29 de diciembre de 2013
El azul del cielo
24 de diciembre de 2013
El telegrama electrónico
23 de diciembre de 2013
Nomofobia o el sonoro impertinente
Algún día habrá que explicarles a los niños que durante mucho, mucho tiempo la humanidad no tuvo teléfonos celulares. Cuando abran los ojos asombrados, será necesario decirles didácticamente que después de las glaciaciones y la edad de piedra y la de hierro, el hombre descubrió el telégrafo y luego inventó el teléfono...
Hace cuarenta años tener un teléfono fijo en casa en la ciudad de México era como pertenecer a una aristocracia de la alta comunicación. No porque fuera particularmente caro contratar una línea (que lo era), sino porque la compañía telefónica tardaba varios años en hacer la conexión.
Y es increíble recordar lo bien que funcionaba el mundo cuando hacíamos una llamada desde una caseta telefónica con una moneda de veinte centavos cuya caída sonora y metálica (¿ya te cayó el veinte?) anunciaba que podía iniciarse la conversación, y no hacía falta un teléfono en el bolsillo para arreglar los asuntos cotidianos de la vida y que que las parejas hicieran una cita y se encontraran ¡Eureka!, en la puerta de un cine.
Era común que uno llamara a la casa de la vecina y dejara un mensaje, y el portero atendía en su teléfono recados para los inquilinos del edificio por una módica cantidad mensual. También se podía hacer una llamada desde la tienda o la tintorería de la esquina, y los meseros hacían sentir la calidad de los restaurantes elegantes con el garbo con el que llevaban hasta la mesa del cliente distinguido una bandeja con un aparato negro, pesado, grande, unido con un largo cable a una pared de la caja del negocio o la oficina del gerente. Y recibir una llamada en esos sitios revelaba el oficio y la importancia del que se ponía al teléfono, porque tenía allí mismo que ocuparse de un asunto urgente y decisivo.
Todavía era posible enviar telegramas o billetes, pequeñas cartas escritas con letra apresurada y que entregaba a tiempo un mensajero, y los periodistas llamaban desde donde pudieran a las redacciones de los diarios y dictaban con una sintaxis atropellada a un mecanógrafo hábil la nota fresca que acababan de conseguir.
A las llamadas de larga distancia les llamaban conferencias; la operación era complicada, frágil, a veces se pedían a una operadora, y eran un acto tan serio y grave que no faltaba quien se ponía solemne y de pie como si saliera a escena o a pronunciar un discurso.
Hoy todo el mundo tiene un teléfono en el bolsillo (un rasgo de las democracias, sin duda) pero dudo mucho que nos comuniquemos más o mejor. No en términos tecnológicos, desde luego, sino en el conocimiento y la comprensión de las necesidades y deseos de los demás.
Pero ese teléfono en realidad no está en el bolsillo, sino en la oreja, sobre el escritorio y la mesa, al alcance de la mano, que no deja de jugar con él a todas horas, de enviar mensajes o contestarlos, de mirar una u otra aplicación, de hacer esto o aquello. He visto comensales en una mesa con igual número de teléfonos, cada uno mirando el suyo mientras degluten la sopa.
Esa maravilla tecnológica, esa computadora portátil, esa oficina móvil y centro de entretenimiento, ese sonoro impertinente (siempre suena cuando no debería) se ha convertido en el mejor amigo, en el yo materializado, en la expresión más acabada de nuestros gustos y estilo de vida.
Sin no tenemos al certeza de que late en nuestras manos con pilas y con la señal adecuada, el corazón se agita y estamos expuestos a un ataque de angustia. La patología ya tiene nombre: nomofobia (del inglés: "no mobile phone phobia") y se define como el temor irracional de quedarse sin el teléfono móvil o celular. Sin duda, debe ser el mal que mejor define al hombre de nuestros días. El teléfono celular es el pequeño amo que guardamos en el bolsillo, y el que esté libre de adicciones que haga la primera llamada.
El hombre habla como el pájaro vuela y la lluvia cae, dice Octavio Paz. Pero no es verdad que el telefonino nos acerque más con los seres queridos o fomente el diálogo entre los hombres y las naciones. No es verdad que estemos más cerca de quien amamos y de quien nos necesita. No es verdad que nos ayude a conocer a los extraños hermanos ni les diga más de nosotros mismos.
Casi todas las llamadas son prescindibles o podrían posponerse sin consecuencias. Casi todas las llamadas son acaso utilitarias. No es lo mismo hablar por teléfono que comunicarse. Casi todas las llamadas, por decirlo de una vez, son innecesarias. Los teléfonos celulares tienen muchas funciones, sirven para escuchar música, para escribir mensajes, para invertir en la bolsa y cerrar un negocio; pero casi siempre sirven para jugar, para pasar el tiempo, para entretenerse, y poco más.
