19 de abril de 2008

El viaje del fuego

¿De dónde emerge el fuego que enciende las voces de la noche, el faro azul, rojo, amarillo, naranja, de la silente luz que ilumina todo lo que toca? ¿De dónde ese relámpago, pájaro eléctrico que se alza impertérrito a su hora en el Oriente?

Todo cabe en la luz, todo lo contiene, lo dibuja, lo recrea, lo anima: las formas y las sombras, el volumen y el contorno, el color y el escorzo; toda la geometría del mundo cabe en el silencio del aire. La palabra lo nombra porque es necesario decirlo hasta el fondo de la noche, hasta el fin de la última estrella en retirada, con el último aliento, para que el azul helado del cielo de la madrugada sea el último viaje clandestino del color al centro del secreto de la luz.

El viaje del fuego, luz ardiente, a través de la oscura sombra de un cielo moribundo, al alba, es un canto para los ojos que algo tiene de misterio y de fantástico en un mundo que amanece por primera vez cada mañana, entre el batir de alas de los pájaros que saludan en parvada al sol y la luz en fuego, transparente, del nuevo día.

El cepo

El gerente del banco me aseguró que ese dinero me pertenecía, dijo que los ahorradores a veces se sorprenden de lo que han guardado con esfuerzo y disciplina. Dos meses después esa cantidad se había multiplicado, había en mi cuenta de cheques una suma considerable por depósitos en efectivo que yo no hice.

El gerente no entendía o no quería entender, me felicitó por mis ahorros y me dio un apretón de manos. Me sugirió que pidiera unas vacaciones y me fuera al Caribe o a Hawai, el dinero era lo de menos. Seguí su consejo, pedí una semana en el despacho y gasté una parte de lo que bien sabía no era mío.

Esperé un mes para asumir las consecuencias, dispuesto a pagar, pero nadie me pidió cuentas. Cada vez que volvía al banco me saludaban con respeto, y estaban más contentos de tenerme por cliente. Me dieron una tarjeta dorada. El error se había convertido en una parte de la normalidad del sistema. Empecé a gastar. Las facturas no llegaban y el saldo aumentaba en mi cuenta. Gasté, dispuesto a llevar hasta el final ese sueño que no tardaría en convertirse en pesadilla.

Un día, un emisario vino a verme, me dijo que la Organización apreciaría que yo firmara ciertos documentos, que hiciera ciertas gestiones. Me hizo saber, sólo con sus palabras, lo que es el miedo: entendí que tenía que pagar. La Organización no me pedía el dinero sino mi colaboración, y el trato me pareció razonable. Me hicieron saber que estaban satisfechos conmigo, que había hecho un buen trabajo.

Anoche cerraron el cepo, me dijeron que la Organización apreciaría mi arrojo y compromiso sin reservas, y que el éxito de la misión me abriría nuevos horizontes. Me mostraron una foto, me dieron instrucciones precisas, señas, un plan de escape y un arma.

En unos minutos tendré que enfrentar mi destino. Nunca he usado un revólver (el que me han dado es nuevo, reluciente, pesado, a su manera un objeto fascinante no exento de belleza), y tendré que disparar a muerte, con pulso firme, sin odio, para salvar mi vida, a un hombre que no conozco.

Muchacha frente al espejo

La muchacha levanta los brazos, arquea la espalda y saca el pecho con gracia, se recoge el cabello para probar un peinado y la satisfacción brilla en sus ojos cuando el espejo la mira y aprueba. Una sonrisa levemente impúdica, una sensualidad que dura un siglo en un instante se dibuja en su boca. Se balancea, se mira de reojo, casi de perfil, de un lado y del otro, como si se probara su propia belleza o ensayara a ser ella misma. Baja los brazos y el cabello cae como una cortina oscura de lluvia fina. Vuelve con nosotros después de haber estado tan sola, como una estatua griega, frente a la eternidad de su imagen en el espejo.

El único deseo

   —No vale la pena recordar aquellos días, han pasado muchos años. Ahora reino y la sangre de mi sangre continuará mi reinado. Pero has vuelto de tu largo destierro, bienvenido seas, justo es que te recompense como merece tu persona. ¡Pídeme lo que quieras! ¡Todo, lo que pidas, salvo el trono, tuyo será! ¡Te doy mi palabra! Piensa bien cuál será tu deseo, porque sólo una vez y por tratarse de ti seré magnánimo. Que venga la corte, los ministros, los sabios, los jueces, delante de ellos escucharé tu voluntad, sea cual sea la encontraré justa y la satisfaré. ¿Quieres oro? ¡Tendrás más del que has imaginado! Tu peso multiplicado por dos, por cinco, por diez, por cien. ¿Un palacio? Ya lo tienes. ¿Tierras? Necesitarás una semana a caballo para cruzarlas. ¿Mujeres? Ajá, mujeres. La que quieras, las que quieras. Te advierto que no me gustaría, pero estoy dispuesto a cederte mi favorita. ¿Quieres ser mi ministro? ¡Concedido! ¿Algún otro privilegio? ¡Concedido! Recuerda que sólo una cosa no te daré. ¿Ya sabes qué pedirás? Bien. ¡Ya están aquí! ¡Vengan, vengan! ¡Que entren todos! Delante del reino, te ordeno que me pidas un deseo, que yo te concederé:

   —Sólo te pido, oh rey, que hagas justicia por tu propia mano. Quiero que hoy, aquí, antes de la medianoche, te quites la vida con esta daga que ya una vez manchaste de sangre y que ahora te entrego.

La tumba de Keats

A veces la literatura está hecha de recuerdos, pero también es cierto que a veces los recuerdos se nutren de literatura, sobre todo cuando el paso de los años les ha despojado ya en la memoria de algunas de sus más ordinarias circunstancias, que son heroicamente reemplazadas por otras más dignas de dar realce a esos recuerdos. Donde uno menos lo espera, en la siguiente página, en una postal, en un instante, aparece el fulgor de un recuerdo y sus palabras.

Con motivo de su centenario luctuoso, pero sin un propósito fijo, uno toma del estante el volumen de las obras de Oscar Wilde, lo hojea con curiosidad pero sin convicción porque nada busca, y hacia el final encuentra ese breve artículo: «La tumba de Keats».

El resto es el relámpago de la felicidad y la poesía. Uno vuelve a esa mañana fría de diciembre en la que se inclinó en la tumba cuyo epitafio dice, porque así lo quiso ese young english poet: «Here lies one whose name was writ in water», en el Antiguo Cementerio Protestante de Roma.

Dice Wilde, con justicia, que el cementerio es un lugar muy bello, sobrecogedor. Ahora es también un paraíso para las decenas de gatos que lo habitan, perezosos y felices, entre tanta ruina y tanta tumba. Keats lo sabía: A thing of beauty is a joy forever.