25 de noviembre de 2017

La poesía estaba en otra parte

Del fondo de un rincón de la vieja casa familiar ha vuelto, como de una exhumación, una carpeta con mis primeros poemas. Ha llegado a mis manos desde un tiempo que me parece tan remoto, tan lejano a mi vida y circunstancia que no reniego de ellos pero me es difícil reconocerme en esos intentos, en esos ejercicios. Por supuesto, dicen quién fui, y entonces me parecieron muestras impecables que me conferían sin más trámite el alto título de poeta.

No sabía que había sobrevivido una copia de aquellos poemas, pero reconocí de inmediato la carpeta, los papeles que han ganado rigidez y un color amarillento, pero los versos siguen siendo rotundamente malos. (¡Ah Rimbaud, tal vez eres el único, el príncipe de los poetas adolescentes!)

Los poemas están escritos a máquina sin mácula ni error, con una simetría tipográfica y cuidado admirables. Me recuerdo escribiendo en aquella máquina portátil, con la que también hacía las tareas escolares en la preparatoria. Pasarlos a máquina era un hecho trascendente, darles la dignidad de la letra impresa, la formalidad de escritos poéticos o literarios. Fijarlos en una hoja blanca era un acto solemne, un juego fascinante, un proceso dichoso que todavía puedo asociar con la felicidad.

Era feliz al mecanografiar esas tres docenas de poemas, y eso me bastaba. Pero también lo hacía con convicción, y creía que algunos de esos versos podrían salvar mi alma. Hoy me sonrojo y me avergüenzo de la poderosa ingenuidad de mi entusiasmo. Nadie se vuelve poeta sin la gracia de los dioses, pero es cierto que con la práctica y los años se puede mejorar un poco.

Tengo que destruir esos poemas. Tengo que entregarlos al fuego (lo haré yo mismo, no se lo pediré a ningún amigo). No merecen seguir en este mundo. Sin duda hablarían mal de mí, acabarían por ser la prueba y evidencia de mis torpezas. Sin embargo, siento un poco de pena por ellos. Han sobrevivido a mudanzas y terremotos, al tiempo, al olvido en el fondo de un armario del que no debieron de haber salido.

Sí, soy un sentimental. No quisiera incinerarlos pero ese es mi deber poético. En el nombre de la poesía es necesario acabar con ellos, asegurarme de que no dejen la menor huella en el mundo. Por ellos no vale la pena lastimarse los oídos, ni fatigar la inteligencia y tampoco la memoria.

Haré una ceremonia, digna y en secreto, y en el jardín esparciré sus cenizas. Dejaré aquí sin embargo constancia de su nombre: Como principio de río se llamaba aquella serie, y también diré que me parecía un nombre magnífico. Luego, para consolarme, leeré las obras completas de Rimbaud, y volveré a decirme que la poesía es magia y un misterio, y que como un ángel díscolo, no siempre se posa en la página y no ilumina todos los escritos ni habita en todos los juegos de palabras.

23 de noviembre de 2017

La profesión de Don Quijote

Don Quijote de la Mancha debe ser la mejor novela del mundo, y si alguien lo duda será porque algún sabio encantador, enemigo del caballero, ha trastocado la realidad como por encantamento y no permite apreciar esa gran verdad.

Y tal vez no sólo es la mejor novela jamás escrita, sino también la más divertida. Y también la más elusiva, en la que todo está claro y a la vez no lo está. ¿Acaso don Quijote estaba loco? Si lo estaba padecía una extraña locura, pues sólo se manifestaba en lo relativo a la andante caballería, y luego mostraba un juicio, prudencia y aún sabiduría admirables.

Tal vez estaba cuerdo y fingía locura, lo cual lo convertía en un actor, en alguien que representaba el papel de caballero andantes para imponer su ley y vivir aventuras lejos de casa. Y si así fuera, entonces también Sancho representa un papel, pues sabe que su amo no es un caballero andante, sino su vecino e hidalgo Alonso Quijada o Quesada o Quijano, que también con su nombre hay dudas y versiones.

¿Y cómo explicar, entonces, a los otros personajes que se hacen pasar por princesas y caballeros andantes que le siguen el juego a don Quijote? Los cervantistas saben que esta novela se complica a cada lectura y surgen nuevas preguntas de difícil respuesta. La cruda realidad y las apariencias, la verdad y el engaño, la confusión y el malentendido, la locura y la razón, la representación y el teatro dentro del teatro son algunos de los temas que se extienden a lo largo de las aventuras del caballero manchego.

Marc Van Doren publicó en 1958 Don Quixote's Profession, y en 1962 salió la edición en español del Fondo de Cultura Económica. Durante muchos años fue un libro celebrado que no se encontraba por ningún lado (salvo un golpe de suerte en una librería de viejo) y que ha sido reeditado. Es una obra sugerente, de sutil inteligencia, que desmonta la novela de Cervantes para dejarla incólume, intacta en su grandeza y sus recursos.

No se trata, por supuesto, de un estudio erudito, ni de un análisis a fondo o académico como los de Américo Castro o Martín de Riquer o Francisco Rico, por mencionar a tres estudiosos. Se trata del ensayo lúcido de un crítico asombrado ante una historia que «goza la fama de ser tal vez la mejor novela del mundo».

