14 de septiembre de 2022

Navegantes

Álvaro de Marichalar le está dando la vuelta al mundo. Lo hace en la más pequeña y frágil embarcación posible: una moto acuática, Numancia, una de esas con las que se divierten los turistas a unos metros de las playas. Aunque lo siga un barco nodriza, que le da combustible y cobijo y lo que haga falta, lo suyo es una empresa temeraria que le llevará varios años. Zarpó en el 2019, y todavía estará un buen tiempo en los mares del mundo. En julio de este año estuvo en las costas mexicanas del golfo de México y el Caribe. Ha dicho: «Lo importante no es el tamaño de la embarcación, es el tamaño del sueño.» 

Han sido muchos los navegantes que han circunnavegado en muy diversas condiciones, algunas muy adversas, casi imposibles. Algunos lo han hecho en solitario. Santiago González, de treinta y cinco años, construyó (él solo) un velero, Jo ta ke (que en vasco quiere decir: «dale que te pego»), y zarpó de su pueblo, Hondarribia, Guipúzcoa, País Vasco, con su mujer, Mayi, de treinta y tres, y sus dos hijos, Urko y Zigor, de ocho y nueve. 

El objetivo no era un paseo cualquiera, sino darle la vuelta al mundo. Lo lograron, cumplieron su periplo y regresaron al puerto de partida diecisiete años después, cuando esos niños, ahora hombres, ya tienen problemas de alopecia y pronto serán calvos. La suya es una aventura digna de una película (han escrito un libro en el que cuentan su gran viaje). Santiago fue hombre rana y comerciante de licor, carpintero y soldador, mecánico, diseñador y constructor de barcos en diversos puertos. 

Les sucedió todo lo que puede suceder en el mar, tuvieron un incidente muy serio, una ola por poco los hunde, rompió el timón y el agua subió medio metro en la cabina, se salvaron de milagro; fueron atacados por abejas asesinas en Brasil, y por un cocodrilo, al que mataron a tiros y se comieron. En Panamá catorce tipos armados trataron de abordar su barco, y estuvieron a punto de caer en manos de piratas chinos que los perseguían entre Sumatra y Sri Lanka. 

En América, convivieron con pescadores, delincuentes, asesinos, narcotraficantes; en Guatemala construyeron una casa y se quedaron unos años; en Costa Rica, Santiago construyó un segundo barco, con el que completaron su viaje increíble.

Aunque buenos marinos hay en todas partes, en muchísimas naciones, España y Portugal son países de enormes navegantes, autores de hazañas inconmensurables, como la de los hermanos Pinzón y las tripulaciones que acompañaron a Colón en sus viajes. 

Otras naciones también han destacado por su vocación marinera, su gusto por el mar, al que unen, en perfecto acuerdo, la aventura, el descubrimiento, el desarrollo científico, la conquista, la piratería y el colonialismo. De todo esto saben mucho en Inglaterra, Francia y los Países Bajos.

Quizá la más grande hazaña, de la que hace una semana se cumplieron cinco siglos (escribo en septiembre de 2022) fue la de Magallanes (portugués, nacionalizado español), que no pudo concluir el viaje, pero sí lo logró Juan Sebastián Elcano, que fue el primer navegante en dar la vuelta al mundo. Se dice fácil, pero sólo volvió con diecisiete hombres a bordo, después de navegar tres años y catorce días y recorrer 37,753 millas náuticas (69.918 kilómetros) con la nao Victoria.  

Encuentro una vocación marinera, una atracción irresistible hacia el mar entre españoles y portugueses. Una necesidad de hacerse a la mar, las razones y motivos son lo de menos. Debe de haber otros muchos ejemplos de navegaciones dignas de ser contadas, escritas y recordadas. En México, con miles de kilómetros de costas miramos tierra adentro, le damos la espalda al mar. No heredamos esa pasión, nuestro ethos es distinto.

No me sorprende que Álvaro de Marichalar, el intrépido aventurero que ahora mismo le está dando la vuelta al mundo en una motoneta acuática, sea español. Ahora que lo pienso, para emprender esa aventura, como las otras, también hace falta un poco de vesania, que se alimenta de leyendas y fantasías, sueños y quimeras que provienen, quizá, del fondo de los mares y los océanos.

