8 de abril de 2015

El crimen del copiloto Andreas Libitz

A medio vuelo, sobre Francia, a once mil seiscientos metros de altura, Patrick Sondenheimer, capitán del vuelo 4U-9525 de Germanwings, dijo que abandonaría la cabina para ir al baño. Antes de marcharse, le dio instrucciones al copiloto Andreas Libitz: «Prepara el aterrizaje en Düsseldorf.» La respuesta fue «lacónica», según Brice Robin, el fiscal jefe de Marsella, narrador impecable de la tragedia.

«Ojalá. Vamos a ver», fueron las palabras del copiloto que ni Sondenheimer ni nadie hubiera podido interpretar correctamente, en su macabro y fatal sentido. Libitz, de veintisiete años, sabía que el avión no aterrizaría en el aeropuerto de esa ciudad alemana, ni en ningún otro. Tenía otros planes, y para cumplirlos le ofrece al capitán hacerse cargo de la nave mientras éste se ausenta. 

El capitán Sondenheimer se prepara para salir, uno puede imaginar que se levanta y le dice: «Puedes asumir el mando.» Luego, se oyó el ruido de una puerta que se cierra. El capitán nunca volvió a tener el mando del avión, nunca volvió a la cabina.

El copiloto Andreas Libitz, una vez solo en la cabina, cerró la puerta con un mecanismo que impide abrirla desde fuera, tomó el control del avión, tomó en sus manos las vidas de las otras ciento cuarenta y nueve personas que iban en el avión, y la suya propia.

Las acciones del copiloto Libitz, ya investido en el piloto de la muerte, en asesino en masa, no dejan lugar a dudas: el avión empezó a perder altura. El capitán, una vez de vuelta, quiso entrar a la cabina: «¡Abre la puerta!» «¡Abre la maldita puerta!», le gritaba a Libitz una y otra vez mientras golpeaba la puerta con las manos y los pies.

No es fácil imaginar las reacciones de los pasajeros en los últimos minutos del vuelo, cuando al fin comprendieron con absoluta lucidez el fatal desenlace, su respuesta ante la inminencia de la muerte, aunque las grabaciones registran sus gritos. No es fácil tampoco imaginar las reacciones de Andreas Libitz, menos aún sus razones, cómo justificaría ante sí mismo sus actos, mientras llevaba al avión con profesional pericia a estrellarse en una montaña de los Alpes franceses.

Esta escena, que podría emocionar en la pantalla a los aficionados al cine de acción, y que la literatura no supo imaginar, encierra una versión dramática del horror. Tratar de imaginar que el copiloto se ha encerrado en la cabina mientras el piloto grita y patea y trata de abrir la puerta y que el avión se precipita a tierra a una velocidad vertiginosa debe ser una de las formas del horror de nuestro tiempo.

Una caja negra registra datos técnicos sobre el avión y las vicisitudes de su vuelo, el trayecto, la velocidad, la altitud, las acciones de los pilotos; otra caja guarda las voces, los ruidos en la cabina, y se convierte en la depositaria de la dimensión humana, en el guión sonoro de una tragedia. Se vuelve de pronto en el único testigo, en una suerte de supraconciencia, en el depósito de una verdad a la que tal vez no tendríamos acceso por otros medios. Y sin embargo nada nos dice de Andreas Libitz en esos minutos finales; al parecer su respiración era normal. No hay nada que nos hable de él, no hay exclamaciones ni llanto ni gritos ni palabras.

Lo que sabemos nos habla de su depresión, pero no de las razones para no quitarse solo la vida, segar de golpe sólo su vida. Todo lo que sabemos es esa información que, en el caso del cine, se puede quedar en el cuaderno de los borradores, lo que puede imaginar un guionista y que no hace falta llevarlo a la pantalla. Si esta pesadilla hubiera sido una mala película...

Andreas Libitz interrumpió por un tiempo su formación como piloto debido a una depresión (William Styron ha escrito con lucidez un libro esclarecedor sobre ella), y había visitado a médicos y psiquiatras por sus "tendencias suicidas".

Unos días antes había consultado páginas de internet sobre formas de suicidarse y sobre los mecanismos que cierran las puertas de las cabinas de los aviones. El día de su infamia tenía baja médica y no debió de haber volado, y sin embargo, a pesar de los exámenes y los controles, estaba ahí, solo, con sus fantasmas y sombras, en los mandos de la cabina del avión.

