29 de diciembre de 2013

El azul del cielo

Salvador Elizondo cuenta en su Autobiografía sus ambiguas impresiones de Le bleu du ciel de Georges Bataille. Por un lado, dice que fue el primer libro en su vida que lo subyugó por completo al margen de sus virtudes literarias (que son muchas y pocas a la vez), que es un libro irritantemente mal escrito, desorbitado y febril en el que, sin embargó, encontró «en sus deducciones espeluznantes acerca de la relación entre el coito y la muerte [...], entre las descripciones más desquiciadas de todos los actos excretorios del cuerpo humano y sus imágenes sospechosamente entusiastas del nazismo, algo así como la visión pura de lo que es pasión». 

El juicio es Salvador Elizondo en estado puro, temerario y brillante, pero sobre todo una invitación para adentrarse en las páginas de esa novela, un sendero en clave al pensamiento de Bataille. Luego, en un episodio más de esa inverosímil cadena de hallazgos y sucesos como señales en el camino que urden con una trama secreta los hechos significativos de la vida (aunque no siempre veamos el vínculo y el dibujo completo, el perfil de la silueta), un personaje de Elogio del amor, la película de Godard, dice para juzgar una obra: «Bueno, no es El azul del cielo...» Entonces comprendí que tenía que buscarla.

Yo lo pensaba un libro casi secreto, no traducido o imposible de conseguir, tal vez publicado en una edición semiclandestina o pirata agotada hacía muchos años. Fue casi una decepción pedir noticias de él en una librería y que en un instante pusieran en mis manos un ejemplar de Tusquets, reimpreso en México hace unos años.

Encontré un texto lúcido, amargo y provocador. Lo leí con furia, con entrega, con la urgencia de librarme de ese libro cuanto antes o de agotarlo y descubrir sus secretos lo más rápido posible. No tomé notas, no lo subrayé ni señalé. Nada. Fue una lectura pura en busca de la esencia cerúlea del cielo. Pospuso esas costumbres para la segunda lectura, que se me antojaba tan obligatoria como necesaria.

En su intensidad, en la fuerza de las palabras (a pesar de la traducción), en su capacidad para llevar situaciones al límite, recorrí un sendero que todavía dice mucho sobre la voluntad y la autodestrucción, el egoísmo, el vacío y el desamor. Me sumergí en una historia tan poco edificante como intensa.

Sí, es evidente que la obra habla de un Bataille apresurado, al límite, que tiende al fin de su horizonte un vaso comunicante que puede estimular la angustia de Elizondo. Terminé de leer El azul del cielo como si llegara no al final de un libro sino de un camino. Bataille mismo da la clave: los que importan son los relatos que revelan la verdad múltiple de la vida, los que enfrentan a los hombres con su destino.

24 de diciembre de 2013

El telegrama electrónico

Cuenta Saint-Exupéry que el Principito tenía que arrancar cada mañana los brotes de los dañinos baobabs, pues si no se eliminan en cuanto brotan, ya no será posible deshacerse de ellos. «Es una cuestión de disciplina», dijo el Principito. «Después del aseo personal por la mañana, es necesario limpiar el planeta. Hay que arrancar los baobabs tan pronto como se les distingue de los rosales. Es un trabajo aburrido pero muy sencillo.»

Ante esa lección tan sabia y prudente, ante ese ejemplo de perseverancia, cada mañana limpio la bandeja del correo de todos esos baobabs electrónicos, el spam y otras malas hierbas que llegan todos los días con implacable constancia.

El correo electrónico, al que muy bien podríamos llamar telegrama electrónico en cumplimiento riguroso de su etimología griega (tele: lejos; grama gramatos: letra) y para recuperar una palabra que se nos va quedando vieja, en desuso, en las novelas del tiempo de los abuelos o bisabuelos. Esos mensajes escritos a máquina por el telegrafista, con las palabras contadas (se pagaba por palabra) solían tener algo de mensaje críptico o casi secreto, sin artículos y con abreviaturas no siempre del todo claras.

