21 de enero de 2018

Noticias de Alice Denham

Una mujer joven, guapa, de pie ante la máquina de escribir, tiene un cigarrillo en la mano izquierda, la derecha en jarras, mientras lee atenta las palabras que acaba de escribir. El peinado, el suéter y la falda, el bullet bra (sujetador bala, en forma de cono) resaltan las curvas y son típicos de los años sesenta. También, claro, la enorme, sólida y poderosa máquina de escribir. 

La foto de esa mujer ante la máquina y su texto es tan interesante que aparece con frecuencia en la Red, y ella ha sido confundida con Maria Callas y Clarice Lispector, entre otras mujeres célebres. Ahora, en Escrituras Mecánicas* sabemos que se trata de Alice Denham, escritora, periodista, actriz y modelo cuya trayectoria de vida daría material de sobra para una novela nada aburrida.

Alice Denham nació en 1927, se graduó en la Universidad de Rochester y se marchó a Nueva York en busca de fama literaria y aventuras románticas Nadie podría decir que fracasó en sus propósitos. Su libro de memorias Sleeping With Bad Boys: A Juicy Tell-All of Literary New York in the Fifties and Sixties (existe edición española: Durmiendo con chicos malos, Ed. Huerga y Fierro) es también una crónica sobre Nueva York en los años cincuenta y sesenta en la que cuenta sus aventuras literarias y también sus amoríos con James Dean y Philip Roth entre muchos otros, y también por qué rechazó a Normal Mailer, entre muchos otros. Amiga de Gore Vidal y Truman Capote, tenía opiniones literarias polémicas y fue una dura crítica de Jack Kerouac. 

Alice Denham actúo en muchas películas, a veces bajo seudónimos, y fue un personaje central de la vida cultural y social de Nueva York, y fue célebre entre editores, publicistas, productores de cine, actores y escritores. «Manhattan was a river of men flowing past my door, and when I was thirsty, I drank», y «Every month I had a mad new crush, a fabulous new romance» escribió, según la nota que le dedicó el New York Times en febrero de 2016, cuando murió a la edad de 89 años.

Alice Denham modelaba y posaba para comerciales, aparecía con frecuencia en la portada de las revistas, pero el punto culminante de esa faceta de su vida es haber sido la única mujer en publicar un cuento, «Deal», y posar en las páginas centrales del mismo número de Playboy, en julio de 1956.

Entre sus novelas se cuentan My Darling From the Lions (1967), Amo (1974); Secrets of San Miguel (2013) es una memoria de sus frecuentes temporadas en San Miguel de Allende, donde era muy conocida entre la comunidad de artistas estadounidenses que viven ahí. En las calles de San Miguel conoció a John Mueller, su segundo marido, que la acompañó hasta el final.

Alice Denham, feminista militante, mujer libre, coqueta, descarada, hizo de su vida una aventura no exenta de imaginación literaria. El obituario del New York Times ofrece una cita reveladora: «Sexual friendships taught me politics, race, class, countries, temperaments, occupations, all useful for a novelist, but that wasn’t my motive. Sex, was my great adventure».

En la Red hay información y muchas fotos de Alice Denham, algunas de ellas ante su máquina de escribir. Me parece que esa serie acabará por definirla y representarla, mucho más que aquellas fotos para Playboy. Después de todo, no hay muchas reinas de la belleza que aparezcan desnudas en las revistas y además sean recordadas como escritoras.

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* Escrituras Mecánicas es un portal dedicado a celebrar con nostalgia la máquina de escribir (https://escriturasmecanicas.wordpress.com), donde se había publicado una foto de Alice Denham bajo otro nombre. Con esta nota rectificamos ese error y publicamos una serie de fotos, entre ellas la más conocida con su máquina de escribir.

16 de enero de 2018

Un rostro para siempre

Tarde o temprano llegamos a una edad en la que tenemos el rostro por el que somos reconocidos o recordados. Una fotografía basta para fijar nuestra imagen y mostrar quienes somos. Otras fotografías son como variaciones de aquella que nos representa. El hecho es interesante porque el rostro, al igual que el resto del cuerpo y el pensamiento y el ánimo y el alma no cesan de cambiar.

