30 de octubre de 2009

Los caracoles, la tarde, la lluvia

Después de la lluvia, entre charcos y el frío y el olor a hierba, los caracoles aparecen, aquí y allá, cerca de la puerta, arrastrándose con una dificultad pasmosa que supongo ardua como una penitencia.

¡Qué bichos maravillosos! No sé de dónde vienen, ni adónde van, y eso no importa porque casi nadie en la vida sabe de dónde viene ni adónde va. Lo importante es la marcha, el camino, salir después de la lluvia.

Claro que los caracoles llevan su paraguas, tienda de campaña, su casa encima, lo cual no sé si es una ventaja, pues nada sé de zoología, de los moluscos y mucho menos de la helicicultura. Sólo me detengo a observarlos hasta que nuestros tiempos se rompen en dos dimensiones.

Un minuto de ellos es un día completo para mí. Los miro con la combinación perfecta de la paciencia necesaria propia de la investigación científica y el estupor del que no entiende nada y su asombro bien podría pasar por estulticia.

Pero yo no tengo nada de científico, miro y no entiendo nada, sólo veo caracoles condenados a arrastrarse en condiciones y ritmo literalmente infrahumano. ¡Qué forma más extraña!

Con las manos en las rodillas, la cabeza cerca del suelo, miro y miro y por más que me esfuerzo, muy pronto me distraigo, dejo de mirarlos o pienso en las camisas que no he recogido en la lavandería porque no ha pasado nada o casi nada: han avanzado unos cuantos centímetros hacia quién sabe dónde en muchísimo tiempo caracol.

Vuelvo a mirarlos, me concentro, y compruebo que han avanzado otro centímetro. Algo han conseguido. En cambio, yo sigo allí, así que me voy a mis asuntos, muy contento de haberlos encontrado, de haberlos acompañado un rato, muy atento, con la mirada fija.

Nada sé de ellos, pero sé bien, porque lo he visto otras veces, que pronto algunos serán pateados, pisoteados. Los estúpidos y los canallas son omnipresentes, incluso en las tardes después de la lluvia.

No sé si mis asuntos son más importantes que la marcha de los caracoles, pero haberlos encontrado me produce siempre una emoción, un arrebato de felicidad pura y casi gratuita que no se justifica ni obedece a razones que pueda compartir.

Luego, además, vuelve a mí un pensamiento recurrente: lo fantástico no está en otra galaxia ni en otro tiempo, tampoco en la sobrestimada imaginación ni bajo otras leyes físicas. Por supuesto, esto es algo que saben algunos poetas, como Valéry, y los caracoles.

La inmensa mayoría de los textos llamados fantásticos, la inmensa mayoría de las películas llamadas fantásticas y de ciencia ficción no resisten, palidecen y se desvanecen ante los ojos frescos que miran el mundo nuevo después de una tarde de lluvia, ante los caracoles que tímidamente aparecen en un estado poético puro, como si nada, como si vinieran de otro mundo.

Lo que he visto y lo que he pensado no puedo contarlo por ahí sin riesgo de parecer tonto. A nadie le interesa que vi caracoles cerca de mi puerta, que los encuentro francamente extraños y simpáticos y que iban no sé adónde, que encontrarlos me parece un milagro, lo mejor que me sucederá en toda la tarde, aunque algunos serán pisoteados, y que todo esto no puedo contarlo sin riesgo de parecer un tonto aunque lo sepan algunos poetas.

No puedo decirlo a nadie, me digo, nadie entenderá que fuiste brutalmente feliz esta tarde porque viste caracoles en marcha después de la lluvia. No puedo decirlo a nadie, insisto, entonces me despido, cierro la boca y todo aquello aquí lo escribo.

16 de octubre de 2009

Un ortopedista, el beisbol y la crucifixión

Me lastimé la muñeca de la mano derecha. Fue en un accidente casero. Pensé que mi caída no tendría consecuencias, pero no podía mover la mano sin sentir molestias y, en ciertas posiciones, dolores agudos. Dos días después pedí cita con un ortopedista.

Me recibió un hombre jovial, de inmaculada bata y zapatos blancos. Imaginé que tendría unos treinta y cinco años. Me hizo preguntas, me revisó con mucho tacto los dedos, la muñeca, el antebrazo. Durante toda la consulta no paró de hablar. Muy pronto me enteré que es sonorense, que estudió medicina en Guadalajara, que le gusta mucho el beisbol.

¿Usted juega beisbol? ¿Ha jugado beisbol alguna vez? Lesiones como la suya son comunes entre los peloteros. La pelota viene con una fuerza tremenda, rapidísima, y hay que pegarle duro, enfrentar esa fuerza con otra fuerza igual o mayor porque si no, se dobla la mano. Pegarle bien es muy difícil, hay que estar bien parado, muy atento, mirar al pitcher, fijarse bien en sus movimientos, uno tiene que saber cómo es el lanzamiento para pegarle bien porque la pelota viene girando, puede ser una curva, o una recta…

El beisbol lo tenía loco. ¡Lo que ese hombre daría por pegar un home run! ¡Lo que daría por estar en el home, con las gradas llenas de aficionados como él, con un bat entre las manos en el octavo inning de un juego importantísimo, esperando a que el pitcher le lanzara la pelota que lo llevaría a la gloria! ¡Con qué fuerza le pegaría! ¡La pondría fuera del estadio a una altura increíble!

