Verlaine, que hay una calle a la que no volverían sus pasos, que entre los libros de su biblioteca había alguno que ya no volvería a abrir.

Ahora sé, tras él, que cada día aumenta la cuenta de los días desde que vi por última vez a mi padre, que es finito el número de veces que veré la clara luna. Ahora sé, lo admito, que no aprenderé aquella lengua extranjera que hubiera querido, que no volveré a conversar con algún amigo, ni escribiré aquella novela cuya trama he olvidado. No volveré a alguna ciudad amada, y sé bien que tampoco volveré a ver a alguien que quiero y frecuento en mis sueños.

En este día (¿qué sería de nosotros en el siglo sin las ceremonias y los ritos?) imagino que todavía tengo mucho tiempo (aunque siempre es relativo), pero el aniversario me recuerda que se cierra un ciclo y que a cada instante me queda menos. Aún hay sol en las bardas, me digo que dijo don Quijote. Sí, pero la muerte me desgasta incesante, recuerdo que escribió Borges. Llego a esta fecha y me entretengo perplejo en estas cosas mientras vivo y se me escapa la vida y se agota aniquilador el tiempo: también mientras escribo estas palabras, cae la arena y avanza implacable el segundero.

21 de noviembre de 2011

Daniel y las palabras

Conversé con él algunas veces y siempre hablamos de literatura. Su pasión por las letras y su oficio era impecable, pero no apostaría como la mayor o más extraña que he visto en un escritor. Sin embargo, era el único miembro de una tradición que fundó y terminó con él. Era un escritor que sólo se parecía a sí mismo. En especial me asombraba su relación con las palabras, creo que en eso consistía el encanto de su literatura.

Por mucho, Daniel Sada era entre nosotros el novelista que más amplio registro ha empleado, con conocimiento de causa y con fortuna. Daniel podía escribir prosa en endecasílabos que no hubieran sonado ajenos al Siglo de Oro, con palabras sepultadas en la undécima acepción de una entrada del Diccionario, con palabras que se hablaban en el norte de México hace cien años, con palabras de poetas, con palabras del hampa, con palabras de la gente del campo, con palabras populares, con palabras cultas, con palabras imposibles, con expresiones y giros de aquí y de allá que empleaba sin discriminación y con acierto. Seguirlo, leerlo no es fácil: hace falta conocer muchas palabras. Daniel se ha ido, desde anteayer sólo nos queda la memoria, su recuerdo, sus libros, sus intensa relación con las palabras.

El feliz reino de Bután

Es un país tan lejano y misterioso que pareciera salido de uno de esos cuentos que solemos leerles a los niños. Pequeño, pobre y montañoso, cubierto de bosques, bruma y nieve, pareciera que, enclavado en la cordillera de las montañas más altas del mundo, se oculta de sus vecinos, dos gigantes cada día más poderosos y consumistas. Desde hace no mucho el soberano es el quinto Rey Dragón de Bután, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, joven y apuesto, graduado en la Universidad de Oxford, que acaba de casarse con Jetsun Pema, una chica también universitaria, tan joven y bella que pareciera salida de un cuento.

A los sectores más conservadores del reino les ha parecido una osadía inaudita que el monarca se casara con una muchacha plebeya, pero el encanto de Jetsun Pema y los aires democráticos que soplan en Bután han contribuido para que la reina se haga querer por sus súbditos, que ven en la real pareja una fuente de optimismo, bienestar y felicidad; sí, felicidad.

El cuarto Rey Dragón, Jigme Singye Wangchuck, padre del quinto Rey, en busca de una modernización de su país, cedió el trono en favor de su primogénito, promovió una Constitución democrática que le da al reino un parlamento y un primer ministro. Con él terminó la monarquía absoluta.

No todos los reyes dejan el poder voluntariamente, y no todos educan a sus herederos para compartir el poder, pero si esto no es poco, tal vez, se me ocurre, que el cuarto Rey Dragón pasará a la historia por haber creado el termino de la Felicidad Nacional Bruta o Felicidad Interior Bruta, indicador que, como su nombre lo indica, mide la calidad de la vida en términos subjetivos, psicológicos, integrales, emocionales y espirituales. De nada vale el bienestar material si no se es feliz. (Su aportación todavía no es valorada enWall Street ni por los economistas de la Escuela de Chicago.)

Por supuesto, que no se puede ser feliz si no se satisfacen las necesidades materiales elementales, si se sobrevive en la miseria, el hambre, el frío, la ignorancia. Bután sufre de los males típicos de una economía de subsistencia, falta el agua potable, la mortalidad infantil es alta y la esperanza de vida es baja, pero en ese reino el crecimiento económico o material (que mide el Producto Interno Bruto) no tiene sentido por sí mismo si no contribuye al desarrollo emocional y espiritual de los habitantes.

Bután es un país budista y como tal cree que el bienestar brota del goce del equilibrio físico y espiritual. La política que promueve el gobierno consiste en una modernización que no desdeñe las tradiciones ni la identidad de los butaneses con un respeto esencial al medio ambiente. Por lo tanto, la actividad económica se orienta a incrementar el bienestar humano, no sólo el consumo. El modelo de desarrollo de Bután sólo será posible a partir de las políticas de Estado que fomenten el desarrollo económico social que sea necesario, los valores culturales del país, la felicidad como fin, la igualdad de género y el cuidado de la naturaleza.

A pesar de sus condiciones de vida, según la medición de 2008, más del noventa y cinco por ciento de los butaneses se declararon felices o muy felices. ¿La Felicidad Nacional Bruta será un verdadero indicador, quiero decir, medirá algo o sólo es un espejismo, un engaño ingenioso? ¿Tendrá éxito la política del reino que busca la felicidad de sus ciudadanos? ¿Estamos en el umbral de una era feliz? Un mal gobierno puede contribuir a la infelicidad de sus habitantes, ¿pero puede incidir en su felicidad? ¿Es asunto del Estado la felicidad de los hombres? ¿No es la felicidad un asunto o goce íntimo y privado? ¿Qué es la felicidad? ¿Cómo medirla? ¿Cómo alcanzarla y conservarla?

Tal vez sería deseable pedir unos días libres a las cuitas y miserias, a los fantasmas y a las pesadillas recurrentes, a los desamores y los miedos y los rencores y las frustraciones y las envidias y las tristezas mezquinas personales e irse unos días a Bután, el reino que entre bruma pareciera salido de un cuento, en el que no sólo se cree en ella, sino que también se mide y procura la felicidad. Estoy seguro de que esas renuncias y el viaje acaso imaginario al reino que mide y cultiva la felicidad, empresas formidables, serían de provecho.

20 de octubre de 2011

Abandonos

A veces abandono este cuaderno de bitácora.
Otras, me olvido de este cuaderno, y con él de mí mismo.

25 de septiembre de 2011

Non, je ne regrette rien

Recuerdo la mañana en que acompañé a mi padre a comprar un tocadiscos. Era un aparato modernísimo, grande, de bulbos, con sólo dos botones de mando y una única luz roja que se prendía al encenderlo. Para estrenarlo mi padre compró el Bolero de Maurice Ravel y una antología de canciones de Édith Piaf. Eran dos discos LP de vinilo. Era a mediados de los años sesenta. Mi padre no era un afrancesado, aquella selección fue una coincidencia. Recuerdo que el Bolero me impresionó mucho, y mi extrañeza al escuchar al Gorrioncito. Luego, en mi adolescencia, recuerdo a mi padre escuchando una y otra vez sus discos de Edith Piaf, emocionado, sin entender ni una palabra de lo que decían aquellas letras pero a la vez comprendiendo el doloroso sentido de aquellas canciones y la trágica vida de Piaf. Ese disco es parte de mi educación sentimental.

Desde hace más de una semana tengo en la cabeza la canción "Non, je ne regrette rien" que Édith Piaf grabó para siempre en el corazón de sus admiradores. La susurro todo el tiempo sin apenas darme cuenta y me he sorprendido a mí mismo cantándola con convicción como si de verdad yo no me arrepintiera de nada en esta vida. El responsable de esta conducta tan extraña es Rolando Villazón, mi hermanito menor, artista sin límites, que en el disco La Strada: Songs from the Movies, la canta como nunca nadie antes la había cantado. En literatura, las palabras tienen que decirme más allá de su sentido y su trama; en música, las notas y sus letras tienen que emocionarme más allá de sus melodías e historias.

Rolando canta "Non, je ne regrette rien" como si redimiera el mundo, con una dulzura viril y un alarde de interpretación, despacio, vehemente, con un alud de emociones que ha trastocado todo lo que la canción, tan vieja y olvidada, podría decirme con toda la fuerza telúrica que guarda, con toda la descarga eléctrica que ejerce en la memoria. "Non, je ne regrette rien" ya no es para mí la misma canción. Rolando le ha dado una vuelta más, como el poeta que le tuerce el cuello al cisne de engañoso plumaje.

