25 de septiembre de 2011

Non, je ne regrette rien

Recuerdo la mañana en que acompañé a mi padre a comprar un tocadiscos. Era un aparato modernísimo, grande, de bulbos, con sólo dos botones de mando y una única luz roja que se prendía al encenderlo. Para estrenarlo mi padre compró el Bolero de Maurice Ravel y una antología de canciones de Édith Piaf. Eran dos discos LP de vinilo. Era a mediados de los años sesenta. Mi padre no era un afrancesado, aquella selección fue una coincidencia. Recuerdo que el Bolero me impresionó mucho, y mi extrañeza al escuchar al Gorrioncito. Luego, en mi adolescencia, recuerdo a mi padre escuchando una y otra vez sus discos de Edith Piaf, emocionado, sin entender ni una palabra de lo que decían aquellas letras pero a la vez comprendiendo el doloroso sentido de aquellas canciones y la trágica vida de Piaf. Ese disco es parte de mi educación sentimental.

Desde hace más de una semana tengo en la cabeza la canción "Non, je ne regrette rien" que Édith Piaf grabó para siempre en el corazón de sus admiradores. La susurro todo el tiempo sin apenas darme cuenta y me he sorprendido a mí mismo cantándola con convicción como si de verdad yo no me arrepintiera de nada en esta vida. El responsable de esta conducta tan extraña es Rolando Villazón, mi hermanito menor, artista sin límites, que en el disco La Strada: Songs from the Movies, la canta como nunca nadie antes la había cantado. En literatura, las palabras tienen que decirme más allá de su sentido y su trama; en música, las notas y sus letras tienen que emocionarme más allá de sus melodías e historias.

Rolando canta "Non, je ne regrette rien" como si redimiera el mundo, con una dulzura viril y un alarde de interpretación, despacio, vehemente, con un alud de emociones que ha trastocado todo lo que la canción, tan vieja y olvidada, podría decirme con toda la fuerza telúrica que guarda, con toda la descarga eléctrica que ejerce en la memoria. "Non, je ne regrette rien" ya no es para mí la misma canción. Rolando le ha dado una vuelta más, como el poeta que le tuerce el cuello al cisne de engañoso plumaje.

Cómo decirle a Rolando que su versión es ya la única posible, que con su rotunda belleza, su fraseo suave y profundo, ha roto mi relación con una canción que forma parte de mi vida, desde aquel día, a mediados de los años sesenta, en que acompañé a mi padre a comprar un tocadiscos. Uno tiende a pensar que hay cosas fijas en la vida. Que algunas de ellas no cambian. Ahora sé que la memoria, los recuerdos, las preferencias, los gustos, las opiniones, las certezas musicales, que uno pensaba definitivas, fijas, a salvo de las vicisitudes de una vida, no son inalterables. Ahora, de pronto, sé que se erigen, en uno mismo, sobre arenas movedizas.

23 de septiembre de 2011

Equinoccio

Abril es el mes más cruel, escribió T. S. Eliot, pero el poeta tal vez no supo que el otoño, con su lluvia triste, es la estación más dulce, y que la suave melancolía gris que lo permea tiene un aroma suave, como de manzana verde recién cortada. El regusto en el alma, ligeramente amargo, confirma la sospecha: ya está aquí el otoño.

El equinoccio ha llagado con una mañana fría y lluviosa, de la que no hubiera sido ajena la melancolía de César Vallejo. Y las mañanas de lluvia, los días de amaneceres nublados, no sé por qué, algo tienen de atípicos, tal vez por una inveterada certeza infantil pues de niño creía que la lluvia era un atributo de las tardes (recuerdo la extrañeza con que la miraba, los tristes charcos en el patio de la escuela).

Llovió en la madrugada con la fuerza con que luchan los caprichosos dioses del Olimpo, como si el mundo se lavara (si creyera, diría que para redimir sus pecados). Llovió al amanecer con tal estruendo, que parecía un canto de guerra, como si la mañana gris prometiera que tras ella ya nada sería lo mismo.

