30 de julio de 2022

Pregunta para un guionista

La realidad ha sido una estupenda fuente de historias para los autores de guiones, cuentos y novelas, en particular para los que gozan de una excitada imaginación. Bonnie y Clyde fueron personajes históricos, estuvieron en este mundo, su leyenda pervive desde hace casi noventa años, en buena medida gracias al cine, y han sido vistos como los «Romeo y Julieta que huyen por la carretera».

Y pareciera que los hechos, entre menos verosímiles y menos probables, suceden, sobre todo, si no se demuestra lo contrario, en los Estados Unidos. Todo lo que pasa allí se convierte en noticia, tendencia o materia viva para alimentar, al menos por unas horas, al monstruo mediático del espectáculo que, pareciera, no duerme nunca.

Vicky White, de 56 años, de mejillas rubicundas y cabello descuidado, mal cortado y peor teñido, era una funcionaria del sistema de prisiones (estuve a punto de escribir carcelera) de un centro penitenciario de Alabama que un día antes de su jubilación hizo algo en verdad inesperado.

Se fugó de una cárcel con Casey White, de 38 años, un interno (estuve a punto de escribir reo) acusado de dos asesinatos, de haber intentado hace años matar a su novia y a su perro. Confeso, White alegaba demencia; su valoración estaba en proceso, y Vicky White (mismo apellido, pero su vínculo no era familiar) lo sacó de la prisión para llevarlo al doctor, sin las condiciones mínimas de seguridad y violando la normativa del traslado de prisioneros.

Otros reclusos han dado testimonio inequívoco de que Vicky y Casey tenían una relación «especial», que en inglés podría decir mucho pero no necesariamente una relación amorosa.

Vicky abrió una puerta a la calle y Casey salió con su uniforme de preso tras ella, subieron a un coche y… huyeron. Vicky no le permitió escapar, no lo ayudó a que se fuera, no le dio los medios para que consiguiera su libertad a cualquier precio: se fue con él. Luego, todo es oscuro, todo probable e incierto (es ahí donde tendrá que trabajar duro el guionista) para imaginar lo que sucedió en esos diez días que estuvieron prófugos.

La policía pensó que él la había amenazado, extorsionado o secuestrado; lo podían creer que Vicky, reconocida como funcionaria modelo más de una vez, con veinticinco años de servicio, se fugara con un criminal el día de su jubilación. Hacía un mes Vicky había vendido su casa: sabía, entonces, que ya no la necesitaría. Los alguaciles ofrecieron diez mil dólares de recompensa por información que condujera a la captura de esa pareja imposible.

Durante los diez días de su huida cambiaron de coche y viajaron más de trescientos kilómetros, llegaron a Indiana. Fueron identificados, se inició una persecución (ya ven cómo se parece la realidad a las películas) de la que no pudieron escapar. Bonnie y Clyde fueron cosidos a tiros (hay fotografías); Vicky y Casey, que iban armados, volcaron su coche, chocaron y fueron detenidos. Vicky, herida, tuvo tiempo, al parecer, de dispararse a sí misma. Murió unas horas después en un hospital. Casey fue capturado y volvió a prisión; es muy improbable que vuelva a salir a las calles.

Supongo que el guionista tendrá casi armada su historia (relación especial, la salida de la cárcel, la huida por carreteras atentos al camino y la policía, el cambio de coche, intentar pasar inadvertidos), pero también muchos puntos ciegos que resolver. ¿Casey obligó a Vicky a delinquir y comportarse de una manera tan extraña? ¿Cómo? ¿Por qué?

La clave estaría en Vicky, pero  ya no puede dar testimonio. Entonces el guionista tendrá que aprovechar sus recursos, experiencia e imaginación. Podría, quizá, pensar en una historia de amor, en un enamoramiento súbito de Vicky que la llevó a la locura. Claro que es poco verosímil, sobre todo en los tiempos el fin del amor romántico y el ascenso del poliamor.

Algo falta para completar la película. La realidad nos dio casi todos los sucesos y pasos de la trama, pero falta el móvil, el punto central, el corazón de la historia. Falta una explicación convincente para lo que se antoja, en verdad, inexplicable.

3 de julio de 2022

Ciudadana

Recuerdo la noche en que nació. Incluso muchos detalles, los preparativos y sucesos de horas antes de ese día. Podría hacer el relato preciso de la llegada al hospital, que era un desierto helado, y que en aquel piso de maternidad, mientras me vestía como médico para darle la bienvenida, todo giraba en torno al parto de esa niña.  

Es verdad, lo recuerdo, y me sorprendo porque cada día recuerdo menos y mi memoria a veces me deja en el abismo de la indefensión de la identidad y la conciencia. Puedo no recordar nombres y datos, números de teléfono que debían ser parte esencial de lo que debo recordar, y más me valdría que así fuera. Pero no siempre es así. Y sin embargo recuerdo aquellas horas previas, aquella noche.