Por cada llamada urgente o importante o verdadera podrían contarse al menos mil de las otras. Pero salga sin el pequeño tirano a la calle, entonces sabrá lo que es la nomofobia. Sé de algunos para los que no sería peor quedarse sin parque en la batalla, sin red en el trapecio, sin agua en el desierto.
22 de diciembre de 2013
Los impuntuales
Las grandes ciudades con sus atascos o embotellamientos son una realidad cotidiana para explicar el retraso; sí, tanto como la coartada perfecta para explicar una tardanza que supera cualquier límite de tolerancia y urbanidad.
20 de diciembre de 2013
Baricco y el tiempo
3 de diciembre de 2013
Amour
En la escena del desayuno de esa pareja de ancianos cabe un instante de su cotidianidad y sus años de matrimonio, que son tantos que pareciera que siempre estuvieron juntos cumpliendo cabalmente todas las etapas de la vida y ya no podrían vivir a plenitud el uno sin el otro; se siente y se respira la vida en común, su soledad acompañada, el paso implacable del tiempo y el desgaste, el declive de las facultades, la decadencia de la carne, el ataque o el ictus como un rayo que anuncia el inexorable principio del fin.
En ciertas secuencias, en los espacios de ese departamento tan burgués como parisino, los ambientes, la relación con los objetos recuerda con sutileza la mirada magistral y el cine de Ingmar Bergman. En los gestos, siempre tan pequeños como relevantes, en esas acciones que pareciera que nada aportan, surge la historia que nos cuenta Michael Haneke en su película Amour, que también podría haberse llamado "El amor conyugal" o "La vejez" o "La decrepitud".
En ciertos planos, con una economía de medios y personajes, surge la música (Schubert por delante), la distancia abismal e insalvable de la hija respecto de sus padres, el giro de la vida hacia el drama y sus devastadores consecuencias.
El guion, tan eficaz, que dice tanto con sus largos silencios, con sus ausencias, con lo que no dice y sugiere, podría ser rechazado por insuficiente en una escuela de guionistas, y se torna tan rico y sabio en esa mirada fina y discreta que define el gran cine, en las actuaciones imponentes de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.
¿Qué hacer cuando la vida se acaba en vida? Enfermamos porque estamos sanos, nos recuerda Montaigne, y moriremos porque estamos vivos. ¿Cuál es la solución para tener en el tiempo justo una partida digna?
En la escena central de la película, en el momento de la decisión más difícil de su vida, que pareciera tan impulsiva como surgida de la caridad y la misericordia o del fondo del amor, él realiza una acción que remite y recuerda a Betty Blue (37.2 le matin), aquel filme de Jean-Jacques Beineix, con Béatrice Dalle, que a fines de los años ochenta causó una inolvidable conmoción. A veces, los hechos definitivos, los actos trascendentes, generan un arte a la altura de las circunstancias.
El gran cine evoca al cine, ilumina la vida, nos conmueve y se fija en la memoria para siempre.
25 de noviembre de 2013
¿Por qué escribimos?
24 de noviembre de 2013
La prosa de Elizabeth Smart
Elizabeth Smart, dama de las oraciones contundentes, señora de las imágenes asombrosas, de la afirmación rotunda y descarnada, escribió una obra tan breve como intensa, tan lúcida y poética (plena de guiños y referencias, de citas, homenajes y paráfrasis que se fugan y se pierden en la traducción, el tiempo transcurrido y el contexto cultural) que otorga a sus libros una dignidad de pequeñas joyas en verdad singulares, un canto al amor y un grito desconsolado de voz inconfundible.
Muchos años después de En Grand Central Station me senté y lloré, publicó Los pícaros y los canallas van al cielo (ambos en Salamandra), expresión acabada de sus temas y motivos, de sus razones y sus amores.
Si en aquella primera novela narraba sus amores con George Barker, en la segunda da cuenta de su vida en al posguerra, de sus hijos, el hambre, el trabajo, los recuerdos y la muerte, su búsqueda y reclamo del amor. La prosa de Elizabeth Smart es tan poderosa que sucede en instantes, en oraciones que obligan a detener la lectura y volver a esas palabras como se mira un cuadro muy bello o una escultura particularmente bien plantada. John Banville dice que la frase es el mayor invento de la civilización humana; Elizabeth Smart lo supo antes, ahí están: sólidas, impecables, sorprendentes:
«Sin
embargo, en esta hermosa tarde, lo que queda de mi juventud se alza como un géiser,
y me siento al sol, peinándome para quitarme los piojos. Pues es difícil dejar
de esperar (“Lo que mi corazón recién
despierto murmuró que era el mundo”). Aunque soy una mujer de treinta y uno y
medio con piojos en el pelo y un amante infiel.»
