26 de julio de 2024

Ese chile no pica

Belkis Wille, una investigadora suiza con un alto cargo en la división de Crisis y Conflictos de Human Rights Watch, decidió pasar unos meses libres de su empleo en busca de los chiles de México, sus picores y sabores, sus encantos y colores. 

Escribe Wille en su crónica: «Me paso el día documentando crímenes de guerra para Human Rights Watch en Ucrania. Pero dedico mi tiempo libre a la comida: a cocinar, leer, ver programas de televisión y planear viajes en torno a ella. Después de penosos viajes al frente, con días dedicados a entrevistar a decenas de víctimas de los peores abusos de la guerra, sé que puedo volver a casa, a Kiev, y encontrar algo de alivio en la cocina, preparando comida impregnada de amor.»  

Luego de una iniciación que terminó en llanto, poco a poco aprendió a comer chiles: «En cuanto pude tolerar el picor —dice— comencé a deleitarme con sabores emocionantes escondidos en el picante: notas afrutadas, ácidas, amargas, brillantes o ahumadas, a veces por etapas, a veces todas al mismo tiempo.»  

Así que planeó otro viaje a México (había venido al menos una vez) en el que la cocina mexicana y los chiles en particular, serían el centro, tema y motivo. 

Emprender un viaje desde la Ucrania en guerra contra el invasor para recorrer Veracruz, Puebla y Oaxaca en busca de los sabores y secretos de los chiles pareciera tan extraño e improbable, incluso inverosímil, como emprender hoy la búsqueda del santo grial. 

El respeto e interés de Wille por el mundo culinario y cultural que va descubriendo no tiene límites. Y su asombro no disminuye. Si escribiera un libro sobre los chiles de México, yo lo leería con gusto y provecho. 

En Puebla, descubrió, con Leopoldo Ramírez y Jessica Andrade, productores de chile poblano, que: «los "verdaderos" chiles poblanos germinan en febrero, pero no se cosechan sino hasta julio o agosto, así que si alguna vez has comido chiles poblanos frescos fuera de esos dos meses, son impostores. 

«Según Ramírez y Andrade, hasta el ochenta por ciento de los chiles poblanos que se consumen en México se cultivaron en China con pesticidas, lo cual produce chiles de piel más gruesa que carecen del verdadero sabor poblano, gran parte del cual procede del suelo volcánico de Puebla.»

Las incursiones de Wille son notables, va a fondo, a pueblos y sitios recónditos, para encontrar secretos y sorpresas, recetas y chiles para ella desconocidos. Su aventura la lleva de asombro en asombro, y descubre fascinada las cocinas y guisos de México, sus chiles, con los que tuvo tropiezos muy dignos de mención. 

En Coatepec, Veracruz: «Apenas toleré un par de mordidas del [chile] manzano. Se sentía como si al interior de mi boca y garganta hubiera un incendio forestal. Tuve que admitir la derrota y tomé varios sorbitos de agua fresca, sosteniendo cada uno en la boca para apagar el fuego.» (Beber agua sirve de muy poco a la hora de apagar esa clase de incendios que abrasan las entrañas.) 

Disfrutar de aquellas delicias tiene un precio muy alto. No siempre se padecen de golpe todos los síntomas, que pueden ser muchos y muy dignos de consideración: hormigueo en los labios, ardor en la lengua, quemazón en la boca, sudor intenso, coloración súbita de la piel, enrojecimiento de la cara, acidez, dolor de estómago, de cabeza, diarrea, malestar gastrointestinal, suspensión temporal del habla, los sentidos y la consciencia. Y tallarse los ojos con los dedos impregnados de un chile potente puede considerarse tortura china en primer grado.

Los entusiastas e incondicionales, que algo tendrán de masoquistas, se desviven para pregonar los beneficios a la salud que conlleva el consumo de chile, hablan de efectos antioxidantes y antiinflamatorios. No dudo de que así sea, pero hay otros métodos menos agresivos de alcanzar esos fines. 

Ante una buena salsa, invariablemente soy derrotado y muy proclive a sentir una variante del fuego: lava ardiendo que corre por el esófago y desintegra el estómago. 

La capsaicina, la responsable del picor, es una sustancia tóxica, muy peligrosa, que hay que manejar con cuidado extremo, y no debe dejarse al alcance de los niños ni de cocineros frívolos, sádicos, bromistas o insensibles. Según el Diccionario de la Lengua Española es un: «Alcaloide responsable del sabor característico de la guindilla, con propiedades analgésicas y cuya ingesta excesiva provoca envenenamiento.»