Luego. El devenir de unos años. Y de pronto uno quiere enterarse de las etapas que hemos recorrido. No pretendo contarle a nadie el vértigo de la vida, sólo quiero compartir mi asombro. Aquella niña que nació ayer, o casi, ya es ciudadana. Y luego de su cumpleaños fue corriendo por su credencial del Instituto Nacional Electoral.  

Yo, profundamente orgulloso, no lo puedo creer. Sigo sin poder sacudirme el asombro. Que alguien me explique cómo es que ya pasaron dieciocho años. 

Le digo que me parece que acaba de nacer. Entonces ella me muestra, con una extraña mezcla de orgullo y burla, mofándose de mí, su credencial que certifica, a toda ley, con plenos derechos, que ya una ciudadana, y que cada día va dejando atrás la niña que fue.

Entonces recuerdo, no sé por qué, los versos de Jorge Manrique: «cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando».

Serrat, sus personajes y la canción

Hace muchos años, en un concierto en Ciudad de México, Joan Manuel Serrat dijo —le gusta contarle cuentos a su público, quizá tanto como cantar para él— que ya no cantaba la canción de «Señora», que había sido excesiva, que los tiempos han cambiado y, sobre todo, que se llevaba muy bien con su señora suegra. Vale.

El 19 de mayo de 2022, en el Auditorio Nacional de Ciudad de México, en el que fue anunciado como su último concierto en México, como una estación más de su larga gira mundial de despedida, no sólo volvió a cantar "Señora", sino que dio una larga explicación que podría ser considerada una justificación.

Serrat, cantor, poeta y viejo lobo de mar (nació en el Mediterráneo), nos contó un lindo cuento, y reveló lo que entiende por canción. 

Dijo que se hizo viejo, que se le cayó el pelo, que tiene destrozadas las rodillas, pero ella, el personaje, la señora, seguía siendo a sus cuarenta y tantos, una mujer atractiva, de piel lozana. Admitió que nunca supo su nombre, para él siempre fue simplemente «señora», la suegra, y que buscó el mejor trato, las mejores condiciones posibles. Nunca es tarde. 

Y extendió ese trato a sus otros personajes, y aclaró que estaban en dos planos distintos. La señora nunca existió fuera de la canción, como Penélope, y explicó que nunca se robó ni violó a una maniquí de cartón piedra. Yo no soy mis personajes, y sólo los conozco en las canciones era el mensaje. Y los personajes perduran, no cambian, siguen intactos. El viejo soy yo, decía. Es bueno saberlo.

Luego cargó duro y con razón contra la pobre definición de canción del Diccionario de la Lengua Española. No hace falta un doctorado en filología comparada para saber que tenemos el peor diccionario oficial de las lenguas indoeuropeas, pero pareciera que existe una conspiración desde la Real Academia Española y la pomposa y muy inoperante Asociación de Academias de la Lengua Española para mantener esa condición a cualquier precio, cueste lo que cueste, caiga quien caiga.

El viejo poeta lamentó la real definición, y dijo que los señores académicos se quedaron cortos (sí, se quedó corto: es un caballero). Vamos, que no saben lo que es una canción. Pero por fortuna nos iluminó el camino: una canción es la unión indisoluble, entre la letra y la música, algo irreversible, como el café con leche una vez que se han mezclado. Imposible volver atrás. Una vez que las palabras encuentran su melodía, sus armonías, su música, surge la canción que encuentra su repositorio en el alma, que es el mejor lugar para guardar las canciones, y donde atesoramos esas que nos mueven y conmueven y cantan nuestras vidas.

Una vez que una canción se incrusta en el alma, como ese indisoluble café con leche, ya es parte de la vida. No hay manera de desecharla ni olvidarla. Podemos no frecuentarla, pero volverá para darnos y hacernos sentir todo lo que a veces pretendemos olvidar.

Lo que dice Serrat es cierto. Cuando una canción llega al alma es nuestra (o somos suyos) para siempre. Cada uno (o su inconsciente) elige su maná y su veneno. Pero esa lista, siempre finita, nunca cerrada, siempre acotada, bien puede ser vista como una cifra, una biografía musical: las canciones que nos mueven y conmueven. 

Dice bien Serrat, viejo lobo de mar: la fusión de letra (con frecuencia poesía en estado puro) y música es irreversible. Que alguien trate de deshacer, separar, descomponer o desestructurar algunas canciones y verá que si tararea la música pronto estará cantando, y que si dice las letras como si leyera el Código Civil pronto también estará cantando. 

Separarlas es misión imposible. Una vez que se celebran sus bodas, letra y música son inseparables, como en los matrimonios canónicos. Cómo desmembrar, digamos, por ofrecer un mínimo ramillete: «Mediterráneo», «Cantares», «La mujer que yo quiero», «Lucía», «Aquellas pequeñas cosas», «Mi niñez», «La paloma»,  «Nanas de la cebolla».

En su último concierto en la ciudad, el viejo poeta nos dio su arte y una lección. Nos enseñó lo que siempre intuimos pero nunca definimos. Nos reveló qué es una canción.