Hace sesenta años murió Alfonso Reyes. Y si la vida literaria de un escritor se mide por sus lectores y su huella en el tiempo, su enorme y monumental obra está por fallecer; me refiero al ámbito vital de las letras que nos mueven y conmueven (su obra seguirá siendo estudiada por académicos y filólogos que tal vez hagan de ella su objeto de estudio, el tema de su vida profesional).
La obra de Reyes puede ser también un indicador que revele el movimiento del gusto literario y el devenir del mundo en el último medio siglo. Basta pensar en los años sesenta para imaginar la enorme distancia que se abre entre el mundo de Reyes (clásico, elegante, lúcido, culto, formal y, sobre todo, deslumbrante en su inteligencia y erudición) y el río revuelto de nuestros días, plenos de frivolidades, intereses inconfesables, movimientos tan políticos como incorrectos y certezas tan frágiles y etéreas que no acabamos de conocerlas cuando ya se desvanecieron.
La obra de Reyes no es para estos tiempos (ya no se encuentran, incluso en librerías del Fondo de Cultura Económica, sus libros), y es imposible pensar a fondo en medio del ruido. Y también es muy difícil saber qué hemos perdido, qué podría darnos todavía, si casi todo es confuso y procaz y desechable.
Pero a pesar de todo lo que en esa obra prodigiosa ya no nos mueve ni nos ilumina, de todo lo que se ha quedado atrás, es imposible no sentir la orfandad de que algo irrepetible se ha perdido, algo se nos ha escapado.
En este Cuaderno de bitácora no hace mucho escribí:
«La obra de Reyes, lúcida e intensa como pocas, inteligente y erudita como ninguna, se desvanece acaso sin remedio (como las Humanidades y los estudios que cultivó). Reyes es ya un autor de museo, de filólogos, historiadores y gramáticos especializados, y a pesar de que sus obras completas, parte de su correspondencia y diarios están editados y a veces se encuentran en las librerías, casi nada le dicen ni mueven a los lectores de hoy. Reyes no tiene quien le lea.»
Sí. Alfonso Reyes ya no tiene quien lo lea. Y no puedo dejar de lamentar que algo muy valioso hemos perdido.
27 de diciembre de 2019
Alfonso Reyes: sesenta años
El café de la mañana
Hace dos días, como todas las mañanas, preparé el café en mi cafetera italiana. No puedo hacer la cuenta del tiempo, la memoria no me ayuda, pero tal vez es mi mejor aliada en la cocina desde hace más de veinte años.
Algo extraño sucedió en el proceso de todos los días. Olvidé poner café en la cafetera, y cuando bufó (de una manera extraña) sólo conseguí agua caliente. Me censuré por mi distracción y me apresuré con urgencia a poner café en el depósito de la cafetera para enmendar mi olvido.
Hoy en la mañana me olvidé de poner agua en la cafetera. Es una suerte que no me hubiera alejado mucho de la estufa, el bufido era más extraño (nada amigable, como suele serle cuando el café está listo). No olía a café recién hecho, sino a quemado, a algo expuesto al fuego sin piedad.
Apagué la llama, retiré la cafetera de la estufa, y antes de abrirla (estaba más caliente que nunca, con horribles manchas negras en la superficie plateada) supe cuál era el problema. Tiré el café en grano quemado, la lavé, y volví al procedimiento de cada día, de tantos años.
Hice el café de la mañana con la certeza inefable de que algo no estaba bien. Un día olvido poner el café, y al otro de poner el agua. No acabo de convencerme de que fueron descuidos, de que tengo la cabeza en otra cosa, que inicio algo y antes de acabarlo ya comencé otra acción.
También puedo decirme que es un problema de concentración, me distraigo y no pongo atención en lo que hago, y busco razones como pretextos y justificaciones: lo duro que ha sido el año, los problemas urgentes, lo que tendré que hacer en el día, las vicisitudes de un relato en proceso que me llama y me absorbe con la fuerza inaudita de la ficción.
No puede ser un problema de memoria, me digo. No puede ser que olvide de pronto cómo preparar el café de la mañana, si lo hago con solvencia y casi maestría desde hace tantos años, convencido de que el día no comienza antes de beber una taza.
No sé si debo preocuparme, pero el asunto no me ha dejado en paz en todo el día, sobre todo porque el café que al fin conseguí esta mañana tenía un gusto extraño. Tengo la sospecha de que eché a perder la cafetera, que no oculta las huellas de haber sido expuesta sin piedad al fuego. Guarda un lamentable olor a infortunio, a metal quemado.
Tengo la impresión de que mañana, muy temprano, cuando prepare el café, estaré a prueba, en un momento decisivo. No sé a qué temerle más, si al olvido de los pasos para poner la cafetera o al insufrible sabor del café quemado, a aceite funéreo dice un verso de César Vallejo.
No tengo opción, en ambos casos sé que algo grave ha sucedido, pero desconozco si es sólo un contratiempo o un signo inquietante, tan sutil como oscuro y amargo. También lamentaría haber echado a perder la cafetera, mi mejor aliada en la cocina, desde hace al menos veinte años.
25 de noviembre de 2019
Gringos en la ciudad
Conocí a David Lida hace unos años. Nos presentó mi amigo Ricky Pohlenz, y fuimos los tres a beber unos martinis (sin duda la idea fue de Ricky). Luego, David nos invitó a conocer su casa, en la colonia Condesa. Su fascinación por la Ciudad de México es única, su curiosidad, su genuino interés, su manifiesta simpatía por la cultura popular, la comida, el habla callejera.
A David, creo, lo tienen sin cuidado el tezontle, el mármol, las piedras, el concreto, el trazado urbano, la arquitectura. A él le gusta la gente, conocerla, descubrir modos de vida y de pensar tan distintos y lejanos de su natal Nueva York.
¿Qué hace aquí? Es una buena pregunta, y es una lástima que no lo frecuente, porque no dejaría de interrogarlo hasta averiguarlo todo. Pero algo muy fuerte lo retiene, al punto que ya tiene pasaporte mexicano, y si la ciudad emitiera uno está claro que lo merecería por derecho propio. Desde aquel primer encuentro me pareció que David sería el espía perfecto. Su franca conversación sería ideal para conseguir, en su condición de gringo simpático, cualquier información que solicitara.