Cómo decirle a Rolando que su versión es ya la única posible, que con su rotunda belleza, su fraseo suave y profundo, ha roto mi relación con una canción que forma parte de mi vida, desde aquel día, a mediados de los años sesenta, en que acompañé a mi padre a comprar un tocadiscos. Uno tiende a pensar que hay cosas fijas en la vida. Que algunas de ellas no cambian. Ahora sé que la memoria, los recuerdos, las preferencias, los gustos, las opiniones, las certezas musicales, que uno pensaba definitivas, fijas, a salvo de las vicisitudes de una vida, no son inalterables. Ahora, de pronto, sé que se erigen, en uno mismo, sobre arenas movedizas.

23 de septiembre de 2011

Equinoccio

Abril es el mes más cruel, escribió T. S. Eliot, pero el poeta tal vez no supo que el otoño, con su lluvia triste, es la estación más dulce, y que la suave melancolía gris que lo permea tiene un aroma suave, como de manzana verde recién cortada. El regusto en el alma, ligeramente amargo, confirma la sospecha: ya está aquí el otoño.

El equinoccio ha llagado con una mañana fría y lluviosa, de la que no hubiera sido ajena la melancolía de César Vallejo. Y las mañanas de lluvia, los días de amaneceres nublados, no sé por qué, algo tienen de atípicos, tal vez por una inveterada certeza infantil pues de niño creía que la lluvia era un atributo de las tardes (recuerdo la extrañeza con que la miraba, los tristes charcos en el patio de la escuela).

Llovió en la madrugada con la fuerza con que luchan los caprichosos dioses del Olimpo, como si el mundo se lavara (si creyera, diría que para redimir sus pecados). Llovió al amanecer con tal estruendo, que parecía un canto de guerra, como si la mañana gris prometiera que tras ella ya nada sería lo mismo.

Me desperté pensando que ese cielo nuboso rompía en llanto por todas las desgracias del mundo, por todas las injusticias, por todos los amores perdidos, por todos los extraviados y los que no tienen consuelo. Esas nubes negras rompían furiosas, justicieras, para llamar al orden y advertirnos por todos los olvidos, los agravios, lo que debimos y no hemos sido. Fue como si cayera un chubasco muy húmedo y muy frío en lo más seco y blando del alma.

La lluvia incontinente era como un llanto y un lamento esta mañana. El Sol saldría muy tímido y muy tarde. Había llegado la estación más dulce o la más triste, había tomado el cielo el equinoccio de otoño.

12 de septiembre de 2011

Las Variaciones Goldberg

La primera vez que las escuché quedé hechizado. Sé que no he sido el único, que esa experiencia ha cambiado más de una vida. Bach logró con su arte acariciar la metafísica de lo inefable y puso a girar las esferas celestes; consiguió que esa sed de absoluto se convirtiera en el bálsamo favorito de los desolados, los desesperados, los desadaptados, los sedientos de belleza, los que pueden conmoverse hasta el llanto y sentirse tocados por el aria y sus variaciones.

El intérprete al piano de aquella versión era Glenn Gould (con permiso del creador, las prefiero con piano). Luego, hace muchos años también, descubrí aquella novela de Thomas Bernhard, El malogrado, que narra el fin de la carrera de un pianista cuando éste escucha, devastado por el prodigio y el talento, a Glenn Gould tocar las Variaciones Goldberg.

Entonces se cerró el círculo. Glenn Gould había nacido para tocar a Bach, Bach había nacido para escribir música, y uno, si no demuestra lo contrario, en su infinita mediocridad, al menos lo había hecho, venturoso, para escucharlos. El tándem Bach-Gould se convirtió para un par de amigos y para mí en una declaración de principios, un manifiesto estético, un grito de batalla, un canto de vida, un código para escuchar música en este mundo.

Con los años, como casi siempre sucede, la pasión por las Variaciones remitió considerablemente, las aguas tomaron su cauce y entonces sólo las escuchaba de vez en cuando, siempre las versiones de Gould. No me interesaba buscar ni escuchar otras interpretaciones, las dos o tres que conocí no me arrebataron, ni embriagaron, y creo que esta palabra, tan dura, es justa.

Ahora, cuando las aguas de mi afición por Bach son más profundas que nunca, pero también más anchas y serenas, como un río viejo que ha dejado atrás entusiasmos desmedidos, excesos y sobresaltos innecesarios, he tenido la gracia de volver a escuchar las Variaciones Goldberg como si fuera la vez primera.

No sé, entre el mar de versiones, si esta es mejor, sólo digo que volví a sentir la emoción y el asombro intactos, el mismo efecto casi narcótico para la imaginación que se dispara en busca de alguna metáfora, la suave intención que antes que estimular al sueño evoca a cierta tristeza suave, a veces a un sentimiento que no puede llamarse del todo melancolía.

No sé si es un regalo inmerecido, un prodigio o mi condescendencia, pero he vuelto a sentir la música con el cuerpo y el alma. Apenas escuché el aria y la primera variación interpretadas por Simone Dinnerstein supe que había encontrado otro camino a Bach, a la Música, a la Perfección matemática y geométrica o cualquier otra. Descubrí un nuevo sendero para vislumbrar en esa música amada, otra vez, como hace muchos años, la llamada, la belleza, lo absoluto.

6 de septiembre de 2011

Back to Paris

Como Alicia atraviesa del espejo, como el personaje de “El otro cielo”, el cuento de Cortázar, que va de Buenos Aires a París con sólo cruzar una galería o pasaje, así, a medianoche, frente a Gil se detiene un coche viejo, él se acerca, se sube y ya está en el París de los años veinte, casi un siglo antes, en un viaje fantástico y estimulante.

Midnight in Paris es una película de Woody Allen del género cinematográfico películas-de-Woody-Allen, en la que la ficción dentro de la ficción, el rizo del rizo, la última vuelta de tuerca se dibuja en la sonrisa aquiescente de los espectadores.

Gil es feliz en el pasado, conviviendo con gente del tiempo de sus abuelos o bisabuelos, cree que el presente es simple, pobre, nada excitante. Don Quijote ya sabía que hay que mirar en la historia para encontrar la Edad de Oro, y aun antes Jorge Manrique creía que cualquier tiempo pasado fue mejor. Antaño, antier, ayer, hoy en la mañana, sí, el pasado, y en otro lugar. Hay, madre, un sitio en el mundo que se llama París, escribió César Vallejo desde París.

Henry Miller pensaba que Europa era un lugar en el que todavía el arte tenía que ver la vida, y se fue a París. La vida está en otra parte, pensó Milan Kundera y se mudó a París. Gil, el personaje, se quedará en París. La lista completa de los nostálgicos insatisfechos sería casi interminable.

Incluso conozco a alguien que en el verano de 1984 iba en las tardes al Old Navy del Boulevard Saint Germain a esperar a que se sentara a su mesa el joven fantasma de Julio Cortázar. Sí, también éste se había mudado muchos años antes para vivir y escribir y morir en París.

Si yo hubiera vivido allá, ayer, si hubiera conocido a Cortázar o a Picasso o a Scott Fitzgerald, si hubiera vivido los fabulosos veinte, en el siglo XIX parisino, en el Renacimiento, en la Grecia clásica... sería feliz, parecieran decir todos ellos, y por supuesto tienen razón.

No cesamos de pensar en lo que no fue y lo que pudo haber sido. Nos pasamos media vida mitificando otro tiempo, otro lugar. Pareciera que hay una fractura con el entorno, estemos donde estemos, y que el tiempo presente se ha roto, y no es ningún consuelo saber que siempre ha sido así.

Ahora Allen, como si hiciera falta, nos lo ha vuelto a recordar. I Believe in Yesterday, cantaban los Beatles. No hay remedio, no hay consuelo, estamos condenados al presente, pero al menos, cinematográficamente, siempre nos quedará París.

2 de septiembre de 2011

Cantares: cantantes y canarios

Lejos de mi ciudad, buenos amigos me han recibido unos días en su casa. La habitación de los huéspedes da a un patio interior. De un alto muro, colgaban siete jaulas, cada una con un canario. Al observarlos, al escuchar por primera vez su canto, recordé que cuando yo era niño, una tía solterona tenía uno que, por buen cantor, se ganó a pulso el nombre de Caruso.

A mí me gustó mucho el canto de aquellos pájaros, la suave algazara que no cesaba y que llenaba todos los rincones de la casa de mis amigos. Mis anfitriones, tan acostumbrados, ya no le prestaban atención. A mí me deleitaba el canto de los pájaros, me sorprendía que esa alegría (así me lo parecía) viniera de seres en cautiverio. Tal vez esa era su resistencia, la manera de conservar alguna forma de la libertad. Sí, su canto sin fin me parecía dulce y libre, pleno de abellimenti, de audacias vocales.

