Querida Francesca:
He recibido noticias que me inquietan un poco. Me desconcierta el curso que va tomando el creciente reconocimiento de tu obra, las miradas que se aproximan por morbo y oscuras intenciones.
Me he enterado de que ya han hecho una película, un documental sobre ti. En una buena librería es posible encontrar por lo menos cinco libros sobre tu vida y obra. Luego, ¿qué seguirá? Te convertirán en una superestrella mediática. No puedo evitar pensar que lucrarán sin pudor con tus fotos y tu muerte prematura. Tú, que sólo tuviste una modesta exposición en una galería universitaria, ahora serás la artista de culto, siempre la malograda, el centro de atención de curiosos malsanos que no mirarían tus fotos si estuvieras aquí. Ahora galerías inglesas se interesan por tu trabajo, por no hablar de la exposición en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. ¿Soñaste alguna vez, Francesca, con exhibir tus fotografías en el Guggenheim de Nueva York? Pues una selección de tus fotos, se verá allí, en ese museo-escaparate de proyección planetaria.
Ah, Francesca, artista de la luz y el nitrato de plata, ¿por qué no pueden entender que tu vida y tu muerte no son tu obra, como lo es esa inmensa colección de fotografías que guardan tus padres? ¿Qué van a hacer de ti? ¿Cómo hacerles entender que tus fotos valen por tu condición de artista, en sí mismas, no por tu salida apresurada de este mundo por una ventana de un piso muy alto de un edificio de Nueva York? Acabarán por vender una foto tuya, un cliché, por lo que hoy pagan en dólares los coleccionistas en las subastas por una litografía de Picasso.
Francesca, tú no sabes lo que es la fotografía digital, no tuviste tiempo de conocerla, y la verdad es que no sé si te gustaría. Aunque no lo creas, ya no es necesaria la película fotográfica, y tampoco es necesario el arte de revelar las fotos que tomaste. Sí, ya sé que el revelado es el último paso del proceso creativo del artista, el momento mágico de fijar en el papel la imagen que has fotografiado, pero la tecnología avanza inclemente y ya ni siquiera el papel es necesario. Sí, entiendo que es difícil de entender, pero ahora la gente mira las fotos en las pantallas de sus juguetes electrónicos.
Francesca, te imagino en la Toscana, muy joven, aprendiendo a fotografiar, a ser artista, es decir, tú misma. Miro tus fotos y me pregunto cosas tontas, simples. ¿Verdad que en Italia pasaste tus mejores años? ¿Qué tan bueno era tu italiano? ¿Preferías el espagueti Alfredo que a la boloñesa? ¿Cuál era tu rincón encantado en Florencia? ¿Cuál era tu pintor favorito? ¿Te gustaba la música?
¿Qué sucedió, Francesca? ¿Fue una crisis emocional? ¿Acaso estabas deprimida? ¿Sufrías ataques de ansiedad? ¿Una decepción amorosa? ¿Tuviste una experiencia demasiado dura con sustancias tóxicas? Ahora tu arte será por siempre la expresión de una artista adolescente con una mirada única, singular. No tiene sentido imaginar lo demás, la que hubieras sido con el tiempo, al acercarte a eso que llaman madurez. No importa, en verdad no importa, Francesca, porque tus fotos no se parecen a las de ningún otro fotógrafo.
Supongo que te buscabas a través de tu lente, querías encontrarte, por eso eres la gran protagonista, el centro, el objeto mismo de tus fotos. En tus autorretratos encuentro soledad, mensajes cifrados en esos muros, en los objetos, en los cuerpos femeninos, con cierta luz y algunos efectos que sólo tú sabías fijar. Sí, hacías fotos para comprender el mundo, y seguramente el mundo no te comprendió. Es una pena.
Ay, Francesca, la vida se parece mucho al arte de la fotografía: es una sucesión de instantes, de momentos únicos que se fugan vertiginosos. Los mejores, como las buenas imágenes, se fijan en la memoria y en el alma y a ellos volvemos con frecuencia, no por nostalgia, como quien mira una foto vieja, simplemente para seguir viviendo.
Atentamente,
EALl
6 de julio de 2011
Carta a Francesca Woodman
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