31 de diciembre de 2012

Todas las mañanas del mundo

La novela corta es un género que permite rozar la perfección. La brevedad y la prosa contenida pueden generar tensión y sutilezas muy estimulantes para la imaginación. Como una pequeña obra maestra Todas las mañanas del mundo es un modelo porque sus páginas de impecable belleza sugieren y revelan mucho más de lo que dicen. Pascal Quignard es uno de los escritores más solitarios y asilados de nuestros días. Cada uno de sus libros, ¡y ha escrito tantos!, es raro, único e irrepetible.

Esta joya, preciosa como una viola del siglo XVII, es astuta, fina, sutil. Todo está ahí y todo alcanza su lugar: la cruda o procaz fisiología, el sino intenso de un músico, el señor de Sainte Colombe, a merced de los demonios de su arte, su maestría, la melancolía y la nostalgia.

Historia de un duelo conyugal, una historia de amor a su manera, a destiempo, es también la historia de la relación de un hombre con el poder absoluto, de un maestro al que la fama lo perturba, un padre que se afana en educar a sus niñas. La llegada de un joven llamado Marin Marais en busca de un maestro a la casa de Sainte Colombe será la piedra de toque del destino de éste y sus hijas.

Todo está ahí, el paso del tiempo, una nueva ilusión, la búsqueda del alma de la música mucho más allá del dominio de la técnica. Todas las mañanas del mundo (la película del mismo nombre, de Alain Corneau, tiene su encanto) es una novela para la memoria dotada de luz e inteligencia; un libro pleno de sabiduría y palabras justas que evoca, con sutil sensibilidad e imaginación, el goce único e inmenso, el consuelo inefable de la música.

30 de diciembre de 2012

Caronte viaja en el metro

El lunes 15 de octubre de 2012 una mujer joven se arrojó a las vías del metro de la ciudad de México. Escuché la noticia en un noticiario de la radio de las ocho de la mañana. No será la última en hacerlo. Hace ya muchos años en el metro había carteles de una campaña de prevención del suicidio de adolescentes con mensajes positivos, motivadores, y un número telefónico de orientación y ayuda.

Recuerdo la fecha porque esa mañana tenía una cita y la anoté en una agenda. La persona convocada no llegó al encuentro y después me dijo que se había suspendido el servicio de la Línea B porque una suicida se había lanzado a las vías al paso del convoy en la estación Garibaldi poco antes de las siete y media.

El 5 de diciembre de 2012 un hombre fue arrollado en el metro de Nueva York, cerca de Times Square. Ki-Suck Han, de 58 años,  intentó desesperadamente durante largos minutos subir al andén y no lo consiguió. Su muerte tiene tres elementos más que la hacen digna de reflexión. 

Un video revela que fue lanzado a las vías por un hombre con el que había discutido (el sospechoso fue arrestado por la policía). Nadie lo ayudó a subir al andén y un fotógrafo registró la foto más oportuna de su vida, justo unos segundos antes de que el convoy destrozara a la víctima.

El fotógrafo, pasajero que esperaba el metro, no sólo no lo ayudó, sino que tomó esa foto que publicó el diario The New York Post en primera plana, enorme, con un encabezado macabro, joya de la prensa amarillista: "Condenado. Arrojado al metro, este hombre está a punto de morir". La indignación y el escándalo sobre la responsabilidad ética de los medios y sus límites fueron inmediatos.

El 29 de diciembre de 2012, también en Nueva York, la policía arrestó a Érika Menéndez acusada de homicidio en segundo grado, motivado por odio, al empujar por la espalda a Sunando Sen, de 46 años, inmigrante indio, a las vías del metro en la estación 40 Street-Lowery en Queens. 

Menéndez, indigente, al parecer con trastorno bipolar, ha admitido que empujó a la víctima el jueves 27 de diciembre porque odia a los hindúes y a los musulmanes desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. Si es declarada culpable, podría pasar al menos veinticinco años en la cárcel.

Menéndez “está acusada de cometer la peor pesadilla de todo usuario del metro: ser arrojado de repente y sin sentido a las vías de un tren que se aproxima", dijo el fiscal del distrito de Queens, Richard Brown.

Dicen las crónicas periodísticas que en 2012, 139 personas fueron arrojadas a las vías del metro neoyorkino y 54 de ellas perdieron la vida según un vocero del Transporte Metropolitano. Son demasiadas. A la muerte, la que ejecuta con violencia, le gusta viajar en el metro.