De vuelta a casa, se me metió en la cabeza la idea de comprar un canario. Tal vez dos, para que hicieran magníficos dúos de amor. Mi hija me dijo con firmeza que no me ayudaría a darles de comer (a pesar de que aprendió a hacerlo) y me ha advertido que su gato se va a menderar (sic) a mi canario. Esas son razones para pensar las cosas por lo menos dos veces. Además, no quiero encerrar un pájaro más en una jaula. Así que tal vez me quede sin canario y sin su canto, y no deja de sorprenderme el deseo de algo que nunca antes había anhelado.

Me consuela un poco saber que siempre podré escuchar mis discos, volver una y otra vez a la voz viril y apasionada, al prodigio del canto total de Rolando Villazón, hermanito menor, o a la seducción dulce de Melody Gardot (últimamente escucho sus canciones, que algo me dicen, aunque todavía no sé qué), y entre ellos, el abanico enorme de las voces de muchos y magníficos cantantes.

No me quedaré sin música, sin canto, pero cualquier resignación exige un poco de humildad. En eso estoy. Así, entre decenas y decenas de discos, tendré que renunciar a esos extraños conciertos, a no escuchar en las mañanas, en mi casa, los fines de semana, el canto incesante, silvestre, absurdo y noble de un canario.

30 de agosto de 2011

Un día marcado por un haz de luz y de alegría

De pronto, de vez en cuando, uno cae en un estado de efervescencia vital, y poco importa la causa, que con frecuencia suele permanecer oculta en los pliegues de la memoria, en las coordenadas del destino y el destiempo. De pronto, uno tiene una certeza absurda, y sé que hoy sería un gran día para recordar un tiempo dichoso con o sin motivo y pasear por el parque y contar las hojas de un árbol, para tomar una copa de vino en una terraza y conversar hasta vislumbrar verdades metafísicas, para bailar un tango y leer poesía o componer una canción, para comer un plato de fabada y andar en bicicleta por un sendero desconocido. De pronto uno recuerda algo y siente un golpe de nostalgia y dulzura. Las razones pueden estar ahí o permanecer ocultas, pero en el fondo no importan. Vislumbrar una tarde poética es una facultad que los hombres no hemos perdido a pesar de la Historia y el desengaño. Hoy podría ser uno de esos días marcados por un haz de luz y de alegría. Sí, es así. Pero uno descubre, de pronto, que ya es tarde.

La memoria y las Memorias de Artur Rubinstein

Michel de Montaigne dice en uno de sus ensayos, no recuerdo en cual, que una de las funciones de la memoria es olvidar. Borges imaginó a Funes, el memorioso, el que nada olvida. Entre esas dos invenciones literarias, está la escritura, la memoria de palabras, los cuadernos de los diarios, los libros de memorias. La escritura es el único antídoto fiable contra el olvido. Si no escribiéramos sabríamos menos de los otros, pero también de nosotros mismos.

Mis años de juventud (Universidad Veracruzana, 2011) son las memorias de Artur Rubinstein, de uno de los más grandes pianistas del siglo XX, redimió y reinventó a su paisano Chopin. Es decir, inventó una nueva manera de tocar su música, que equivale a decir, en parte, de tocar el piano. Rubinstein supo muy pronto que el intérprete debe ser un músico que ennoblece una obra “si es un recreador y no un mero ejecutante”.

Dice Rubinstein en el Prefacio de su libro: “Nunca he llevado un diario” […] “tengo la fortuna de estar dotado de una memoria envidiable, que me permite reconstruir mi larga vida casi día por día.” Al parecer lo recordaba todo, absolutamente de todo, nombres, apellidos, lugares, fechas, anécdotas, conversaciones, a lo largo de seiscientas páginas dedicadas sólo a sus años de juventud.

Nadie recuerda, tal como los narra, todos los detalles de su infancia. Tal vez tenía un pacto con Mefistófeles y en su acuerdo, le dio a Margarita (es decir, un amor incondicional por la vida) un talento endiabladamente excepcional para tocar el piano y una memoria diabólica, digna de un relato de Borges. Thomas Mann llamó a Rubinstein: el “virtuoso dichoso”. Mann sabía cuando un músico tenía pacto con el diablo.

A mí me basta mi desmemoria y la palabra de Michel de Montaigne para saber que nadie recuerda todo lo que ha vivido desde la infancia. Rubinstein dice que recuerda o finge recordar el orden de los sucesos, los contextos, los datos útiles y los otros, los motivos, los detalles mínimos... Nadie se libra de olvidar, sólo Funes, el imaginado por Borges. Por lo tanto, Rubinstein, además de un perfecto pícaro, era un gran mentiroso, pero su libro es tan bueno, tan ameno, que resultó además un buen novelista.

La vida que Rubinstein recuerda, al menos la que escribe, es maravillosa. La cuenta como si fuera una sonata. Yo sé que no fue exactamente así, pero sucede que las cosas son como las recordamos. “La verdad histórica [...] no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, nos advierte Borges. La verdad histórica, lo que sucedió en verdad, con el tiempo, es una quimera, se transforma en una obra literaria.

Ahora, en la traducción de Jorge Brash, la prosa, espléndida, fluye ante los ojos como escuchamos una conversación sabrosa, que nos entretiene e interesa. ¿Por qué nos interesan las memorias de un embustero? Por la misma razón por la que nos gusta la ficción. Este libro debe de tener coincidencias asombrosas con los datos biográficos de Artur Rubinstein, pero no le creo al autor que esto sea una autobiografía. Este libro es pura literatura.

22 de agosto de 2011

Irma

No hace mucho estaba entre nosotros. Fue al médico por un problema gástrico, y le encontraron que tenía muy mala una válvula del corazón. Era absolutamente necesaria una cirugía porque corría el riesgo, le dijeron, de sufrir una muerte súbita. Me pregunto si no es deseable, estoicamente, una muerte súbita, hoy o mañana, morir de pronto por un ataque fulminante, que hacerlo lentamente después de una operación inútil, de los días infernales, con daños irreversibles, atada a la cama de un hospital.

Las cosas salieron mal. Terminaron unos días después de la peor manera posible. Alguien nos habló de complicaciones casi increíbles, de una desafortunada sucesión de hechos lamentables, de posible negligencia médica. Todo pasa en un instante. La vida es un gran instante.

Ahora, de pronto, falta Irma. Es difícil hacerle justicia a sus virtudes, es sabido que todos los hombres se redimen al morir, aún los más viles y canallas son entonces un poco menos malos o pecadores. Pero Irma, en verdad, siempre tuvo un gesto amable ante todo y para todos. Era afable y modelo de serenidad y equilibrio. De buen gusto y mesura, de alegría ecuánime, de entusiasmo y vitalidad. No creo que haya ofendido a nadie en su vida. Nunca la escuché quejarse ni la vi contrariarse.

Toleraba mis comentarios rudos con paciencia de santa y sospecho que, mujer de fe, elevaba sus oraciones para que me fueran perdonadas mis opiniones, esas que ella consideraba blasfemas. Pero no era una beata, era una mujer que estaba en el mundo, ahora lo sé, para alegrar la vida de los otros. Ella no quería irse todavía. La suya fue una partida prematura porque daba una lección de cariño, de vida, a cada instante.

Impecable lectora, disfrutaba de la música y del cine (le encantaban las películas italianas). Era la primera en llegar cada miércoles al taller de lectura y acaso la más entusiasta. Siempre se sentaba a mi lado. Ahora la echamos de menos. Las sesiones, sin ella, ya no son lo que eran. No hace mucho, parece mentira, hace un instante, Irma estaba entre nosotros. In memóriam.

21 de agosto de 2011

Una tarjeta postal

He recibido una tarjeta postal. Lo escribo como si dijera: he visto un dinosaurio. Especie en vías de extinción, la tarjeta postal es la más refinada y dulce expresión de la cortesía y la comunicación de una edad que aún no acaba de irse del todo pero su lugar ya ha sido ocupado por cierta nostalgia de una realidad material, que puede tocarse y guardarse, que pertenece a este mundo, y no al limbo del ciberespacio o los discos duros en los que se guardan las tarjetas o los correos electrónicos.

Cuando alguien envía una tarjeta postal ha puesto más que unas líneas y un timbre en un cartón con una imagen: se ha puesto a sí mismo. Por eso recibimos las tarjetas con tanta sorpresa y alegría. Son como un abrazo o una palmada en el hombro.