Una mujer que un tiempo salió con Andreas Libitz (un chico estupendo, dicen vecinos, compañeros y conocidos) tiene una respuesta, ella lo tiene claro: «Lo hizo porque se dio cuenta de que sus problemas de salud impedirían su gran sueño, que era ser capitán de vuelos de larga distancia en Lufthansa», y una psiquiatra explica el resto: «no se suicido solo, sino que mató a todos los pasajeros porque quería compartir su agonía».

¿Se le hubiera ocurrido esa respuesta a un guionista? ¿De qué está hecha la literatura? De palabras cargadas de historia, de trozos imaginarios de vidas, de lo que sucedió y lo que pudo haber sucedido. Y aun así hay situaciones que nadie había imaginado.

A ese pobre diablo enfermo que se llamaba Andreas Libitz, a ese asesino masivo, le encantaba volar. Y su lugar favorito era sobre los Alpes franceses. 

6 de abril de 2015

Rolando Villazón, novelista

Es uno los grandes cantantes de nuestros días, sí, pero también un escritor absolutamente singular. Uno al que vale la pena leer, al menos porque su literatura, admirable, no se parece a ninguna otra que se escriba hoy en español.

Pareciera que contra la literatura de Rolando Villazón atentara su impecable condición de artista consagrado en otro arte. Los tenores, podría pensarse (y hay tantos con la cabeza hueca), no escriben novelas, y mucho menos buenas novelas. Sí, es cierto, pero ya tenemos la gran excepción.

Malabares (Espasa, 2013) ha pasado entre nosotros casi inadvertida, sin lectores ni crítica, pero en Francia, traducida como Jonglerie, tuvo en éxito más que razonable, y en Alemania, Kunststücke recibió reseñas muy estimulantes y pronto saldrá una edición de bolsillo.

Rolando, lector lúcido e infatigable, entre un escenario y otro, cuando no canta o dirige la escena de alguna puesta, escribe, y lo hace con constancia y maestría.  Paladas de sombra contra la oscuridad, su segunda novela, ya está en manos de los editores y esperamos que la publiquen pronto. Mientras, toma notas para la tercera en un cuaderno rojo.

Tal vez el segundo obstáculo para la difusión de su obra sean sus personajes. ¿Una novela de payasos? Sí, de payasos y de la risa, de la metafísica de la risa, del sentido profundo de la risa, de la alegría y la amistad, del vislumbre del otro, de la escritura como un medio para vivir otra vida.

Rolando sabe mucho de payasos. Él mismo, caracterizado como Rolo, cuando no canta ni dirige ni lee ni escribe, colabora con una asociación altruista y va a hospitales y orfanatos y ofrece espectáculos a los niños.

La escritura de Rolando es asombrosa por su soltura y aparente ligereza, por su capacidad expresiva y plástica, por sus rotundas cualidades de narrador. Su escritura es como su canto: alegre, intensa, vibrante, inteligente, cálida y fascinante. Es la otra expresión de un "gran artista", como lo ha saludado Jorge Volpi.

Insisto. La escritura de Rolando no se parece a ninguna otra. Allí el juego y las reglas del juego con cosa seria. El juego y el arte de jugar es llevado al sentido de la vida. La literatura de Rolando es un canto al juego y la risa, a la alegría y el dolor, como las dos caras de la medalla. También es una búsqueda.

Acercarse a la filosofía con humor, y hacer de la risa el vehículo para las grandes preguntas de la vida habla de un proyecto singular de escritura que si bien tiene muchos referentes, encuentra en Cortázar algunas de sus esquivas coordenadas; el juego de vivir como dar: paladas de sombra lanzadas contra la oscuridad. La otra manera, también según Cortázar, es vivir absurdamente para romper el absurdo.

Las dos novelas tienen un impulso y una viveza, una fuerza vital, un torbellino que en su literatura seguramente encuentra su origen en Nikos Kazantzakis, del que Rolando ha sido lector total. No todos los días se encuentran libros tan dulces y profundamente amargos, con incursiones a los mundos posibles o paralelos, al juego como la gran tarea del hombre.