Con frecuencia eran mensajeros de malas noticias, al menos urgentes, porque la primera virtud de la telegrafía era una oportunidad, la rapidez, la eficiencia con que se enviaba el mensaje por escrito. Claro que esa rapidez nada tiene que ver con la inmediatez del correo electrónico y sus primos hermanos, otros sistemas de mensaje de texto que se envían en lo que dura un parpadeo.

Anacrónicos, fuera del ritmo de los tiempos, tenían un encanto y una materialidad, una condición física que nada tiene que ver con lo que se dibuja y deshace al instante en una pantalla. A veces, los telegramas eran portadores de noticias decisivas, tanto que se guardaban toda la vida, y de pronto aparecían en los cajones, doblados, con el papel amarillo y quebradizos al tacto, a los ojos curiosos y entrometidos de los hijos y los nietos.

Recibir un telegrama, ya no digamos una de esas cartas dibujadas con caligrafía admirable y sin faltas de ortografía, era un motivo que distinguía el día, un tema de conversación, una razón para pensar en ello, en la respuesta justa.

Abro el correo electrónico e imito al Principito en las tareas de limpieza. Recibo textos apresurados y utilitarios, mensajes de felicitación que se envían en serie. No es nada personal, pero haría falta enviar cartas con paloma mensajera, cifrados con un código de la Segunda Guerra Mundial, con un anexo con consejos para hornear pasteles impecables o con el verso que nos sacuda y sea el motivo a recordar al menos por un día.

No es simple nostalgia y añoranza del papel, de esa rotunda presencia física que le daba a los mensajes una dignidad que ya no tienen entre tanta virtualidad y evanescencia. El papel y la tinta, los rasgos humanos, también eran el mensaje. Estamos en el fin de un horizonte tecnológico de enormes consecuencias para la cultura. “Hoy recibí un telegrama o una carta”, solíamos decir; si eso sucediera hoy, lo diríamos con una sonrisa, una sin pixeles ni códigos ni hologramas. 

23 de diciembre de 2013

Nomofobia o el sonoro impertinente

Algún día habrá que explicarles a los niños que durante mucho, mucho tiempo la humanidad no tuvo teléfonos celulares. Cuando abran los ojos asombrados, será necesario decirles didácticamente que después de las glaciaciones y la edad de piedra y la de hierro, el hombre descubrió el telégrafo y luego inventó el teléfono...

Hace cuarenta años tener un teléfono fijo en casa en la ciudad de México era como pertenecer a una aristocracia de la alta comunicación. No porque fuera particularmente caro contratar una línea (que lo era), sino porque la compañía telefónica tardaba varios años en hacer la conexión.

Y es increíble recordar lo bien que funcionaba el mundo cuando hacíamos una llamada desde una caseta telefónica con una moneda de veinte centavos cuya caída sonora y metálica (¿ya te cayó el veinte?) anunciaba que podía iniciarse la conversación, y no hacía falta un teléfono en el bolsillo para arreglar los asuntos cotidianos de la vida y que que las parejas hicieran una cita y se encontraran  ¡Eureka!, en la puerta de un cine.

Era común que uno llamara a la casa de la vecina y dejara un mensaje, y el portero atendía en su teléfono recados para los inquilinos del edificio por una módica cantidad mensual. También se podía hacer una llamada desde la tienda o la tintorería de la esquina, y los meseros hacían sentir la calidad de los restaurantes elegantes con el garbo con el que llevaban hasta la mesa del cliente distinguido una bandeja con un aparato negro, pesado, grande, unido con un largo cable a una pared de la caja del negocio o la oficina del gerente. Y recibir una llamada en esos sitios revelaba el oficio y la importancia del que se ponía al teléfono, porque tenía allí mismo que ocuparse de un asunto urgente y decisivo.

Todavía era posible enviar telegramas o billetes, pequeñas cartas escritas con letra apresurada y que entregaba a tiempo un mensajero, y los periodistas llamaban desde donde pudieran a las redacciones de los diarios y dictaban con una sintaxis atropellada a un mecanógrafo hábil la nota fresca que acababan de conseguir.