Una amiga mía me ha enviado una postal desde París. Tiene un mensaje manuscrito, con letra pequeña, muy recta y muy clara, escrito con tinta verde, como si hubiera querido asegurarse de que el domicilio será legible por los carteros y empleados postales de al menos dos países, en ambos lados del océano. La tarjeta postal, que tiene un timbre y un sello, como toda postal que se respete, es una hermosa imagen arbolada de la Biblioteca Nacional de Francia. Mi amiga, investigadora, me dice que ese es el rincón que más frecuenta de París.

Me gustan mucho las postales, las conservo y las procuro como si fuera un coleccionista. Cuando viajo suelo traer a casa unas cuantas de recuerdo del lugar que he visitado. Puedo viajar sin cámara fotográfica porque sé que con unas cuantas postales, que depositaré en el baúl, tendré un recuerdo vivo de ese viaje. Muchos amigos me traen postales de lugares lejanos, y me entretengo mucho en las imágenes, sobre todo si son de lugares que no he visitado.

Una tarjeta postal tiene un toque humano, y me parece increíble que exista un sistema que opera en todo el mundo diseñado para enviar a su destino las tarjetas en las que alguien ha escrito esas pocas palabras, expuestas a las miradas curiosas y entrometidas, en las que apenas cabe poco más que un saludo, una oración ingeniosa, un verso, una cita, un abrazo, un beso, y muy de vez en cuando, una velada declaración de amor.

Me parece que deberíamos enviar más tarjetas postales. Tal vez contribuiríamos un poco, en tiempos de crisis, a activar la economía y a mejorar las relaciones entre los hombres y entre las naciones. Pero en realidad sospecho que las tarjetas postales, en el fondo, son para los románticos y los sentimentales. Para los que vibran de emoción al recibirlas y piensan: “Muy lejos, allá, ese día, en ese instante, pensó en mí”. Yo no sé, a fin de cuentas, por qué me gustan tanto las tarjetas postales.

19 de agosto de 2011

García Lorca

Hace setenta y cinco años asesinaron a un poeta. Lo mataron la ignorancia, la intolerancia, los prejuicios, la sed de sangre, el odio fratricida. Era uno de los más altos poetas de la lengua. Su poesía siguen siendo la alfaguara de la que manan versos perfectos, frescos, sonoros, cegadores, deslumbrantes. García Lorca sólo hay uno, y su obra se ríe del tiempo porque se sabe de agua, tierra, luna, claveles y acero. Nadie sabe dónde están sus restos, en algún paraje de Granada, pero sus poemas están en todas partes, en los libros, en los labios, en la memoria. Ay Federico, contigo se murió un poco de lo mejor de España. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro. Quien dice tu nombre, evoca a la poesía. ¿Quién escribirá tu Llanto, quién cantará tu gloria, en un presente eterno, sólo para vencer a tu muerte, cualquier día, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde?

18 de agosto de 2011

Otro ejemplar del Quijote

He comprado otro ejemplar. Después de mirar los cuadros expuestos en el Museo Iconográfico del Quijote en la ciudad de Guanajuato, entré a la librería del Museo, hojee la llamada Edición Guanajuato y la compré. Me dije que es una edición exhaustivamente anotada y que valía la pena compararla. Me dije que comparar las diferencias entre los prólogos, las notas y los comentarios de los especialistas también es una forma de conocer el Quijote, de adentrarme en los usos y costumbres, de conocer la lengua y el mundo de Cervantes.

De vuelta a casa, descubro que con este nuevo ejemplar ya tengo veinticuatro. Cuento y vuelvo a contar. Sí, tengo veinticuatro, porque hay uno en mi buró, otro en mi escritorio (una bella edición en octavo menor que me gusta mucho y que ha viajado conmigo en mi bolsillo mucho más allá de La Mancha), uno más en la mesa de la sala de la casa (en dos volúmenes de gran formato, comentado por Martín de Riquer e ilustrado por Antonio Saura) y veintiuno en los estantes de mi pequeña biblioteca (la primera que suelo consultar es la edición del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico).

Los libros sobre el Quijote no cuentan, me digo, son otra cosa y todos son distintos (ensayos, estudios generales o especializados en algún tema cervantino, incluso pequeños diccionarios y enciclopedias sobre la novela). Pero tener veinticuatro veces el mismo libro, aunque en diferentes ediciones (todas en español), merece una reflexión y tal vez una justificación conmigo mismo. Por muy diferentes que sean como objetos admito ante el primer leve soplo de sospecha que tal vez son demasiados.

Por fortuna no soy un bibliófilo, pero es cierto que tengo un ejemplar por la belleza de su tipografía, su composición, las capitulares. Conservo otro por los grabados de Doré, y otro más por los de Dalí. E incluso aprecio otro ejemplar por la tipografía y los grabados. Conservo una edición porque incluye, además de las dos partes del Quijote, el texto íntegro, infame e impostor del falso Quijote de Avellaneda. Uno más tiene un mapa casi fantástico de la ruta que siguieron el hidalgo manchego y su escudero. Tengo otro ejemplar que tiene un anexo con los dichos y refranes y frases ingeniosas de Sancho Panza. Otro más lo aprecio porque me lo regaló un amigo, y ahora que lo pienso yo también he regalado un par de ediciones interesantes.

Reviso uno a uno (demorarse con avaricia y entre los libros propios es una de las formas de la dicha, de ejercitar la memoria y la imaginación, de cultivar por unos instantes el arte del recuerdo que se cristaliza imponente en un fragmento de vida) y encuentro que todos esos libros son el mismo y son otro a la vez, cada uno a su manera. Todos contienen el Quijote y algo más. Aunque lo he hecho varias veces, no he leído veinticuatro veces el Quijote; los libros no sólo son para leerse.

Entonces tengo la coartada perfecta para acabar con mi sospecha. Ya puedo decirme que veinticuatro quizá son muchos, puede ser, pero aunque es cierto que no caben ya en el librero, todos son necesarios pues no todos me evocan ni me dicen lo mismo. No soy un coleccionista, me digo, y es cierto, no lo soy, pero de pronto descubro que sólo me falta uno para que sean veinticinco.

25 de julio de 2011

Wonder boys: de la literatura al cine

"Nadie le enseña nada a un escritor", le dice cansinamente, casi con resignación Michael Douglas en el papel del profesor Grady Tripp a su editor Terry Crabtree, interpretado por Robert Downey Jr., quien está muy necesitado de best sellers para salvar su empleo. "Uno sólo alienta a los buenos escritores, y también a los otros estudiantes, para que encuentren su camino".

El profesor Tripp, novelista metido en toda clase de líos, sabe lo que dice: dirige un taller de escritura creativa en una universidad, en el que Tobey Maguire hace el papel de James Leer, un joven que es una mezcla de Rimbaud y Jean Genet, un ángel y un demonio, un ladronzuelo y un niño bien algo desequilibrado, pero sobre todo un genio que le cambiará la vida al profesor.

Grady Tripp escribe una novela envuelto en una bata en estado lamentable, que evoca aquella célebre de Flaubert, entre calada y calada de marihuana, en su vieja máquina de escribir. La novela no funciona, el profesor ha perdido el talento, el rumbo y padece lo contrario a la famosa parálisis de la página en blanco: no deja de escribir, lleva cientos y cientos de páginas, aunque ya no sepa adónde va su novela. Además, por si fuera poco, su mujer lo ha abandonado, pero la esposa de su jefe espera un hijo suyo.

La imagen del vuelo efímero y final de las hojas blanquísimas en las que estaba escrita la novela del profesor Tripp (ya el cine nos había dado la imagen de ese dolorosamente bello espectáculo en una cinta de Woody Allen y vuelve a verse en la escena final de The Ghost Writer del nada honorable Roman Polanski) y que se pierden para siempre, arrastradas por el viento o en el fondo del agua, es una de las escenas clave del filme y un guiño de pesadilla para cualquier escritor.

Los demás elementos son también pura literatura: una chaqueta robada que perteneció nada menos que a Marilyn Monroe, un perro ciego que muerde llamado nada menos que Poe, un revólver que lo mata y el problema de siempre, ¿qué hacer con el cadáver? También está la escritura, la imaginación, los libros que a nadie le importan, la adicción a la palabra escrita, una alumna coqueta, el escritor de éxito y la envidia entre los colegas, el miserable ambiente universitario de whisky en mano y falsamente literario, la fanfarronería de los intelectuales, las canciones de Bob Dylan, la negociación feliz, el editor en desgracia y su travesti, un coche viejo, un fin de semana en Pittsburgh, tan festivo e intenso como nevado, definirán una cinta tan divertida y con tantos guiños literarios.

Por una vez el cine nos dio un escritor, sus problemas y sus trabajos, con un encanto que no siempre ofrece Hollywood. La imaginación literaria de Michael Chabon en su novela Wonder Boys y su afortunado paso al cine, con el mismo nombre, en esta vieja cinta de Curtis Hanson, han hecho verosímil y divertida, por una vez, la vida y la imagen tan literaria como cinematográfica de un escritor de película.