Vaya definición; deja mucho que desear. Si bien la capsaicina se usa como analgésico en medicina, el efecto en el valiente que cubre de salsa sus tacos es el contrario: genera dolor y malestar. Y la palabra guindilla no la usa ni conoce el noventa por ciento de los hispanohablantes, y difícilmente alguien en este continente entenderá que se está hablando del chile. 

Y eso del envenenamiento en sentido recto está por comprobarse, el porcentaje de envenenados debe ser mínimo, residual, sin valor estadístico. Se refiere al consumo de capsaicina pura, pues es mucho más probable morir de los otros síntomas que con una dosis sobrehumana de chile de árbol, por ejemplo.

(Sostener que el Diccionario rezuma deficiencias, insuficiencias, omisiones, errores y es una formidable colección de metidas de pata se antoja una verdad tan evidente como decir que el chile habanero es el más picoso de los que se cultivan en México. Es urgente revisarlo a fondo; mejor aún: rehacerlo.)

El chile habanero, me informa la señora Wille, tiene denominación de origen en Yucatán, Campeche y Quintana Roo; y está lejos de ser el chile más picoso del mundo. (Quizá estas líneas son un testimonio de mi ignorancia, que pone en evidencia una viajera venida desde Ucrania para ilustrarme sobre los chiles mexicanos.

Hay más de doscientas variedades criollas y sesenta y cuatro variedades domesticadas en México, y cada chile tiene su historia. Son comunes los casos de mestizaje, como el del chile poblano, que algo tiene de chino, pues fue «creado en el siglo XVIII por monjes franciscanos que cruzaron chilacas locales con morrones de Asia.»

Hace ya más de un siglo que el químico Wilbur Scoville creo la escala que mide el picor en la unidad SHU (Scoville Heat Units; Unidad de Picante Scoville) que comprende un rango desde el cero del no picante pimiento morrón, hasta los más de dos millones del Pepper X seguido del Carolina Reaper.

 Aunque la escala es imprecisa, esos más de dos millones revelan el poder aniquilador, casi letal por la cantidad de capsaicina que contienen esos chiles. El habanero, campeón nacional, puede superar las quinientos mil SHU, que no es poco. 

En México, en todo el enorme país, todos los guisos de todos los tiempos pueden llevar picante, desde las entradas y botanas hasta los dulces y los postres (sí, hay helados de chile). Una comida sin picante es como un día sin agua. 

El chile, casi siempre como señor y amo de la salsa, está presente en cada mesa, desde la más modesta y sencilla del campesino más pobre, en cualquier fonda o merendero, hasta la casa más opulenta y en los restaurantes de lujo.

El gusto por las tortillas de maíz y el chile es un rasgo común de una sociedad tan heterogénea y desigual como la mexicana. Aun así, moderar el picor, las unidades SHU de las salsas y los guisos sería un acto cívico, un gesto amable, de buena voluntad. Una acción fraterna, solidaria, altruista y humanitaria. 

Anunciar en los menús de los restaurantes y cafeterías, de los puestos callejeros, el grado de picor es por ahora una tarea imposible, muy pocas cocineras y unos cuantos jefes de cocina mexicanos debe saber qué es una unidad SHU, y la medida se basa en la receta, la tradición, o la resistencia: me atrevo a pensar que algunos tienen la lengua escaldada e insensible o simplemente blindada. 

Medir el picor y graduarlo es una más de las tareas nacionales que nos falta por hacer (incluida las casas de amigos y parientes. Es cierto que algunas empresas que venden salsas en frascos de vidrio o latas ya advierten así a los desprevenidos: «Muy picante»).

No todos los mexicanos resisten estoicos los bombardeos millonarios de unidades de capsaicina, sin contar que a la mesa también hay viejos, enfermos, mujeres embarazadas, niños y extranjeros que pueden lanzar aullidos y derramar lágrimas por una salsa guisada para matar. 