Algunos niños ya tienen en la primera infancia los rasgos definitivos de la edad adulta, y podemos reconocerlos a primera vista en una vieja fotografía. Otros, en cambio, no son identificables en esa foto amarillenta y tenemos que preguntar cuál de esos párvulos es nuestro abuelo. Algunos rostros muestran muy pronto lo que serán; otros, se perfilan y definen con los años, a golpes de vida y tiempo.

Rimbaud siempre será por antonomasia el adolescente de mirada diabólica, y a Borges siempre lo pensamos viejo, ciego, ingenioso y lúcido (no siempre fue así: no podemos imaginar a Rimbaud viejo, y nos cuesta  mucho imaginar a Borges niño).

Alfonso Reyes llevaba en la billetera una foto de sí mismo cuando tenía un año de edad ( él consideraba que fue su mejor momento), y se nota que le faltaba mucho para ser el gran ensayista y maestro del estilo. Y ya con sus años, cuando las fotos lo muestran sin posibilidad de error, en otra foto lleva en brazos a un niño muy pequeño que por ningún lado deja ver que será el novelista Carlos Fuentes.

El rostro de cada uno es un misterio y un plano formidable, una biografía cifrada. Una sucesión de fotos de un mismo rostro, a lo largo de los años, revela mucho más de lo que a veces quisiéramos. Pareciera que la experiencia de vida se asienta en la cara de manera más rotunda y definitiva que en las memorias y biografías y los diarios y los curículum vitae.

El rostro devastado por el tiempo de una actriz célebre de hace cincuenta años es tan impresionante y los cambios tan profundos que puede tornarse irreconocible para los que tienen fija en la memoria aquella imagen de juventud, cuando era una diosa del cine. A ella, ¿qué momento de su vida, qué edad la representa? (Marilyn Monroe, con su muerte prematura, se libró de ese dilema.) No sé si envejecer sea hermoso, me parece que no, como sostienen los promotores ciertas filosofías baratas, pero es el precio por seguir un tiempo más en este mundo.

Hay un momento en el que adquirimos la expresión que definirá nuestro rostro de por vida. Puede ser tarde o temprano, pero esa imagen es tan poderosa y nos identifica tanto como nuestro nombre. Tal vez nunca sepamos qué imagen terminará por opacar todas las otras edades y momentos de una vida. Sospecho que entre más años se vivan, la imagen dominante será la de alguien muy mayor, y entre más viejo, con frecuencia, más reconocible y nítida será la imagen definitiva que otros guarden de nosotros.

No exalto en demasía la lozanía de la juventud, pero es una pena que no podamos ser reconocidos por una foto como la que llevaba Alfonso Reyes en su billetera, o al menos por una de nuestros mejores años, como si entonces no hubiéramos sido, como si entonces no hubiéramos llegado a ser el que somos. Necesitamos muchos años o media vida para afilar el rostro que, al menos en las fotografías, tendremos para siempre.

15 de enero de 2018

La profunda oscuridad

Entré a la parroquia muy avanzada la tarde. No había nadie, y la luz en la nave era muy débil. Olía a encierro, a incienso, a sudor o humedad. Casi en penumbras vi cristos sangrantes y otros en féretros de vidrio. Oía retumbar mis pasos y luego el silencio absoluto cuando me detenía unos instantes frente a figuras propias de casa de los espantos.

Pensé en la oscuridad del «pueblo de mujeres enlutadas» de Al filo del agua, de Agustín Yáñez. Era el pozo sin fin del sufrimiento y al tortura. Era la sede perfecta de la crueldad y la culpa. Allí se cultivaba el dolor, la manipulación, el fanatismo y el miedo.

Llegué al altar y volví por el otro lado de la nave. Supongo que la fe debe ser una fuerza poderosa que le da sentido a todo lo visible y lo invisible, y que a veces puede orientar y consolar en el camino de una vida. Sin ella, la parroquia es el templo del pensamiento mágico, la imaginación morbosa y la ignorancia.

Una vez en la calle, agradecí la luz, volví al mundo. Salí de esa parroquia en una capital de provincia como si emergiera del inframundo, del reino de la muerte. Todo era claro y nítido. Comprendí, como en una epifanía, que no había entrado por curiosidad. Había entrado a esa parroquia cuyo nombre nunca supe a hacer una visita cultural y vislumbré en ella la más profunda oscuridad.