24 de julio de 2011

Paul Stephenson

Uno imagina un personaje y sus circunstancia, le da un nombre y un oficio, algunos rasgos y gestos, intuye su melancolía o su bravura, sus habilidades para jugar ajedrez o manejar un revólver. Un novelista imagina el sino de un personaje en el contexto de una novela, y ese proceso puede ser tan sencillo que a veces pareciera que se hace solo, sobre la marcha, mientras avanza la historia y se acumulan las páginas escritas; otras veces hace falta mucho tiempo, años, para que un personaje madure y pueda representar decorosamente el papel que su autor le ha reservado.

De Paul, yo sabía que sería profesor de matemáticas mucho antes de que tuviera nombre, y cuando conocí en Los Ángeles a una chica de apellido Stephenson, le pedí permiso para usarlo en una novela corta que me daba vueltas en la cabeza. Cuando el profesor tomó nombre y apellido, supe que vivía en Coyoacán, que era hijo único, que había tenido una adolescencia difícil y que había ido a buscar muy lejos a su padre ausente. Sin embargo, no lo sabía todo de su vida. Un personaje, como algunos parientes y ciertos amigos, a pesar de la convivencia intensa y la confianza guardan secretos y ciertos periodos o aspectos de su vida son tan oscuros como los de un desconocido.

De Paul Stephenson yo conocía su pasado y casi todo lo que pude averiguar de él lo escribí en Telemaquia. Yo soy incapaz de imaginar el futuro de un personaje, lo que será de su vida cuando termina la novela. Pero la vida real me daba noticias de un tal Paul Stephenson. Primero supe que había hecho una buena carrera en la policía metropolitana de Londres. Yo no sabía si ese Paul Stephenson sería el que yo conocía, pero si el padre de mi personaje fue un espía de la corona británica, un agente del MI-6, yo no veía por qué no, su hijo, podría llegar a ser jefe de Scotland Yard. Incluso encontraba cierta coherencia y similitudes en ambos oficios. En el fondo, me sentía orgulloso de haber creado a un personaje que había tenido, como se dice, éxito en la vida.

Pero ahora me ha dado un poco de pena ver que Sir Paul Stephenson ha tenido que dimitir a su cargo, salpicado por el escándalo de las escuchas telefónicas ilegales del periódico News of the World. El alcance de su vínculo con el diario y su responsabilidad en esos condenables actos ilícitos aún están por saberse. Se habla de contratos, favores, regalos, de tratos con un periodista del magnate Rupert Murdoch que tiene mucho que decirle a la policía. Su carta de renuncia es un tanto oscura: "Permítanme dejar muy claro que tanto yo como la gente que me conoce sabemos que mi integridad está intacta. Me gustaría haber hecho las cosas de otra manera, pero no voy a perder el sueño acerca de mi integridad personal".

Todo esto es muy extraño. Yo nunca hubiera imaginado un futuro así para él. Es sabido que la naturaleza imita al arte. En verdad no comprendo qué ha sucedido, pero no dejo de lamentar la situación. Yo espero en verdad que Paul Stephenson no pierda la integridad personal, ni el sueño, y espero también que yo tampoco lo pierda, tratando de comprender, buscando la verdad, pensando en él.

6 de julio de 2011

Carta a Francesca Woodman

Querida Francesca:

He recibido noticias que me inquietan un poco. Me desconcierta el curso que va tomando el creciente reconocimiento de tu obra, las miradas que se aproximan por morbo y oscuras intenciones.

Me he enterado que ya han hecho una película, un documental sobre ti. En una buena librería es posible encontrar por lo menos cinco libros sobre tu vida y obra. Luego, ¿qué seguirá? Te convertirán en una superestrella mediática. No puedo evitar pensar que lucrarán sin pudor con tus fotos y tu muerte prematura. Tú, que sólo tuviste una modesta exposición en una galería universitaria, ahora serás la artista de culto, siempre la malograda, el centro de atención de curiosos malsanos que no mirarían tus fotos si estuvieras aquí. Ahora galerías inglesas se interesan por tu trabajo, por no hablar de la exposición en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. ¿Soñaste alguna vez, Francesca, con exhibir tus fotografías en el Guggenheim de Nueva York? Pues una selección de tus fotos, se verá ahí, en ese museo-escaparate de proyección planetaria.

Ah, Francesca, artista de la luz y el nitrato de plata, ¿por qué no pueden entender que tu vida y tu muerte no son tu obra, como esa inmensa colección de fotografías que guardan tus padres? ¿Qué van a hacer de ti? ¿Cómo hacerles entender que tus fotos valen por tu condición de artista, en sí mismas, no por tu salida apresurada de este mundo por una ventana de un piso muy alto de un edificio de Nueva York? Acabarán por vender una foto tuya, un cliché, por lo que hoy pagan en dólares los coleccionistas en las subastas por una litografía de Picasso.

Francesca, tú no sabes lo que es la fotografía digital, no tuviste tiempo de conocerla, y la verdad es que no sé si te gustaría. Aunque no lo creas, ya no es necesaria la película fotográfica, y tampoco es necesario el arte de revelar las fotos que tomaste. Sí, ya sé que el revelado es el último paso del proceso creativo del artista, el momento mágico de fijar en el papel la imagen que has fotografiado, pero la tecnología avanza inclemente y ya ni siquiera el papel es necesario. Sí, entiendo que es difícil de entender, pero ahora la gente mira las fotos en las pantallas de sus juguetes electrónicos.

Francesca, te imagino en la Toscana, muy joven, aprendiendo a fotografiar, a ser artista, es decir, tú misma. Miro tus fotos y me pregunto cosas tontas, simples. ¿Verdad que en Italia pasaste tus mejores años? ¿Cómo pronunciabas el italiano? ¿Preferías el espagueti Alfredo que a la boloñesa? ¿Cuál era tu rincón favorito en Florencia? ¿Cuál era tu pintor favorito? ¿Te gustaba la música?

¿Qué sucedió Francesca? ¿Fue una crisis emocional? ¿Una decepción amorosa? ¿Tuviste una experiencia demasiado dura con sustancias tóxicas? Ahora tu arte será por siempre la expresión de una artista adolescente con una mirada única, singular. No tiene sentido imaginar lo demás, la que hubieras sido con el tiempo, al acercarte a eso que llaman madurez. No importa, en verdad no importa, Francesca, porque tus fotos no se parecen a las de ningún otro fotógrafo.

Supongo que te buscabas a través de tu lente, querías encontrarte, por eso eres la gran protagonista de tus fotos. En tus autorretratos encuentro soledad, mensajes cifrados en esos muros, en los objetos, en los cuerpos femeninos, con cierta luz y algunos efectos que sólo tú sabías fijar. Sí, hacías fotos para comprender el mundo, y seguramente el mundo no te comprendió. Es una pena.

Ay, Francesca, la vida se parece mucho al arte de la fotografía: es una sucesión de instantes, de momentos únicos que se fugan vertiginosos. Los mejores, como las buenas imágenes, se fijan en la memoria y en el alma y a ellos volvemos con frecuencia, no por nostalgia, como quien mira una foto vieja, simplemente para seguir viviendo.

Atentamente,

EALl

25 de mayo de 2011

En la oscuridad de algunas noches

Anoche escuché que mi hija tosía. Me levanté de la cama y fui a su habitación. No estoy seguro de que no estuviera despierta, abrió los ojos en cuanto puse la mano en su frente.

—Papi, ¿qué haces aquí?
—Vine a verte.
—Tengo tos. Tengo sed. No puedo respirar.
—Sí. Ahora te vas a aliviar.

Fui a la cocina. Le di una cucharada de jarabe y un vaso de agua. Le limpié la nariz. Le puse las almohadas, ligeramente altas. Se acomodó. Hablamos un momento del libro de Oliver Jeffers que estamos leyendo. Dejó de toser. Luego se durmió. Volví a mi cama con la satisfacción del deber cumplido, la pequeña vanidad de haber hecho levemente el bien.

En la mañana, al otro día, me dijo que había dormido mejor después de que fui a verla. Tal vez pensó que yo tenía algo que ver con su mejoría, con el sueño que durmió el resto de la noche.

Eso me preocupa, ella no sabe que mis atributos son muy limitados. Aunque es cierto que por un momento me sentí casi poderoso, capaz de darle a mi hija un sueño en paz en la oscuridad de la noche. Por fortuna, sólo por un momento. Luego me sentí casi un impostor.

Al otro día se fue a la escuela sin darse cuenta de que en las mañanas, como en todas las horas del día, soy infinitamente vulnerable, frágil, falible, que no tengo magia ni poder alguno, salvo en su imaginación y en la oscuridad de algunas noches cuando tiene tos.

