La novela corta es un género que permite
rozar la perfección. La brevedad y la prosa contenida pueden generar tensión y
sutilezas muy estimulantes para la imaginación. Como una pequeña obra maestra Todas las mañanas del mundo es un modelo
porque sus páginas de impecable belleza sugieren y revelan mucho más de lo que
dicen. Pascal Quignard es uno de los escritores más solitarios y asilados de
nuestros días. Cada uno de sus libros, ¡y ha escrito tantos!, es raro, único e
irrepetible.
Esta joya, preciosa como una viola del
siglo XVII, es astuta, fina, sutil. Todo está ahí y todo
alcanza su lugar: la cruda o procaz fisiología, el sino intenso de un músico,
el señor de Sainte Colombe, a merced de los demonios de su arte, su maestría,
la melancolía y la nostalgia.
Historia de un duelo conyugal, una historia de
amor a su manera, a destiempo, es también la historia de la relación de un
hombre con el poder absoluto, de un maestro al que la fama lo perturba, un
padre que se afana en educar a sus niñas. La llegada de un joven llamado Marin
Marais en busca de un maestro a la casa de Sainte Colombe será la piedra de
toque del destino de éste y sus hijas.
Todo está ahí, el paso del tiempo, una
nueva ilusión, la búsqueda del alma de la música mucho más allá del dominio de
la técnica. Todas las mañanas del mundo
(la película del mismo nombre, de Alain Corneau, tiene su encanto) es una
novela para la memoria dotada de luz e inteligencia; un libro pleno de sabiduría
y palabras justas que evoca, con sutil sensibilidad e imaginación, el goce
único e inmenso, el consuelo inefable de la música.
31 de diciembre de 2012
Todas las mañanas del mundo
30 de diciembre de 2012
Caronte viaja en el metro
Menéndez “está acusada de cometer la peor pesadilla de todo usuario del metro: ser arrojado de repente y sin sentido a las vías de un tren que se aproxima", dijo el fiscal del distrito de Queens, Richard Brown.
Yo recuerdo con gozo los miles de kilómetros que viajé en el metro mientras leía ávidamente sentado o de pie. Gracias a Julio Cortázar, en particular a la novela El perseguidor (Johnny Carter perdió un saxofón en el metro de París) y “Manuscrito hallado en un bolsillo”, cuento magistral de cuyo efecto devastador, tantos años después, no he podido reponerme, aprendí que el metro es mucho más que un medio de transporte, y que el juego de trenes y estaciones, correspondencias, escaleras que suben y bajan a profundidades considerables pueden ser esencialmente literarios.
La fecunda imaginación
Milan Kundera ha imaginado en el
argumento de una de sus novelas una circunstancia y un personaje que son
conocidos incluso por muchas personas que jamás leerán sus libros. La despedida (escrita en checo y
publicada en 1972, también ha sido traducida como El vals del adiós), se desarrolla en un balnearia al que acuden
mujeres que no pueden tener hijos.
El doctor Skreta, responsable del tratamiento
para la fertilidad de esas mujeres, sabe que “es muy difícil obligar a la gente
a tener en cuenta los intereses de sus descendientes durante el acto sexual” y está convencido de que “el hombre no puede
seguir mezclando permanentemente el amor y la reproducción” y le interesa la “forma
de practicar la reproducción sin amor”. Ante esa situación no encontró mejor
remedio que fecundar a sus pacientes con su propio semen.
Con el riesgo de desprestigiar a los
novelistas, su oficio y su fecunda imaginación, se podría pensar que la necia realidad se empeña en
contradecirlos y nos muestra que tal vez sean atentos observadores pero aportan
poco, muy poco a la relación de sucesos de este mundo.
Por su parte, el azar a
veces urde tan bien sus hilos que la realidad pareciera una suma de
coincidencias y hechos que guardan una estrecha relación. Acostumbrado a ellos,
sólo les presto atención cuando llegan a mí sin buscarlos y con frecuencia ni
siquiera tengo noticia de su existencia.
