31 de diciembre de 2021

Maneras de leer

Algunos lectores devoran libros, uno tras otro, con apetito insaciable. Los peores se jactan de sus hazañas como proezas olímpicas: «Yo me leo una novela de quinientas páginas en dos o tres noches.» No los envidio, siento una mezcla de admiración e incredulidad y me pregunto si habrán leído o paseado los ojos por las páginas; yo antes que leer más rápido, quisiera leer mejor.

Hace tiempo se impuso una tendencia a oponer la lentitud a la rapidez. La comida lenta frente a la comida rápida, etcétera. Me inclino por la lentitud si la comida y la lectura son mejores. Henry Miller narra en Sexus, a partir de sus amigos, sobre dos maneras de leer. Una cita, en la versión de Carlos Manzano:

«Roy Hamilton avanzaba milímetro, por decirlo así, deteniéndose en una frase durante días o semanas. A veces tardaba un año o dos en acabar un libro breve, pero, cuando lo había acabado, parecía haber aumentado un codo de estatura. Para él, media docena de libros eran suficientes para suministrarle alimento espiritual para el resto de su vida. Para él, las ideas eran cosas vivas, como lo eran para Louis Lambert. Tras haber acabado de leer un libro, daba la impresión absolutamente real de conocer todos los libros. Pensaba y vivía un libro desde la primera página hasta la última, y emergía de la experiencia con un ser nuevo y exaltado. Era lo contrario mismo del erudito, cuya estatura disminuye con cada libro que lee. Para él, los libros eran lo que el yoga es para quien busca en serio la verdad: le ayudaban a unirse con Dios.

«En cambio, Arthur Raymond daba la falsa impresión de devorar el contenido de un libro. Leía con atención muscular. Al menos eso era lo que yo imaginaba, al observar el efecto que surtía en él. Leía como una esponja, atento a observar los pensamientos del autor. Su única preocupación era absorber, asimilar, redistribuir. Era un vándalo. Cada libro nuevo era una nueva conquista. Los libros fortalecían su yo. No crecía, se henchía de orgullo y arrogancia. Buscaba corroboraciones para lanzarse con ímpetu y dar batalla. No se permitía a sí mismo darse por vencido. Puede que rindiera homenaje al autor que admiraba, pero nunca doblaba la rodilla. Se mantenía inquebrantable e inflexible; su concha se volvía cada vez más espesa.»

Dos maneras de leer. Una, minuciosa, cuidada, apolínea, en busca del santo grial de esa escritura. La otra, feroz, salvaje, un asalto al libro para apoderarse del botín. Kafka, que cultivaba la primera manera, creía que un libro debería movernos, sacudirnos, herirnos, despertarnos de un golpe en la cabeza. Es imposible encontrar y leer en la vida cientos de esos libros. La segunda manera de leer permite absorber y consumir cientos, en algunos casos mil o dos mil libros.  

Me pregunto si el lector total rompe sus propias marcas a costa de su vida. Es posible que así sea, salvo que haya identificado el acto de leer y gozar sus lecturas con la vida misma. ¿Tiene sentido leer mil libros en la vida? La respuesta es personal e intransferible, pero sin la lectura de ese número indeterminado y siempre cambiante de libros la vida y el mundo sería más planos, más grises: los libros nos enseñan a mirar el mundo, a mirar en nosotros mismos.

Habrá otras maneras de leer, pero serán puntos intermedios entre estas. «Descifrar» una obra de ficción, entendido como conocer las vicisitudes de la trama apenas vale la pena, demorarse en un libro único en busca de la Verdad, puede ser el origen de fundamentalismos e intolerancias. 

Pero tal vez todos los lectores, lean como lean, reconocerán que la lectura es un placer continuo y por hacerse. Un camino, que entre más se camina más se quiere caminar, que entre más se anda, más se quiere andar; y entre más se sabe, más se quiere aprender; entre más se disfruta, más se quiere disfrutar. La lectura puede ser contagiosa (los niños leen si sus padres o tutores lo hacen), y ejercerla, no debemos olvidarlo, es un acto libre y soberano, de rebeldía y liberación; y también, claro, leer es, como decía Valery Larbaud, ejercer el «vicio impune».

30 de diciembre de 2021

Elementos

Antes de ti, el aire
Después de ti, el agua
En ti, la tierra
Contigo, el fuego.

29 de diciembre de 2021

Misántropo

Mi primer cuento, un engendro imposible y adolescente, trataba de un hombre que, por error, se sube a otro coche que no es el suyo. Es un ciudadano ejemplar, trabajador, honrado, padre de familia... Aterrado porque se ha robado un coche, y ante la posibilidad del escándalo y sus terribles consecuencias huye en el coche idéntico al suyo, lo abandona en una carretera y se pierde en alguna ciudad lejana y no puede volver a su casa porque piensa que la policía lo busca y lo encerrará en una cárcel.