Yo recuerdo con gozo los miles de kilómetros que viajé en el metro mientras leía ávidamente sentado o de pie. Gracias a Julio Cortázar, en particular a la novela El perseguidor (Johnny Carter perdió un saxofón en el metro de París) y “Manuscrito hallado en un bolsillo”, cuento magistral de cuyo efecto devastador, tantos años después, no he podido reponerme, aprendí que el metro es mucho más que un medio de transporte, y que el juego de trenes y estaciones, correspondencias, escaleras que suben y bajan a profundidades considerables pueden ser esencialmente literarios.

En los túneles y la oscuridad, bajo tierra, en las entrañas de las ciudades, con iluminación artificial y absolutamente irreal, en la velocidad y el movimiento, no es difícil cifrar una vida o encontrar un gran amor, un poema revelado, el secreto de la dimensión del tiempo, un destino. 

En el metro se refugia la gente para protegerse de los bombardeos, para esconderse, para encontrar refugio, para pasar la noche con menos frío; ahí encuentran un sitio los que no tienen ninguno y han sido expulsados hasta de las calles de las grandes ciudades. Viajar en metro puede ser una lección de metafísica, un acto preparatorio, un paseo atroz o dichoso por el laberinto, un encuentro con el absurdo. Gracias a Cortázar descubrí que algo esencial puede hallarse al bajar las escaleras de cualquier estación del metro.

Ahora, más que nunca viajar en el metro se ha convertido en un acto peligroso. Una mujer se quita la vida por una depresión profunda o una decepción amorosa o porque se ha quedado embarazada o sin trabajo, con deudas o sin escuela; un hombre arroja a otro por una discusión seguramente irrelevante, un simple contratiempo sin importancia que ha tenido consecuencias fatales; una mujer arroja sin más a un hombre por odio a los musulmanes.

Me pregunto si Caronte, el barquero, el encargado de llevar el alma al otro lado del río Aqueronte, en un ataque de modernidad, no habrá decidido dejar la barca por un tiempo y usar el metro para ejercer su oficio. Tal vez no hay tanta diferencia entre llevar un óbolo bajo la lengua y meter un boleto en el torniquete y bajar las escaleras, descender, adentrarse en la tierra, seguir los propios pasos de cada quien en busca o encuentro del destino, en cualquier estación de metro, de cualquier ciudad del mundo.

La fecunda imaginación

Milan Kundera ha imaginado en el argumento de una de sus novelas una circunstancia y un personaje que son conocidos incluso por muchas personas que jamás leerán sus libros. La despedida (escrita en checo y publicada en 1972, también ha sido traducida como El vals del adiós), se desarrolla en un balnearia al que acuden mujeres que no pueden tener hijos.

El doctor Skreta, responsable del tratamiento para la fertilidad de esas mujeres, sabe que “es muy difícil obligar a la gente a tener en cuenta los intereses de sus descendientes durante el acto sexual” y está convencido de que “el hombre no puede seguir mezclando permanentemente el amor y la reproducción” y le interesa la “forma de practicar la reproducción sin amor”. Ante esa situación no encontró mejor remedio que fecundar a sus pacientes con su propio semen.

Con el riesgo de desprestigiar a los novelistas, su oficio y su fecunda imaginación, se podría pensar que la necia realidad se empeña en contradecirlos y nos muestra que tal vez sean atentos observadores pero aportan poco, muy poco a la relación de sucesos de este mundo.

Por su parte, el azar a veces urde tan bien sus hilos que la realidad pareciera una suma de coincidencias y hechos que guardan una estrecha relación. Acostumbrado a ellos, sólo les presto atención cuando llegan a mí sin buscarlos y con frecuencia ni siquiera tengo noticia de su existencia.


Ahora me entero que Cecil Jacobson, médico estadounidense, en los años ochenta del siglo XX, en su clínica de Virginia, siguió puntualmente las enseñanzas del personaje de Kundera. Exámenes de ADN mostraron que es el padre biológico de al menos setenta y cinco niños y que defraudó al menos a cincuenta y dos mujeres al inseminarlas con su propio semen. 

Fue condenado a cinco años de prisión, se le retiró su licencia para ejercer la medicina y se le concedió el Premio Ig Nobel de Biología en 1992, una burla y modelo de desprestigio por la vileza, bajeza o mezquindad y que debe su nombre a la palabra “ignoble” (innoble) y el apellido “Nobel”. Incluso se filmó una película para la televisión con el caso: The Babymaker: The Dr. Cecil Jacobson Story, también llamada Seeds of Deception, dirigida por Arlene Sanford en 1994.

