29 de marzo de 2016

Criptomnesia

Hace unos años yo compartía una oficina con un joven poeta, simpático, desordenado y un poco chiflado. Estaba entregado a su vocación; la vida era eso que le sucedía entre poema y poema. Siempre llegaba tarde, era distraído y olvidadizo. Iba a todos lados con una mochila repleta de libros, un estuche un tanto escolar con decenas de bolígrafos, marcadores, sacapuntas, gomas y lápices de colores. Era como un niño grande. Era muy agradable conversar con él, sobre todo de libros, poemas y versos; trabajar con él, hacer las tareas por las que nos pagaban era más complicado.

Escribía mucho, muchísimo. Tenía cuadernos y cuadernos repletos de borradores, notas e ideas para sus ensayos sobre poetas y poéticas, pero sobre todo de sus poemas. Nadie le había publicado todavía ninguno de los muchos poemarios que había escrito. Un día dejé de verlo, se fue, y no he tenido noticias de él y jamás he visto un libro suyo.

Una mañana me leyó una larga serie de versos seleccionados de sus cuadernos y sus notas. No me preguntó si me gustaban, si eran buenos, sino algo realmente extraño: ¿reconocía yo algún verso? ¿Me sonaba que el autor podría ser Neruda o tal vez Parra o Pessoa?

El joven poeta, con vertical honradez, había seleccionado esos versos de entre sus poemas porque no los reconocía como propios. En realidad, tenía dudas. Podrían ser suyos, y tal vez no. Tal vez los había leído (¿dónde?), los había fijado en su memoria y luego, por ser justos y necesarios, los había vertido en sus poemas. No sabía si eran suyos, no sabía si los había tomado de otros poetas. El asunto le preocupaba, lo tenía desquiciado. No tenía la menor intención de apoderarse de trozos de la obra de sus héroes y admirados maestros. ¿Estaba yo seguro de que no reconocía ninguno de esos versos?

Me he acordado de él a partir de la lectura del ensayo "The ecstasy of influence: A plagiarism" (Contra la originalidad, de Jonathan Lethem; Tumbona ediciones, 2008). Gracias a este autor estadounidense me entero que el joven poeta tenía un problema de criptomnesia, fenómeno que le interesó a Jung.

No saber de dónde vienen los versos, los recuerdos, las melodías. Si son el producto de la imaginación y el talento o un recuerdo que viene del conocimiento de la obra de otro autor. No saber de dónde vienen los recuerdos ocultos en la conciencia puede ser algo grave y una fuente de problemas.

Alguien cuenta una historia familiar, algo sin demasiada importancia, y sin la intención de mentir luego la cuenta de otra manera, cambia los detalles, los protagonistas, el lugar. A veces un artista cambia o modifica una obra en la realización de otra sin estar demasiado consciente. En el fondo de la criptomnesia está el acantilado del plagio. Sabemos que la originalidad es una imitación razonada (¿de quién la frase?), y que al hecho de tomar de muchos autores le llamamos creatividad, y al tomar de uno solo le llamamos plagio, copia y fraude.

Paul McCartney cuenta en un documental (Composing the Beatles Songbook-Lennon and McCartney 1966-1970) que una mañana se levantó con una melodía en la cabeza, pero no sabía de dónde procedía. Era posible que no fuera suya y por alguna extraña razón volvía a su mente una y otra vez. Preguntó a sus compañeros, a sus productores, a otros músicos. Jugaba con esa melodía, a la que le puso una letra jocosa que rimaba your legs con scrambled eggs. Convencido al fin de que esa melodía era suya, se sentó al piano, escribió la música, le puso una letra también melancólica y acabó de componer una canción que se llama «Yesterday».

Lethem está convencido de que no hay originalidad. De que toda obra viene de otra, y está influida por otras muchas. De Shakespeare a Bob Dylan («La originalidad y las apropiaciones de Dylan son una misma cosa»), de T. S. Eliot a Nabokov y los sermones de Martin Luther King, todos están en deuda con otros autores, y «si éstos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio». La inspiración podría ser «inhalar el recuerdo de un acto no vivido. La invención, debemos aceptarlo humildemente, no consiste en crear algo de la nada sino a partir del caos. Cualquier artista conoce estas verdades, no importa qué tan hondo las esconda». 