La idea de desaparecer de pronto (en realidad, de cambiar de vida) es seductora. Cambiar de nombre, de oficio, de ciudad, tal vez de país. Todos conocemos el cuento del hombre que sale a comprar cigarrillos y tarda veinte años en volver, si es que vuelve. El cuento tiene versiones: una dice que se muda a una calle de su casa para observar cómo es la vida de los suyos sin él; otros dicen que huye en fuga sin remedio. El regreso, después de muchos años, con una cajetilla en la mano es muy poco probable.  

Yo conozco dos casos. Hombres que se alejaron poco a poco de sus familiares (hermanos, tíos, primos) hasta un día desaparecer del todo. Patrick McDermott, pareja de la cantante Olivia Newton-John, desapareció en 2005; doce años después fue encontrado en una aldea, junto a una playa del océano Pacífico en México. Al parecer, cuando huyó tenía graves problemas económicos, rompió con todo y consiguió empleo en un yate de turismo.

Volverse ermitaño es otra forma de desaparecer, de dejar atrás a la familia y las comodidades y el bienestar de las ciudades. Ken Smith, británico, ha vivido durante cuarenta años solo, sin electricidad y agua corriente en una cabaña de madera en las orillas de un lago remoto en las Highlands de Escocia. No hay un camino para llegar al lago, y la cabaña está a dos horas a pie de la carretera más cercana.  Smith pesca, recolecta frutos, recoge leña y lava su ropa al aire libre. En invierno hace mucho frío y las condiciones son muy adversas. Tiene 75 años. 

Dice que la suya es una vida agradable, que «todo el mundo desearía hacerla, pero nadie lo hace». Es una pena que no sepamos más de su vida. Antes que saber los detalles de cómo ha conseguido sobrevivir, me interesaría preguntarle por sus motivos, de las razones profundas que lo han llevado a ese aislamiento (ensimismamiento) casi inverosímil. 

Somos seres gregarios, luchamos con desesperación para buscar al otro, a una pareja, una familia, una tribu. Por eso Ken Smith es tan extraño. ¿Pensará volver al trato con los hombres al menos para tener un entierro, una cristiana sepultura? Tal vez este punto lo tenga sin cuidado, es posible que piense quedarse y morir en el bosque, y luego desaparecer por los elementos y la fauna en el bosque: hacerse parte del bosque. ¿Qué le habrá sucedido para volverse un solitario, para vivir en la absoluta soledad como el ermitaño total. No lo sé, quizá, por alguna razón muy honda, estamos ante el gran misántropo. Habría que escribirlo con mayúscula. El modelo coherente y perfecto de la misantropía. 

28 de diciembre de 2021

Ojos de jade

Esa mujer tiene ojos de jade que rasgan la luz como puñales de fuego.
Temibles como fantasmas, me sorprenden en todas partes:
mirándome en ellos me asalta lo no vivido. 

Ojos de piedra, de troncos y pétalos, de agua y barro.
Ojos metálicos, de aire y rayo: diría que siempre están conmigo.
Desde los míos miro el mundo y apenas lo entiendo.
Desde los suyos, iluminado, contemplo el fuego, y sé de los bosques,
los ríos, los colores, los niños. Con ellos descifro los libros.

Su mirada tiene el color de la piedra, del musgo, del verdín,
de los árboles en los que cantan los pájaros.
Su mirada resguarda destellos del otoño, que deslumbran de lejos,
y en sus cabellos crecen y huelen flores invisibles.
Podría encender una guitarra en una noche sin luna
e iluminar los objetos en que se posa. 
(En un cambio de luces podría deslumbrar a un conductor sorprendido.)

Esa mujer tiene los ojos de un gatito, de un tigre, de todos los felinos, 
como de un ser fabuloso, de un pájaro tropical, del aguacate maduro,
del césped y las uvas en pleno verano.
Hay una luz incandescente en su mirada, una que perturba. 
No es fácil sobrevivir a esa mirada, que imanta mi brújula,
empaña la visión, rompe los espejos y aniquila el sueño.
A medianoche, con los ojos cerrados, se encienden ante mí 
como antorchas gemelas, fuentes de luz y desasosiego.
Abro los míos y los cierro, en la vigilia y en el sueño
están frente a mí, ardientes, perennes, como dos guerreros de fuego.

27 de diciembre de 2021

La basura

En mi calle viven vecinos de muy diversa condición. Hay casas muy hermosas, con enredaderas y ventanas afrancesadas; De otras sólo se ve una puerta no muy vistosa y bardas enormes encaladas que dan la vuelta a la otra calle. Otras son de clase media, y otras se muestran como la expresión más dura de la pobreza. Sin salir de mi barrio (formalmente un «pueblo originario»), al sur de la Ciudad de México, es posible palpar la desigualdad en el ingreso y heterogénea y diversa que es la sociedad.


Los estudiosos de la ciencias sociales usan diversos indicadores para medir la pobreza. En los censos y encuestas, el personal del instituto de estadística hace preguntas que en algunos sectores o lugares del país pueden parecer absurdas.