12 de septiembre de 2022

Javier Marías y su máquina de escribir

Javier Marías decía, casi como un lamento, en un artículo de abril de 2017: 

«Cuando esto escribo, hace sólo cuatro días que terminé una nueva novela. 576 páginas de mi vieja máquina Olympia Carrera de Luxe, la cual, me temo, está a punto de fenecer tras el tute a que la he sometido (cada página tecleada tres veces como media). Empieza a fallar, y si no consigo reponerla dejaré de escribir, supongo: a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para pasar a un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma sobre cada versión de cada página. Con ese ya arcaico instrumento saco también adelante estas piezas dominicales, que sufren parecido proceso de revisión y enmiendas. Agradezco a mis empleadores que me permitan seguir entregando un producto que les da más tarea de la habitual. Seguro que si fuera un joven meritorio me mandarían a paseo y me dirían: “Niño, consíguete un ordenador. ¿Qué te crees, que aún vivimos en el siglo XX?”»

La novela a la que se refiere es Berta Isla, y su vieja Olympia todavía le permitió escribir en ella (con ella) muchos artículos, cartas, ensayos y otra novela, la decimocuarta y última: Tomás Nevinson. Con la muerte de Marías se cierra un capítulo de la novela española, una manera de novelar, incluso una manera de escribir. 

Son muy pocos los novelistas que en el tercer decenio del siglo XXI siguen escribiendo en ese prodigio que fue la máquina de escribir. Tal vez es el último novelista, autor de una obra ingente, que lo hizo. Tendríamos que buscar con mucha atención y paciencia para encontrar a otros perseverantes. Los que encontráramos (Cormac McCarthy vive, pero no sé si siga escribiendo en su Olivetti) tendrán que ser autores mayores, dueños de su oficio y expertos en su instrumento antes de la irrupción de las computadoras, hacia 1990, por fijar una fecha no del todo arbitraria.

Javier Marías tenía entonces cerca de cuarenta años, y al menos veinte de teclear en una máquina de escribir. No pudo o no supo dar el salto tecnológico, pero también podríamos decir: no quiso que cambiara su escritura. 

Otros novelistas se incorporaron a la informática, y con ayuda o sin ella escriben en computadora. Lo cual parece muy sensato. Lo hicieron tantos, y la devastación natural del tiempo en esas generaciones nos ha dejado con unos cuantos de aquellos persistentes héroes de la máquina de escribir. No faltará quien les llame analfabetos digitales, anacrónicos y contumaces.

Tal vez esos novelistas que persistieron, y los pocos que aún lo hagan, saben que el instrumento determina la escritura. Escribir con un lápiz en una hoja suelta no es lo mismo que con una pluma en un cuaderno. El pensamiento y la mano no trabajan igual con un bolígrafo que con una estilográfica. 

Sí, el instrumento determina la escritura, su estructura y sintaxis. Escribir a mano o a máquina de escribir, que tampoco es lo mismo, obliga a pensar oraciones completas, al menos su estructura antes de fijarla al dibujar o escribir sus palabras. En una computadora se puede iniciar una oración por el final. El instrumento, sí, determina una escritura; a veces, incluso, sus palabras, su ritmo, sus hallazgos, su verdad.

Tal vez Javier Marías haya sido el último; estaríamos, entonces, con su partida, ante el fin de una forma de concebir y hacer literatura. La escritura de Marías, tan singular, plena de meandros, digresiones, de búsqueda de las posibilidades implícitas de cada palabra y cada oración, que cultivó intacta hasta el final, estoy convencido, hubiera cambiado, hubiera terminado por ser otra, si hubiera abandonado su único instrumento posible, su máquina de escribir, su insustituible Olympia Carrera de Luxe.

10 de septiembre de 2022

Sin maquillaje

Cuando una mujer se maquilla entra en comunión con ella misma. Busca, en complicidad con el espejo, la revelación de lo mejor de sí, su esplendor. Maquillarse, para ellas, es una ceremonia, un encuentro con su belleza en un juego que oculta y corrige, resalta y remarca, que da vida y color. 