25 de abril de 2011

El amor, un cura y las canciones de la radio

En un texto tan bello como breve, Antonio Muñoz Molina recuerda que en La Femme d'à côté, la película de François Truffaut, Fanny Ardant, en el personaje de una mujer en crisis, dice una frase inolvidable : «Me gustan las canciones de la radio porque sólo ellas dicen la verdad».

Hace unos días asistí a una boda religiosa en un pueblo del Estado de México, en la que hubo algunos hechos notables: la familia en pleno acompañaba al menor de mis primos, los pájaros volaban de un lado a otro de la nave, subían y bajaban por la cúpula, cantó un coro estupendo y ofició un cura con alma de poeta enamorado, uno que quizá equivocó la vocación y seguro tiene un reproductor portátil MP3 con miles de canciones que escucha todo el día.

Lejos de regañar a los novios o hablar de la vida conyugal con la impostura de la falsa experiencia, como si supiera lo que dice después de veinte años de matrimonio, el cura habló del amor, pero no según San Pablo. Para unir los corazones de los contrayentes citó versos ejemplares de canciones de Joan Manual Serrat, Joaquín Sabina y Miguel Bosé.

Teologías aparte, el cura sabía lo que decía. El suyo fue un sermón memorable que mereció la entusiasta aprobación de los fieles mientras la bandada revoloteaba en la luz meridiana sobre nuestras cabezas: Con tu mala ortografía y tu no saber perder, con defectos y manías te amaré. «Ahí también se muestra el amor verdadero», decía el cura. Fue una revelación. Fue conmovedor.

Mientras los recién casados recibían abrazos y felicitaciones en el atrio, yo pensaba en el futuro de San Pablo. ¿Qué será de sus epístolas, me decía, una vez que el clero, tan moderno, ya sabe que sólo las canciones de la radio dicen la verdad?

24 de abril de 2011

Lecturas nocturnas de E. M. Cioran

En estas noches cálidas de abril, hasta muy tarde, leí Breviario de los vencidos de Cioran. No fue la primera vez que frecuentaba sus escritos, pero acaso ha sido el verdadero primer encuentro, ahora su lectura me deparaba un creciente gozo, una certeza en la incertidumbre, la confirmación de un escepticismo que podría ser el lema y la bandera de un navío que no conoce su derrota. Luego vi un documental sobre su vida y sentí una enorme simpatía por ese hombre un tanto cínico que no dormía y hablaba del sinsentido con lucidez. Luego leí con urgencia Ese maldito yo, y descubrí entre otras cosas a un autor de niebla y desasosiego, de tristezas sutiles y profundas. Por un instante vi su fragilidad: Todos estamos en el fondo de un infierno en el que cada instante es un milagro.

Ya no estoy en edad de entusiasmos intelectuales como los que sentí arrebatado por Cortázar y Camus, héroes absolutos de mi primera juventud, pero ahora me he sentido cerca de Cioran, de ese falso abandono y esa distancia hacia todas las cosas. Cioran me dice y me siento cerca de esa claridad, deslumbrante y cegadora: El que da un rodeo a la historia se desmorona violentamente en sí mismo. La clave, me digo, la fuerza de esas sentencias como latigazos es el prodigio de sus palabras pulidas y trabajadas hasta la perfección absoluta en cada oración; el estilo es mucho más que una exigencia literaria, […] es un arte de vivir, una ética dandy, fundada en la elegancia, la mesura, la gracia, el silencio. Me doy cuenta de que si bien Cioran es un maestro absoluto en el oficio de recordarnos verdades esenciales que en el fondo no quisiéramos oír: Solo estuviste y solo estarás. A perpetuidad, aun en sus provocaciones me despierta una simpatía perfecta como una partita o una suite: Sin Bach la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada perentoria. Si alguien debe todo a Bach es, sin duda, Dios.

Cioran fue un hombre que encontró por el camino de la razón y la renuncia, el ocio y la conversación con extraños en las calles de París, las sinrazones de este mundo y la maltrecha condición humana. Pero luego pareciera que se contradice, que encuentra una salida: Uno puede dudar absolutamente de todo, afirmarse nihilista, y, sin embargo, enamorarse como los más grandes idiotas. Esta imposibilidad teórica de la pasión, que la vida real no deja de malograr, hace que la vida tenga un encanto verdadero, incuestionable, irresistible. Se sufre, uno se ríe de sus sufrimientos, pero esta contradicción fundamental es tal vez, en definitiva, lo que hace que la vida aún valga la pena de ser vivida.

Aún no sé si seguiré leyendo uno tras otro todos los libros de Cioran. Tal vez por ahora he tenido suficiente, pero no es un asunto de lecturas a la medianoche, es otra cosa. No sé si la decepción, la desesperanza y la lucidez sean contagiosas. Espero, en verdad, que no esté volviéndome un pesimista diletante con aspiraciones profesionales. En esta mañana en que escribo, pienso, acaso, que ya lo soy.

16 de marzo de 2011

Una lengua se muere y los dos viejos que no la hablan

A veces los periódicos publican sucesos tan inverosímiles y extraños que terminan por ser un testimonio preciso y lúcido del devenir del mundo. En la minúscula comunidad de Ayapan, en Tabasco, al sur de México, el ayapaneco, una de las más de trescientas variantes lingüísticas indígenas que aún sobreviven en el país, muy pronto desaparecerá irremediablemente porque sus dos únicos hablantes y vecinos, Manuel Segovia de 75 años e Isidro Velázquez de 69, no se hablan, desde hace años no se dirigen la palabra. No conocemos las razones de su distanciamiento, pero las supongo tan baladíes y graves a la vez como las que separaron a Carlos Fuentes de Octavio Paz, como las que desde hace décadas han hecho el silencio entre Vargas Llosa y García Márquez, grandes amigos en su juventud, que persisten contumaces en su decisión de no hablarse; es curioso, porque en el arte de celebrar la lengua y las palabras, todos ellos son grandes maestros.

El resto de los habitantes de la comunidad indígena ha emigrado, quizá muy lejos, o ha preferido para sobrevivir sólo hablar en español. El ayapaneco se está extinguiendo. Borges sabía que una lengua es una forma de estar, sentir, nombrar el mundo. Miguel León Portilla ha escrito que cuando muere una lengua [...] la humanidad se empobrece. Esa tragedia de silencio y pérdida es una historia conocida que pasa con cierta frecuencia y seguirá sucediendo casi inadvertida en todo el mundo a lo largo del siglo.

Pienso en la desgracia de esos dos viejos necios que persisten en no hablarse. Le comento a un escritor amigo mío la que me parece la triste historia de Manuel Segovia e Isidro Velázquez y me dice con asombro que "parece un pasaje apócrifo de una novela de Dino Buzzati". Le comento a una editora amiga mía lo que también me parece una historia del absurdo y me dice con absoluta crudeza: "¿Y por qué habrían de hablarse? ¿Por qué tendrían que hacerlo?" Tal vez ella tenga razón. ¿Por qué habrían de comunicarse dos vecinos, dos semejantes, dos hombres a los que no llamaré hermanos? Ser los únicos hablantes de una lengua al parecer no es una buena razón. Ellos son, no la metáfora (para ello harían falta las palabras) sino los protagonistas involuntarios de una farsa, la expresión perfecta de un estadio de la condición humana.

Pasamos la vida esperando una carta, una llamada, una palabra honesta, interesada. Medio mundo está esperando esa conversación que por fin acerque a los cónyuges, a padres e hijos, a los amantes, a los amigos, a los vecinos, a los adversarios. Pasamos la vida en busca de esas palabras que nos revelen y nos permitan acercarnos por fin al ser de otros. Esos dos son los embajadores silentes y eméritos de una manera de estar, de ser y pensar en la era de las telecomunicaciones, en la que de verdad nadie habla con nadie, nadie conversa con nadie porque en el fondo nadie entiende a nadie, nadie escucha a nadie, nadie comprende a nadie. Tienen razón Manuel Segovia e Isidro Velázquez, hombres de su tiempo: ¿por qué?, ¿para qué habrían de hablarse?

20 de febrero de 2011

El coronel y su mujer

No sé si el Quijote que yo veo y percibo es exactamente igual al tuyo, ni si uno y otro ajustan del todo dentro del Quijote que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes. De aquí que cada ente literario esté condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad, escribió Alfonso Reyes en “Apolo o de la literatura” (ensayo de mil novecientos cuarenta), mucho antes que egregios profesores franceses descubrieran que todos leemos de distinta manera. 

Ahora yo me demuestro, gracias también a Heráclito, que no es posible leer dos veces el mismo texto: la escritura permanece, el lector cambia y no cesa de cambiar. El poema de anoche, palabra a palabra, ya no me dice lo mismo. Ya no soy el que fui ayer.