A las llamadas de larga distancia les llamaban conferencias; la operación era complicada, frágil, a veces se pedían a una operadora, y eran un acto tan serio y grave que no faltaba quien se ponía solemne y de pie como si saliera a escena o a pronunciar un discurso.

Hoy todo el mundo tiene un teléfono en el bolsillo (un rasgo de las democracias, sin duda) pero dudo mucho que nos comuniquemos más o mejor. No en términos tecnológicos, desde luego, sino en el conocimiento y la comprensión de las necesidades y deseos de los demás.

Pero ese teléfono en realidad no está en el bolsillo, sino en la oreja, sobre el escritorio y la mesa, al alcance de la mano, que no deja de jugar con él a todas horas, de enviar mensajes o contestarlos, de mirar una u otra aplicación, de hacer esto o aquello. He visto comensales en una mesa con igual número de teléfonos, cada uno mirando el suyo mientras degluten la sopa.

Esa maravilla tecnológica, esa computadora portátil, esa oficina móvil y centro de entretenimiento, ese sonoro impertinente (siempre suena cuando no debería) se ha convertido en el mejor amigo, en el yo materializado, en la expresión más acabada de nuestros gustos y estilo de vida.

Sin no tenemos al certeza de que late en nuestras manos con pilas y con la señal adecuada, el corazón se agita y estamos expuestos a un ataque de angustia. La patología ya tiene nombre:  nomofobia (del inglés: "no mobile phone phobia") y se define como el temor irracional de quedarse sin el teléfono móvil o celular. Sin duda, debe ser el mal que mejor define al hombre de nuestros días. El teléfono celular es el pequeño amo que guardamos en el bolsillo, y el que esté libre de adicciones que haga la primera llamada.

El hombre habla como el pájaro vuela y la lluvia cae, dice Octavio Paz. Pero no es verdad que el telefonino nos acerque más con los seres queridos o fomente el diálogo entre los hombres y las naciones. No es verdad que estemos más cerca de quien amamos y de quien nos necesita. No es verdad que nos ayude a conocer a los extraños hermanos ni les diga más de nosotros mismos.

Casi todas las llamadas son prescindibles o podrían posponerse sin consecuencias. Casi todas las llamadas son acaso utilitarias. No es lo mismo hablar por teléfono que comunicarse. Casi todas las llamadas, por decirlo de una vez, son innecesarias. Los teléfonos celulares tienen muchas funciones, sirven para escuchar música, para escribir mensajes, para invertir en la bolsa y cerrar un negocio; pero casi siempre sirven para jugar, para pasar el tiempo, para entretenerse, y poco más.

Por cada llamada urgente o importante o verdadera podrían contarse al menos mil de las otras. Pero salga sin el pequeño tirano a la calle, entonces sabrá lo que es la nomofobia. Sé de algunos para los que no sería peor quedarse sin parque en la batalla, sin red en el trapecio, sin agua en el desierto.

22 de diciembre de 2013

Los impuntuales

Todos hemos llegado tarde al menos una vez. Todos hemos llegado muy tarde al menos a una cita, y hemos padecido como un conjuro adverso los pequeños contratiempos: al reloj despertador se le acabaron las pilas tres minutos antes de la hora en que debía sonar, la cocina amaneció inundada o al coche se le acabó la batería.  

Encontrar un taxi bajo la lluvia una tarde de otoño puede ser tan complicado como buscar la piedra filosofal o el último de los números primos, y todos hemos padecido como una maldición la implacable cadena de sucesos que ejercen en perfecta sintonía un efecto devastador en los planes de un día.

Todos hemos tenido una mañana de perros, un pequeño accidente casero, una tormenta personal del tamaño de nuestra habitación en la que estuvimos a punto de sucumbir. Cualquiera va en un avión que despega seis horas más tarde de lo programado y en el metro son comunes las averías y retrasos, los cajeros no tienen dinero con frecuencia y a veces, sí, es urgente llevar al niño al doctor o el gato al veterinario.