Su lectura es provechosa sobre todo para los que ya cabalgaron la novela porque hará más rico el regusto y hará visible algunos aspectos obvios que, como tales, suelen pasar inadvertidos. Pero los que buscan un texto que les guíe y muestre dónde mirar, también encontrarán su recompensa.

La profesión de Don Quijote (FCE, Colección Popular, 31, México, 2016) es una pequeña joya, una delicia en su brevedad, su claridad, su elegancia y su agudeza para señalar algunas de las claves del Quijote.

22 de noviembre de 2017

La insatisfacción según Glenn Gould

Glenn Gould fue un pianista único, que se inscribe en una categoría o clasificación que puede llamarse de muchas maneras y tener muy diversas cualidades pero que exige una condición indispensable: en ella no puede admitirse a nadie más.

Algunas de esas cualidades pueden ser: a) el que canta mientras toca, b) el que toca en una silla tan baja que tiene la nariz sobre el teclado, c) el que desprecia el pedal, d) el que recompone la arquitectura de la obra mientras la interpreta, e) el que imprime un sonido irrepetible, f) el que hace montajes o manipula las grabaciones en busca de la versión perfecta, g) el que toca para sí mismo, h) el que logró una viveza rítmica sin par, i) el que reinventó la música de Bach para teclado y nadie nunca jamás podrá volver a tocarla como él, y j) etcétera.

Hechizado por su interpretación como tantos otros, mi asombro no disminuye con los años, y mi gozo no cesa cada vez que lo escucho; al contrario, se suman recuerdos y momentos en los que me acompañó su piano. La música también nos ensancha la vida. Ahora, mientras escucho las Variaciones Goldberg una vez más, leo una serie de entrevistas al genial músico canadiense (también era y sentía compositor) reunidas en No, no soy en absoluto un excéntrico (Acantilado, Barcelona, 2017).

Gould tenía una visión muy clara de su oficio, tenía ideas y opiniones originales y a veces sorprendentes sobre la música, compositores e interpretaciones. Era un hombre culto (los músicos no suelen serlo) y podía haber cultivado con éxito la escritura. Era un pianista genial, sí, y un intelectual de la música en el sentido más amplio y generoso del término.

A la pregunta de si la interpretación ideal es algo objetivo y reconocible, Gould responde que «depende sin duda del aura de la ocasión, e incluso de la atmósfera del mes, del año o de la época de su vida. La valoración puede variar enormemente». Es decir, la interpretación ideal se torna en un capricho, en pura subjetividad. Luego da una lección sobre la fragilidad y vulnerabilidad de la apreciación. Dice Gould:

hace algunos años hice una grabación del Concierto en re menor de Bach, y estaba muy satisfecho en aquel momento. Dos o tres años más tarde, un día estaba en mi coche y puse la radio en medio del primer movimiento de una grabación que alguien había hecho del mismo Concierto. Por aquel entonces el tocadiscos de mi casa estaba desajustado y giraba un poquito más rápido, lo que elevaba todo lo que sonaba un semitono ascendente, y hería mi oído absoluto; al mismo tiempo, le añadía un elemento de brillo nada desagradable, dando a las cosas un intensidad ligeramente toscaniniana. Me había acostumbrado a escuchar en mi bemol mi propia grabación del Concierto de Bach, y de pronto lo escuchaba en la radio en re menor y más lento. Empecé a preguntarme quién podía ser el intérprete. Sabía que la obra había sido grabada recientemente por X, Y y Z. Creía que lo que escuchaba era sin duda de X, ya que la interpretación tenía todas las cualidades de solidez; que yo, cuando la había grabado, había adoptado una actitud mucho más altiva respecto a la música. A medida que iba escuchando me preguntaba: «¿Por qué no puedo yo tocar con esa convicción, con esa clase de disciplina tan simple?». Estaba realmente furioso conmigo mismo. En ese momento llegó el segundo movimiento, y me dije: «¡Qué tempo tan maravilloso!». Luego percibí dos apoyaturas tocadas ampliamente antes de tiempo, mientras que la nota real no aparecía a la mitad del pulso sino en los tres octavos del tiempo. No conocía a nadie que hiciera eso con Bach salvo yo. Reconocí de pronto que lo que se oía por la radio era mi propia grabación y de inmediato comencé a encontrarle todo tipo de fallos. 

Esta cita es también un autorretrato del propio Gould, de su genio, de sus manías (excentricidades) y obsesiones, de su erudición, de su fascinación por la música grabada y un acabado ejemplo de la eterna insatisfacción de los grandes artistas.

Buscamos la objetividad porque no es posible alcanzarla en estado puro, como la felicidad o la sabiduría, y si podemos ser injustos con la obra y acciones de otros, no es difícil perder del todo el rumbo al valorar las propias. Suele imponerse una expresión vanidosa y distorsionada del ego o una crítica feroz que hiere la autoestima.

La valoración que tienda al justo medio, al equilibrio, lo sabía Gould, no es para los genios. Por razones técnicas desconoció su propia versión, que halagó y envidió hasta que descubrió que era suya. Entonces la despreció. Ah, la valoración injusta, el ego, la crítica despiadada, la insatisfacción.