Fue condenado a cinco años de prisión, se le retiró su licencia para ejercer la medicina y se le concedió el Premio Ig Nobel de Biología en 1992, una burla y modelo de desprestigio por la vileza, bajeza o mezquindad y que debe su nombre a la palabra “ignoble” (innoble) y el apellido “Nobel”. Incluso se filmó una película para la televisión con el caso: The Babymaker: The Dr. Cecil Jacobson Story, también llamada Seeds of Deception, dirigida por Arlene Sanford en 1994.
Nunca se sabrá con certeza el número de hijos que engendró y es probable que su mujer supiera sus fechorías o al menos sospechara de ellas pues destruyó los archivos de la clínica.
Si Milan Kundera en el ejercicio de su oficio hubiera imaginado sin la ayuda de la historia las fechorías de Wiesner y Jacobson, y es muy probable que así fuera, sólo se habrá demostrado, otra vez, además de que las mujeres pueden ser fértiles ante ciertos tratamientos (hay más maridos estériles de lo que se piensa), una verdad que no por sabida deja de sorprender: la naturaleza se empeña en imitar al arte y la realidad suele ser hija de la novela.
29 de diciembre de 2012
El tiempo y su escritura
Es necesario escribir rápido, con prisa,
con urgencia. Asir el instante al vuelo y con él la vida. En esta sentencia no
hay tiempo para la maduración, el pensamiento, la selección de las
palabras. Esta escritura no puede ser de otra manera, la lentitud no la haría
mejor. La escritura reposada perdería el instante. Es necesario decirlo todo en
un momento.
No hay tiempo que perder porque se pierde solo, se fuga. El tiempo
se escapa en espirales, en volutas, no se sabe si va o viene, o si es circular porque
a veces pareciera que vuelve. No, se va. El tiempo huye, la escritura queda, es
necesario escribir la escritura de lo que se fuga en este instante. Escribo
deprisa, no hay palabra que perder, hay que contarlo todo, mirar lo que pasa, admirarse de lo que queda. Es urgente
abrir los ojos y en un parpadeo comprenderlo todo, vivirlo en un instante.
Escribo mi asombro. Todo sucede y pasa. Hay que decir que todo está en movimiento, la
luz y la temperatura cambian. Se ha marchado el gato que hace un minuto estaba
en el sillón. Se rompe el silencio, el precario equilibrio. El mundo cambia;
también la gente cambia. El segundero vuela, el minutero corre. Escribo de
prisa, la arena del reloj se agota. ¡Tiempo! Hasta aquí llega esta escritura.
4 de diciembre de 2012
El punto final
El oficio de escritor ofrece la posibilidad de una trayectoria tan larga como la vida misma, con frecuencia hasta el fin de los días del autor. Es posible escribir bajo condiciones adversas, en los sitios más inesperados, en el encierro y en el exilio, de día y de noche, con lluvia o sol.
Nada impide por sí mismo que alguien escriba salvo la ignorancia totalitaria del censor. Algunos, muy enfermos o venerablemente ancianos han dictado sus últimas obras (a juzgar por los ejemplos de algunos de los más grandes, la ceguera no es un obstáculo para la poesía). Tampoco nada obliga a un retiro, a una dimisión.
Aunque no se haya escrito ni publicado en mucho tiempo, aunque pareciera que el silencio y la desidia o el desgano se han impuesto siempre es posible el zarpazo inesperado y postrero de un poema, un ensayo o una novela. Mientras no se pierda lo que Cortázar llamó la fascinación de las palabras, mientras bulla la imaginación, y el estímulo del mundo y de la vida misma continúen animando el pensamiento, un escritor seguirá activo.