Desde que leí por primera vez El coronel no tiene quien le escriba, su contundencia e intensidad me parecieron el modelo de cierta literatura que me gusta mucho desde mi primera juventud. He vuelto a leer esa novela tres o cuatro veces a lo largo de los años, y si bien es cierto que en cada lectura pareciera que la trama ha cambiado un poco con respecto al recuerdo que tenía de ella, y que pareciera que destaca algún detalle antes inadvertido que enriquece un personaje, ahora leo y encuentro otro libro. García Márquez cuenta una historia que yo no había visto. 

Es cierto que durante cincuenta y seis años el coronel no hizo otra cosa que esperar, como muchos años esperó el coronel Nicolás Márquez, abuelo del escritor, una carta que confirmara su grado y sus servicios para poder cobrar una pensión; que allí están las guerras civiles, la dictadura, el coronel Aureliano Buendía y Macondo, el trabajo político y clandestino, la geografía, la lluvia, la vida del pueblo, el servicio del correo, el gallo y los gallos, las peleas, la ilusión de la lotería de las apuestas, los otros personajes, la amabilidad del médico, el compadre rico y miserable, los amigos de Agustín, el hijo muerto del coronel.

Allí están la necesidad y la dignidad del coronel, su bondad, su ingenuidad, su timidez, su miseria y sus sueños, su espera contumaz que supera cualquier plazo razonable. Todo eso está en su lugar, pero ahora he visto a la esposa, esa “mujer” a la que el asma no ha minado su entereza, su fortaleza, su carácter. Ella es mucho más fuerte que el coronel. Ella es lúcida y tiene los pies en la tierra; él es ingenuo y débil.

Esta novela corta, ejemplar y admirable, es la historia de la relación, dulce y áspera, conyugal, del coronel con su mujer. La ternura y el altruismo, el destino común que acerca pero no funde dos vidas, la lucha paso a paso, día tras día, la rivalidad y la costumbre, el pasado común, el hijo muerto, el hambre compartida, el compañerismo cotidiano.

La novela empieza cuando el coronel le da a su mujer una taza de café preparado con la última cucharadita del polvo que quedaba en el tarro, y termina con la rebeldía del coronel, con una explosión de cólera con su mujer. Esa relación conyugal, sus discusiones y desacuerdos, es la novela. 

Mientras transcurre ese matrimonio, pasa la vida: viven el duelo del hijo muerto, se mueren de hambre, riñen. Ella soporta estoica su sino, pragmática, piensa en el futuro y quiere que su marido entre en razón; el coronel sueña despierto que su gallo ganará una pelea y espera, espera a lo largo de los años, una carta que nunca llega.

19 de febrero de 2011

Galileo y el arte

Cuentan las crónicas que Galileo, crítico de arte en sus ratos libres, dijo ante una estatua de mármol:

−Sí, es bellísima. Su realización es notable y su composición, perfecta. Pareciera que tiene movimiento y se me antoja tan graciosa y leve que podría pensarse que en cualquier momento levantará el vuelo. Pero tiene un punto de apoyo y sin embargo... no se mueve.

14 de febrero de 2011

Belleza americana

Con American Beauty, película que hurga con saña en el rincón más oscuro del American Way of Life, la máquina de los sueños y las ilusiones ha despertado de una pesadilla con nombre de rosa, la misma que rodea el jardín de esta singular familia de los suburbios de cualquier ciudad de los Estados Unidos, como también es una rosa el fetiche sexual de ese frustrado y desdichado que busca en su podredumbre una salida. ¿De verdad son así los estadounidenses?

Los tópicos y los lugares comunes, los epítetos cien veces repetidos acaban por ocultar la realidad, por deformarla para constituirse en la verdadera máscara, en el rostro que deseamos ver. Es muy simplista pensarlos siempre los más degenerados, enfermos y sucios, campeones sin rival del engaño y las apariencias, con su fascinación por las armas y su sexualidad siempre en problemas por decir lo menos.

Pero aun ahí, asoma el amor y para alguien salta la belleza en la metafísica del vuelo de una bolsa de plástico. Este filme de Sam Mendes, británico de origen portugués, ya es un clásico, amargo y duro, pero un clásico al fin de cierta cinematografía que seguramente será un referente, con lo que dice y lo que deforma, lo que muestra y lo que oculta, con lo que revela y distorsiona, de fines del siglo XX.

12 de febrero de 2011

El último vuelo

Antoine de Saint-Exupéry cuenta, en un pequeño libro, admirable e intenso, las proezas de aquellos impertérritos pilotos que cruzaban la noche oscura de la pampa en unos aviones de una fragilidad inverosímil en los años veinte del siglo pasado, estimulados en su valor y arrojo por un sentido imperturbable del deber, azuzado a su vez por la figura severa de Rivière, el jefe, que hace evidente con su liderazgo y autoridad, como dice André Gide, una verdad paradójica de una importancia psicológica considerable: el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber.

El lector de Vuelo nocturno tiene acceso a una de las imágenes más puras de la soledad, la de un piloto en su cabina, acompañado apenas por el rugido del motor de su avión que cruza la noche, atento a la voz del radio que como un faro le abre camino entre las nubes. Saint-Exupéry sabía bien de lo que escribía, piloto él mismo, conoció la sensación sin límite de libertad y las tribulaciones de la vida de los pilotos, sin excluir los contratiempos, las averías y un accidente que bien pudo ser mortal.

Pero el valor no intimida al destino y la desaparición del piloto Fabien en Vuelo nocturno sería al fin una crónica literaria por adelantado de la propia desaparición de Saint-Exupéry, no exenta de heroísmo y una dosis literaria de romanticismo y aventura, en un vuelo de reconocimiento de Córcega a Francia durante la segunda Guerra Mundial, al parecer abatido por Focke-Wulfe alemán.

Nunca más se supo de él. Durante años se escribieron y publicaron testimonios, biografías y versiones sobre su misterioso fin. Luego, las crónicas de los periódicos, tras más de medio siglo de un silencio fértil a la especulación y la leyenda, dijeron que habían encontrado en la bahía de Marsella restos de su avión y aun objetos personales.

Es posible que así sea, pero ahora que he vuelto a esas páginas, pienso que me gustaría que esas noticias fueran falsas, quiero creer que Saint-Exupéry no cayó al Mediterráneo, sino que aquella mañana del 31 de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro emprendió su último vuelo, tal como lo saben todos los niños y los hombres que son niños cuando leen El Principito, al asteroide B-612 en un viaje sin retorno.

28 de enero de 2011

La ausencia del hombre de las rosas y el cognac

Un puntual y escrupuloso amante de los ritos y las ceremonias, ejemplo de fidelidad y constancia, no depositó, el 19 de enero [de 2011], por segundo año consecutivo, tres rosas y una botella de cognac, abierta y a medio beber, en la tumba de Edgar Allan Poe (que como todo el mundo sabe era el doble de Charles Baudelaire).

Desde 1949 hasta 2009, ese desconocido caballero le rindió homenaje al Poeta el día de su cumpleaños al tiempo que nos recordaba que hay pactos y promesas para toda la vida. Nada se sabe de ese hombre que llegaba, entre la medianoche y la madrugada, embozado y con sombrero al cementerio de Baltimore a rendir su homenaje.

Fue visto muchas veces en esas noches heladas en las que aparecía; por fortuna no fue molestado. Se sabe que cumplía escrupulosamente con la ceremonia que quizá había perfeccionado con los años y luego se marchaba silencioso para volver justo un año después. Alguien podría pensar que imaginar a ese hombre, sus razones y su pasión, acaso su fe, daría el argumento para un relato. Sólo puedo imaginar una causa para justificar su segunda ausencia en un largo rito de casi sesenta años.

Podríamos pensar que la obra del gran Poe fue la motivación y la razón de su vida, que la leía todos los días con devoción, que declamaba «El cuervo» en recuerdo y honor de una mujer amada... En el fondo, quizá todo esto sea pura literatura, para mayor gloria de Edgar Allan. Puede ser. 


Pero a mí la noticia de esta ausencia me desconcierta un poco, me deja un regusto triste, y pienso en ella a lo largo de los días. Algo se ha roto, me digo, otro hombre ya no está, un ritual se ha perdido. Yo estoy seguro de que Poe, donde quiera que esté, acaricia a un gato negro y también lo lamenta un poco, al menos por el cognac.

23 de enero de 2011

Sergio Pitol: sin palabras

Lo encontré en un restaurante. Llegó con paso firme, llevaba un periódico en la mano, se sentó en una mesa frente a la mía. Me acerqué a saludarlo y me miró con la distancia del que está lejos, en otro parte, en algún lugar poblado por sus recuerdos o los paraísos imaginarios. Le hablé de nuestros encuentros, de amigos comunes, de la foto de Borges que le regalé un día que lo visité en su casa. Me miró con la distancia del que está lejos, en otra parte. En el restaurante lo conocen, goza de los privilegios de los clientes distinguidos. Seguramente los meseros que lo reciben con esmerada atención saben que es un escritor célebre, aunque tal vez nunca han leído sus libros.