Las grandes ciudades con sus atascos o embotellamientos son una realidad cotidiana para explicar el retraso; sí, tanto como la coartada perfecta para explicar una tardanza que supera cualquier límite de tolerancia y urbanidad.

Podría, sin embargo, crearse un premio que se entregara puntualmente a quien ofrezca la mejor razón, causa, excusa o pretexto para justificar un retraso digno de registrarse en los anales del tiempo; el premio, por supuesto, consistiría en un reloj suizo de oro.

Pero no quiero hablar de las causas ordinarias por las que todos hemos llegado tarde alguna vez. Me refiero a los impuntuales (estamos rodeados por ellos), a los que por método y sistema, impulsados por su código incivil, llegan siempre tarde a todas partes: siempre.

Hablo de los profesionales de la impuntualidad, de los que abusan del tiempo de sus semejantes, de los que impunemente llegan tarde sin sonrojarse ni esbozar siquiera un remedo de disculpa (la excusa, larga y anecdótica, no basta para los ofendidos, nunca es suficiente).

Los impuntuales roban el tiempo de sus amigos, de sus colegas y compañeros, de su familia y su pareja. Hacen añicos los planes de los otros, echan por tierra el tiempo de la convivencia, consiguen que se enfríe la sopa y todo se retrase por el resto del día, arruinan las expectativas y la agendas, retrasan a los demás con un efecto de bola de nieve, destrozan el ritmo, impiden que fluya el curso de las actividades, la llegada a tiempo al siguiente pequeño puerto personal del periplo cotidiano.

Son ellos, los impuntuales, los que llegan una o dos horas tarde haciéndose los importantes, los que tenían asuntos serios y graves, y lo hacen con una sonrisa impecable, la máscara que denuncia su estulticia o su inconsciencia. 

Son ellos, los que llegan tarde como una forma del ejercicio del poder y retrasan las otras obligaciones y roban horas de sueño a los otros, los que impiden la realización de un dibujo o de una tarea escolar, los que esfuman en el hueco del tiempo un poema que ya jamás será escrito, los que impiden la firma de un contrato o la pérdida de un negocio, porque esas horas, el tiempo vacío, no estará ahí al otro día.

Son ellos, los impuntuales, los que no tienen remedio, los que deben pensar que hacerse esperar un par de horas es un gesto de coquetería o un rasgo distinguido. Hacerse esperar con premeditación y alevosía en la puerta de un cine, en un aula, en un despacho o un consultorio, a la mesa, para sentirse el centro del mundo es un acto impecable de mala educación y un gesto desamoroso, un acto inmoral y desatento, un vicio censurable y una soberbia falta de respeto.

Los impuntuales, los que salen al encuentro en el momento justo en que se cumple la hora de la cita, son enemigos del tiempo de los otros. Pretender que no pasa nada y el tiempo se extiende a sus anchas es un acto infantil, de soberana inmadurez. Pretender que es lo mismo las tres que las seis y hoy que mañana es darle la espalda a la única certeza humana: el tiempo se agota, y el reloj siempre está en marcha. Dice un adagio latino sobre las horas: todas hieren, la última mata.

20 de diciembre de 2013

Baricco y el tiempo

Alessandro Baricco no se parece al común de los escritores, va por la vida con un aura antiintelectual, un estar del otro lado de las cosas, una simpleza ejemplar y dichosa. Bien pudo ser actor o una estrella de rock. Decía en una conferencia improvisada, con la misma soltura con la que los italianos conversan en la sobremesa, quitándole gravedad a su oficio, que su vocación literaria surgió de la necesidad de inventarse cuentos a sí mismo: «Papá trabajaba siempre, mamá siempre estaba triste; entonces tenía que contarme historias para no aburrirme.»

De pronto, dice algo que casi cualquier otro escritor lo diría con gravedad académica o trágica solemnidad: «El tiempo es algo raro con lo que jugamos toda la vida. Jugamos una vida y casi siempre perdemos.» Ulises tarda años en volver a su casa. Cuando al fin está frente a Penélope, al final de la Odisea, necesita tiempo para reencontrarse con su mujer. Necesitan tiempo para reconocerse, para colmar su tiempo.