Como neoyorquino del mundo, abierto y curioso, autor sensible a otros países y culturas, me hace pensar en el gran Henry Miller. David ha escrito sus crónicas y aventuras callejeras en revistas y diarios desde hace muchos años, y las ha reunido en al menos dos libros (Travel Advisory y Las llaves de la ciudad), que nos invitan a los habitantes de la Ciudad de México a mirarnos con ojos nuevos.
He recordado a David porque Kristian Cowden pareciera seguir sus pasos. A ella, tejana, la frecuento en las aulas, y en unas cuantas conversaciones he comprobado que padece el mismo mal que David: una fascinación incondicional por una ciudad cuyas contradicciones y problemas son tan grandes como sus encantos y maravillas.
He encontrado a Kristian en la calle y me ha hablado en un castellano increíblemente fluido y preciso (tiene cuatro años de haber llegado a la ciudad) de su proyecto de escribir un libro. De su pasión por la ciudad, de la vitalidad de su gente, de la energía y la violencia que percibe en las calles, del atractivo eléctrico y magnético que la ciudad tan diversa ejerce sobre ella, que se manifiesta no sólo en la vehemencia de sus palabras, también en el gesto de su cara, el movimiento enérgico de sus manos.
Kristian, sin duda, ha aprendido más palabras en las calles que en las aulas, y su registro del español que se habla de la Ciudad va de la lengua académica a la popular y callejera. Domina el habla culta y los giros y expresiones más ordinarias y vulgares con una frescura (tal parecida a la inocencia) que las enriquece y redime. La relación de Kristian con el español de México es más íntima y personal, más rica y profunda, que la de muchos hablantes nativos, si es que esto es posible.
De pronto, me doy cuenta que conozco a dos estadounidenses fascinados por mi ciudad, que viven aquí y escriben sobre ella. No sé si esto signifique algo para mí, pero tengo una corazonada. David y Kristian no se conocen, pero estoy seguro que acabarán por encontrarse por las calles de la ciudad, tal vez por sus escritos. Y se preguntarán sobre el poder telúrico que esta ciudad/monstruo, amada y odiada, ejerce sobre ellos. Estoy seguro de que, al reconocerse, tendrán mucho que decirse.
10 de noviembre de 2019
Furia de otoño
2 de noviembre de 2019
Joven abuela
(te diría que más de media vida),
Valoro lo jóvenes que entonces éramos
(tú, incluso, dos años más).
22 de octubre de 2019
Saramago vs Morrison
José Saramago cuenta en Cuadernos de Lanzarote (1993-1995), un diario de aquellos años, en un apunte del 7 de octubre de 1993, que el Nobel ha sido para una «escritora norteamericana negra, Toni Morrison [...] su nombre me era totalmente desconocido. Pero valorando las declaraciones de la premiada y por lo que he podido saber ahora de su vida, el premio ha sido muy bien dado». Y da a entender que buscará sus libros.
Al parecer, el entusiasmo por la literatura de Morrison le duró poco. En un apunte del 18 de febrero de 1994 dice:
«Lo imposible continúa aconteciendo. En la novela Jazz de Toni Morrison hay un personaje que mata a la mujer a quien amaba. Por amarla demasiado, explicó. Parece absurdo, pero los novelistas son así, ya no saben qué más inventar para captar la fatigada atención de los lectores. Estas cosas, en la vida, no suceden. Suceden otras.»
Saramago no cree que una persona o un personaje (no es lo mismo; y el terreno es resbaloso para esas confusiones) mate a quien amaba. Y luego explica lo que sí sucede en la vida:
«Ahora, en Francia, un muchacho de veintipocos años preguntó a su novia, más joven que él, si sería capaz, para probar su amor, de matar a una persona. Ella respondió que sí. Ocurría esto en un café. En una mesa cerca estaba otro chico, éste de dieciocho años. Los novios entraron en conversación con él, poco después era como si fuesen amigos de siempre. Ella, con señales que hasta un ciego entendería, empezó a seducir al muchachito. Salieron juntos. A cierta altura ella dijo al novio: "No vengas con nosotros. Nos vamos al jardín". El de dieciocho años adivinó la aventura fácil y se fue con la chica. En un rincón escondido ella sacó una pistola del bolso de mano y mató al muchacho. Toni Morrison no sabe nada de la vida. Lo imposible sucede siempre, sobre todo si es horrible.»
Tal vez Morrison no supiera nada de la vida. Pero Milan Kundera (El arte de la novela, Vuelta, 1988), que estaba a un lado, al menos en mi biblioteca, como si estuviera en la mesa contigua de un café y hubiera escuchado el regaño a Morrison, le dice a Saramago que es él quien nada sabe sobre la novela:
«Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskólnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la realidad sino la existencia. Y la existencia no es lo que ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere decir: "ser-en-el-mundo". Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje como a su mundo. En Kakfa, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano.»
La lección de Kundera merece nuestra atención. Reconozcamos de una vez que la novela se ocupa de lo que sucede, puede o podría suceder. Entonces, el personaje de Morrison sí puede matar a la persona que ama, es una posibilidad de la existencia. Mientras Saramago concibe la novela atado a la historia (crónica), a una limitada concepción de la verosimilitud que admite lo que sucede y podría suceder pero rechaza (por estrechez o prejucios) lo que cree que no puede suceder.
Repensar las obras de estos autores bajo esta premisa no es un ejercicio vano. Todo lo contrario. Dos concepciones opuestas de la función y posibilidades de la novela arrojan luz sobre la obra de los dos nobel, la obra de Kundera y la novela en general. En la novela sucede lo que acontece por obra y gracia de un novelista, incluso que un personaje mate a la mujer que amaba por amarla demasiado, aunque otro novelista no lo crea posible. No es fácil de aceptar, pero hay que admitir que ese crimen es una posibilidad de la existencia.
Morrison sí sabía lo que escribía, que la novela examina las posibilidades, la potencia de lo que puede ser, las inagotables experiencias de la existencia humana.