Cuando habló, cuando respondió a mi saludo y mis preguntas de cortesía, vi el precio de la longevidad, la devastación de la enfermedad. Hacía tiempo que no lo veía, pero nunca imaginé la gravedad de su mal, el deterioro de sus facultades que contrasta con la agilidad de sus movimientos de anciano aún vigoroso. Sólo una ironía perversa, una sinrazón absurda podría explicar que un novelista pierda las palabras, que no encuentre el sustantivo para pedir agua o un tenedor.

A este hombre que ha alcanzado los mayores reconocimientos a los que puede aspirar un escritor en el ámbito de la lengua española, se le han perdido las palabras. Lo vi leer el periódico, pasar las páginas y doblarlo con habilidad, lo vi leer el menú al pedir su comida con seguridad y firmeza, con lucidez, pero si bebió un vaso de agua de papaya fue porque el mesero no era exactamente eso sino un ángel guardián que hacía las tareas de un mesero.

Si alguien pronuncia la palabra que él no encuentra, sonríe emocionado y mueve las manos satisfecho, se le ilumina la cara. Si esa palabra no aparece, su cara es el retrato perfecto de la desesperación y la impotencia. No puede hablar porque le faltan las palabras. Habla, sí, pero a media oración le falta la palabra, una indispensable. “Necesito comprar un…” Sin la palabra libro o peine no hay comunicación posible.

El escritor se ha quedado sin materia prima, sin lo único verdaderamente indispensable para ejercer su oficio, sin el prodigio de la palabra, acaso la más alta expresión de la humanidad en su paso por la Tierra. Por supuesto, ya no escribe. Espero que encuentre en la lectura, que Borges no pudo celebrar como hubiera querido a lo largo de su vida, el consuelo que necesita. Supongo que es mucho más duro quedarse sin palabras que sin la capacidad de leerlas. Borges en su ceguera podía dictarlas, gozar de ellas en el entendimiento, de su sonoridad y sentirlas vibrar entre los labios, el paladar y la lengua.

El escritor comió de prisa y se fue. Al despedirse, no pudo decirme lo que quería. Le faltan las palabras. No sé si volveré a verlo. Me quedan los recuerdos, sus libros, el vivo retrato de la decrepitud, de la decadencia, la impresión fulminante de su desdicha, del implacable paso del tiempo.

20 de enero de 2011

La protagonista

Voy a escribir una novela, una historia de desamor, un encuentro a destiempo. Ya he imaginado la frágil línea argumental, el débil tejido de la trama, el punto de vista del narrador. Ahora estoy en busca de la protagonista. Debo ser muy cuidadoso en la elección, no puedo cometer otro error, ya serían demasiados. No puedo permitirme que suceda eso que en el cine y el teatro se llama miscast. En una novela, aunque cada género tiene lo suyo, puede suceder algo semejante, que un personaje no cumpla con las exigencias de su papel.

Yo necesito una protagonista de nombre sonoro, aristocrático. Una mujer joven, guapa antes que bonita, bella, de aspecto impecable y fácil sonrisa, educada, universitaria, con conocimiento de matemáticas, música e inglés. Será linda e inteligente. Debe tener una rotunda presencia cinematográfica y un perfil psicológico complejo y rico en matices. Una personalidad encantadora. No deberá faltarle gravedad de ánimo y carácter.

Tendrá convicciones e ideas fijas, que defenderá a lo largo de toda la novela. Deberá estar dispuesta a vivir las desventuras y sinsabores, las alegrías, escenas y circunstancias que yo escriba. En particular, se esforzará en el conflicto que define su personaje. Aceptará el vestuario, accesorios, peinados y maquillaje que le indique. Hablará con claridad y firmeza perfectas y tendrá, por último, el encanto personal, el ángel que el papel exige para que se gane la admiración incondicional de miles y miles de lectores.

Su presencia implica la aceptación de las condiciones, usos y costumbres comunes entre un escritor y sus personajes. Su disponibilidad y exclusividad serán absolutas, no deberá tener problemas de horario: las madrugadas, los fines de semana y las vacaciones son horas y días laborales para un autor. La protagonista estará dispuesta a trabajar en cuantos borradores y versiones sean necesarios para lograr el texto que busco, durante varios meses, quizá un año, y se someterá con perfecto estoicismo a las correcciones sin fin en busca de una prosa clara y precisa, pulida como un espejo.

Le aseguro que al final la recompensa habrá valido cualquier esfuerzo: podría convertirse en una heroína de novela. Interesadas en el papel, favor de presentarse literaria y literalmente en la primera página del libro, aún en blanco, donde elegiré a mi protagonista. En cuanto encuentre a esa hija de la imaginación y el azar, de la literatura y la necesidad, empezaremos a trabajar en esa triste historia.

16 de enero de 2011

Un sorbo de whisky

Beber un whisky a sorbos pequeños y ceremoniosos, después de una larga jornada, con la casa en silencio y la noche cerrada, solo, sin zapatos, es un rito del que surge una experiencia que trasciende el entorno doméstico al tiempo que la mente se abre y el cuerpo se relaja. En el regusto de cada sorbo, en su dulzura y viveza, hay un hecho literario. Con el whisky de pronto emergen la lucidez, el placer, la visión y la sabiduría, la frase y la oración perfectas.

En el primer sorbo de whisky de malta puede haber más metafísica que en la teología de los padres y los doctores de la Iglesia. En un sorbo de whisky, en su dosis justa e inalterable, por un instante, a cierta hora de la noche, el universo se ordena y se revela con una nitidez cegadora, en una visión poética implacable. Todo deviene claro, como categoría o entelequia aristotélica. En un sorbo del primer whisky, nunca más allá del tercero o cuarto, está contenida y se muestra y emerge, deslumbrante, múltiple y trascendente, toda la poesía de Fernando Pessoa.

Luego, el numen se desvanece poco a poco, se pierde esa visión relámpago de belleza y sabiduría. Lo que sigue carece de importancia. Es necesario elegir entre ir cuesta abajo por el camino de la embriaguez o buscar en la poesía la lucidez, los restos de ese naufragio metafísico. De cualquier manera se habrá roto el encanto, eso que llamamos realidad se instaurará en el cuerpo y la mente, se impondrá en las palabras y el poema, el libro, el entorno, la casa en silencio, la ciudad, la noche cerrada, el universo.

10 de enero de 2011

La tarea del poeta

La literatura, creadora de verdades, con frecuencia se condensa en una oración, una sentencia, un adagio que se fija en la memoria porque nos ofrece una respuesta, a veces por mucho tiempo buscada. Al dar vuelta a una página se disuelve ante los ojos sorprendidos uno de los enigmas de nuestra existencia, uno de los pequeños misterios de la vida. Entonces comprendemos y algo cambia en nosotros. Encontrar esas verdades y fijarlas con palabras iluminadas, acaso sin saber cómo ni por qué, sea una de las tareas del poeta.

5 de enero de 2011

Noche de Reyes

La epifanía para mí, ahora, sólo puede ser la alegría, la perfecta ilusión de mi hija con la que espera los juguetes que les ha pedido a los Reyes Magos con caligrafía preescolar en una cartita que es en sí misma un regalo para su padre, una muestra impecable de la candidez y la creatividad infantil.

Esta noche, en algún momento (la imaginación casi siempre sugiere que de madrugada, muy cerca de la hora del amanecer) harán su aparición mágica de cada año, cumplirán su cita con la inocencia iluminada y la emoción perfecta. Mañana, volverá a cumplirse el milagro de ese prodigio, tan encantador como increíble, pero verosímil, que quizá la suya sea la visita más viva y sugestiva del imaginario del mundo occidental. ¡Ay de aquel que no se haya emocionado hasta el delirio con la visión sobrenatural de descubrir un regalo real al pie del árbol de Navidad la mañana de algún 6 de enero de su primera infancia!

Recordar al niño que fui, al filo de los siete años que tiene mi hija, el que tuvo la alegría, la perfecta ilusión, es un ejercicio de nostalgia no apto para sentimentales. La epifanía es el milagro que se repite en otros, que la viven intacta, generación tras generación, como otros lo hicimos y otros, antes, lo hicieron: como una aparición mágica y uno de los momentos dorados, de salvaje felicidad de la infancia.

Pero un día se acabará, los años están contados, tarde o temprano para cada uno se romperá el encanto, se revelará triste la verdad, que suele ser uno de los primeros descalabros inolvidables y definitivos, como la decepción amorosa o el descubrimiento de la injusticia, en el duro aprendizaje de la vida.