Dice Lethem: «Cualquier texto está hilvanado por entero con citas, referencias, ecos y lenguajes culturales que lo atraviesan de ida y vuelta en una enorme estereofonía. Las citas que terminan componiendo un texto son anónimas, no se pueden rastrear, y sin embargo, ya han sido leídas; son citas sin comillas. El alma, la semilla ‒vayamos más atrás y digamos la sustancia, el bulto, la materia palpitante y valiosa de todas las enunciaciones humanas‒, es el plagio.»

Umberto Eco en Confesiones de un joven novelista dice que por un tiempo «veía a los poetas, a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores de imitaciones». Por supuesto una cosa es citar o retomar o partir de una obra, y otra muy distinta apoderarse de un texto completo, pretender despojar al autor de su obra, pasar por el autor como un impostor o suplantador de identidad, a la manera de Bryce Echenique y otros ladrones de su calaña.

Yo como aquel poeta, pongo a la consideración de mis atentos lectores unos versos que aparecieron hace mucho en un cuaderno mío, y no sé dónde ponerlos, a quién cargarle la cuenta y cubrirlo de infamia. Si nadie los reclama, que al menos encuentren aquí su fugaz presencia: «Tu nombre arde en la pesadilla del insomnio», y «Mi corazón es un viajero enamorado que se fue de viaje.» Ahora que lo pienso, el autor debe ser aquel joven poeta, al que hace tanto que no veo.

16 de marzo de 2016

Usted no existe

Al señor X lo visitaron muy temprano dos agentes del Ministerio de Ministerios. Ha sucedido un error fatal, le dijeron. Un fallo general en todos los subsistemas del Gran Sistema. Quizá fallaron todos los nodos y todos los servidores al tiempo que se corrompieron todos los archivos y se borraron todos los datos; es tan increíble que sucediera algo así como decir que todos los simios del mundo amanecieron hablando francés. No hay una explicación satisfactoria, científica, pero el protocolo es muy claro sobre el procedimiento a seguir en errores de esa magnitud.

Sé que puede ser difícil, pero trate de comprender, señor X. El error es tan grave que técnicamente es imposible que haya sucedido, y por lo tanto no existe. El Ministerio no puede admitir que se han perdido todos sus registros. ¡Todos! Sus operaciones financieras y bancarias, su historia académica, sus expedientes médicos, sus correos electrónicos. Han desaparecido todas las cuentas a su nombre, sus títulos de propiedad, sus facturas, sus documentos legales, su página de Internet, sus conversaciones, sus mensajes de texto, sus videos, sus grabaciones y sus fotos.

Lo hemos confirmado con el Ejército y la Marina, con el Ejército del Aire y del Espacio, y con la Armada Submarina. Usted no aparece en el Registro Civil ni en los archivos de Pensiones y Seguridad Social, de la Policía Cívica y de la Policía Política. Tampoco saben nada de usted en la Agencia de Recaudación Tributaria, ni en el Centro Nacional de Inteligencia ni en el Instituto de la Gran Democracia Electoral.  A usted no lo conoce ni el banco con el que tiene una deuda. Ha desaparecido de la nómina en la que cobraba, ya no es socio del club social ni está inscrito en ningún gimnasio.

A la medianoche usted entró en un estado de inexistencia digital-virtual. Usted ya no puede tramitar el documento de identidad supranacional, ni un pasaporte, ni una licencia de conducir, ni usar una tarjeta de crédito. Los documentos que usted tiene y lo acreditaban ya son falsos, apócrifos; identifican a un hombre que no está en ninguna máquina, en ninguna pantalla. Por lo tanto usted no existe.

No es posible generar para usted una nueva personalidad digital. ¿De dónde sale un hombre de su edad sin pasado, sin identidad computacional? Usted pasaría por un impostor, un suplantador de sí mismo, un ladrón, un terrorista que incitaría al caos social. De hecho, en este momento su persona ya es ilegal. ¿Cómo demostrará que usted es el señor X, un honesto ciudadano, si no hay en el universo registros de usted?

Los testimonios de su mujer, de sus hijos, de sus amigos nada podrán demostrar si en ninguna base de datos ni en ningún servidor está inscrito su nombre. Serían una banda de locos tan extraños como esos simios que amanecieran hablando en francés. A usted informática y electrónicamente no lo reconoce nadie. En su caso ha desaparecido el inmenso cúmulo de datos y registros que un hombre genera en su vida. Como le digo, es increíble, y un error fatal.

No hay algoritmo para devolverlo a usted a la vida. Es como si ya hubiera muerto; en realidad es peor: ya es usted un peligro para el Gran Sistema. Créame, no sabe cuánto lo siento. Tendrá que acompañarnos ahora mismo. Le doy mi palabra de que el proceso será muy rápido. Le doy mi palabra de que no le dolerá.