Me desperté pensando que ese cielo nuboso rompía en llanto por todas las desgracias del mundo, por todas las injusticias, por todos los amores perdidos, por todos los extraviados y los que no tienen consuelo. Esas nubes negras rompían furiosas, justicieras, para llamar al orden y advertirnos por todos los olvidos, los agravios, lo que debimos y no hemos sido. Fue como si cayera un chubasco muy húmedo y muy frío en lo más seco y blando del alma.

La lluvia incontinente era como un llanto y un lamento esta mañana. El Sol saldría muy tímido y muy tarde. Había llegado la estación más dulce o la más triste, había tomado el cielo el equinoccio de otoño.

12 de septiembre de 2011

Las Variaciones Goldberg

La primera vez que las escuché quedé hechizado. Sé que no he sido el único, que esa experiencia ha cambiado más de una vida. Bach logró con su arte acariciar la metafísica de lo inefable y puso a girar las esferas celestes; consiguió que esa sed de absoluto se convirtiera en el bálsamo favorito de los desolados, los desesperados, los desadaptados, los sedientos de belleza, los que pueden conmoverse hasta el llanto y sentirse tocados por el aria y sus variaciones.

El intérprete al piano de aquella versión era Glenn Gould (con permiso del creador, las prefiero con piano). Luego, hace muchos años también, descubrí aquella novela de Thomas Bernhard, El malogrado, que narra el fin de la carrera de un pianista cuando éste escucha, devastado por el prodigio y el talento, a Glenn Gould tocar las Variaciones Goldberg.

Entonces se cerró el círculo. Glenn Gould había nacido para tocar a Bach, Bach había nacido para escribir música, y uno, si no demuestra lo contrario, en su infinita mediocridad, al menos lo había hecho, venturoso, para escucharlos. El tándem Bach-Gould se convirtió para un par de amigos y para mí en una declaración de principios, un manifiesto estético, un grito de batalla, un canto de vida, un código para escuchar música en este mundo.

Con los años, como casi siempre sucede, la pasión por las Variaciones remitió considerablemente, las aguas tomaron su cauce y entonces sólo las escuchaba de vez en cuando, siempre las versiones de Gould. No me interesaba buscar ni escuchar otras interpretaciones, las dos o tres que conocí no me arrebataron, ni embriagaron, y creo que esta palabra, tan dura, es justa.

Ahora, cuando las aguas de mi afición por Bach son más profundas que nunca, pero también más anchas y serenas, como un río viejo que ha dejado atrás entusiasmos desmedidos, excesos y sobresaltos innecesarios, he tenido la gracia de volver a escuchar las Variaciones Goldberg como si fuera la vez primera.

No sé, entre el mar de versiones, si esta es mejor, sólo digo que volví a sentir la emoción y el asombro intactos, el mismo efecto casi narcótico para la imaginación que se dispara en busca de alguna metáfora, la suave intención que antes que estimular al sueño evoca a cierta tristeza suave, a veces a un sentimiento que no puede llamarse del todo melancolía.

No sé si es un regalo inmerecido, un prodigio o mi condescendencia, pero he vuelto a sentir la música con el cuerpo y el alma. Apenas escuché el aria y la primera variación interpretadas por Simone Dinnerstein supe que había encontrado otro camino a Bach, a la Música, a la Perfección matemática y geométrica o cualquier otra. Descubrí un nuevo sendero para vislumbrar en esa música amada, otra vez, como hace muchos años, la llamada, la belleza, lo absoluto.

6 de septiembre de 2011

Back to Paris

Como Alicia atraviesa del espejo, como el personaje de “El otro cielo”, el cuento de Cortázar, que va de Buenos Aires a París con sólo cruzar una galería o pasaje, así, a medianoche, frente a Gil se detiene un coche viejo, él se acerca, se sube y ya está en el París de los años veinte, casi un siglo antes, en un viaje fantástico y estimulante.

Midnight in Paris es una película de Woody Allen del género cinematográfico películas-de-Woody-Allen, en la que la ficción dentro de la ficción, el rizo del rizo, la última vuelta de tuerca se dibuja en la sonrisa aquiescente de los espectadores.