21 de octubre de 2019
Borges y Reyes
Se conocieron cuando éste era el embajador de México en Argentina, a fines de los años veinte. Si sólo escribo la palabra «Borges», sin sus nombres de pila, no hay equívoco posible; si sólo escribo «Reyes», no estoy seguro de que se reconozca a quien me refiero, con la misma certeza universal.
Borges y Alfonso Reyes cultivaron una amistad intensa, epistolar durante muchos años, hasta la muerte de Reyes, sustentada en la simpatía, en su implacable amor por los libros, y en la mutua admiración.
Borges consideraba a Reyes el mejor estilista de la lengua; Reyes correspondió a la altura, e hizo de su amigo un protagonista de su tertulia, célebre en Buenos Aires y más allá. Borges dice en un poema uno de los más grandes elogios posibles a un contemporáneo (Reyes era diez años mayor) al que consideraba su maestro:
«Reyes, la indescifrable providencia / Que administra lo pródigo y lo parco / Nos dio a los unos el sector o el arco, / Pero a ti la total circunferencia. / Lo dichoso buscabas o lo triste / Que ocultan frontispicios y renombres:/ Como el Dios de Erígena, quisiste / Ser nadie para ser todos los hombres.»
Fama y gloria aparte, vanas y engañosas, díscolas y esquivas, Borges es un autor leído y traducido en todo el mundo, celebrado y comentado; tiene imitadores y continuadores, parodiadores, seguidores y enemigos. Parece que la obra de Reyes, y con ella su nombre, su memoria y su legado, se aproximan al olvido.
La obra de Reyes, lúcida e intensa como pocas, inteligente y erudita como ninguna, se desvanece acaso sin remedio (como las Humanidades y los estudios que cultivó). Reyes es ya un autor de museo, de filólogos, historiadores y gramáticos especializados, y a pesar de que sus obras completas, parte de su correspondencia y diarios están editados y a veces se encuentran en las librerías, casi nada le dicen ni mueven a los lectores de hoy. Reyes no tiene quien le lea.
Acabo de visitar la llamada Capilla Alfonsina, la casa de Reyes en la colonia Condesa en la Ciudad de México, que funciona como museo (aguarda la hora de una intensa y necesaria, más: urgente renovación museográfica, además de la digitalización de los miles de documentos) con un grupo de jóvenes que inician sus estudios de letras. Esa generación nació cuarenta años después de la muerte de Reyes: unos pocos tenían alguna referencia, la mayoría no sabía quién fue Reyes: ninguno lo había leído.
Hugo Hiriart, con perspicacia, se dio cuenta de ese asimétrico contrapunto entre dos escritores, de los dos extremos geográficos americanos de la lengua, que representan dos puntos brillantes y fijos en el cosmos literario de la lengua.
En El arte de perdurar (Almadía) Hiriart busca y explora las razones del auge o éxito borgiano y el declive de Reyes. Dice que Reyes tuvo «maestría» pero no «representatividad», y no logró personalizar su conocimiento y erudición. Borges, en cambio, hizo de Borges su primer personaje e hizo una literatura luminosa y singular.
Aunque su libro ya sea imprescindible para el tema, las razones de Hiriart no acaban de convencerme. No le falta razón, pero no termina de explicar ese abismo en la recepción de las dos obras, a las que apenas les encuentro puntos de comparación.
Creo que son obras muy distintas. Reyes fue un maestro que enseñaba Grecia y retórica, gramática y filología, además de cultivar la poesía y escribir algunos relatos, que no gozan del encanto de los de Borges.
Reyes fue un humanista que cultivó el ensayo duro, el artículo profundo, que nunca interesaron al lector común. Los ensayos más ambiciosos de Borges se leen, lo he visto, como ficciones. El cultivo ejemplar de la lengua es una característica que comparten, sin embargo sus obras han transitado por senderos que se bifurcan. Reyes cultivó como pocos la erudición; Borges, la imaginación.
Existe un tomo con la correspondencia entre Reyes y Borges. Valdría adentrarse para conocer las opiniones y comentarios de sus obras, su acompañarse en sendas aventuras intelectuales a lo largo de poco más de treinta años. Como muestra basta una carta:
En una fechada en Buenos Aires el 14 de marzo de 1957, Borges se dirige a Reyes como «querido maestro y amigo» y le anuncia el envío del «primer número de La Biblioteca, inferior, como todas las obras humanas, a nuestras esperanzas». Luego promete el envío de un ejemplar del «trabajo didáctico sobre Lugones que hice con Bettina Edelberg».
En su correspondencia no faltan los comentarios bibliográficos, las noticias de envío de ejemplares de sus obras y comentarios sobre libros. Si la Biblioteca era el universo, sabían que en el firmamento brillarían con luz propia las estrellas, sus mismos escritos, que ellos sumaban a esa galería infinita.
Al final de la carta aparecen las menciones de amigos y algo personal, un toque de vida: «El País y yo lo extrañamos minuciosamente. Mis ojos no me dejan escribir y tengo que dictar esta carta y borrajear, acaso ilegiblemente, esta firma.»
Y bajo una firma en la que sería muy difícil reconocer las palabras «Jorge Luis Borges», una postdata, una línea, que es toda la carta: «La lectura de su obra es una de mis grandes alegrías.»
Borges sabía, y habrá que decirlo una vez más: el fin es el olvido. Pero, ¿qué pensaría del destino de la obra de su amigo y maestro, al parecer sin redención, condenada e ignorada, como caída en un pozo insondable, esa que era una de sus grandes alegrías?
13 de octubre de 2019
El país del alma
9 de octubre de 2019
Los nobel de literatura
Se dice que Ernest Hemingway dijo que Alfred Nobel había inventado dos artefactos explosivos: la dinamita y el premio Nobel de Literatura. El segundo se caracteriza, con frecuencia, tras la vistosa explosión, por incinerar a los galardonados en sus propios fuegos de artificio.
Casi la mitad de los ungidos por la Academia sueca sucumben ante la maldición escandinava que los condena al silencio y el olvido. Borges, en su sabiduría, comprendía que ese es el fin, pero a él no lo olvidaremos, tal vez porque el desdén, mitad desprecio, mitad olvido que le impuso la Academia lo libró de aquella maldición.