Dos días después de conocer la historia de Cecil Jacobson, sin que tuviera interés en el tema ni buscara información, me enteré que David Gollancz, abogado inglés e hijo adoptivo, quiso saber quién era su padre biológico (otro hijo que realiza su telemaquia). Descubrió que es hijo de Bertold Wiesner, biólogo austriaco que fundó con su mujer, en los años cuarenta del siglo XX, una clínica de fertilización que alcanzó fama y renombre, la London Barton.

Otra vez las pruebas de ADN, en 2007, revelaron que en una muestra doce de las dieciocho personas nacidas gracias a los tratamientos de Wiesner eran sus hijos. ¡Dos tercios de los niños nacidos eran del propio Wiesner! Cálculos moderados sugieren que entre trescientos y seiscientos niños de los mil quinientos concebidos en la clínica London Barton entre los años cuarenta y sesenta pueden ser hijos de Wiesner, quien murió en 1972, mucho antes de que se descubrieran sus donaciones seminales. 

Nunca se sabrá con certeza el número de hijos que engendró y es probable que su mujer supiera sus fechorías o al menos sospechara de ellas pues destruyó los archivos de la clínica.

Hay que ser cauteloso con lo que uno imagina. Es probable que el Doctor Skreta, el personaje de Kundera, no haya sido el primero de esta pandilla de bribones, pero la única diferencia es que los otros dos son reales y han poblado la Tierra con sus muy particulares tratamientos contra la infertilidad. 

Si Milan Kundera en el ejercicio de su oficio hubiera imaginado sin la ayuda de la historia las fechorías de Wiesner y Jacobson, y es muy probable que así fuera, sólo se habrá demostrado, otra vez, además de que las mujeres pueden ser fértiles ante ciertos tratamientos (hay más maridos estériles de lo que se piensa), una verdad que no por sabida deja de sorprender: la naturaleza se empeña en imitar al arte y la realidad suele ser hija de la novela.


Adenda. Nota del 24 de mayo de 2017. Dice una nota del periódico fechada hoy en Ámsterdam: «Jan Karbaat, un médico fallecido en abril a los 89 años, inseminó en secreto durante décadas a decenas de mujeres que acudieron a su clínica de fertilidad holandesa. En vez de utilizar el esperma de los donantes anónimos que las clientas habían seleccionado por catálogo, Karbaat usaba el suyo.» Al parecer es una historia recurrente. Volvió a suceder la misma historia. Sigo convencido de que la naturaleza y la historia imitan al arte, pero la próxima vez que encuentre la misma historia (solo cambian los nombres y las circunstancias) empezaré a dudar del fecundo poder de la imaginación.

29 de diciembre de 2012

El tiempo y su escritura

Es necesario escribir rápido, con prisa, con urgencia. Asir el instante al vuelo y con él la vida. En esta sentencia no hay tiempo para la maduración, el pensamiento, la selección de las palabras. Esta escritura no puede ser de otra manera, la lentitud no la haría mejor. La escritura reposada perdería el instante. Es necesario decirlo todo en un momento.

No hay tiempo que perder porque se pierde solo, se fuga. El tiempo se escapa en espirales, en volutas, no se sabe si va o viene, o si es circular porque a veces pareciera que vuelve. No, se va. El tiempo huye, la escritura queda, es necesario escribir la escritura de lo que se fuga en este instante. Escribo deprisa, no hay palabra que perder, hay que contarlo todo, mirar lo que  pasa, admirarse de lo que queda. Es urgente abrir los ojos y en un parpadeo comprenderlo todo, vivirlo en un instante.

Escribo mi asombro. Todo sucede y pasa. Hay que decir que todo está en movimiento, la luz y la temperatura cambian. Se ha marchado el gato que hace un minuto estaba en el sillón. Se rompe el silencio, el precario equilibrio. El mundo cambia; también la gente cambia. El segundero vuela, el minutero corre. Escribo de prisa, la arena del reloj se agota. ¡Tiempo! Hasta aquí llega esta escritura.

4 de diciembre de 2012

El punto final

El oficio de escritor ofrece la posibilidad de una trayectoria tan larga como la vida misma, con frecuencia hasta el fin de los días del autor. Es posible escribir bajo condiciones adversas, en los sitios más inesperados, en el encierro y en el exilio, de día y de noche, con lluvia o sol.

Nada impide por sí mismo que alguien escriba salvo la ignorancia totalitaria del censor. Algunos, muy enfermos o venerablemente ancianos han dictado sus últimas obras (a juzgar por los ejemplos de algunos de los más grandes, la ceguera no es un obstáculo para la poesía). Tampoco nada obliga a un retiro, a una dimisión.