Los defensores del picor sin límite defienden el todo o nada. La salsa debe picar, y si alguien no quiere que pique, que prescinda de ella. Falsa solución, por poco diplomática y atenta, que no considera que hay guisos a los que no se les añade salsa: ya llevan el chile en sí mismos, y pueden ser/son, en su picor, abiertamente agresivos al paladar. Además, prescindir de la salsa no es una solución, se pierde el sentido, el encanto, pues un poco de picor, en su punto justo (concepto subjetivo, lo admito) es una alegría y puede ser la vida y el alma del platillo.

Un amigo mío me contó que su tío, aficionado al cine, entraba a las salas con una bolsa de chiles serranos o verdes, y que mientras veía las películas los desgranaba a mordidas limpias, como otros se llenan la boca de palomitas, hasta que sólo le quedaban entre los dedos los rabillos o pedúnculos, sufriendo feliz, bañado en lágrimas y empapado en sudor.

El verdadero deporte nacional no es la charrería, ni el consumo en cantidades heroicas e inverosímiles de chiles, sino negar su picor. El tío de mi amigo podría jurar, en su lamentable estado, que esos chiles no picaban, y esa afirmación la pueden repetir millones de comensales como declaración jurada.

Muchas personas en México pueden proclamar a los cuatro vientos y por la salud de su santa madre, como una verdad inobjetable, como si cualquier cosa, que una salsa que podría usarse como arma química o biológica, simplemente no pica. Si apenas sabe, suelen de decir. 

Negar el picor del chile que les enciende la cara y los pone a sudar es una de las más altas y puras expresiones de la mexicanidad, una manifestación del ethos, del carácter nacional, que nos une a los productos de esta tierra, y celebramos sus atributos aunque eso implique tragar fuego. No sé qué vibras del nacionalismo, de la identidad se imponen en ese trance. Ya no se sabe si es costumbre, orgullo o contumacia.

No es fácil encontrar una camarera o un mesero, un capitán o un maître, un cocinero o una mayora (otra palabra mexicana que debería conocer el Diccionario) que admita que su salsa es un atentado contra la salud pública. 

Belkis Wille ya lo sabe, y pago el precio, como tantos extranjeros que por primera vez bañan de salsa sus tacos. En México, por razones muy difíciles de explicar, que rebasan por mucho las explicaciones simplistas de la cocina y la gastronomía, de la capsaicina y las unidades de medida del Wilbur Scoville, de la magia negra y los misterios del inframundo; en México, decía, una buena salsa de chile habanero o manzano o de árbol, bien puede ser la morada del diablo. 

6 de marzo de 2024

Los huesos del general

El comandante supremo de las fuerzas armadas, por decreto, y con la previa autorización del Senado de la República, ha enviado a sesenta marinos, veinte soldados, once especialistas de la Comisión Nacional de Búsqueda y dos empleados de Relaciones Exteriores (noventa y tres personas en total) en busca de los huesos de Catarino Erasmo Garza Rodríguez, un don nadie de nula trascendencia histórica que pasa por un gran revolucionario y que seguramente fue asesinado en sus correrías en 1895.

Es hora de que los huesos de ese ínclito varón vuelvan a la patria.

La expedición zarpó de Veracruz en el Huasteco, el 19 de febrero, y la búsqueda, por fortuna, no se extenderá demasiado, pues deberá volver el 16 de abril; un senador de la oposición ha llamado a esta expedición «turismo militar».

Catarino, periodista crítico y enemigo de Porfirio Díaz, inició en 1891 una revuelta contra el viejo dictador en... Texas, que fue vencida y aniquilada sin llegar a México. Entonces tuvo que exiliarse. No volvió a México. Anduvo en el Caribe de levantamiento en levantamiento, de revuelta en revuelta, hasta que cayó en Bocas del Toro, hoy provincia de Panamá. 

Dicen que el presidente de la república escribió (es un decir) un libro sobre don Catarino, célebre precursor de la Revolución Mexicana, aunque en otros ámbitos, con otras fuentes y otros datos, se dice que sus méritos militares y éxitos en su lucha están por averiguarse o inventarse.

La misión, conocida por el pueblo bueno como "Rescatando al soldado Catarino", tiene el encargo de hacer labores de «excavación arqueológica» para encontrar los restos del general (es un decir) y repatriarlos.    

La primera dificultad fue hacer sobre la marcha, a destiempo, una serie de trámites burocráticos, siempre engorrosos y absurdos, como pedir permiso a la hermana República de Panamá para el desembarco de los militares y que hicieran hoyos aquí y allá. 