Estos libros, tan inteligentes, exigen algo de entrada. Pagar el precio de acercarse a literatura desconcertante, ingenua y sabia. No es la suya literatura en clave, pero si no se entra por la cerradura correcta, con la llave correcta, no hay novela ni literatura. Algunos, aunque lo tengan delante, se pierden el espectáculo, el goce, la alegría, los dones de la vida.

Tal vez en toda gran literatura se encuentra todo. En ésta, el espíritu lúdico no sofoca las otras facetas de la realidad y el mundo. Y por lo tanto, al lado de la risa y la alegría, está la mordida de la amargura, y en el fondo, allá, en el fondo, la posibilidad del amor.

Mi condición de lector privilegiado, mi relación (admiración) por Rolando no anula mis palabras. Esto no es una reseña ni una crítica. Es una noticia para lectores. Les digo que hay un autor de raza que escribe buenos libros que no se parecen a los de sus contemporáneos, y que ese escritor se llama Rolando Villazón.

5 de abril de 2015

Cabellera

He visto una cabellera como alfaguara de luz.
Con ella podrían urdirse todas las filosofías y tejerse todos los sueños.
Una como arcoíris en la que reverberan los insomnios y los desvelos.
Una de seda, de algodón de azúcar, de nube en arrebol, de jirones de paraíso perdido o tierra prometida. 
Una que ríe con el prodigio de la alegría.
Una como lluvia de estrellas, pararrayos y hacedora de tormentas.
Una como la casa de la lluvia y las abejas, como el trigo maduro.
Una con cadencia de geometrías fantásticas y mil reflejos.
Una en movimiento perpetuo que desordena los sentidos.
He visto una cabellera como un huracán en el que anidan los pájaros y los secretos.
Una espesa como bosque de coníferas.
Fascinante como las arenas cambiantes del desierto.
Fuente de la juventud, remolino y papalote de oro fino.
Guirnalda, diadema natural de reina coronada.
He visto una cabellera que debería tener un nombre propio, un verbo y su adjetivo.
Hay cabelleras aladas que mutan, cambian y vuelan con levedad.
Las hay de fuego que se agitan furiosas.
Hay cabelleras de gualda y canela que tiñen el Sol.
Hay cabelleras que se derraman de todas las poéticas.
Hay cabelleras felinas, como estelas de cometas, y las hay navegantes y aéreas que se hinchan heroicas como velamen al viento.
Hay cabelleras vestidas de fiesta.
Otras van desnudas y se abren como jacarandas en primavera.
Hay cabelleras de verano ligeras como un bikini.
Hay cabelleras como la crin de un potro salvaje.
Hay cabelleras de humo, albahaca y miel.
Hay cabelleras que maduran en el alba, otras se despliegan en el insomnio.
Hay cabelleras de profundidades oceánicas en las que sucumbe y se hunde la mirada.
Hay cabelleras oscuras y pesadas que caen como un telón o un acantilado.
Hay cabelleras de catarata, de tormenta y diluvio universal.
Hay cabelleras como laberintos o murallas a la espalda, otras son rayuelas al cielo.
Hay cabelleras trágicas: alguien perderá los ojos o la razón entre sus frondas.
Hay cabelleras telúricas que visten más que un manto y un abrigo de visón.
Las hay heroicas y guardan en sus hebras misterios profundos. Ay, cabelleras.
He visto la cabellera que imaginó Botticelli, la que anheló Afrodita. 
La que buscaban los argonautas, la que enloqueció a Paris y a los románticos y a los pintores prerrafaelitas.
A la que tanto le temen los guardianes del orden y el templo. 
He visto la cabellera de todas las sirenas que cantaron para Odiseo.
Por la que valdría incendiar de nuevo la ciudadela de Troya.
He visto la cabellera inexpugnable del sueño y del deseo.
Por la que se lanzaron al abismo siete poetas suicidas.
He visto la cabellera que erige y deshoja todos los poemas.
La que reordena el mundo, hacedora de destinos.
He visto una cabellera imposible de sobrevivirla.
He visto una cabellera invencible e inolvidable.
He visto la melena entre las melenas.
He visto a la belleza ondulante, de polvo cósmico.
He visto a la belleza rebelde y etérea nunca antes así vislumbrada.
Digo que he visto a una muchacha que llevaba por cabellera a la Vía Láctea.