20 de febrero de 2011

El coronel y su mujer

No sé si el Quijote que yo veo y percibo es exactamente igual al tuyo, ni si uno y otro ajustan del todo dentro del Quijote que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes. De aquí que cada ente literario esté condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad, escribió Alfonso Reyes en “Apolo o de la literatura” (ensayo de mil novecientos cuarenta), mucho antes que egregios profesores franceses descubrieran que todos leemos de distinta manera. 

Ahora yo me demuestro, gracias también a Heráclito, que no es posible leer dos veces el mismo texto: la escritura permanece, el lector cambia y no cesa de cambiar. El poema de anoche, palabra a palabra, ya no me dice lo mismo. Ya no soy el que fui ayer.

Desde que leí por primera vez El coronel no tiene quien le escriba, su contundencia e intensidad me parecieron el modelo de cierta literatura que me gusta mucho desde mi primera juventud. He vuelto a leer esa novela tres o cuatro veces a lo largo de los años, y si bien es cierto que en cada lectura pareciera que la trama ha cambiado un poco con respecto al recuerdo que tenía de ella, y que pareciera que destaca algún detalle antes inadvertido que enriquece un personaje, ahora leo y encuentro otro libro. García Márquez cuenta una historia que yo no había visto. 

Es cierto que durante cincuenta y seis años el coronel no hizo otra cosa que esperar, como muchos años esperó el coronel Nicolás Márquez, abuelo del escritor, una carta que confirmara su grado y sus servicios para poder cobrar una pensión; que allí están las guerras civiles, la dictadura, el coronel Aureliano Buendía y Macondo, el trabajo político y clandestino, la geografía, la lluvia, la vida del pueblo, el servicio del correo, el gallo y los gallos, las peleas, la ilusión de la lotería de las apuestas, los otros personajes, la amabilidad del médico, el compadre rico y miserable, los amigos de Agustín, el hijo muerto del coronel.

Allí están la necesidad y la dignidad del coronel, su bondad, su ingenuidad, su timidez, su miseria y sus sueños, su espera contumaz que supera cualquier plazo razonable. Todo eso está en su lugar, pero ahora he visto a la esposa, esa “mujer” a la que el asma no ha minado su entereza, su fortaleza, su carácter. Ella es mucho más fuerte que el coronel. Ella es lúcida y tiene los pies en la tierra; él es ingenuo y débil.

Esta novela corta, ejemplar y admirable, es la historia de la relación, dulce y áspera, conyugal, del coronel con su mujer. La ternura y el altruismo, el destino común que acerca pero no funde dos vidas, la lucha paso a paso, día tras día, la rivalidad y la costumbre, el pasado común, el hijo muerto, el hambre compartida, el compañerismo cotidiano.

La novela empieza cuando el coronel le da a su mujer una taza de café preparado con la última cucharadita del polvo que quedaba en el tarro, y termina con la rebeldía del coronel, con una explosión de cólera con su mujer. Esa relación conyugal, sus discusiones y desacuerdos, es la novela. 

Mientras transcurre ese matrimonio, pasa la vida: viven el duelo del hijo muerto, se mueren de hambre, riñen. Ella soporta estoica su sino, pragmática, piensa en el futuro y quiere que su marido entre en razón; el coronel sueña despierto que su gallo ganará una pelea y espera, espera a lo largo de los años, una carta que nunca llega.

19 de febrero de 2011

Galileo y el arte

Cuentan las crónicas que Galileo, crítico de arte en sus ratos libres, dijo ante una estatua de mármol:

−Sí, es bellísima. Su realización es notable y su composición, perfecta. Pareciera que tiene movimiento y se me antoja tan graciosa y leve que podría pensarse que en cualquier momento levantará el vuelo. Pero tiene un punto de apoyo y sin embargo... no se mueve.

14 de febrero de 2011

Belleza americana

Con American Beauty, película que hurga con saña en el rincón más oscuro del American Way of Life, la máquina de los sueños y las ilusiones ha despertado de una pesadilla con nombre de rosa, la misma que rodea el jardín de esta singular familia de los suburbios de cualquier ciudad de los Estados Unidos, como también es una rosa el fetiche sexual de ese frustrado y desdichado que busca en su podredumbre una salida. ¿De verdad son así los estadounidenses?

Los tópicos y los lugares comunes, los epítetos cien veces repetidos acaban por ocultar la realidad, por deformarla para constituirse en la verdadera máscara, en el rostro que deseamos ver. Es muy simplista pensarlos siempre los más degenerados, enfermos y sucios, campeones sin rival del engaño y las apariencias, con su fascinación por las armas y su sexualidad siempre en problemas por decir lo menos.

Pero aun ahí, asoma el amor y para alguien salta la belleza en la metafísica del vuelo de una bolsa de plástico. Este filme de Sam Mendes, británico de origen portugués, ya es un clásico, amargo y duro, pero un clásico al fin de cierta cinematografía que seguramente será un referente, con lo que dice y lo que deforma, lo que muestra y lo que oculta, con lo que revela y distorsiona, de fines del siglo XX.

12 de febrero de 2011

El último vuelo

Antoine de Saint-Exupéry cuenta, en un pequeño libro, admirable e intenso, las proezas de aquellos impertérritos pilotos que cruzaban la noche oscura de la pampa en unos aviones de una fragilidad inverosímil en los años veinte del siglo pasado, estimulados en su valor y arrojo por un sentido imperturbable del deber, azuzado a su vez por la figura severa de Rivière, el jefe, que hace evidente con su liderazgo y autoridad, como dice André Gide, una verdad paradójica de una importancia psicológica considerable: el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber.

El lector de Vuelo nocturno tiene acceso a una de las imágenes más puras de la soledad, la de un piloto en su cabina, acompañado apenas por el rugido del motor de su avión que cruza la noche, atento a la voz del radio que como un faro le abre camino entre las nubes. Saint-Exupéry sabía bien de lo que escribía, piloto él mismo, conoció la sensación sin límite de libertad y las tribulaciones de la vida de los pilotos, sin excluir los contratiempos, las averías y un accidente que bien pudo ser mortal.

Pero el valor no intimida al destino y la desaparición del piloto Fabien en Vuelo nocturno sería al fin una crónica literaria por adelantado de la propia desaparición de Saint-Exupéry, no exenta de heroísmo y una dosis literaria de romanticismo y aventura, en un vuelo de reconocimiento de Córcega a Francia durante la segunda Guerra Mundial, al parecer abatido por Focke-Wulfe alemán.

Nunca más se supo de él. Durante años se escribieron y publicaron testimonios, biografías y versiones sobre su misterioso fin. Luego, las crónicas de los periódicos, tras más de medio siglo de un silencio fértil a la especulación y la leyenda, dijeron que habían encontrado en la bahía de Marsella restos de su avión y aun objetos personales.

Es posible que así sea, pero ahora que he vuelto a esas páginas, pienso que me gustaría que esas noticias fueran falsas, quiero creer que Saint-Exupéry no cayó al Mediterráneo, sino que aquella mañana del 31 de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro emprendió su último vuelo, tal como lo saben todos los niños y los hombres que son niños cuando leen El Principito, al asteroide B-612 en un viaje sin retorno.