El final es previsible, por supuesto. La expedición será un éxito. Antes del plazo señalado, los soldados y marinos encontraran los huesos, en un hallazgo asombroso, en el que se combinaron positivamente factores tan diversos como las estrellas, la genial estrategia y táctica militares, la intuición y la buena fortuna.

No importara, por supuesto, si los huesos encontrados son de general o de sargento, de cualquier cristiano o pagano, de caballo, perro o de burro; da igual. Se anunciará orbi et urbi el gran hallazgo. Serán incinerados, y volverán en una urna de maderas finas cubierta por la bandera nacional. El Huasteco entrará triunfal al puerto de Veracruz, entre salvas y las más viva y espontánea recepción de bienvenida que se haya visto en mucho tiempo. 

El presidente de la República recibirá las cenizas del general y ordenará que se dispongan en algún altar de la patria, y condecorará a los bravos guerreros que fueron a rescatar lo que tanto necesitábamos. 

Esto podría ser el argumento de la farsa, de una opereta, de un mal cuento, de una pésima película del Santo o de los hermanos Almada, pero sucede que es un hecho histórico. Ahora mismo tropas mexicanas buscan los huesos de un hombre que murió hace ciento veintinueve años y que no merece más atención que una línea en los libros de historia. 

Pronto nos olvidaremos de este distractor, de este disparate, que movería a risa si México no fuera el país de los desaparecidos. Hay más de cien mil personas que no volvieron a su casa, y hay más de cincuenta y dos mil cuerpos sin identificar. 

Y hay mujeres heroicas que se juegan la vida por buscar los cuerpos de sus hijos; lo hacen contra viento y marea, a pesar de los criminales, y la desatención y la obstrucción de las autoridades; lo hacen con rabia, con llanto, de rodillas, y escarban con las uñas. Y no dejarán de hacerlo. 

5 de marzo de 2024

Este libro no sirve. Hay que destruirlo

Mañana, 6 de marzo de 2024, será presentada en Madrid, En agosto nos vemos, una novela corta, inédita, póstuma, de Gabriel García Márquez; en este día cumpliría noventa y siete años. El acto será transmitido por internet, y también desde mañana el libro, que será lanzado de manera simultánea en cuarenta ediciones, estará disponible en las librerías de muchos países. 

Será una gran fiesta de la mercadotecnia, la promoción y el arte de vender libros. Puede ser también una fiesta literaria. Supongo que para algunos lectores entusiastas y admiradores sin reservas de García Márquez será una fecha memorable, e irrepetible, porque ya no hay escritos inéditos que podrían publicarse en el futuro. 

Rodrigo y Gonzalo García Bacha, hijos y herederos del novelista, decidieron ahora publicar una novela que su padre se había negado a hacerlo. Si bien el propio García Márquez publicó hace muchos años un capítulo, después de varias versiones (esta que se publica es la quinta) quedó insatisfecho con el resultado y decidió no publicar la novela.

No hay dudas sobre la opinión que García Márquez tenía de su novela: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo.» Y cometió el error de no destruirlo él mismo, con todas las versiones y archivos digitales. Los hijos tampoco lo hicieron. Dicen en el prólogo: «No lo destruimos, pero lo dejamos a un lado, con la esperanza de que el tiempo decidiera qué hacer con él.»

No es el tiempo quien lo publica ahora, sino la ambición. Publicar un libro imperfecto, que había dejado insatisfecho al autor, que era tan escrupuloso y limpio en su escritura, tan impecablemente cuidadoso de su prosa y el artificio novelesco, es un acto por lo menos cuestionable. Los señores García Bacha dicen que «... no está tan pulido como sus más grandes libros. Tiene algunos baches y pequeñas contradicciones...», etcétera. Es decir, no es ni de lejos el mejor libro de García Márquez.

¿Era necesario publicar una obra así? ¿Aportará algo al prestigio y la gloria literaria de García Márquez? Me parece que antes puede suceder lo contrario. Hay casi un consenso total de que dar a la luz Memoria de mis putas tristes fue un error grave, una caída al final de una exitosísima vida literaria; ahora quedará el consuelo de que no García Márquez sino sus hijos los que se equivocaron.

Hace unos años el hijo de Vladimir Nabokov publicó el manuscrito de la novela El original de Laura. El novelista dejó muy claro que esas 138 tarjetas en las que trabajaba eran borradores, y que esa novela estaba inconclusa. Su voluntad no fue respetada, y ese libro es un apéndice o una anécdota de la obra poderosa de Nabokov. 

