29 de septiembre de 2013

Maneras de morir

El 23 de agosto de 2012 llovió uno de esos ensayos del Diluvio que a veces anegan la ciudad de México. Gerardo Ortiz Gutiérrez, arquitecto de 53 años, hizo su última llamada telefónica poco antes de la medianoche, le informó a su hermana que la Avenida Insurgentes Sur y su coche estaban inundados. La llamada se cortó. Dejó el coche y, con papeles y documentos en la mano, trató de llegar al andén de la estación La Joya del Metrobús, más alto que el nivel de la calle. No lo logró.

Testimonios de automovilistas coinciden en que vieron a un hombre abrirse paso en el agua, cruzar la avenida y desaparecer antes de llegar a la estación. En Facebook un testigo apuntó que vio a un hombre caminar por el carril del Metrobús, con el agua a la cintura, y que de pronto, sí, desapareció.

Gerardo Ortiz Gutiérrez fue tragado por una alcantarilla sin tapa. La fuerza descomunal de la corriente lo arrastró por el sistema subterráneo del drenaje. Los bomberos lo hallaron una semana después, en la red de tuberías, en el subsuelo del centro de Tlalpan, a kilómetro y medio del sitio en que desapareció. El cuerpo fue identificado sin contratiempos por la familia; entre sus ropas encontraron sus pertenencias y documentos de identidad.

Heródoto, en Clío, el primero de los nueve libros de su Historia, narra el encuentro entre Solón, sabio y legislador ateniense, y Creso, rey de los lidios. Éste, guerrero y conquistador, inmensamente rico y poderoso, pero sobre todo enfermo de vanidad, le preguntó a su huésped si conocía al hombre más dichoso del mundo. 


Creso esperaba un elogio sobre su persona, quería escuchar del sabio que él era el más afortunado, pero Solón menciona a Telo, el ateniense, que tuvo una vida afortunada porque vio crecer a sus hijos y sus nietos, todos hombres de bien, con cualidades físicas y virtudes morales, en una ciudad próspera, y que tuvo una muerte gloriosa, pues en la batalla en defensa de su patria puso en fuga al enemigo y lo sepultaron con honores.

Creso, sorprendido, insistió. ¿Y luego de Telo quién es el hombre más dichoso? Solón menciona a Cléobis y Bitón, dos naturales de Argos, que a falta de bueyes arrastraron más de ocho kilómetros cuesta arriba el carro en el que iba su madre, sacerdotisa de Hera, a una ceremonia en honor de la diosa. Entre elogios de la multitud, la madre pide con fervor a Hera que les concediera el don más preciado que puede alcanzar un hombre. Cléobis y Bitón se retiraron a descansar y ya no se levantaron.

Creso, molesto, soberbio, le recrimina a Solón que a pesar de sus súbditos y riquezas, de las tierras y pueblos conquistados, no lo considere entre los hombres felices. Solón, prudente y con pesimismo ateniense, le dice que de los poco más de veinticinco mil días que es el término de la vida humana, no hay uno idéntico a otro y que la vida es una serie de calamidades, por lo tanto no puede llamarlo feliz ni dichoso hasta que no concluyan sus días. El infortunio puede estar al acecho, por ello mientras no se sepa cómo muere un hombre, es prudente suspender el juicio y no llamarle feliz o dichoso pues se ha visto desmoronarse la fortuna de los más favorecidos.

Hay maneras de morir. La enfermedad o la violencia de los hombres, un suceso lamentable suele ser casi siempre la causa. Borges nos recuerda que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises. Desearla, no es un hecho frívolo ni intrascendente. No sé quién dijo que la muerte es la prueba que todos superamos, pero no le falta razón.

Caer en una alcantarilla y ser arrastrado por la corriente al inframundo de la ciudad es tan extraño e improbable como la abducción por extraterrestres. De pronto, un día, los poderes del mundo, las armas homicidas, la furia de los dioses, las fuerzas descomunales de la naturaleza ponen fin a la vida de un hombre.

Unos mueren en el campo del honor, otros con dulzura mientras duermen; pero los más lo hacen con dolor y violencia, antes de tiempo (siempre se podría pedir un día más) o con inhumana lentitud. No encuentro respuestas que expliquen las infaustas circunstancias, sólo sé que no siempre los hombres de bien, según Solón, han sido los más felices.