28 de marzo de 2017

Dos maridos

Jeffery Scott Lytle, de 42 años, vecino de Monroe, condado de Snohomish, en el estado de Washington, en Estados Unidos, fue arrestado por dos delitos de solicitud de homicidio. Le envió un mensaje de texto desde su teléfono celular a un asesino a sueldo (sicario es la palabra que se utiliza ahora), para solicitarle sus servicios: «Hola, Shayne, qué tal. ¿Te acuerdas que me dijiste que me ayudarías a matar a mi mujer? Pues te voy a aceptar la oferta.» 

Está claro que Lytle no disponía de la suma para contratar a Shayne, pero le ofrecía el cincuenta por ciento de lo que cobrara al seguro, cerca de un millón de dólares; en realidad a los seguros, porque da a entender que Shayne también podría matar a su hija de cuatro años. Podrían repartirse todo lo que cobrara en partes iguales.  

Lytle tenía ya un plan. El trabajo para Shayne no presentaba mayores dificultades: «Yo voy a trabajar a las cinco de la mañana. Mi mujer sale hasta las dos de la tarde, así que tienes tiempo y puedes hacer que parezca un robo fallido o un accidente.»

Pero Lytle cometió un error fatal. El mensaje no lo envió a Shayne sino a su exjefe, que lo mostró a la policía. Tras ser detenido, Lytle negó haber pedido por escrito que mataran a su mujer y su hija. Se retractó y dijo que con esas palabras del mensaje quería desahogarse su enojo luego de una discusión conyugal... el mensaje, sí, bueno, estaba en el teléfono, sólo eso, sólo estaba ahí, y no lo había enviado, quizá su hija lo había enviado por error...

No sé cuál pueda ser la pena para alguien que solicita un homicidio. No sé por qué Lytle envió el mensaje a su jefe y no al sicario. No me sorprendería que pasara una larga temporada en la cárcel o que un juez lo deje en libertad con una fianza, pero estas cosas a mí siempre me han parecido propias de las novelas policíacas y del cine.

Y puestos a imaginar la situación de Lytle, uno imagina que viaja en un coche viejo a un barrio en decadencia, que anda por calles sucias en las que hay mujeres que fuman y se ofrecen. Uno pensaría que entra a un bar o un billar, tal vez que baja unas escaleras estrechas y llega a un salón casi en penumbras, donde todas las miradas lo examinan.

El desconocido pediría una cerveza en la barra, y un tipo se acercaría y le haría saber que no es bienvenido. Entonces Lytle diría que está buscando a un amigo, a alguien que le haga un favor. Entonces, luego de dos o tres cervezas, de conversar un rato, sería invitado a una mesa del fondo o a un privado. Se llegaría a un arreglo y tendría que dejar un montón de billetes verdes sobre la mesa que nadie se atrevería a contar porque saben que no faltaría ni un dólar de la cifra convenida.

Pero al parecer ni los crímenes por encargo son así. Tal vez nunca lo fueron y uno está condicionado por el cine y las novelas. Pero solicitar dos homicidios con un mensaje de texto debería ser un delito en sí mismo, un acto ordinario y vulgar que también merecería ser castigado. 

Tal vez Lytle quede libre, con la deuda de la fianza que le impondría un juez y un divorcio garantizado, pero seguirá visitando el mismo bar de siempre los viernes en la noche porque, después de todo, no ha pasado nada.


Desde 1994, hace ya 23 años, José Luis Casaus, un viudo zaragozano de 64 años, publica en la prensa española, cada 21 de marzo, una esquela para conmemorar el fallecimiento de Elena, su mujer. En su mensaje anual, que algo tiene de parte, Casaus informa a «Elenita» cómo va la vida, y sobre todo cómo han crecido sus dos hijos. Elena murió de cáncer de pulmón cuando esos niños tenían seis años. 

Y el lector de esa colección, de esa suerte de carta, de homenaje póstumo anual, se entera de cómo han crecido esos chicos que ya tienen treinta años. Recordé Stanno tutti beene (Todos estamos bien), una película de Giuseppe Tornatore, con Marcelo Mastroianni en el papel de un viudo que recorre Italia visitando a sus hijos, cuyas vidas son un desastre, y vuelve a la tumba de su mujer para decirle, para mentirle: «Stanno tutti bene.»

No creo que sea el caso de Casaus, que hace en cada esquela una lección de brevedad, estilo y humor. En sus textos, salpicados de ingenio y referencias culturales, no faltan comentarios familiares, nombres de cantantes y canciones, trozos de poemas (hay una cita de Razón de amor, de Pedro Salinas), menciones de Neruda, Borges y Alfredo Zitarrosa, entre otros, y circunstancias que sólo Elena y Casaus podrían comprender en su sentido pleno.

Si los textos tienen gracia, su impecable constancia marital es admirable. Dice que la suya es «una tradición que pretende quitar hierro a la tragedia. Por eso hablo en las esquelas de temas serios con humor.»

No sé si Casaus se pase el año tomando notas, pensando en lo que pondrá en la siguiente esquela. De lo que estoy seguro es que no deja de pensar en Elena, y en decirle en cada mensaje lo que ha sido la vida, lo que le ha quedado de la vida sin ella. 

Jeffery Scott Lytle y José Luis Casaus son las dos caras de una misma moneda. No podían ser más distintas sus posiciones y actitudes. La vileza y la nobleza se encarnan en ellos. Lo que Lytle daría porque su mujer estuviera muerta; lo que Casaus daría porque la suya estuviera viva. 

14 de marzo de 2017

Una razón para escribir

Tal vez las razones para escribir sean menos literarias de lo que podría suponerse y más ordinarias de lo que esperarían algunos lectores agradecidos con sus autores favoritos. Frente al profesional que escribe para ganar dinero está el escritor que sabe que en el fondo la literatura es un gran juego y escribe por jugar o juega a escribir.