»El amor es un hecho trágico y casi siempre imposible. O tal vez sólo se conseguí, como ciertos elementos químicos, en condiciones muy particulares, fugaces, por muy poco tiempo. De cualquier manera, admiro su sabiduría, su capacidad de observación, su lucidez para nombrar y decir su verdad, con contundencia y delicadeza, con rabia y contundencia emocional.
La trama casi no importa. La novela no va a un final, sino a la acumulación de momentos vitales que juntos formarán los motivos y le darán sentido a la escritura, develarán a la escritora, explicarán una vida gracias a esa prosa tan bella como intensa.
Dice de las mujeres, sus vidas, sus obligaciones, su condición:
«Así que entre la preocupación y la acción las caras de las mujeres menguan. ¿Pueden marcharse, dejar tras ellas todo lo espurio, lo fútil, lo ignominioso, lo falto de amor, en esos misteriosos campos de champiñones, en la colina salpicada de vacas informes como babosas al anochecer, y alcanzar por fin, esa misma noche, la tranquilidad de un pub de Londres, donde los rostros fosforecen entre el humo y a veces, entre la distraída angustia? ¿Ni siquiera una ligera libertad condicional?
»No. Deben quedarse. Deben rezar. Deben golpearse la cabeza. Deben ser bonitas. Esperar. Amar. Intentar dejar de amar. Odiar. Intentar dejar de odiar. Amar de nuevo. Seguir amando. Afanarse. Ir de acá para allá.
»La verdad se les engancha y corroe su belleza.
»El útero es un equipaje difícil de manejar. ¿Quién puede tambalearse colina arriba con tan escandaloso peso?»
Unir agallas e inteligencia y sensibilidad es menos común de lo que podría esperarse. Elizabeth Smart, además de celebrar con fortuna la literatura, sabía que «un bolígrafo es un arma furiosa».
___
Véase en este Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido el apunte del 25 de octubre de 2010: "Elizabeth Smart y su llanto en Grand Central Station".
22 de noviembre de 2013
El enigma de Kafka
18 de noviembre de 2013
Las dos comas
15 de noviembre de 2013
Una novela cada día
Decidí excluir guerras, injusticias y conflictos, desastres humanos o naturales, por considerarlos temas más propios de la poesía épica que de la novela, siempre subjetiva y creada para narrar una historia, las vicisitudes de una vida (Flaubert y Stendhal encontraron en los diarios y gacetas el origen de sus obras maestras). El tiempo y el lugar son irrelevantes: casi siempre y en todas partes obtendría los mismos resultados. Los inexistentes alumnos tendrían que explorar las cualidades literarias y la posibilidad de escribir un relato a partir de esos sucesos. En esa semana tuve noticia de que:
10 de noviembre de 2013
La permanencia literaria de un amor
Edén Ferrer: Epiclesis
Su experiencia de vida lo hicieron un outsider, un Perseguidor, en términos cortazarianos, un hombre al margen, solitario, siempre a contracorriente, rodeado de familiares y amigos (adoraba a Edurne, su pequeña hija). Viajero de la noche, buscador de la belleza y lo sublime, se le pasaban las horas sin que se diera cuenta. Muchas veces se quedó a pasar la noche en mi casa, y una vez se instaló una semana entera. Cuando no conversaba, leía y escribía en silencio como un gato; apenas comía, pero sí había que dejar a la mano una botella de vino tinto, por lo menos.
Epiclesis es una antología que incluye una novela corta (de espléndida factura que puede leerse en clave de al menos dos géneros), ficciones o relatos, breves ensayos y poemas, es una selección a la que no le sobran páginas pero sí le faltan poemas y cuentos, en particular los relatos humorísticos. Esa ausencia se echa de menos porque Edén tenía un altísimo sentido del humor, era un hombre que reía y sabía hacerlo. Para él la risa y el humor eran atributos de la inteligencia y dones del espíritu que bien supo cultivar y hacer compatibles con su gravedad metafísica y un pensamiento serio y profundo (por algo anduvo un tiempo entre jesuitas).