Para medir la riqueza (sí, la pobreza y la riqueza se miden, y puede haber tantos criterios para ellos como observadores y analistas), son recurrentes las preguntas: ¿usted guisa y evacúa en la misma habitación? ¿Tiene agua corriente? ¿Cuántos focos o bombillas hay en la casa? ¿El suelo es algún material o de tierra? ¿Tiene un radio? ¿Tiene teléfono? ¿Tiene televisor?

Supongo que ahora se preguntara cuántos teléfonos celulares hay en esa casa, cuántas computadoras y tabletas, y podrían preguntar si la conexión de luz e internet es legal. Los indicadores y niveles socioeconómicos son sorprendentes. Y las prioridades: algunas personas tienen un teléfono celular de alta gama, como se dice con toda elegancia, cuando casi podrían estar formados en la fila de los indigentes para recibir una despensa familiar.

Se me ocurre, y pongo al disposición de los estudiosos, científicos e instituciones que de esto se ocupan, que se considere el indicador basura. Medir la pobreza por lo que las personas desechan. Es impresionante lo que se puede encontrar. La basura dice mucho de quien la tira, de su educación, ingreso y estilo de vida.

Entre mis diversos vecinos, algunos desechan muchas botellas de plástico, sobre todo de refrescos; también muchas cajas de cartón y empaques de alimentos procesados. Otros, sacan basura (ya la bolsa o caja dice mucho) de productos de lujo (electrodomésticos, zapatos, ropa de tiendas caras), en otros apenas veo, en simple inspección al pasear por mi calle,  sobre todo de residuos orgánicos. 

Dos casos. En la esquina, hacia el sur, hay una casa en al que viven dos mujeres, una anciana, que debe estar muy cerca de la pobreza absoluta desde cualquier criterio; y a tres casas de la mía, vive una familia de la que no sé nada, por extraño que parezca, que saca la basura en un práctico y moderno contenedor, que los lunes en la mañana aparece lleno de desperdicios (los fines de semana no hay recolección del basurero), y con frecuencia al pie del contenedor cajas y bolsas con más basura. Yo puedo calcular, de una mirada, a juzgar por las botellas de whisky single malt y vinos finos, entre otras envolturas, que la fiesta de fin de semana fue un banquete de lujo, y que el gasto de esa fiesta fue mayor, por mucho, al ingreso de la casa de la casa de la esquina.

Dime qué tiras y te diré quién eres, podría ser la frase de la propuesta. Está claro que ésta no sirve para acabar con la pobreza, ni siquiera mitigarla, pero medir la basura puede ser un indicador más de enorme utilidad. Si bien me ubico en la clase media que tiende a empobrecerse en los últimos tiempos, dan ganas de envolver bien la basura, para ocultar un poco las enormes desigualdades.

26 de diciembre de 2021

Flaubert no es Madame Bovary

Yo no soy madame Bovary, pudo haber dicho Flaubert. Pero también pudo haber dicho: Yo he sido todos y cada uno de mis personajes, y esa es la verdad. Al menos mientras escribe el pasaje o la página que habitará por siempre ese personaje, el novelista tiene que comprenderlo y hacerlo vivir. 

Se ha escrito y se ha dicho y se repite como una verdad conocida que Gustave Flaubert dijo, orondo: «Madame Bovary c'est moi.» Es una verdad sagrada que nadie ha sabido nunca de dónde ha salido. 

Hoy sabemos, gracias a Alberto Paredes, «Madame Bovary soy yo»: el origen de esta atribución infundada,* entre otros, que no viene de ningún lado porque Flaubert nunca la escribió y muy probablemente nunca la dijo. No existe una referencia, no existe una prueba. Lo que Paredes difunde en su ensayo es el origen de esta atribución, lío o malentendido: 

«Es una atribución de cuarta mano: Flaubert le habría dicho a Bosquet quien se lo habrá dicho a De Launay quien se lo comunicó a Descharmes para que éste lo pusiera en caracteres de imprenta por la primera y virginal vez. Así nació la exuberante enredadera. Traduzco a continuación el desmentido “oficial” por parte de Yvan Leclerc, erudito flaubertiano, responsable del Centro de Estudios Flaubert de la Universidad de Rouen (la tierra de Flaubert) y editor de numerosas obras de y sobre Flaubert:

«"La cita Madame Bovary, c’est moi" no se encuentra ni en la Correspondencia ni en las obras de Flaubert. Figura en nota del libro de René Descharmes, Flaubert. Sa vie, son caractère et ses idées avant 1857, Ferroud, 1919, p 103:

«"Una persona que conoció muy íntimamente a Mlle Amélie Bosquet, que se correspondía con Flaubert, me contó hace poco que cuando Mlle Bosquet preguntó al novelista de dónde había sacado el personaje de Mme Bovary, él habrá respondido muy claramente, repitiendo varias veces: Mme Bovary, c’est moi! – D’après moi".