La combinación de las posiciones ante la escritura de esos modelos sería el feliz justo medio: jugar mientras se gana dinero, o ganar dinero mientras se escribe como si jugara. Otras posibilidades son sospechosas y aun nocivas: escribir para hacer historia, para influir en la sociedad o en el pensamiento, para ganar fama, para alcanzar poder.


El doctor Johnson nos advirtió que «nadie que no sea un estúpido [blockhead] ha escrito nunca más que por dinero», y algunos de sus discípulos, que se consideran a sí mismos profesionales de la literatura, se empeñan en el frenesí de hacer una carrera literaria (sic), y coleccionan premios, estímulos, becas, reconocimientos, recomendaciones, reseñas y críticas favorables a sus libros. 


El riesgo de esa ruta profesional hacia la gloria literaria consiste en que esos  libros se deshojen y pierdan en el tiempo, y, muy pronto, mucho antes de lo que sus autores lo hubieran deseado, se vuelvan polvo, desaparezcan y se esfumen de la memoria de los hombres. Borges lo comprendió mejor que nadie: «la meta es el olvido/yo he llegado antes». 


Nada ni nadie le garantiza al autor de un buen libro que escribirá otro así. Y con la relación de las caídas y decepciones y resbalones se podría escribir una  historia alterna de la literatura.


La mayoría de los libros que se publican cada año en el mundo por fortuna no se reeditan nunca, y en un periodo breve y cruel habrán sido desechados, enmendados u olvidados. Muy pocos permanecen y encuentran lectores después de algunos años. Unos cuantos apenas son capaces de conmover a las nuevas generaciones; los que se instalan en el gusto y consideramos necesarios, admirables y ejemplares les llamamos clásicos. 


Frente a los autores que escriben por razones profesionales, están los diletantes, palabra positiva que encierra un guiño y un elogio. Dice Cortázar: «Yo siempre escribí para divertirme, y es por eso que me niego a que me consideren un escritor profesional. Siempre me consideré un aficionado: un tipo que escribe porque le da la gana y cuando le da la gana [...] Hay una especie de resistencia mental en mí a considerarme un escritor profesional, cosa que me gusta mucho, porque siempre me sentí un aficionado en todo y creo que lo seré hasta el final de mis días. Cuando me pongo a escribir un cuento, después de décadas de trabajo literario, estoy en la misma actitud desarmada e ingenua que cuando a los veinte años empecé mis primeros cuentos.» 


En la tradición hispanoamericana esas dos posiciones se pueden expresar con el binomio Onetti-Vargas Llosa. Uno es amante de la literatura, y la frecuenta y la cultiva a su antojo, sin las obligaciones conyugales del segundo, que va de marido constante, solemne y ejemplar. 


Kafka y Pessoa tienen algo en común. Para ellos la vida es lo que sucede mientras no escriben o identifican la vida con el acto de escribir. Vivir mientras se escribe y para la escritura. Tal vez para evadirse y asir la vida en el mismo acto, en el mismo instante. Si hubieran dejado de escribir, Kafka y Pessoa no hubieran sido, son inimaginables sin su escritura. Vivían para escribir, escribían como vivían. Escribían para seguir viviendo, lo hacían como respiraban, y a ninguno se le hubiera ocurrido hacer una carrera literaria. Al morir habían publicado muy poco, la mayor parte de sus obras permanecían inéditas, miles de páginas ocultas en carpetas, cajones y baúles.


Kafka no encontraba su lugar en el mundo, un hombre enfermo, un hombre-escritura. Pessoa también vivió para escribir. Veía el mundo desde la mesa del café, imaginaba voces y poéticas; desde la ventana de su habitación, su atalaya, se buscaba a sí mismo en las revelaciones de su propia escritura.


Otros muchos escribieron hasta más o menos el fin. Otros dejaron de escribir y tuvieron una vida. Enrique Vila-Matas ha reunido en Bartleby y compañía una nutrida colección de esos tránsfugas que un día, curados del extraño mal, dejaron de sucumbir a la necesidad de fijar palabras.


Salvador Elizondo escribía para escribir que escribía, hechizado por la escritura. Otros escriben para ocupar el tiempo (life time), porque les viene de muy hondo, porque piensan que el libro que escriben es necesario en el mundo.


Escribir para habitar la tarde o cultivar el insomnio, para cumplir con el destino implícito del cuaderno, para liberar la tinta, para tomarle el pulso a los deseos, para descargar un poco la memoria o la conciencia, para ser grato a los ojos de alguien, para imaginar lo que sucede en nuestra habitación y más allá de ella. Escribir para enmendar la historia, y darle vida de palabras con la imaginación a lo que no ha sucedido. Escribir con la sencillez, con la serenidad de que nada sucede más allá de la página mientras dura la escritura.


No pretendo agotar las razones. Antes prefiero imaginar que no hay ninguna. Escribir por escribir, por el don de la escritura misma; por la escritura misma. En Los hermanos Tanner, de Robert Walser, encuentro la no razón que detonó este apunte: «escribir sin ningún propósito». Escribir porque sí. Sin otras razones ni motivos, sin segundas intenciones. Ejercer la escritura para mirar cómo se ordenan y acompañan las palabras. Escribir asombrado del rumbo de la escritura. 


Walser, un hombre perturbado, que pasó muchos años encerrado en un hospital, que escribía con letra microscópica en cualquier papel, en la orilla de un periódico, dice que se puede escribir sin ningún propósito. La suya es una lección impecable. Escribir por escribir. Y un día, como los bartlebys de Vila-Matas, dejar de escribir. Alguien dirá que ese fue el objetivo de un loco. Puede ser.