Si un lector curioso llegara a la librería mejor surtida y pidiera, con la lista en la mano, un libro de cada uno de los premios nobel de literatura, se encontraría que decenas y decenas de ellos, casi la mitad, ya están fuera de catálogo, sus libros no se traducen, no se reeditan, no circulan. Han desaparecido como si no hubieran existido. La muerte literaria es más letal y definitiva que la muerte misma.
Una cuarta parte de los sobrevivientes a la maldición viven en un limbo, en una suerte de purgatorio a la espera de una resurrección gracias a un editor audaz o un suceso que permita exhumar una obra que pronto podría ser devorada por el polvo del tiempo. Han sido víctimas de los efectos terribles de los fuegos de artificio, de la dinamita fulminante que devora obras que deberían refulgir por siglos, al menos más allá de la ceremonia de premiación presidida por el rey de Suecia.
El otro veinticinco por ciento sobrevive a la maldición, son autores conocidos y estudiados en el mundo entero, sus obras están disponibles en las librerías; no tiene sentido enumerar a los grandes cuyos libros reposan en los estantes de las bibliotecas personales y que, a veces, hasta son leídos.
Y no vale la pena hacer una lista severa y exhaustiva de los errores y omisiones, pero es imposible dejar pasar que han sido despreciados, junto a Borges, Tolstói, Chéjov, Proust, Joyce, Woolf, Yourcenar, entre otros muchos campeones absolutos (Kakfa no cuenta, murió casi inédito). Por cada escritor premiado cada año no es difícil encontrar al menos otros cinco de igual o mayor mérito. Si fuera posible alcanzar un consenso mínimo, esa lista de sus omisiones imperdonables, con esa otra de sus pifias monumentales, podría dinamitar el prestigio de la Academia o a la Academia misma.
Los egregios miembros de la Academia, hasta el año 2018, han posado su mirada once veces en autores que celebran la llamada lengua de Cervantes. Un cifra que no está nada mal si consideramos su chovinismo y su descarado favoritismo por autores estadounidenses y franceses. No seré el primero en decir que Reyes, Carpentier, Lezama Lima, Rulfo y Cortázar también podrían haber sido premiados, pero tal vez es mejor así: a ninguno de ellos le ha caído la maldición y todos son leídos y publicados, incluso en otras lenguas.
De esos once, cinco son españoles: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989); dos chilenos: Gabriela Mistral (1945; la única mujer de nuestro dream team) y Pablo Neruda (1971); un guatemalteco: Miguel Ángel Asturias (1967); un colombiano: Gabriel García Márquez (1982); un mexicano: Octavio Paz (1990), y un peruano: Mario Vargas Llosa (2010), que también tiene pasaporte español.
Casi todos están vivos literariamente. No tengo una idea clara de la vigencia literaria de Jacinto Benavente, pero sé que José Echegaray está rotundamente muerto, por los siglos de los siglos. Lo escandaloso no es el silencio y olvido, sino que alguna vez haya sido reconocido. Al parecer, su teatro tuvo éxito en Madrid en el último cuarto del siglo XIX, del que no debió de haber salido.
Echegaray es uno de esos premios nobel justamente olvidados. Sus libros no se editan, sus obras no se representan, pero su nombre está inscrito entre los elegidos de los suecos. Pero don José tenía otros talentos. Como dramaturgo fue el mejor matemático de España de su tiempo, y fue ingeniero y político y ministro de Hacienda y Fomento.
Algunos de sus contemporáneos, como Clarín y Pardo Bazán, que lo consideraban un autor mediocre, no dejaron de mostrar su asombro por el premio sueco; desde entonces era visto como un autor decimonónico de regular talento.
Echegaray es, de los galardonados que han escrito en español, el ejemplo perfecto de esos nobel cuyo éxito literario duró lo que los fuegos de artificio. Uno más entre esa larga lista de cincuenta o sesenta nombres, de buenos y dignos autores, que por extrañas y suecas razones no han permanecido en el canon, en el gusto literario. No todos ellos son desdeñables, por supuesto que no, pero sus obras no pudieron conservar el entusiasmo y admiración de las sucesivas generaciones de lectores, críticos, editores y profesores.
La Academia pronto anunciará al nuevo ganador (que este año distinguirá a dos escritores). Como ya sabemos que el Premio Nobel no otorga ni garantiza la gloria ni la inmortalidad literarias, tal vez la apuesta, aunque a largo plazo, sería, antes que acertar quién ganará el premio, saber si ese nuevo galardonado será una estrella fija en el firmamento de la literatura o una simple estrella fugaz en una fría noche de diciembre en Estocolmo.
6 de octubre de 2019
Aspirante al Olimpo
27 de agosto de 2019
La vida y el caos
La vida tiende al desorden, al caos. Una mañana cualquiera uno se queda dormido y llega tarde al trabajo. Otro día, justo antes de salir a tiempo, se tira el café caliente en la camisa blanca. También, a veces, se acaba el gas, la computadora se queda sin batería a mitad de un documento urgente o las llaves no aparecen por ningún lado. Y todo esto tiene desagradables consecuencias.
Si uno no va de compras, lo lamentará a la hora de la cena o no podrá lavarse los dientes con dentífrico. Si uno deja de fregar los trastos dos días no sólo no encontrará un vaso limpio para el siguiente desayuno y tendrá más que un montón de platos y ollas sucios: habrá erigido por omisión una versión doméstica del caos, sin contar la asombrosa fila de hormiguitas que va de la ventana al fregadero.
Corremos cada día para cumplir con lo urgente y lo necesario. Si bajamos la guardia, si dejamos un día de luchar contra esa tendencia al caos, el coche se queda sin gasolina, la casa sin luz, el perro sin comida. A veces, aun con gasolina, el coche no arranca, o choca el taxi o quedamos detenidos en un embotellamiento o varados por un apagón (quedar atrapado en un elevador es una pesadilla común y colectiva).