«La persona en cuestión sería el Sr. E. de Launay, quien vivía en el 31 de la rue Belechasse, lo anterior a partir de una nota manuscrita de René Descharmes (custodiada por la Bibliothèque national de France: N.A.F., 23.839 f° 342).»** 

Dice Paredes, con razón: «Gracias al excelente trabajo de Yvan Leclerc, al menos desde 2001 está completamente identificada no sólo la falta de fundamento sobre que Flaubert sea el responsable de la expresión (lo que es noticia vieja en las filas flaubertianas), sino también la fuente de la declaración: por Leclerc sabemos que René Descharmes le colgó el milagrito. Supongamos que era un hombre bien intencionado… pero con buenas intenciones no forzosamente se arrojan luces sobre los grandes escritores». 

Es casi una pena saber que en Flaubert no habitaba el corazón o el alma de Emma, que son dos de las lecturas más comunes. No sé si este asunto estaría mejor con la célebre frase, el engaño que tanto ha perdurado y no cesa de crecer, de difundirse. Pero en el mundo hay académicos y especialistas (en Flaubert y en cualquier otro autor o tema) que se empeñan, en arruinar las suposiciones, mentiras y malentendidos en nombre de la literatura y la verdad.

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22 de diciembre de 2021

Lavinia

Para LB

Ursula K. Le Guin, señora de la fantasía y la ciencia ficción, dedicó su última novela a la poesía, al mito, a un personaje entrañable. Lavinia (Minotauro) es su despedida de la ficción, de la escritura especulativa, una obra escrita cerca de los ochenta años, lo cual demuestra, una vez más, que un novelista puede desplegar su arte y ejercer su oficio con maestría en la vejez.  

Lavinia, para Virgilio, es un personaje intrascendente de la Eneida. En el monumental poema tiene once menciones, pero nunca habla ni tiene una acción relevante. Hija de Latino y Amata, reyes de Lacio, está destinada a ser la esposa latina, «italiana», de Eneas y, como madre de Silvio, un eslabón más de la cadena de la estirpe que fundó míticamente Roma. 

Para Ursula, Lavinia es al comenzar la novela una niña que corre por los campos y los bosques y, con el prodigio del tiempo en la novela, se hace una muchacha que toma el control de su vida y su destino, se enfrenta a su madre, acepta y decide su destino. Hija, esposa y madre de reyes, cumple su función histórica y su proyecto con inteligencia, audacia, cariño y entrega. Sabe muy bien quién es y lo que tiene que hacer, y nada la aparta de su camino. Sí, Lavinia es un personaje admirable; hoy podría decirse que una mujer empoderada (esta novela, falsamente histórica, también admite una lectura feminista).

Ursula sigue con apego los hechos de los últimos seis cantos de la Eneida. Si fidelidad a la narración del poema es impecable, pero, admite: «Mi deseo era seguir a Virgilio, no mejorarlo ni reprobarlo. Pero la propia Lavinia a veces insistía en que el poeta estaba equivocado. En el color de su pelo, por ejemplo. Y como soy novelista, y prolija, amplié, interpreté y rellené muchos rincones de su frugal y espléndida historia.» ¡Vaya! De no decir palabra alguna en la Eneida a corregirle la plana en Lavinia, así van las cosas entre Lavinia y Virgilio. 

Lavinia sueña (tal vez recibe en vigilia la visita del espectro de su poeta) a Virgilio, conversan. Él le cuenta su futuro, su misión. Ella lo escucha, imagina, sueña, aprende. Ella es tan lista, tan despierta, tan valiente y audaz que Virgilio, en esta novela deliciosa, le dice, en comparación con la reina de los volscos, otro personaje de la Eneida: «Oh, Lavinia. Vales por diez Camilas y nunca me di cuenta.» Así es. Lavinia es encantadora. Una vez más, un hombre (aunque sea uno de los grandes poetas de Occidente y aquí un personaje) se da cuenta muy tarde de lo que vale una mujer.

La estructura misma del relato es un prodigio del arte de la novela. Lavinia conversa con su poeta; pero ella vivió en Lacio ochocientos años antes de que Virgilio escribiera su poema; y la probabilidad, aun mítica y legendaria, de que Eneas llegara al Lacio después de la caída de Troya rompe todas las aritméticas y algoritmos posibles. Las fechas no coinciden y no pueden coincidir, y felizmente es así. Esto no es historia ni un registro contable ni una declaración ante el ministerio público, sino gran literatura. 

En Lavinia, como en toda gran novela, aparece la experiencia humana en muy diversas manifestaciones; tal vez en toda verdadera novela aparece todo: el amor, la muerte, la guerra, la lucha por el poder, la injusticia, los elementos y la naturaleza, la historia, la religión, el mito, el deber. (La lista podría ser muy extensa, sin fin.)

Lavinia es el testamento novelesco de una autora que en plenos poderes de su oficio eligió un tema y unas coordenadas muy distintas en las que desplegó su imaginación y maestría narradora para contar una historia en la que la dulzura y el encanto permean el relato. Ursula no volvió a contar la Eneida, desde ella, a partir de ella, desplegó otras posibilidades que cristalizaron en una obra notable, no gracias al azar, sino al trabajo y la sabiduría de una de las mejores escritoras de nuestro tiempo. Lavinia es una novela admirable, de esas que se guardan en la memoria y el corazón, y uno quisiera tener la gracia de releerlas a tiempo.