Todas las parejas tienen a fin de cuentas un problema de tiempo: Julieta y Romeo no son la excepción. Su problema no son los odios y pleitos entre sus familias, sin la falta de tiempo: una noche es un poco tiempo, luego se acaba su tiempo, y mueren casi al mismo tiempo. Les falto tiempo.

En la vida no se gana la partida contra el tiempo. A veces estamos un poco antes, con frecuencia un poco después. Por poco estamos a tiempo. La sincronía, pareciera, es la excepción, la norma es el destiempo trágico. Es como ir siempre tarde, como ser impuntuales, ir detrás en busca del momento justo que permitiría el gran encuentro, la realización en nuestra vida, nuestra historia; otra vez: en el tiempo.

Tenemos un lío con el tiempo, pareciera que quisiéramos jugar con el tiempo o contra él, pero siempre, más tarde o más temprano, nos quedaremos sin tiempo. Tenemos un problema grave con el tiempo, y la belleza del ser humano, de la vida, nace de ello. ¿No sería estupendo, por ejemplo, dice Baricco, poder conocer a nuestra propia madre cuando era más joven, cuando aún no habíamos nacido. Todas las historias tienen un problema de tiempo.

Llegamos, conocemos, estamos a tiempo y a destiempo. Nos ocupamos en tantas cosas, vamos de un lado a otro, y pocas veces nos damos cuenta que nuestro gran problema es el tiempo. Tenemos un problema con el tiempo.

Luego, habló de cómo se cuenta una historia, de sus libros. De cómo funciona el tiempo en la ficción, de la velocidad del lector que entra en el tiempo del autor. Yo me había quedado atrás. Al salir de la conferencia, no quise, por mucho tiempo, mirar el reloj.

3 de diciembre de 2013

Amour

En la escena del desayuno de esa pareja de ancianos cabe un instante de su cotidianidad y sus años de matrimonio, que son tantos que pareciera que siempre estuvieron juntos cumpliendo cabalmente todas las etapas de la vida y ya no podrían vivir a plenitud el uno sin el otro; se siente y se respira la vida en común, su soledad acompañada, el paso implacable del tiempo y el desgaste, el declive de las facultades, la decadencia de la carne, el ataque o el ictus como un rayo que anuncia el inexorable principio del fin.

En ciertas secuencias, en los espacios de ese departamento tan burgués como parisino, los ambientes, la relación con los objetos recuerda con sutileza la mirada magistral y el cine de Ingmar Bergman. En los gestos, siempre tan pequeños como relevantes, en esas acciones que pareciera que nada aportan, surge la historia que nos cuenta Michael Haneke en su película Amour, que también podría haberse llamado "El amor conyugal" o "La vejez" o "La decrepitud".

En ciertos planos, con una economía de medios y personajes, surge la música (Schubert por delante), la distancia abismal e insalvable de la hija respecto de sus padres, el giro de la vida hacia el drama y sus devastadores consecuencias.

El guion, tan eficaz, que dice tanto con sus largos silencios, con sus ausencias, con lo que no dice y sugiere, podría ser rechazado por insuficiente en una escuela de guionistas, y se torna tan rico y sabio en esa mirada fina y discreta que define el gran cine, en las actuaciones imponentes de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.

¿Qué hacer cuando la vida se acaba en vida? Enfermamos porque estamos sanos, nos recuerda Montaigne, y moriremos porque estamos vivos. ¿Cuál es la solución para tener en el tiempo justo una partida digna?

En la escena central de la película, en el momento de la decisión más difícil de su vida, que pareciera tan impulsiva como surgida de la caridad y la misericordia o del fondo del amor, él realiza una acción que remite y recuerda a Betty Blue (37.2 le matin), aquel filme de Jean-Jacques Beineix, con Béatrice Dalle, que a fines de los años ochenta causó una inolvidable conmoción. A veces, los hechos definitivos, los actos trascendentes, generan un arte a la altura de las circunstancias.

El gran cine evoca al cine, ilumina la vida, nos conmueve y se fija en la memoria para siempre.