El papel es fino,
ahuesado, y no es difícil descifrar estas últimas palabras que tanto me dicen,
escritas con tinta azul y trazos rápidos: «Mi teléfono es 15.22.25. ¿Por qué no
me habla un día y viene a conocer la biblioteca que Díez-Canedo llamaba
‘Capilla Alfonsina’? Un alegre abrazo de año nuevo. Alfonso Reyes».
No
recuerdo cuando encontré esta carta, quizá entonces Alfonso Reyes había muerto unos
treinta años antes, y mi abuelo unos veinticinco. Desde ese día imagino el
encuentro, la conversación sobre libros y autores, las coincidencias y
complicidades, aunque es posible que se frecuentaran desde antes, el «querido y
frecuentado Gabriel Alfaro» da pie a suponer un trato respetuoso y un tanto distante
que se rompería con esa invitación.
Lo
que desde entonces me esfuerzo por imaginar es el primer instante de la fascinación,
el hechizo que la casa de Reyes ejerció sobre mi abuelo, porque entrar a una
casa diseñada y erigida para albergar una biblioteca en la que, luego, también
pudiera vivir su primer lector y su familia, no es del todo común.
Existen
casas —no tantas como quisiéramos los que no podríamos vivir sin la palabra
impresa— en las que los libros ocupan mucho espacio, en algunas la biblioteca
es el centro y sitio de la convivencia familiar, en otras uno podría pensar que
los volúmenes han tomado la casa —el tamaño de las habitaciones por grandes que
sean es irrelevante—y están dispuestos a expulsar a sus habitantes pues
pareciera que se reproducen y multiplican.
Pero
no me refiero a casas ordinarias con libros, la de Alfonso Reyes, la Capilla
Alfonsina, como la llamó con inspiración y justeza Enrique Díez-Canedo, fue construida
para buscar el conocimiento, fomentar la lectura, celebrar la escritura en un
espacio iluminado con el aire más transparente, en el que los libros y las
obras de arte, los objetos y los muebles están dispuestos para fomentar el
milagro de los versos serenos y la prosa lúcida de Alfonso Reyes.
Díez-Canedo
sabía que esa casa era una capilla en la que encontraba su sitio la antigua
Grecia, la literatura toda y la civilización. Ahí tenía su asiento el universo
entero de un sabio que había viajado por el mundo y lo comprendía porque lo
había cifrado en su escritura.
Ahí, entre esos muros con una gran vidriera, en
esos dos pisos con un volado en el que el escritorio ocupaba el lugar central y
presidía la asamblea y el diálogo de los hombres con los dioses, de los hombres
con ellos mismos, desde el punto que le ofrecía una vista imponente de su
biblioteca, Alfonso Reyes vivió y dio forma material a un mundo que es el
complemento perfecto de su universo paralelo de palabras contenido en los
veintisiete tomos de sus obras completas. Sí, Reyes también sabía que una
biblioteca puede ser el modelo a escala humana del universo.
Cuando
encontré esa carta de puño y letra de Alfonso Reyes, yo había visitado la
Capilla Alfonsina varias veces y no he dejado de hacerlo, atraído por el
espíritu imponente que la anima. No es difícil imaginar la vida y la grandeza
de un hombre que le dio forma y volumen. Visitar la casa de Alfonso Reyes es un
paseo, un gusto, una alegría, un ejercicio estimulante y acto de justicia
poética, e imaginó dónde se habrá sentado mi abuelo Gabriel a conversar con el señor de la casa y de las letras mexicanas.
La Capilla Alfonsina es, aunque abierta al público, un lugar secreto en la colonia Condesa de la Ciudad de México. Conservada como «capilla», es también un museo alfonsino, un centro de estudios literarios con actividades artísticas y culturales y una galería con la obra plástica que reunió Reyes a lo largo de su vida.
La Capilla Alfonsina acaba de ser reabierta con una nueva propuesta museográfica que ha considerado los fondos artísticos y documentales. Ha sido puesta al día, pero la arquitectura, los objetos, los muebles, los cuadros, las fotografías, los objetos, algunos libros, lejos de ser testigos mudos, hablan y dicen lo que no han cesado de decir desde hace más de medio siglo, tras la muerte de Alfonso Reyes en 1959.
Cuentan la vida de un hombre que quiso saberlo todo y explicarlo con una prosa que a cada punto y seguido parece un prodigio y cosa de encantamiento. Uno que nos enseñó que la literatura no sólo es ficción sino un atributo de la inteligencia que encuentra en la precisión, la limpidez y la claridad de pensamiento los mejores aliados del conocimiento, la belleza y la verdad.
No se le puede pedir más a un hombre ejemplar que nos abre su casa y su obra de par en par y nos reveló el sentido del arte y del mundo como no siempre lo habíamos visto.