19 de diciembre de 2021

Carta a Irene Vallejo

Estimada Irene:

Vivimos tiempos en los que la formalidad y el respeto y la corbata son vistos con sospecha y recelo. Todo el mundo le habla de tú a las autoridades, a los mayores, a hombres y mujeres que merecerían nuestra consideración, al punto que los niños también tutean a sus padres y profesores. No voy a negar que lo lamento un poco, pero me parece que tampoco podemos forzar los usos y costumbres que, como siempre en la historia, no cesan de cambiar. Así que no he comenzado esta carta con un solemne: «Querida doctora Vallejo o Apreciable doña Irene», con los que estoy seguro de que usted no se sentiría a gusto y, para decir la verdad, yo tampoco.  

Quizá cierta informalidad permite una aproximación, una empatía y, en su caso, ha generado la confianza con la que los lectores se aventuran en El infinito en un junco, y me refiero a lectores que no suelen leer ensayos de filología ni de historia, que no son académicos, y que en algunos casos ni siquiera son lectores habituales. Usted ha conseguido que la más bella historia de los libros saliera a la calle y sedujera a lectores de varias generaciones, con niveles de educación muy desiguales e intereses muy diversos. Usted ha conseguido que cientos de miles de lectores disfruten y aprendan con su portentoso ensayo, que lo leen como si fuera una fábula, un gran cuento, una de las fascinantes historias de Sherezada.

Usted ha conseguido trenzar la erudición, la sabiduría y el rigor académico (el aparato crítico y las referencias son impresionantes) con la literatura, que también es el arte de imaginar la realidad y contar la vida de la mejor manera posible. No tengo que decirle que la inmensa mayoría de los ensayos de sus colegas (saturados de notas intransitables y no exentos de cierta pedantería), de los filólogos y lingüistas, no están hechos para lectores, sus fines son otros. Y esto es algo que sus lectores le agradecemos. Usted ha demostrado que el método y el conocimiento a fondo que roza la sabiduría no están reñidos con la buena prosa, la precisión y la claridad (y que el cine y la cultura pop también son parte de la cultura y pueden dialogar con la gran literatura; vamos, que en sus manos, incluso el comentario personal y la experiencia de vida pueden incorporarse si el pasaje es oportuno y honesto).

Me pregunto si no es usted hoy por antonomasia la guardiana de los libros, de los clásicos y la defensora de las humanidades. Usted ha hecho más por la difusión de los libros, por la divulgación del conocimiento, por volver a mirar a las humanidades y los estudios clásicos como una necesidad callada y silenciosa, pero no menos vital para la formación integral de cada persona, que muchos programas educativos, instituciones y gobiernos de todas partes que desaparecen a la filosofía y las humanidades de los programas de estudio de bachillerato y pretenden prescindir de las lenguas clásicas (sí, del griego y el latín, incluso como opción).

Tal vez ha hecho usted más por dar la voz de alerta, por llamar la atención, por invitar a la reflexión y a  volver a las fuentes de nuestra civilización que muchos ministerios, programas educativos, planes, pedagogos y políticos que derrochan dinero y cumplen la triste función de los bomberos pirómanos. 

Estamos en deuda con usted por su contagioso entusiasmo, por su fe en la palabra de los más sabios, hombres y mujeres que nos precedieron desde hace muchos siglos; estamos en deuda por su defensa del libro, por hacernos conscientes de su fragilidad y su asombrosa permanencia. Así, también es usted una formidable motivadora y formadora de lectores. 

Dice Ana, personaje de su novela El silbido del arquero: «Mi madre solía decir que, algún día, muchos aprenderán a dibujar sus pensamientos, y la magia de guardar las palabras se extenderá, y será un gran conjuro contra el olvido.» Hoy, que se ha cumplido ese vaticinio, lo importante es hacer de la lectura un hecho esencial, y no sólo de la educación, sino de la vida misma, para no caer en el olvido, para descubrir quiénes somos y de dónde venimos. 

Usted ha dicho que por ahora no considera escribir una segunda parte de El infinito..., pero cómo nos gustaría, Irene, que nos contara otras historias con su magia y su maestría. La historia del libro en la Edad Media, su impresionante auge a partir de la imprenta y las enormes consecuencias de su difusión; de la samizdat, la copia y distribución clandestina de libros en la Unión Soviética, entre muchas otras. 

No hace falta conocer el futuro para suponer que su libro será leído por las siguientes generaciones, que su huella perdurará por muchos años. Por ello, me permito dos comentarios finales. (Donde se encuentre un error o una falta, es imperativo corregir.) Valdría la pena pedirle a la editorial que haga una revisión a fondo del Índice Onomástico que, aunque muy bien realizado, no deja de tener errores. No aparece allí, por ejemplo, el nombre de Pascal Quignard, que usted menciona en la página 348.

