Tengo un monje en casa, un aspirante a místico. Por supuesto, no nos comprendemos. Su vida goza de una levedad y unos privilegios que a mí me están vedados. Se interesa excesivamente por el pequeño mundo del jardín y sus habitantes, no le importan las noticias ni el periódico y suele dormirse a mi lado cuando vemos la televisión. Tengo la impresión de que le gusta la música, pero si no la escucha, no protesta ni se altera. La verdad es que se conforma con bastante poco, aunque juega con lo que no es suyo y su curiosidad me parece excesiva: no hay rincón de la casa en el que no meta los bigotes. Con un cuenco de leche y poco más le basta, y si bien creo que duerme demasiado, me digo que es parte de su vida espiritual, en la que la meditación y aun la contemplación budistas son confundidas con la pereza y el desdén a tantas cosas de este mundo. Sí, creo que goza de cierta iluminación, de una paz de espíritu, de un estar aquí y en otra parte que revela su estado de gracia. La prueba suprema, digo yo, es su ronroneo. ¿Qué otra cosa puede ser, si no un profundo mantra y una forma superior de contemplación, un gesto de amistad, una expresión de la sabiduría, un atributo de la felicidad?
12 de noviembre de 2010
Un místico en casa
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