31 de enero de 2013

Una lección de poética



In memóriam Rubén Bonifaz Nuño

Lo conocí hace muchos años, hacia mil novecientos ochenta. Tenía su tertulia en una taquería del sur de la ciudad en la que celebraba la poesía y la amistad. Entonces ya me parecía un viejo. Con la soberbia de un poeta adolescente le mostré el soneto que yo acababa de escribir. Lo leyó, volvió a leerlo, se entretuvo en alguna imagen del segundo cuartero. Lo celebró y me sugirió que quitara una i griega. No lo hice, por supuesto.

Dejé de verlo, pero me acercaba a su poesía con frecuencia, a veces con desgana, otras con entusiasmo: todo es bueno si la llama de la vida lo enciende. Un día me sorprendió que le escribiera una colección de sonetos a una mujer del mundo del espectáculo que fingía ser actriz en pésimas telenovelas. Ella era guapa y el poeta, que nadie lo culpe, se había enamorado.

Conversé con él dos o tres veces más. Hablamos de los autores griegos y latinos que traducía pero yo hubiera querido hablarle de la actriz de sus amores. He vuelto a sus libros (nunca el tema es de por sí poesía) y descubro que en cada nueva lectura me dice más. Sus poemas me parecen más reposados, más sabios y profundos. Para el verdadero encuentro me faltaban años.

Hoy ha muerto y en medio de la barbarie debemos detenernos y abrevar de sus palabras: En medio del alba mira el poeta [...] y encuentra, en el dulce canto que forma, un modo inocente de estar contento y de hacer el bien a los que pasan.

La partida de un poeta es un hecho pleno de significados. Es necesario y urgente hacer algo como leer sus versos hasta el fondo de la noche, su poesía vital, su poesía amorosa, sus versos vitales y amorosos. Sí, y después de la lectura, apabullado o empapado en su palabras, tal vez realice un sacrificio, un acto noble y sensato de justicia poética en memoria de aquel primer encuentro, tan lejano en el tiempo y tan fresco en mi ánimo. 

Tal vez reconsidere mi decisión y me incline y quite para siempre una i griega que seguramente le sobra a un soneto casi perfecto y tan soberbio como adolescente. Tal vez descubra con humildad que no ha terminado la intensa lección del maestro.

6 de enero de 2013

Procrastinar y los propósitos de enmienda

El inicio de un año, el comienzo de un nuevo ciclo, es el tiempo propicio para hacer, después de profundas y largas reflexiones, una lista con toda suerte de promesas, propósitos y enmiendas como si al vencimiento de una fecha se agotaran por arte de magia las razones y condiciones de tantas cosas que quisiéramos acabar o mejorar en nuestras vidas. La voluntad de ser mejores es una constante que perdura implacable a través del tiempo en justa correspondencia con los sucesivos fracasos de otros tantos intentos.

Procrastinar (del latín: procrastinare: diferir, aplazar) es un verbo que no solemos conjugar pero cuyo significado conocemos bien porque lo ejecutamos, por omisión, a pesar de sus consecuencias, con asombroso rigor e impecable constancia. Los abuelos tenían el remedio en un refrán: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Las agendas y los calendarios, los programas y objetivos son antídotos para esa tendencia a posponer las acciones en una fuga al infinito.

Procrastinar, ya sea un pequeño asunto o posponer para mañana lo decisivo, la gran obra, el gran proyecto, el amor o la vida misma (mañana empezaré a vivir), es más que un defecto y un vicio. Procrastinar puede ser la expresión de una filosofía, de un estado superior del ánimo o la conciencia, de una posibilidad de la condición humana que pueden ser elevados, por espíritus virtuosos, al punto de la obra maestra, como una más de las bellas artes.  

Ellos saben que no es simple pereza ni falta de entusiasmo, sino un acto de honda rebeldía, una inmovilidad y desprecio metafísico por ciertos asuntos, una aceptación profunda del orden cósmico, una resignación a ciertas manifestaciones de un estado del mundo. Procrastinar puede ser una acción positiva y activa porque alguien así lo ha decidido o porque revela una sabiduría no exenta de poética y contradicciones debidas a la certeza inmutable de que el cambio trascendente, como a veces la vida, está en otra parte.

Para decirlo con Constantino Kavafis, quien comprendía que el sentido de su poesía se afirmó en la vida disoluta de su juventud y que por ello sus remordimientos no lo han detenido mucho tiempo, sabemos bien, aunque nos engañemos con los ojos abiertos y no nos resignemos a las constantes pruebas y la múltiples evidencias, que los propósitos de enmienda no duran más de dos semanas.