Por último, me permito darle una referencia. Usted narra que Ana María Moix le contó la anécdota de los escritores del boom latinoamericano en un restaurante barcelonés, en 1971, en el que nadie apuntaba el pedido y al ver la hoja en blanco el maître preguntó, con sentido del humor, si ninguno de los comensales de esa mesa sabía escribir. Uno puede imaginar el desconcierto y las miradas entre divertidas y suspicaces de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui y José Donoso. El restaurante era La Font dels Ocellets, y la anécdota la cuenta María Pilar Serrano, con mucho detalle, aunque no aparece Ana María Moix, en «Apéndice I. El boom doméstico», incluido en un libro de José Donoso, su marido: Historia personal del Boom (Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 102-104). 

Recibe, Irene, un cordial saludo, con mi agradecimiento y admiración.

EALl


P. D. Mi hija, de 17 años, recibirá un ejemplar de El infinito en un junco como regalo navideño.

18 de diciembre de 2021

Un cartel y «Tabaquería»

Solía pasar todos los días frente a una tienda de muebles para baño. Desde la calle veía cabinas, duchas, armarios, lavabos y escusados de lujo con diseños que algún poeta de las vanguardias de hace un siglo no hubiera dudado en calificar como un poema. Pero yo no miraba los muebles, sino el cartel que estaba en una de las vidrieras. 

Una chica en traje de baño de una pieza posaba con tacones con un pie apoyado en un bidet, casi de perfil, y miraba hacia la izquierda, retadoramente a la cámara. La chica era una de esas que la prensa especializada no duda en llamar una reina de belleza. La composición era asombrosa. El fotógrafo debió de haber sido un profesional, en realidad un artista, con un equipo fotográfico de primera, que había logrado una imagen de gran calidad.

Todo era perfecto: la belleza de la chica (blanca, rubia, alta, delgada) y la posición en que se recortaban sus atributos, como no dejaría de comentar un presentador de televisión; el encuadre, la luz, el traje de baño azul sobre el bidet y el fondo blancos. Por supuesto, contribuían a esa obra tan lograda el peinado y el maquillaje inmaculados y el proceso digital con uno de esos programas informáticos que, antes que «retocar», pareciera que recrean o reinventan la realidad, la imagen que procesan. 

Frente a la tienda de muebles hay un paradero de autobuses, por lo que el tránsito siempre es imposible, lo que me permitió durante mucho tiempo mirar largamente el cartel desde la ventanilla. Un día, el enorme cartel desapareció.

Sentí un sobresalto. Supe en ese instante que algo había cambiado para siempre, el mundo se empobreció, algo se había perdido sin remedio. El escaparate de la tienda era un paisaje desolado en el que sólo había muebles para baño.

La poesía vino a mí para consolar mi desasosiego. Recordé «Tabaquería», de Fernando Pessoa, uno de esos poemas que pueden definir una vocación, arruinar una vida, o desatar una depresión: una rotunda lección vital y una lúcida reflexión sobre el pesimismo de la que no hay manera de salir sin daño.

En «Tabaquería», el poeta cuenta que vio por su ventana al dueño de la tabaquería de enfrente. Y sentencia así, en la versión de Octavio Paz: «Él morirá y yo moriré. / Él dejará su rótulo y yo dejaré mis versos. / En un momento dado morirá el rótulo y morirán mis versos. / Después morirá el planeta gigante en donde pasó todo esto...»

Seguramente será así, pero ahora yo sólo sé, con un símil notable y profundo desconsuelo, que vi morir el cartel publicitario de una tienda de muebles para baño. 

15 de diciembre de 2021

Tu mirada

Dónde comienza como un río infinito tu mirada,
el puente de luz y color que, en un viaje sin fin,
abate visillos y cortinas y persianas,
abre puertas y ventanas y revela tu presencia.
Como un torrente, se abre paso y me muestra,
transparente, los espacios y las formas,
los colores de lo efímero suspendido: sorprendido,
y de la solidez de lo iluminado.
Me enseñas de nuevo a ver el mundo.

Toda tú estás ahí, en tus ojos.
Tu mirada, como un velamen contra el viento,
revela de golpe una verdad, un paraíso,
una certeza, un deseo. Tu mirada tiene alas.
Pausada se posa y pasa, encendida en vuelo,
en luz, a otra imagen dulce, fugaz, alada.

9 de diciembre de 2021

Tu nombre

Pienso en ti y digo: uvas, paloma, tierra,
y estas palabras no te abarcan.
Sueño contigo y susurro: mar, luna, arena,
y estas tampoco te llaman.
Lanzo al viento la palabra que habitas y te nombra.
Me estremezco: te revelas.
Te siento viva, temblar entre mis labios.

8 de diciembre de 2021

Niebla

Aquí, este muelle de madera;
Allá, la línea oscura, lejana y frágil: colinas;
En medio, se dibujan los pliegues del mar plomizo;
A la izquierda, imaginada, la mitad de un puente
que salta entre las nubes;
A la derecha, veleros, una isla, el mar vivo:
las figuras del horizonte emergen del frío.
Tierra, cielo y mar, todo es niebla,
en la bahía de San Francisco. 