Si un autor no quiere que se publique alguno de sus escritos, debe destruirlo él mismo, y no dejarlo en manos de sus hijos, sobre todo de sus hijos, y de otros parientes, agentes y representantes. Tarde o temprano (en realidad, cuanto antes, mejor) si se puede lucrar con el libro, alguien, los herederos, cederán los derechos a algún editor, pedirán un adelanto y cobrarán puntualmente las regalías de los derechos de autor. En el caso de García Márquez se empieza con cuarenta ediciones en muchas lenguas, y en el caso de Nabokov también debe de haber sido una fortuna lo que esa obra generaba por sus derechos en todo el mundo. 

La historia del autor que pide destruir su obra y ésta terminada por ser publicada ha sucedido varias veces. Virgilio, insatisfecho con la Eneida, pidió que fuera destruida, pero Augusto, primer emperador de Roma, creía, con razón que ese poema era la fundación mítica y literaria de Roma.

Y el caso de Franz Kafka es más que conocido. ¿Debemos agradecerle a Max Brod que no haya cumplido la voluntad de su amigo? Y Brod fue mucho más allá. No sólo dio a la imprenta la obra de Kafka, sino que la ordenó, la comentó, la editó y difundió. No tengo noticia de que lo hiciera por dinero. 

Hace unos años la familia de García Márquez puso a la venta ropa del escritor colombiano, aunque parece que con fines benéficos. Parece que la venta no estuvo abierta a todo público, hacía falta una invitación, algo así. La venta de cochera fue en la casa de García Márquez en Ciudad de México, a la que se podía visitar como un museo, si se hacía una cita y se pagaba una cuota.

Lo dicho, si algún heredero puede lucrar con un libro inédito, lo hará. Aunque la voluntad del autor lo prohibiera. Aunque el libro esté inconcluso o su ejecución esté por debajo de las mejores páginas de ese escritor, el libro será dado a la estampa a cambio de dinero. Parece una constante sin excepciones, como si tratara de otra ley de la física clásica.

4 de marzo de 2024

Una evocación de Emily

Emily Dickinson se esmeró en hacer de su vida un atributo más de su poesía. Pasó muchos años mirando el mundo (su jardín) desde su ventana. Y si un día decidió no salir de su casa, terminó por no salir de su habitación, en la que escribía sus poemas a los que restaba importancia y guardaba en un cajón. 

Emily Dickinson era un ser singular, un misterio, y una de las grandes poetas de la lengua inglesa. Dominique Fortier, escritora canadiense, ha imaginado la vida de Emily, de la que sabemos lo suficiente para saber que casi nada sabemos. Este pequeño libro, Las ciudades de papel (minúscula, Barcelona) es una biografía/ensayo/cuento muy libre sobre lo que sabemos y no sabemos de Emily. 

Fortier la recreó tanto como la imaginó, y ha logrado un retrato verosímil y sugerente. Su capacidad de crear atmósferas y personajes, de imaginar y evocar es notable. En párrafos escasos y cortos dice más que otros muchos autores en decenas de páginas. El original francés debe ser realmente una buena pieza de escritura, pues traducido ya suena y se lee estupendamente. Se siente vibrar el goce de la palabra viva, de la buena literatura. 

Este librito, en verdad una delicia, nos acerca a la intimidad de Emily, y el lector lo agradece y lo goza como si fuera un caramelo.

1 de marzo de 2024

Carta a Juan Rivera

 Querido Juan:

Hace menos de un mes me enviaste un ejemplar de tu novela La casa de la memoria rota (La Huerta Grande Editorial, Madrid, 2023). Es una edición muy bella, y tengo la impresión de que los libros de verdad, los de papel y tinta, mejoran cuando las artes gráficas y el proceso editorial alcanzan una realización notable, una ejecución esmerada; así, creo que esta nueva edición da mayor realce a tu novela publicada en el año 2021 (Gobierno del Estado de México, Toluca). Esto de que los libros mejoran, son más nítidos y profundos, más finos y logrados, debe ser una manía de lector, pero un libro bien compuesto y mejor impreso en buenos materiales siempre es una alegría. 