De vez en cuando el banco se queda sin sistema y uno no puede hacer el pago urgente, el cajero automático se traga la tarjeta y uno tiene que contar las pocas monedas que le quedan en el bolsillo para acabar el día. Uno viaja durante noventa minutos de una punta a otra de la ciudad y ya sobre la hora se entera que la cita, esa reunión tan importante a la que iba, ha sido cancelada.
Alguien más no cumple con los plazos y horarios y uno se queda con las manos vacías, sin aquello que tanta falta hace en ese momento. Y acudir a una oficina a realizar un trámite puede ser el equivalente de la antesala de un día en el infierno. El día que uno no lleva paraguas, en el que no debería llover, puede acabar empapado hasta el alma. Sí, la vida es una sucesión interminable de contratiempos.
Pareciera que apenas hacemos algo más que cuidar ese precario equilibrio. Cada uno es un Atlas que vive para sostener su pequeño mundo, que a cada instante amenaza con venirse abajo. Cada día es fasto y nefasto (piedra negra o piedra blanca), una aventura cotidiana en la que nos suceden hechos imprevistos, éxitos y fracasos, descubrimientos, alegrías y desdichas, encuentros y desencuentros, sin contar los accidentes y las pérdidas trascendentes.
Pero también es cierto que a veces nos arrolla la alegría; de pronto nos sorprende la Belleza, y una mujer desconocida y que seguramente no volveremos a ver nos sacude y estremece (el efecto dura un momento, el resto del día, a veces toda la vida, como le sucedió a Dante cuando encontró a Beatriz).
Sin un plan ni cita en la agenda, un día escuchamos por primera vez una música, la obra de un compositor que ya nos acompañará toda la vida, y lo mismo nos sucede con los versos ya imprescindibles de un poeta que ayer nos era desconocido.
Todos los días, en desorden, a destiempo, nos suceden cosas estupendas y memorables. Sin saber cuándo ni cómo, conocemos a alguien que tendrá un lugar relevante en nuestra vida; crece una amistad, y un día, en un encuentro tan inesperado como luminoso encontramos el amor.
La vida es caótica: es muy difícil que un día termine sin sobresaltos, cambios, situaciones adversas, instantes estupendos y felices hallazgos. La vida es imprevisible e impredecible, espontánea, y sólo sabemos con certeza que un día acabará. Nos da y nos quita a cada instante. Todos los días nos suceden hechos y situaciones que no habíamos considerado.
En Annie Hall, poco antes del fin de la película, Woody Allen dice que buscamos que los diálogos, las historias, los amores sean perfectos en el arte, en el cine, en la literatura porque en la vida real no lo son. Antes todo lo contrario, y sostiene que las relaciones humanas son desastrosas y que encontrar una pareja en verdad feliz es un hecho atípico, fuera de orden porque casi siempre se impone la fragilidad, el egoísmo o un acuerdo de convenciones.
Supongo que es así porque como individuos, a fin de cuentas aislados, solos, con nuestro caos personal y destino, somos poco más que «peces del aire altísimo», como escribió José Gorostiza.
La vida, el mundo cambia a cada instante (la marcha del segundero en el reloj es el testigo que no cesa de decirnos que todo es fugaz y efímero), y eso que llamamos vivir tal vez no es mucho más que tratar de mantener en orden un universo que, como las olas, está en perpetuo movimiento, se levanta y cae, muta sin pausa ni sosiego una y otra vez sin fin.
Acaso somos como Sísifo, y nuestra razón de ser es llegar al final de la jornada sin derrumbarnos, agotados, abrumados por las desventuras y las adversidades, y eso que llamamos vivir es luchar sin tregua contra el desorden y el caos de bolsillo que a cada quien, a su manera, la vida nos impone cada día.
23 de agosto de 2019
Correspondencias: Durrell y Cortázar
También es así con las personas, y con las ciudades. Encontramos similitudes, equivalencias, puntos de encuentro, atributos que son muy difíciles de compartir con otros si no tienen trato con esas obras, personas o ciudades. Y esto sucede muy lejos de la objetividad, al margen, incluso contra ella. Antes nos apoyamos en recuerdos deformados, en lo que la memoria recupera y altera o enriquece, también en lo que deja a un lado y que más vale no examinar. Son instantes, situaciones, trozos de conversaciones, certezas sin evidencias que vuelven y se incorporan en el presente y descomponen la realidad, la distorsionan porque inciden de pronto en nuestros gestos y actos. La literatura se inserta en la vida.
31 de julio de 2019
Desencuentros
En enero de 1937 Marguerite Yourcenar visitó en Londres a Virginia Woolf. Se vieron, al parecer, para revisar la traducción que hacía al francés de esa novela admirable, obra maestra absoluta llamada The Waves (Las olas).
Se reunieron una sola vez, y no parece haber sido el gran encuentro. Ambas, sin embargo, muy formales, dejaron unas palabras sobre su entrevista. Virginia Woolf, en el punto más alto de su vida, señora de la novela inglesa, escribió casi con soberbia en su diario, en la entrada del 23 de enero de 1937, sobre su joven traductora:
«No tengo tiempo ni espacio para describir a la traductora, salvo para decir que llevaba unas lindas hojas de oro en el vestido negro; es una mujer que supongo oculta algo en su pasado; dada al amor; intelectual; vive la mitad del año en Atenas; es parte del grupo de Jaloux; de labios rojos; tenaz; una francesa trabajadora; amiga de los Margerie; prosaica [...] se trata de una señora o señorita Youniac. No es ese su nombre».
Marguerite Yourcenar, como si hubiera leído ese apunte, escribió: «En las tinieblas de un salón iluminado apenas por el fulgor del hogar, miraba perfilarse en la penumbra aquel pálido rostro de joven parca apenas envejecida [...] uno de los cuatro o cinco virtuosos de la lengua inglesa».
Tal vez no debería decepcionarnos que dos autores de inconmensurable talento tengan un gran desencuentro; al contrario, podría ser lo normal si el recelo, la desconfianza y el ego gritan que están frente a alguien capaz de hacerle sombra. Acaso es natural mirar como un rival a alguien de su propia estatura literaria.
Pero no deja de ser una pena, y hubiera sido espléndido que alguna de ellas, o un imposible testigo, hubiera dejado por escrito el testimonio de una gran conversación irrepetible, en la que el genio, la cultura y la poesía se impusieran sobre pequeñas mezquindades. Sí, fue un gran desencuentro.