7 de diciembre de 2021

Redención

Si me evocas todas las cosas
y esta habitación está impregnada de ti
y el mundo es un circo cruel
(el amor es como un trapecio sin red),
verteré en el lavabo tu perfume,
quemaré tus fotografías,
seguiré puntual el manual de instrucciones
del aspirante al olvido.
Ocuparé tu espacio con una lámpara encendida,
cambiaré los cuadros y los muebles,
clausuraré tu rincón favorito.
Desecharé sin piedad todos esos discos que cantan tu nombre,
prescindiré de los libros que leíste y de la pluma que me regalaste.
Romperé tus cartas aunque quede sin identidad.
Si tú y yo ya no comeremos queso ni beberemos vino,
si no vibraremos con los mismos versos del poema,
si no miraremos el mismo colibrí, entonces,
si he de vivir sin ti, he de vivir sin nada.
Si no he de decir tu nombre, menuda, como ayer,
(como ir en francés para conjugarlo en segunda del plural),
cambiaré mis hábitos, mis costumbres,
dejaré el café por el té de manzanilla.
En realidad, iré más lejos,
voy a desterrar de los mares el color de tus ojos.

Te advierto que voy a olvidarte,
voy a salirme de mí porque aquí estuviste.
Te concederé la gracia de una sola página en blanco,
y si persistes -en tu contumaz ausencia- en habitar todas las cosas,
entonces apagaré la luz, el fuego y todas las estrellas fugaces,
saldré sin llaves y cerraré la puerta, y aun así
(lo sé, lo sé, no hay remedio: sólo tú podrías redimirme)
me harás falta en las calles sin rumbo al caer la noche.

6 de diciembre de 2021

Insomnio

El insomnio se impone al caer la noche, antes de dormir, incluso horas antes de meterse a la cama. Se instala al final del día cuando uno recuerda o confirma que -a pesar del cansancio y la necesidad del sueño- la vigilia y la alerta, la amarga relación con los peores pensamientos y ocurrencias disparatadas se extenderán por las calladas y oscuras horas de la noche. 

Pareciera que se acude a una cita, que se cumple un rito o se celebra una infausta ceremonia. Es posible llegar rendido a la cama, apenas tener tiempo de apagar la luz y posar la cabeza en la almohada antes de conciliar el sueño. Y luego, una o dos horas después, despertar en medio de la noche y al tomar consciencia de la realidad uno puede vivir por un instante en el vértigo y el horror que debe sentir un náufrago en medio de la noche. 

El insomnio puede ser el peor encuentro con uno mismo. Un auto de fe, un desgastante ejercicio inquisidor en el que uno es el juez y el acusado. Sin duda, es la hora propicia para un examen de conciencia, para el recogimiento, y tendría que preguntarle a un creyente si es un momento propicio para la oración. En cambio sé, que los problemas nunca son tan graves y las soluciones se perciben tan lejanas. 

Abrir los ojos en la madrugada de manera recurrente nos permite reconocer con maestría cómo se recortan los objetos de la habitación por la tenue luz de la calle que se cuela por la ventana. Es la hora de acomodar la almohada, de cerrar los ojos y ensayar posiciones de uno y otro lado, boca abajo, boca arriba (alguien me dijo hace años que sólo los muertos duermen en ésta posición), de buscar conciliar el sueño con un mantra, con una canción, contando perros, ovejas o burros. 

No sé si levantarse y deambular por la casa como alma en pena es una buena idea. Tampoco me lo parece encender la luz y el televisor y empezar a ver una película a las cuatro de la mañana. Creo que sería mejor tomar un libro, y admito que la música (un cuarteto de cuerdas) puede ser más nítida y dulce y profunda a esa hora de absoluto silencio y ensimismamiento. 

El insomnio es el desasosiego, y no es difícil convencerse de que es una forma del castigo. Un insomne sufre su mal. Sé que un poeta ha escrito un libro en prosa, ha pretendido hacer literatura desde el insomnio y sobre éste. Algunos creen que puede ser un tiempo fecundo para la reflexión y la poesía, para el trabajo creativo. 

Borges nos advierte que «Funes el memorioso» es una larga metáfora del insomnio, y dice en «Las ruinas circulares» que sobre el personaje «la intolerable lucidez del insomnio se abatió sobre él». E. M. Cioran fue un insomne crónico, y con un poco de esfuerzo y empeño, en las horas robadas al sueño, podría configurarse una lista impresionante de las obras concebidas y ejecutadas en las madrugadas de insomnio. 

Quizá los insomnes, esos guardianes de la noche, permiten la armonía del orden el cósmico. Por eso nadie aprecia como ellos el alba, el tenue progreso de la luz hacia el día, antes de la salida del sol. El insomne que ve la aurora, se sabe condenado y bendecido de que al fin, muerto de sueño, sea ya la hora de levantarse a vivir la mañana de un nuevo día.

