12 de noviembre de 2010

Un místico en casa

Tengo un monje en casa, un aspirante a místico. Por supuesto, no nos comprendemos. Su vida goza de una levedad y unos privilegios que a mí me están vedados. Se interesa excesivamente por el pequeño mundo del jardín y sus habitantes, no le importan las noticias ni el periódico y suele dormirse a mi lado cuando vemos la televisión. Tengo la impresión de que le gusta la música, pero si no la escucha, no protesta ni se altera. La verdad es que se conforma con bastante poco, aunque juega con lo que no es suyo y su curiosidad me parece excesiva: no hay rincón de la casa en el que no meta los bigotes. Con un cuenco de leche y poco más le basta, y si bien creo que duerme demasiado, me digo que es parte de su vida espiritual, en la que la meditación y aun la contemplación budistas son confundidas con la pereza y el desdén a tantas cosas de este mundo. Sí, creo que goza de cierta iluminación, de una paz de espíritu, de un estar aquí y en otra parte que revela su estado de gracia. La prueba suprema, digo yo, es su ronroneo. ¿Qué otra cosa puede ser, si no un profundo mantra y una forma superior de contemplación, un gesto de amistad, una expresión de la sabiduría, un atributo de la felicidad?

9 de noviembre de 2010

La muchacha y la flor

Empiezo este relato. Yo busco, elijo y ordeno las palabras. Las escribo aquí, con un lápiz en esta hoja blanca, mis límites son los márgenes de la página. Soy el autor, escribo lo que quiero, mi libertad es soberana. Si pido un jarro de agua sobre una mesa, ya tengo en mi escritura una mesa y un jarro de agua. Entonces decido que también aparezcan un vaso y una manzana. Ahora digo que al fondo de la habitación hay una ventana que da a un parque por la que entra una luz muy clara. En una habitación casi desnuda tengo una mesa de madera, rectangular, no muy grande, una hoja de papel en la que escribo con un lápiz, dos sillas, un jarro de agua, un vaso, una manzana, una vista a un parque desde una ventana con una luz diurna muy clara.

Escribo que sin anunciarse una muchacha abre la puerta, entra en la habitación, irrumpe en mi relato. Lleva una flor blanca en la mano, una azucena a la que llama lili, y al tiempo que se sienta la posa en el centro de la mesa. Se sirve agua en el vaso, la bebe, muerde contenta la manzana. Se levanta y mira el parque frondoso desde la ventana. Conversa conmigo, mientras escribo estas palabras. Hablamos de ella, y también del agua fresca, de la luz muy clara, del parque y de su gusto por la manzana. Se sienta frente a mí y me cuenta su vida, sus secretos, que no quiero ni puedo divulgar aquí por no faltar a mi palabra. Poco a poco se bebió todo el jarro de agua. Conversamos toda la mañana.

De pronto, sin que yo lo escriba, la muchacha se levanta. Sin que yo lo decida, sin que yo lo quiera, sin decir hasta luego se va a ir de esta página. Sorprendido, no sé qué decirle para que no se vaya. La muchacha, con movimientos muy lentos, sale de la habitación, cierra la puerta y se marcha. Su partida me desconcierta, de pronto estoy triste, acongojado, en el límite de la página. Todo esto es muy extraño. En la mesa ha quedado una lili que no estaba en mi relato, una que no está hecha del polvo de los sueños ni de papel ni de palabras. La flor es de verdad, muy bella y muy blanca.