Al parecer, así lo cuenta la leyenda, Joyce y Proust se vieron una noche en París, y algún comentario dice que se fueron en el mismo taxi. Tal vez, como no hubiera dejado de señalar Beckett, viajaron en silencio. No se dijeron nada, ni una palabra. Quizá un buenas noches al bajarse; de lo que no tengo duda, si ese encuentro sucedió, es que el taxi lo pagó Proust.
Como en el desencuentro Woolf-Yourcenar, puede ser que la genialidad de ambos y dos concepciones tan distintas de la literatura entorpecieron el diálogo, la posible conversación fluida en la que no puedo imaginar qué hubieran podido decirse, y mejor no saber si sólo se dijeron banalidades.
Releí hace poco Memorias de Adriano, por segunda vez, y me gustó tanto como mi primera lectura, hace muchos años. Aquel encuentro fue deslumbrante: me abrió los ojos a un mundo desconocido. Luego, me asombré. Ahora el asombro permanece, me sigue gustando esa fusión impecable de imaginación e historia, el binomio Adriano/Yourcenar, y surge una serie de preguntas que van del ejercicio del poder a Roma, del emperador al enamorado, del aspirante a sabio frente a su frágil condición de hombre ante su muerte.
Ante esa pregunta que es una tortura sobre los libros que uno salvaría o se llevaría a una isla, no dudo en llevar esa novela admirable, obra maestra absoluta de Marguerite Yourcenar llamada Memorias de Adriano.
Julio Cortázar tradujo al español Memorias de Adriano, y más de una vez me he preguntado cuál era su relación con el libro y con su autora. En su Obra crítica (Obra completas VI) sólo hace un par de menciones circunstanciales, al paso: «en mi juventud viví tiempos de delicia mientras traducía libros como Mémoires d'Hadrien.»
En los cinco gruesos volúmenes de sus cartas, Yourcenar tampoco aparece salvo en el tomo dos; en una carta a Damián Bayón del 15 de enero de 1955 escribió: «En estos días empiezo a traducir para Sudamericana las Mémoires d'Hadrien. Te lo digo porque sé que te gustará saber que está en mis manos. Lo leí en Italia, el año pasado, y me entusiasmó (más que a Aurora, que lo encuentra retórico). La traducción plantea problemas pavorosos, pero no creo que ninguno sea insuperable; hay que andar despacio, repitiendo un poco la actitud de la autora, que debió escribirlo pesando y paladeando cada frase.»
Cortázar le dijo a Elena Poniatowska en una entrevista: «La editorial Sudamericana, justamente en el
momento en que me fui de Argentina [1951] me dieron elegir entre unos cuatro
libros; vi las Memorias de Adriano que había leído en francés y me había
fascinado, y le pedí y exigí a la editorial un plazo largo para hacerlo, porque
sabía que ese libro había que hacerlo bien. Incluso empecé a trabajarlo en el
barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella, releí el libro, intenté
distintos enfoques de la traducción, la fui trabajando. La traducción de Memorias
de Adriano la hice en París, se publicó y la crítica siempre ha dicho que
se trata de una buena traducción. A Marguerite Yourcenar nunca la he visto,
salvo en una pantalla de televisión.»
Al parecer, no es escribieron. Y no conozco ninguna mención de Yourcenar sobre Cortázar o su traducción. Ella encarnaba la concepción del mundo y la estética de las que él luchó por abandonar y subvertir. La elegancia de la prosa, el estilo y las humanidades en el sentido clásico, que Cortázar estudió y gozó con provecho, representaban el punto de partida hacia otra literatura, despeinada a su modo, que aspiraba a sacudir y conmover desde una propuesta que sólo puedo llamar cortazariana.
Tal vez, si se hubieran reunido en 1955, cuando Cortázar no era el escritor ni el hombre que fue en la segunda mitad de su vida, cuando todavía la escritura de Los reyes, por ejemplo, con su belleza clásica, seguía vigente para él, hubiera sido un encuentro memorable. Ese era el momento, y no sucedió.
Claro, sin restarle peso al desinterés, Yourcenar vivía en Maine, en los Estados Unidos, y Cortázar en París. Haberse encontrado después, sobre todo cuando ambos ya habían sido maldecidos con la fama y la gloria literaria, que suele ser como una forma de la peste, seguro que esa reunión hubiera sido un desastre, otro gran desencuentro. Mejor así.
15 de junio de 2019
Sala de urgencias
Entré al hospital por mi propio pie y me dirigí a la sala de urgencias. Trataba de caminar lo más recto y erguido que podía, sin perder la compostura. Un dolor muy agudo en el costado izquierdo me había atormentado toda la tarde, me doblaba y me sacaba de quicio, me había obligado a vomitar bilis.
Era un domingo en la noche. En la sala de espera, ocho o diez personas conversaban y comentaban el accidente. Todos eran parientes de una mujer que ya estaba en manos de los médicos. Entré a la sala de urgencias y me hicieron muchas preguntas. Me tomaron la temperatura, la presión arterial, el peso. El dolor estaba muy cerca del umbral de lo soportable.
La doctora Ángeles confirmó el diagnóstico que me había dado la doctora Llarena. A las dos les bastó golpearme en la parte baja de la espalda para saber, por mi reacción, que muy probablemente tenía una piedra en el riñón izquierdo.
Me ingresaron, me pusieron esa suerte de bata lamentable. Me pusieron suero (estaba deshidratado) y dieron analgésicos por vía intravenosa. Recordé el inicio de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, uno de mis libros favoritos. Dice Adriano, es decir, el dueño del mundo, en versión de Julio Cortázar: «Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre.» Yo era apenas un poco más: tenía una piedra en el uréter.
Acostado en una camilla, estabilizado, recordé también que Montaigne padecía también el mal de piedra y que llevaba con ejemplar estoicismo su mal, y comprendí el sentido profundo de la sabiduría de Epicuro: la felicidad es la ausencia de dolor.