Aunque no se haya escrito ni publicado en mucho tiempo, aunque pareciera que el silencio y la desidia o el desgano se han impuesto siempre es posible el zarpazo inesperado y postrero de un poema, un ensayo o una novela. Mientras no se pierda lo que Cortázar llamó la fascinación de las palabras, mientras bulla la imaginación, y el estímulo del mundo y de la vida misma continúen animando el pensamiento, un escritor seguirá activo.

La condición de escritor está en la mirada, en el acto incesante de develar e interpretar el mundo y está en lo suyo aunque no escriba ni una palabra. No es necesario siquiera que tenga algo trascendente que decir, basta la voluntad de escribir, el goce y el deseo de hacerlo o la severa obligación impuesta por el cumplimiento irrestricto de un deber. El ejercicio del oficio tiene razones y secretos no del todo claros ni conocidos. El don de la escritura misma tiene algo de misterio.

Enrique Vila-Matas ha dedicado un libro, Bartleby y compañía, para comprender a los que de pronto dejan de escribir, a veces sin motivo evidente, y ha reunido una colección de historias y casos en su búsqueda de las razones de esa extraña conducta.

La sección mexicana de los bartlebys, ese club mundial de los que renuncian por siempre a la escritura, está presidida por un escritor portentoso, tal vez el mejor de los nuestros. Juan Rulfo imaginó un par de libros definitivos, inagotables, de una profundidad sin fin, dos obras maestras; las realizó y luego a otra cosa. De la palabra iluminada al silencio.

Tal vez un escritor así, después de alcanzar la cumbre, con clarividencia y sabiduría pretenda evitarse los sinsabores de la innoble tarea de superarse a sí mismo, esquivar el abismo de la repetición, la condescendiente conmiseración de críticos y lectores, el amargo vértigo de la acechante decadencia.

Carlos Fuentes murió a los ochenta y tres años con un libro más en proceso y estoy seguro de que no le hubiera disgustado caer fulminado sobre su máquina de escribir.

Escribir libros, en particular novelas muy extensas, exige una dedicación con voluntad inquebrantable que puede ser agotadora. El dominio de un oficio, aun la maestría absoluta, no garantiza que habrá un libro más y tampoco que el siguiente será tan bueno como el mejor que ese autor haya escrito.

Pareciera que cada libro tiene su sino y que el ejercicio del don de la escritura tiene algo de azaroso y novelesco. Sería estupendo dejar de escribir a tiempo, pero casi siempre el silencio viene por otras razones.

Tal vez por eso, a pesar de lo dicho, no sorprende que un escritor con muchos años encima dejé de escribir sino que anuncie su retiro y que esa proclama de jubilación voluntaria tenga en la prensa un carácter semioficial de muerte cívica con declaraciones, lamentos, despedidas solemnes, obituarios literarios y valoraciones y juicios que se pretenden definitivos.

Philip Roth e Imre Kertész se han despedido de la escritura. Roth, a los setenta y nueve años, con una bibliografía de más de treinta títulos, casi todos novelas, se despidió así: «No quiero leer ni escribir más. He dedicado mi vida a la novela: he estudiado, he enseñado y he leído. He dejado fuera casi todo lo demás. Ya basta. Ya no siento ese fanatismo por escribir que sentía antes.»

Roth, modelo de escritor profesional, de esos que escriben con disciplina ejemplar para publicar un libro al año, se ha cansado. Lavorare stanca (Trabajar cansa), es el título de un libro de poemas de Cesare Pavese. Los poetas saben lo que dicen.

Imre Kertész, el primer húngaro en recibir el premio Nobel, de ochenta y tres años, dice: «Ya no quiero escribir. Mi obra, que está tan relacionada con el Holocausto nazi, ha concluido para mí.» Sobreviviente de los campos de Auschwitz y Buchenwald, cree que ya no tiene nada que decir porque da por concluida su literatura sobre la experiencia fundamental de su vida: «El campo de concentración sólo puede imaginarse como texto literario, no como realidad.»

Si hacer literatura es contar el mundo, decir y cantar lo que mueve y sorprende, lo que uno se encuentra y la imaginación descubre, siempre hay razones para escribir. Renunciar a hacerlo, a no tomar más la pluma e iniciar una escritura en un cuaderno nuevo, es cerrar el capítulo trascendente de una vida dedicada a las palabras.

Nadie acaba una obra porque nadie termina nunca de contarlo todo, pero al parecer también la literatura y la vida misma cansan. Así y sólo así se entiende que un escritor declare que ya ha puesto el punto final.