29 de septiembre de 2013
Maneras de morir
El 23 de agosto de 2012 llovió uno de esos ensayos del Diluvio que a veces anegan la ciudad de México. Gerardo Ortiz Gutiérrez, arquitecto de 53 años, hizo su última llamada telefónica poco antes de la medianoche, le informó a su hermana que la Avenida Insurgentes Sur y su coche estaban inundados. La llamada se cortó. Dejó el coche y, con papeles y documentos en la mano, trató de llegar al andén de la estación La Joya del Metrobús, más alto que el nivel de la calle. No lo logró.
Testimonios de automovilistas coinciden en que vieron a un hombre abrirse paso en el agua, cruzar la avenida y desaparecer antes de llegar a la estación. En Facebook un testigo apuntó que vio a un hombre caminar por el carril del Metrobús, con el agua a la cintura, y que de pronto, sí, desapareció.
Gerardo Ortiz Gutiérrez fue tragado por una alcantarilla sin tapa. La fuerza descomunal de la corriente lo arrastró por el sistema subterráneo del drenaje. Los bomberos lo hallaron una semana después, en la red de tuberías, en el subsuelo del centro de Tlalpan, a kilómetro y medio del sitio en que desapareció. El cuerpo fue identificado sin contratiempos por la familia; entre sus ropas encontraron sus pertenencias y documentos de identidad.
Heródoto, en Clío, el primero de los nueve libros de su Historia, narra el encuentro entre Solón, sabio y legislador ateniense, y Creso, rey de los lidios. Éste, guerrero y conquistador, inmensamente rico y poderoso, pero sobre todo enfermo de vanidad, le preguntó a su huésped si conocía al hombre más dichoso del mundo.
Creso, sorprendido, insistió. ¿Y luego de Telo quién es el hombre más dichoso? Solón menciona a Cléobis y Bitón, dos naturales de Argos, que a falta de bueyes arrastraron más de ocho kilómetros cuesta arriba el carro en el que iba su madre, sacerdotisa de Hera, a una ceremonia en honor de la diosa. Entre elogios de la multitud, la madre pide con fervor a Hera que les concediera el don más preciado que puede alcanzar un hombre. Cléobis y Bitón se retiraron a descansar y ya no se levantaron.
Creso, molesto, soberbio, le recrimina a Solón que a pesar de sus súbditos y riquezas, de las tierras y pueblos conquistados, no lo considere entre los hombres felices. Solón, prudente y con pesimismo ateniense, le dice que de los poco más de veinticinco mil días que es el término de la vida humana, no hay uno idéntico a otro y que la vida es una serie de calamidades, por lo tanto no puede llamarlo feliz ni dichoso hasta que no concluyan sus días. El infortunio puede estar al acecho, por ello mientras no se sepa cómo muere un hombre, es prudente suspender el juicio y no llamarle feliz o dichoso pues se ha visto desmoronarse la fortuna de los más favorecidos.
Hay maneras de morir. La enfermedad o la violencia de los hombres, un suceso lamentable suele ser casi siempre la causa. Borges nos recuerda que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises. Desearla, no es un hecho frívolo ni intrascendente. No sé quién dijo que la muerte es la prueba que todos superamos, pero no le falta razón.
Unos mueren en el campo del honor, otros con dulzura mientras duermen; pero los más lo hacen con dolor y violencia, antes de tiempo (siempre se podría pedir un día más) o con inhumana lentitud. No encuentro respuestas que expliquen las infaustas circunstancias, sólo sé que no siempre los hombres de bien, según Solón, han sido los más felices.
11 de agosto de 2013
Los nombres de las cosas
Todos los ángeles y seres invisibles y monstruos de los mares y del espacio; todos los conceptos y términos de la Filosofía, la Teología, las Matemáticas y el Derecho. Todas las ceremonias y todos los juegos, las operaciones mentales y las figuras retóricas y todas las partes de la oración y de la lengua según la Gramática, y todas las cifras y sus combinaciones y operaciones y todos los números.
En el nombre y sus palabras reside la metafísica y la poesía de las cosas. Extraer de los nombres su poética, darle a las cosas su luz, fijar los atributos que las animan, es tarea de los mejores. Dice Borges con lucidez infinita: Si (como afirma el griego en el Cratilo) / El nombre es arquetipo de la cosa, / En las letras de rosa está la rosa / Y todo el Nilo en la palabras Nilo.
Qué prodigio, las palabras. Me quedo sin habla. Escribo desde el asombro.
18 de julio de 2013
Brendan Behan en Nueva York
Alguien me habló hace tiempo de Brendan Behan. Luego, leí una reseña de su libro y finalmente su nombre apareció en el artículo de una revista o un periódico. Se había despertado mi curiosidad por este contador de historias, así que cuando me topé con Mi Nueva York (Marbot Ediciones; Barcelona, 2012) en una librería lo compré sin pensarlo demasiado.