Todo era como en las películas o las novelas. La sala de urgencias podría haber sido un plató. Las paredes blancas, el instrumental y el mobiliario, las enfermeras que venían a sacarme sangre o a tomarme la presión. Atrás de mí, tras una leve cortina, una mujer se quejaba, había tenido un accidente. Pronto la llevarían a hacerle exámenes o una cirugía. Pasó junto a mí y no volvió. Del otro lado, un hombre se quejaba. Luego, dejó de quejarse. Se fue o lo llevaron a otro lado.
Desde mi rincón, veía un reloj que no daba la hora. Traté de pensar qué podía decirme un reloj sin tiempo en una sala de urgencias. Su avería contrastaba con la asepsia y la eficiencia, con la blancura y la luz intensa, los olores del hospital.
Escuché el llanto de un niño. Luego, frente a mí, a la derecha, en ángulo vi a Miguelito, de dos años; se había caído, no de una gran altura pero lo suficiente para darse un fuerte golpe en la cabeza. Tenía la frente abierta, una herida que sangraba. Sus papás, unas pareja joven, lo consolaban. Él era amoroso y dulce. Ella estaba nerviosa y preocupada.
A las dos médicas que lo atendieron no les importaba la herida, querían saber si no habría otra lesión en la cabeza por el golpe. Hablaban de radiografías y tomografías, de lo importante que era que Miguelito no se durmiera. Miguelito lloraba a todo pulmón, dolido, asustado, desconcertado.
Lo llevaron a hacerle los estudios y luego volvió, más tranquilo. Volvió a llorar cuando le limpiaron y cosieron la herida, fueron muchas puntadas de sutura. Luego, Miguelito se fue con su papás.
Me quedé solo, en espera del urólogo y los resultados de los exámenes. Se hizo un profundo silencio, ceso el movimiento de personas, camillas, médicos y enfermeras. Un par de horas más tarde, me llevarían a una habitación; al otro día me harían una intevención quirúrgica. Ya no hubo más pacientes ni sucesos esa madrugada en la sala de urgencias.
22 de abril de 2019
La respuesta
En la tarde, en el jardín, pensé en ti. Me pregunté si pronto tendría noticias tuyas. El viento agitó el instante. Levanté la vista y una flor de la bugambilia cayó en la taza del café.
12 de abril de 2019
Quesadilla
4 de abril de 2019
Paradoja del autor olvidado
En la mesa estamos de acuerdo en que ese autor es relevante, que es inclasificable, único e irrepetible, y que es una pena que no sea más conocido, que el gran público o ese ente que Virginia Woolf llamó «the common reader», el lector común, no lo lea.
El investigador insiste: «No se le valora como se debería, no se lee como se debería. Está olvidado». Sin embargo, no está olvidado. No lo estará mientras el investigador difunda su obra, circulen sus libros y tenga lectores, por pocos que sean. Basta un lector para que una obra siga siendo fecunda y transforme el mundo.
Borges nos dio una lección de humildad: «la meta es el olvido, yo he llegado antes», y aunque acertó en cuanto al olvido, el poeta menor de su poema se equivocó al suponer que Borges pronto sería olvidado.
Algunos autores parecen de pronto olvidados. Desaparecen de las aulas y los cubículos universitarios, de los estantes de las librerías, de los catálogos de la editoriales, y pareciera que también de las bibliotecas personales y de la memoria de los lectores. «Un escritor sobrevive una o dos generaciones, luego desaparece», me dijo un viejo novelista.
En esto hay algo de misterio, de cambio en el casi indefinible «gusto literario», en el zeitgeist o espíritu de una época. Lo que pareciera un complot perfecto, una conspiración maestra arrasa con una obra y un nombre, y no hablo de censura ni de conflictos políticos. Un autor que ha sido más que conocido y reconocido, de pronto se ha vuelto un fantasma.
Basta revisar la lista de los ganadores del premio Nobel de literatura para darse cuenta que la mitad de ellos han llegado olímpicamente al olvido. La gloria y el peso del premio literario más prestigioso no bastan para garantizarles una permanencia al menos decorosa, una vigencia de cortesía.
Pero también a veces sucede lo contrario. Autores leídos y celebrados que parecían olvidados de pronto vuelven, por un oportuno rescate editorial, por un ensayo de un autor influyente, por algún suceso que los devuelve a la memoria, y regresan del desprecio y el olvido y muestran su vigencia y su valor.
Del pasado reciente, sin levantarme de mi mesa e indagar un poco, recuerdo algunos nombres de esos que han regresado por derecho propio: Joseph Roth, Sándor Márai, Stefan Zweig, Lucia Berlin... Mucho más difícil sería mencionar a los que han entrado al olvido.
Occidente se olvidó de Aristóteles, y con él de la filosofía griega, y su recuperación, su vuelta a Europa gracias a los árabes, siglos después, algo tiene de accidente de la Historia. Sin ese feliz suceso, el mundo sería otro, uno distinto. Y «De la naturaleza», el gran poema de Lucrecio olvidado por mil años, fue literalmente exhumado por Poggio Braciolini, fue devuelto a la luz en circunstancias que ofrecen elementos para una novela o película de aventuras.
Surge entonces una pregunta: ¿Habrá la humanidad olvidado a alguien? ¿Algún autor con una obra mayor en su calidad estará olvidado? Si un puñado de lectores lo sigue, no está olvidado, como el autor que promueve mi amigo el investigador.
Basta que alguien mencione el nombre de un autor para que éste siga vivo. Si hemos olvidado a alguien, no lo sabemos, porque basta mencionar su nombre, recordar un verso, para redimirlo del olvido, y esto podría ser una paradoja. El olvidado no lo está si lo recordamos. En cambio, pasar de largo sin una obra y su autor, sin lamentarlo y sin apreciar la pérdida, es la condición del olvido. En eso consiste en el olvido.
1 de abril de 2019
Los amigos lectores
Lectores-amigos en varios países y dos continentes leían en busca de una coma en fuera de lugar, del menor atentado a la sintaxis y de la contradicción u error en la geografía, los tiempos narrativos o las características y atributos de los personajes.