Puede ser un acto muy serio, un momento solemne, un ejercicio necesario y obligatorio, un deber social o personal, pero también un entretenimiento o una diversión, y casi nunca un acto frívolo o baladí.

Su rostro, del que conocen todos sus atributos, los rasgos afortunados, admirados y notables, así como los puntos débiles y los defectos, se somete a los ungüentos y afeites para alcanzar el equilibrio de las luces y la sombras a través de la magia de los cosméticos. 

Algunas mujeres se convierten en maestras absolutas en el arte de dar relieve a su belleza; otras lo aprenden tarde, mal o nunca, pero muy pocas se quedarán al margen. Apenas unas cuantas resisten a la promesa de unos labios carnosos, deseables, misteriosos, intensos, irresistibles y dulces que ofrece el pintalabios o bilé, lápiz de labios, rouge o lipstick, que de tantas formas, entre otras, llaman a la proverbial barrita.

Una mujer se busca a sí misma ante el espejo, muestra lo mejor de sí misma bajo el maquillaje. Una vez, con su mejor rostro, nunca más verdadero, nunca más impostor, ya puede darle la cara al mundo. 

Mirar a una mujer en el proceso de transformarse a sí misma con el prodigio del maquillaje, algo tiene de hallazgo cósmico, de secreto revelado, de develación de una verdad. El rito puede celebrarse a cualquier hora, casi en cualquier lugar, en cualquier momento: en la intimidad de una alcoba, en el cuarto de baño, ante un mueble para ello diseñado (las bisabuelas lo llamaban coqueta) o frente al espejo retrovisor del coche detenido por un semáforo.

Es un arte, técnica y ciencia muy antiguo, ya lo cultivaban con soltura en el Egipto antiguo, y es muy probable que no desaparezca, al menos no del todo, en el profundo cisma que protagonizan las mujeres de hoy, que exigen y protagonizan cambios muy profundos en su manera de estar y vincularse con ellas mismas, los varones y la sociedad. Sin embargo, ha sucedido algo interesante.

Algunas mujeres suelen prescindir casi del todo del maquillaje, pero tal vez no siempre, en todo momento y lugar, pero Melisa Raouf, una chica inglesa, universitaria, de veinte años, ha decidido no usar maquillaje mientras aspira al título de miss Inglaterra.

Melisa Raouf ha decidido concursar sin maquillaje, lo cual no sé si sea una estrategia que le dará el título o será su perdición. Por lo pronto, ha llamado la atención de los medios y otros sectores. Las jóvenes que concursan suelen aparecer tan sobremaquilladas, que el concurso ya considera una aparición ante los jueces sin maquillaje (Bare Face), para verles su verdadero rostro al menos una vez.

Pero Melisa lo hace a lo largo de todo el concurso, que está en semifinales y terminará en octubre (escribo este apunte en septiembre de 2022). Si bien se maquilla desde hace años, algo sucedió en ese encuentro con ella misma, con su belleza. Dice Melisa sobre sus razones:

«Muchas chicas usan maquillaje porque se sienten presionadas para hacerlo. Si uno es feliz en su propia piel, no deberíamos obligarnos a cubrirnos la cara con maquillaje. Nuestros defectos nos hacen quienes somos y eso es lo que hace que cada individuo sea único. Nunca sentí que cumpliera con los estándares de belleza. Recientemente acepté que soy hermosa en mi propia piel y es por eso que decidí competir sin maquillaje.»

Melisa aspira a ganar un título de reina de belleza «mostrando sus imperfecciones». Es probable que este sea un paso adelante en los muy cuestionables concursos de belleza, pero también pudiera ser un golpe devastador. ¿Por qué necesita una estudiante universitaria aspirar a miss Inglaterra? Tal vez no conozcamos la respuesta correcta, pero tal vez sea necesario para mandar un mensaje poderoso. 

Nadie podrá decir que esta chica de ojos azules y gran sonrisa es una rubia tonta. Todo lo contrario. Ya tiene un lugar en la agenda feminista que tal vez no esperaba, y en una de esas resulta que, además, se convierte en Miss England, con su rostro al natural.