Mi muñeca adolorida era el gran pretexto para que aquel hombre hablara y hablara de lo que más le gusta en el mundo. Vi su aislamiento y su desdicha en aquel cubículo aséptico, entre paredes blancas desnudas. Cómo le hubiera gustado que yo fuera un beisbolista y le hubiera dicho al llegar a su consultorio que el pitcher me lanzó una curva que venía cerrando muy extraño y entonces no pude pegarle bien pero sentí la fuerza del impacto en mi mano… Él hubiera comprendido de inmediato, esas pelotas que hacen giros extraños pueden provocar lesiones como la suya…

Pero estaba allí, en su cubículo, al que probablemente no había entrado otro paciente en toda la tarde, revisando la mano de un escritor que se cayó en su casa y jamás había jugado al beisbol.

—Usted tiene un desgarre incompleto de la cápsula articular o de los ligamentos, sin rotura, es decir, un esguince, debido a la torcedura violenta y traumática de una articulación.

De pronto, se puso dramático. Hizo una pausa, cambió el tono y me preguntó:

—¿Sabe usted cómo crucificaron a Jesús? —Me quedé helado. Era una pregunta retórica porque no esperaba mi respuesta.

—Los clavos con los que colgaban a los crucificados no los ponían en las palmas de las manos. La carne, los tejidos, se hubieran desgarrado por el peso y el crucificado hubiera terminado por caer al suelo. Los ponían en la muñeca, entre los huesos, aquí.

—¡Ay!

—¿Ya vio? Nomás imagínese. Tóquese usted, ahí, justo por ahí pasaban los clavos. Todos los cuadros que muestran a Cristo crucificado por las palmas están equivocados, es un error histórico y médico, lo tengo muy bien documentado.

Se hacía tarde. Apresuré mi partida, me despedí del doctor, le pague a su asistente y me fui del consultorio con impresiones contradictorias, una receta blanca, la instrucción de tomar unas pastillas y usar una muñequera dos semanas. Cuando llegué a la calle, tomé mi muñeca con la otra mano, aún me dolía, sí, pero de otra manera.

13 de octubre de 2009

Kafka y López Velarde: El arte de la soltería

Vislumbro una figura. Las coincidencias y semejanzas entre Franz Kafka y Ramón López Velarde. Es este un juego sin pretensiones, que sigue de lejos y tenuemente a Plutarco y sus vidas paralelas. Tenían muy poco en común, las diferencias son evidentes y en principio no podrían ser más opuestos: un checo, judío y prosista frente a un mexicano, ferviente católico y poeta.

Sin embargo, sus escritos tienen la fuerza y singularidad de las obras trascendentes, fueron contemporáneos, estudiaron derecho y murieron pronto de enfermedades de las vías respiratorias; sus obras los han sobrevivido y sus nombres son evocados como modelos culturales de ciertos nacionalismos.

Sí, pero esta noche pienso en ellos y en sus amores imposibles, en sus rotundamente complicadas, ambiguas y contradictorias relaciones con las mujeres. Kafka y López Velarde eran solteros profesionales: no paraban de hablar y de planear sus matrimonios, de buscar esposa, pero en cuanto podían daban un paso adelante y dos atrás.

Clientes asiduos de prostíbulos, se enamoraban de mujeres con las que no llegarían a ningún lado y que fueron destinatarias de una correspondencia enorme y magistral en el caso de Kafka (las Cartas a Milena y las Cartas a Felice son obras mayores), y de algunos de los mejores poemas (que exudan culpa y erotismo) de López Velarde.

Ambos se comprometieron y rompieron sus compromisos; ambos tuvieron su gran amor roto: Felice y Fuensanta (dos efes) tienen vida por sí mismas, perennes, y fueron tan importantes en las vidas de nuestros autores y su literatura que aún hoy hablamos de ellas y las reconocemos como personajes literarios. Son porque ellos las escribieron. ¿Tendrán equivalencias Felice Bauer y Margarita Quijano, o alguna otra?

Sí, los dos encarnaban una contradicción vital. Solteros profesionales, empeñados en casarse, hacían todo lo posible para no lograrlo, en una lucha consigo mismos en la que no estaban excluidos el infortunio y el azar. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas, escribió el poeta.

Kafka y López Velarde no se casaron y no fueron padres. No sé si tenga gracia imaginar a Kafka casado y con hijos (que muy probablemente hubieran muerto en un campo de concentración nazi o soviético), ocupado y preocupado por su condición de padre, o a López Velarde como ejemplar padre católico de sus hijas. Sería muy distinta la figura que de ellos tenemos, e incluso su obra sería distinta. Ellos serían otros para la imagen que la cultura literaria les ha asignado, y acaso sus obras las valoraríamos de otra manera.

Como padres de familia Kafka y López Velarde no son posibles ni en la imaginación. La especulación y aun el chiste de los primeros momentos se disolverían en un instante: ¿Hubiera escrito Kafka una carta al hijo?, ¿negaría López Velarde que el hijo que no tuvo es su verdadera obra maestra? Luego, nada quedaría. Ellos y su obra no serían los mismos.

Kafka y López Velarde, creo que para su fortuna, no fueron maridos ni padres porque no podían serlo. Tengo la impresión de que cada uno sabía que el arte consumado de conservarse soltero, a pesar de sí mismo, era una parte de su obra maestra, por decirlo a la manera del poeta, y en este juego de espejos y constelaciones, si así no hubiera sido, algo muy valioso, al menos para nosotros, se hubiera perdido.