(Despegarse de los hechos históricos hubiera sido un drama y una derrota para García Márquez, no así para Tolstói, que en Guerra y paz «a pesar de conocer a fondo las fuentes originales disponibles, perpetró falsedades con plena conciencia en aras, parece ser, de una finalidad no tanto artística como “ideológica”», escribe Isaiah Berlin.)
No son pocos los testimonios, las fotografías, cartas y artículos sobre las sesiones de lectura. Los salones y reuniones, las tertulias literarias en cafés han servido para eso, para mostrar a los amigos lo recién escrito, y en la respuesta de los oyentes superar los fallos y errores y gozar los aciertos, en un ejercicio literario no exento de vanidad.
A veces hace falta mucho menos. Que el elogio no sea elocuente y sin reservas, lo que el amigo-autor esperaba, es suficiente para crear una distancia, abrir una grieta, que puede terminar por convertirse en una afrenta y luego en una venganza.
Como ya no es posible reunirse y leerle a los amigos una novela en voz alta, solemos enviarla por correo electrónico, como quien lanza una botella al mar, en espera del comentario que sugiera algún cambio que mejore la trama, la advertencia oportuna de un error, o el comentario crítico amable que fomente la conversación, el diálogo y la amistad.
El silencio entonces puede ser considerado como una obra maestra de la crítica. Un ejercicio que dice mucho sin un juicio ni una palabra. Sin embargo es imposible saber si el amigo-lector al que le ha sido confiado el texto no lo ha leído (lo que ya es revelador) o prefiere, por prudencia y en nombre de la amistad, guardar silencio. Aunque es peor la indiferencia. Tal vez sea mejor no preguntar, no exponerse, no pedir con palabras claras lo que ya reveló la intuición o la experiencia.
Aunque no debe descartarse las buenas razones para el retraso o el silencio, el fatalismo y el pesimismo invitan a pensar: «Comenzó el libro y no lo acabó porque no le ha gustado nada.» «Leyó el libro y no se atreve a darme su sincera opinión.» «En realidad, lo recibió y se le olvidó, no le ha prestado la meno atención.»
Los amigos en su papel de primeros lectores participan en un juego extremo, de alto riesgo más para la amistad que para la literatura. No todos tienen la suerte de García Márquez. Pareciera que a veces la amistad no es buena amiga de la literatura. Por mi parte, admito que tengo una tesis doctoral y dos novelas de amigos míos que no he leído, y que a mi vez me encantaría recibir noticias de otro que ha guardado silencio por mucho tiempo.
22 de enero de 2019
Solo o acompañado
Los lectores damos vuelta a la página de un libro y de pronto desembocamos en una oración que pareciera la respuesta que nos envía un oráculo para liberarnos de una pregunta que nos inquieta. A veces de ese encuentro surge de pronto esa sentencia que disipa una duda, que confirma una opinión o un juicio, que enriquece un argumento con otro punto de vista o un ejemplo.
A veces esa oración o ese párrafo confirman algo que sabíamos, y no es difícil que en realidad expresen con belleza y maestría lo que no habíamos sido capaces de expresar con tanta claridad y fuerza pero que coincide, sin embargo, con nuestra convicción. No es difícil que los lectores de poesía no se asombren de lo que ilumina el poeta, porque lo que dice es algo que ellos también saben y sienten, sino que sea capaz de fijar con versos indestructible lo que ellos sólo insinuaban como en un balbuceo. «Sí, es así», se dicen «ya lo había pensado, ya lo había sentido, ya lo había soñado.»
Entonces el lector se detiene ante esa oración, esa idea, y no es difícil que la señale, la subraye, la copie, la memorice, la ponga a salvo para recuperarla y no perderla, para distinguirla de entre todas las muchas oraciones que la rodean. El lector sabe que ha encontrado un tesoro.
La literatura, se ha dicho, también es una forma de conocimiento, y ante una de esas oraciones que a los lectores les parecen verdades reveladas, se levanta una convicción, una certeza. Pero la literatura también nos entrega opiniones encontradas, ideas frontalmente opuestas.
Con esa antigua e incorregible costumbre de leer más de un libro a la vez, por la mañana leo en Justine, la primera novela de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, en la voz de Darley, el narrador:
«Una puerta se había abierto de pronto por obra de mi intimidad con Melissa, intimidad más maravillosa aún por ser inesperada y absolutamente inmerecida. Como todos los egoístas, no puedo vivir solo; la verdad es que mi último año de celibato me había resultado insoportable, y mi ineficacia para la vida doméstica, mi inutilidad en materia de ropa, comida y dinero me abrumaban.»
Las palabras de Darley no podrían ser más honestas y sentidas, sabe de lo que habla, y podrían suscribirlas muchos, muchísimos hombres, los que no pueden o no saben estar solos (son legión los divorciados y viudos a los que les urge volver a casarse), por no hablar de su inveterada incapacidad para llevar con el mínimo decoro su casa o al menos sin entregarse a las fuerzas invencibles del caos.
Por la tarde, en Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, ese pozo sin fondo de lucidez, dolor, pesimismo y amargura, supuesto libro de uno de esos célebres heterónimos del inmenso poeta portugués, Bernardo Soares, encuentro justo el otro lado de la medalla de lo que dice Durrell:
«Eres libre si puedes apartarte de los hombres, sin que te obligue a recurrir a ellos la falta de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad [...]. Ay de ti, sin embargo, si las presiones de la propia vida te obligan a ser esclavo. Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte a ti mismo y vivir apartado, la penuria te fuerza a convivir. Esa sí es tu tragedia, la que arrastras contigo.»
«Como todos los egoístas, no puedo vivir solo», dice uno; «Ay de ti si, habiendo nacido libre, capaz de bastarte a ti mismo y vivir apartado, la penuria te fuerza a convivir», dice el otro. Uno no puede vivir solo, el otro no puede vivir acompañado.
Un escritor a lo largo de su obra acaba por decir de sí mismo mucho más de lo que imagina o quisiera. Lawrence no vivió solo, se casó cuatro veces; Pessoa vivía solo y nunca se casó. Aunque las oraciones citadas están dichas por personajes, entes de ficción, Darley y Soares, me inclino a suponer que Durrell y Pessoa, desde su experiencia y forma de vida, nos estaban diciendo su verdad.