Así, con las dos ediciones en la mesa, noté que las dos notas biográficas hablan de libros que no conozco. Te pregunté por ellos, en el correo en el que te agradecía el envío. Respondiste así:

«Me preguntas sobre otros títulos que aparecen en la solapa de mi novela. La historia inconseguible es una novela juvenil que obtuvo en 2021 el Premio Internacional FOEM. Pensé que te la había enviado ya. Al próximo envío, te la adjunto para la colección. La edición está bellamente ilustrada. Un dato curioso es que la escribí durante un curso de literatura juvenil en Casa Lamm, diez años antes de su publicación. Sobre los libros de cuentos, puedo decir poco: con el primero, El lecho del mar, obtuve el premio estatal de literatura del estado de Hidalgo durante la preparatoria, lo cual me facilitó en gran medida el proceso de conseguir chicas. Y el segundo, La ronda, lo escribí a los dieciocho años para continuar con el hechizo. A pesar del paso del tiempo, no me avergüenzan. Creo que ya desde entonces está presente una filosofía personal que me gobierna dentro y fuera de la página: hacer bien las cosas. Porque aunque no haya mucho material, mucho talento o mucho de nada, se pueden hacer bien las cosas, todas. Aun así, tampoco voy por la vida presumiendo aquellos libros. Fueron y estuvieron bien.»

Me quedo con dos ideas: la voluntad de hacer bien las cosas, y que los libros pueden ser útiles en el proceso de conseguir chicas. No pensaba en esos libros de adolescencia y primera juventud, publicados hace más de diez años; supuse que sólo serían el sustento de la obra que escribes y escribirás, y que habría que volver a mirarlos con el tiempo, y ver qué ha sucedido con ellos, y que por lo pronto no te avergüenzan, lo cual quiere decir que tienes buena relación con ellos.

Coincidencia podría ser el nombre de una novela. Borges creía en ella, también García Ponce, en un sentido profundo, casi filosófico, y algunos autores la vinculan más con la causalidad que con la casualidad. 

Unos días después respondí tu correo, y me entretuve un tiempo con la idea de los libros de formación, adolescentes, sus posibilidades y razón de ser la obra posterior. Buscaba casos, ejemplos. Contra todo hábito y pronóstico, ese martes, por un cambio de horarios, iba a comer con mi madre y mi hermano en su casa. Para llegar, tenía que cruzar un parque en el que se instala, sólo los martes, un mercado callejero, un tianguis, con puestos de comida y mercancía varia. 

No sé por qué decidí cruzar el mercado, en el que es complicado caminar, si podía rodearlo sin gran esfuerzo; no sé por qué llegué a la esquina, si había un pasillo diagonal que me libraría de los puestos de frutas y de tacos, de maquillaje y ropa barata. Pero sí sé por qué tenía que ir a meter las narices al único puesto minúsculo en el que había una veintena de libros sobre una mesa expuestos al sol. 

Me acerqué, a pesar de que iba sobre la hora y nada esperaba de un triste puesto de un mercado, porque no puedo dejar de mirar los libros que aparecen en mi camino. De todos esos libros viejos, sólo uno tenía algo que ofrecerme, sólo uno era para mí. 

Me acerqué a ese puesto para el feliz encuentro con un libro tuyo. Contra toda probabilidad, ahí estaba un ejemplar de La ronda, de 2013, en buen estado, uno más que razonable si lo imaginamos rondando por el mundo, de mano en mano, once años y asoleándose sin pudor los martes de mercado. 

No podía creerlo, Juan. Esa mañana pensaba en tus libros y de pronto uno de ellos me sale al paso. El librero me pidió treinta pesos por el ejemplar, que es el precio de un litro de leche. Lo compré por supuesto, aturdido de felicidad por el hallazgo, temeroso de los dioses, del significado de esa casualidad que tendría que ser la seña de algo mayor. 

Si me hubiera empeñado en buscar La ronda, podría haber recorrido librerías de viejo de toda la ciudad, hurgado en otras librerías, bodegas y rincones, y estoy completamente seguro de que no lo hubiera encontrado.

Ahora empezaré a leerlo con cautela, como si examinara un objeto explosivo, como si saliera de ronda. Estoy convencido de que esa coincidencia guarda un secreto, un mensaje que aguarda. Al menos creo, que así podría comenzar La coincidencia, esa novela no escrita que empieza a tomar forma a partir de un libro tuyo, que vuelve, como una exhumación, para decirme algo, para ser leído. 

Un abrazo