Gil es feliz en el pasado, conviviendo con gente del tiempo de sus abuelos o bisabuelos, cree que el presente es simple, pobre, nada excitante. Don Quijote ya sabía que hay que mirar en la historia para encontrar la Edad de Oro, y aun antes Jorge Manrique creía que cualquier tiempo pasado fue mejor. Antaño, antier, ayer, hoy en la mañana, sí, el pasado, y en otro lugar. Hay, madre, un sitio en el mundo que se llama París, escribió César Vallejo desde París.

Henry Miller pensaba que Europa era un lugar en el que todavía el arte tenía que ver la vida, y se fue a París. La vida está en otra parte, pensó Milan Kundera y se mudó a París. Gil, el personaje, se quedará en París. La lista completa de los nostálgicos insatisfechos sería casi interminable.

Incluso conozco a alguien que en el verano de 1984 iba en las tardes al Old Navy del Boulevard Saint Germain a esperar a que se sentara a su mesa el joven fantasma de Julio Cortázar. Sí, también éste se había mudado muchos años antes para vivir y escribir y morir en París.

Si yo hubiera vivido allá, ayer, si hubiera conocido a Cortázar o a Picasso o a Scott Fitzgerald, si hubiera vivido los fabulosos veinte, en el siglo XIX parisino, en el Renacimiento, en la Grecia clásica... sería feliz, parecieran decir todos ellos, y por supuesto tienen razón.

No cesamos de pensar en lo que no fue y lo que pudo haber sido. Nos pasamos media vida mitificando otro tiempo, otro lugar. Pareciera que hay una fractura con el entorno, estemos donde estemos, y que el tiempo presente se ha roto, y no es ningún consuelo saber que siempre ha sido así.

Ahora Allen, como si hiciera falta, nos lo ha vuelto a recordar. I Believe in Yesterday, cantaban los Beatles. No hay remedio, no hay consuelo, estamos condenados al presente, pero al menos, cinematográficamente, siempre nos quedará París.

2 de septiembre de 2011

Cantares: cantantes y canarios

Lejos de mi ciudad, buenos amigos me han recibido unos días en su casa. La habitación de los huéspedes da a un patio interior. De un alto muro, colgaban siete jaulas, cada una con un canario. Al observarlos, al escuchar por primera vez su canto, recordé que cuando yo era niño, una tía solterona tenía uno que, por buen cantor, se ganó a pulso el nombre de Caruso.

A mí me gustó mucho el canto de aquellos pájaros, la suave algazara que no cesaba y que llenaba todos los rincones de la casa de mis amigos. Mis anfitriones, tan acostumbrados, ya no le prestaban atención. A mí me deleitaba el canto de los pájaros, me sorprendía que esa alegría (así me lo parecía) viniera de seres en cautiverio. Tal vez esa era su resistencia, la manera de conservar alguna forma de la libertad. Sí, su canto sin fin me parecía dulce y libre, pleno de abellimenti, de audacias vocales.

De vuelta a casa, se me metió en la cabeza la idea de comprar un canario. Tal vez dos, para que hicieran magníficos dúos de amor. Mi hija me dijo con firmeza que no me ayudaría a darles de comer (a pesar de que aprendió a hacerlo) y me ha advertido que su gato se va a menderar (sic) a mi canario. Esas son razones para pensar las cosas por lo menos dos veces. Además, no quiero encerrar un pájaro más en una jaula. Así que tal vez me quede sin canario y sin su canto, y no deja de sorprenderme el deseo de algo que nunca antes había anhelado.

Me consuela un poco saber que siempre podré escuchar mis discos, volver una y otra vez a la voz viril y apasionada, al prodigio del canto total de Rolando Villazón, hermanito menor, o a la seducción dulce de Melody Gardot (últimamente escucho sus canciones, que algo me dicen, aunque todavía no sé qué), y entre ellos, el abanico enorme de las voces de muchos y magníficos cantantes.

No me quedaré sin música, sin canto, pero cualquier resignación exige un poco de humildad. En eso estoy. Así, entre decenas y decenas de discos, tendré que renunciar a esos extraños conciertos, a no escuchar en las mañanas, en mi casa, los fines de semana, el canto incesante, silvestre, absurdo y noble de un canario.