La condición de escritor está en la mirada, en el acto incesante de develar e interpretar el mundo y está en lo suyo aunque no escriba ni una palabra. No es necesario siquiera que tenga algo trascendente que decir, basta la voluntad de escribir, el goce y el deseo de hacerlo o la severa obligación impuesta por el cumplimiento irrestricto de un deber. El ejercicio del oficio tiene razones y secretos no del todo claros ni conocidos. El don de la escritura misma tiene algo de misterio.
Enrique Vila-Matas ha dedicado un libro, Bartleby y compañía, para comprender a los que de pronto dejan de escribir, a veces sin motivo evidente, y ha reunido una colección de historias y casos en su búsqueda de las razones de esa extraña conducta.
La sección mexicana de los bartlebys, ese club mundial de los que renuncian por siempre a la escritura, está presidida por un escritor portentoso, tal vez el mejor de los nuestros. Juan Rulfo imaginó un par de libros definitivos, inagotables, de una profundidad sin fin, dos obras maestras; las realizó y luego a otra cosa. De la palabra iluminada al silencio.
Tal vez un escritor así, después de alcanzar la cumbre, con clarividencia y sabiduría pretenda evitarse los sinsabores de la innoble tarea de superarse a sí mismo, esquivar el abismo de la repetición, la condescendiente conmiseración de críticos y lectores, el amargo vértigo de la acechante decadencia.
Carlos Fuentes murió a los ochenta y tres años con un libro más en proceso y estoy seguro de que no le hubiera disgustado caer fulminado sobre su máquina de escribir.
Escribir libros, en particular novelas muy extensas, exige una dedicación con voluntad inquebrantable que puede ser agotadora. El dominio de un oficio, aun la maestría absoluta, no garantiza que habrá un libro más y tampoco que el siguiente será tan bueno como el mejor que ese autor haya escrito.
Pareciera que cada libro tiene su sino y que el ejercicio del don de la escritura tiene algo de azaroso y novelesco. Sería estupendo dejar de escribir a tiempo, pero casi siempre el silencio viene por otras razones.
Tal vez por eso, a pesar de lo dicho, no sorprende que un escritor con muchos años encima dejé de escribir sino que anuncie su retiro y que esa proclama de jubilación voluntaria tenga en la prensa un carácter semioficial de muerte cívica con declaraciones, lamentos, despedidas solemnes, obituarios literarios y valoraciones y juicios que se pretenden definitivos.
Philip Roth e Imre Kertész se han despedido de la escritura. Roth, a los setenta y nueve años, con una bibliografía de más de treinta títulos, casi todos novelas, se despidió así: «No quiero leer ni escribir más. He dedicado mi vida a la novela: he estudiado, he enseñado y he leído. He dejado fuera casi todo lo demás. Ya basta. Ya no siento ese fanatismo por escribir que sentía antes.»
Roth, modelo de escritor profesional, de esos que escriben con disciplina ejemplar para publicar un libro al año, se ha cansado. Lavorare stanca (Trabajar cansa), es el título de un libro de poemas de Cesare Pavese. Los poetas saben lo que dicen.
Imre Kertész, el primer húngaro en recibir el premio Nobel, de ochenta y tres años, dice: «Ya no quiero escribir. Mi obra, que está tan relacionada con el Holocausto nazi, ha concluido para mí.» Sobreviviente de los campos de Auschwitz y Buchenwald, cree que ya no tiene nada que decir porque da por concluida su literatura sobre la experiencia fundamental de su vida: «El campo de concentración sólo puede imaginarse como texto literario, no como realidad.»
Si hacer literatura es contar el mundo, decir y cantar lo que mueve y sorprende, lo que uno se encuentra y la imaginación descubre, siempre hay razones para escribir. Renunciar a hacerlo, a no tomar más la pluma e iniciar una escritura en un cuaderno nuevo, es cerrar el capítulo trascendente de una vida dedicada a las palabras.
Nadie acaba una obra porque nadie termina nunca de contarlo todo, pero al parecer también la literatura y la vida misma cansan. Así y sólo así se entiende que un escritor declare que ya ha puesto el punto final.