5 de diciembre de 2021

El orden secreto

Si digo que sopla el viento, el viento sopla y no lo sabe.
Si digo que vuelan los pájaros, los pájaros vuelan frente a la ventana
y no lo saben.
Cuando digo que llueve, no sé quién llueve, si la lluvia o las nubes
o el cielo son los que llueven (llover es un verbo impersonal).
Si digo que ya es mediodía, el sol brilla meridiano.
Si digo que bajó la temperatura, nadie se entera de que hace frío.
Pareciera que el viento y los pájaros y la lluvia y el sol y el frío
oyeron mis palabras, pero no me oyeron ni saben escuchar.
A ellos tampoco les importan las palabras.
¿Por qué, entonces, cae la noche y el gato se ovilla?
Sospecho de un orden secreto de las cosas.
Uno que regula las estrellas y el paso de las hormigas.
El vuelo suspendido del colibrí responde al metrónomo del perro
que agita la cola para salvar el mundo. Todo es muy extraño:
el sabor del mamey, la forma del humo, el color del vino.
Lo digo en voz alta, y pareciera que el sabor del fruto es más dulce,
y el humo se deshilacha y el vino sabe a frutas, humo y tierra mojada. 
Hay un orden secreto que gobierna el cosmos,
con más leyes de las que imaginó Newton.
Ya lo sabían Platón y Borges (el nombre es arquetipo de la cosa),
tal vez hay un vínculo oculto entre las palabras y las cosas.
Y de pronto no sé qué me gusta más: la rosa o la palabra rosa.
El mundo y sus seres y meteoros devienen y suceden.
Pero aunque no lo saben, las palabras les dan un orden,
los iluminan y los nombran y los cantan.

4 de diciembre de 2021

Envejezco

Cuando mi padre tenía la edad que ahora alcanzo, me parecía un hombre viejo. No tenía la salud que yo gozo; enfermo y avejentado, me parecía muchos años mayor, un hombre de edad provecta, que debe recibir atenciones, cuidados y aun gozar de privilegios en la sociedad. No todos tienen el claroscuro privilegio de mirar envejecer a los propios padres, pero uno casi nunca se mira en ese espejo. En ese deterioro cuyo desenlace fatal sólo es cuestión de tiempo.

No puedo saber si luzco como yo lo veía, y no hay manera de saberlo. A mi edad, me parecía rotundamente viejo. Hoy sé que no lo era. Que otros cumplen diez o veinte años, cada vez mayores, cada vez más viejos. 

El simple hecho de pensarlo, ya dice mucho del momento. Nunca me detuve a pensar cómo me vería de viejo, y uno piensa que estará allí, sin notar grandes cambios por el intercambio gentil y cotidiano de miradas con el que sonríe en el espejo. Cuando murió mi padre sólo tenía seis años más de los que ahora tengo. Paciencia, me digo, esto no es una carrera sino una posibilidad de goce y vida a cada momento. No hay prisa, me digo, no sabes cómo te verás cuando te sientas viejo. 

Es verdad, me siento joven, quiero decir, fuerte y con ánimo y me cuesta un poco creer que he llegado a los años que tengo. ¡Qué extraño asombro! Envejezco. Empiezo a envejecer, y por fortuna no sé sí lo haré por muchos años. Pero a fin de cuentas, el mecanismo es implacable y el fin sólo es una cuestión de tiempo.

3 de diciembre de 2021

Una lectora

Estaba por terminar el libro, y leía como si en ello le fuera la vida. Lejos del mundo, de lo que sucedía en el café, sin levantar la vista, apuraba las últimas páginas con avidez, precipitándose a su final.  Ensimismada, con una concentración perfecta, ciudadana única del país de su lectura, me pareció que respiraba al ritmo que leía. Con una mano sostenía el libro con firmeza, con la otra se levantaba el pelo de la cara. 

Como las orquestas alcanzan el cenit de su ejecución en los compases que desembocan en el final de una gran sinfonía, la lectora llegó a la última página con vigor olímpico. Devoró los últimos párrafos, se bebió de un trago las últimas palabras. (Recordé «Continuidad de los parques», acaso el más breve e intenso de los cuentos de Cortázar, en el que un lector es a la vez el personaje y al llegar al final de la novela encuentra su destino.) En el goce de terminar un libro también hay una pérdida, un duelo.

Cerró el libro y se quedó pasmada como si hubiera visto un fantasma. Absorta, seguía en otra parte, muy lejos, en el país de su lectura del que no era fácil volver. Levantó la cabeza como si emergiera a la superficie desde aguas profundas, reconociendo despacio el mundo, incrédula de volver al entorno del café o de haber salido del reino de su libro. Estaba ahí, pero seguía en otra parte.

Dio un trago al café frío y puso la taza en el plato con delicadeza. Tenía en el rostro el gesto de la incredulidad, del que no sabe cuál es andén o dónde está el sur; del que ya sabe algo que tal vez no le hubiera gustado saber, que las cosas no suelen ser, también en los libros, como uno espera. Estaba claro que la lectura había sido una gran experiencia. 

Guardó en el bolso el libro, forrado con una hoja blanca, y se fue. Aún conservaba ese aire de recién llegada, de extranjería en este mundo. En un instante desapareció. Supongo que leía una novela. Lo que yo hubiera dado por saber cuál era. Ni por un instante, tan ausente estaba, me hubiera atrevido a preguntarle quién era el autor, cuál era el título.