15 de marzo de 2016

El desprecio

He leído tres veces El desprecio, la novela cruel y tóxica de Alberto Moravia. La he leído en tres ejemplares, a lo largo de muchos años, en circunstancias muy distintas. Antes de terminar la primera lectura, ya formaba parte de mi canon, de esa pequeña biblioteca secreta en la que está cifrada nuestra vida, al menos la literaria.

La primera lectura la hice en un ejemplar español, de bolsillo, de los años setenta, en papel muy corriente, que en la contracubierta señala que el volumen doble costaba 275 pesetas, y está acribillado por los subrayados, flechas, círculos, notas y signos que mi entusiasmo adolescente dejó en sus páginas. Me basta mirar esas huellas para saber que salía de la adolescencia cuándo lo leí.

Entre más lejanas en el tiempo hayan sido mis lecturas, más cicatrices quedaron en las páginas de mis libros. Leía con devoción, y dejaba constancia de mi asombro: quería descifrar el alma de la literatura, el misterio de las palabras, la esencia del mundo.

De esa primera lectura aprendí que el amor, así como surge, puede acabar, súbito, en un instante. Y esa fuerza y energía debe encauzarse de otra manera. Entonces, sin admiración hacia la persona que fue amada, bastará un hecho cualquiera para incitar, en un parpadeo, el desprecio. ¿Eso puede suceder en el mundo o sólo en las novelas? En ambos, y la literatura también es parte de la vida.

La segunda lectura fue en un ejemplar argentino, de los años sesenta, en perfecto estado, que compré en una librería de viejo en la avenida Álvaro Obregón. No era fácil encontrar un ejemplar de la novela, dejarlo en el estante hubiera sido un gesto imperdonable de desdén al azar, un abandono, un desprecio. Si dudé un instante para justificar ante mi bolsillo la compra de un libro que ya tenía en casa, leído y subrayado, decidí que lo regalaría. Nunca lo hice.

Las vicisitudes del desgaste de la relación de Emilia y Riccardo, su desacuerdo, su desdén que devino en desprecio, cedía un poco ante los conflictos de un guionista obligado a escribir sólo por dinero una película que no le gustaba nada, y la audaz y frívola interpretación supuestamente psicoanalítica de la Odisea: Ulises tarda tanto en volver a Ítaca porque no quiere regresar, no desea llegar a casa porque Penélope, su mujer, igual que Emilia a Riccardo, lo desprecia.

Acabo de volver a leerla, ahora en una reciente edición española, la menos satisfactoria, la más descuidada. El conflicto de la pareja ante mis ojos es más oscuro y complejo, los detalles se tornan trascendentes. He encontrado matices, suspicacias, recursos de la maestría del autor en los que no había reparado.

Ella es más caprichosa, y tal vez la mueve la ambición. Él acusa una indecisión, una tibieza estéril; por momentos es tolerante, es casi indiferente (Los indiferentes es el nombre de la primera novela de Moravia), incluso a los embates de Battista, el productor, con Emilia. Riccardo, el narrador-protagonista, adolece una manía por razonar, por explicarlo todo, en particular la conducta de su mujer, con un ejercicio racional y esquemático, que lastran la novela y arruinan su vida.

Los libros siempre dicen lo mismo, con las mismas palabras. Los libros no cambian, uno es el que envejece. No es relevante que un libro no conecte con una nueva generación de lectores. El gusto literario cambia, elige y desecha sin remedio ni piedad, y en el vaivén de los redescubrimientos y rescates del olvido a veces un libro o un autor vuelven en una suerte de exhumación editorial.

Esta reciente lectura ha sido la más amarga, tal vez por cruda y directa, sin el asombro ni los entusiasmos juveniles que magnifican aún más los destinos dramáticos de los personajes. Me quedo con una interpretación absurda de la Odisea, con el hecho insondable de que sea posible dejar de amar a alguien en un instante. Me gusta más la idea de un proceso de distanciamiento, como una vela cuya llama se hace cada vez más débil y acaba por extinguirse. Así, como el amor se enciende en un instante, llega otro en el que alguien descubre y reconoce que se ha apagado.

Después de la lectura, volví a ver Le Mépris, la película de Jean-Luc Godard basada con soberana libertad y desapego en la novela de Moravia. Los misterios del amor y del desamor, de la indiferencia y del desprecio siguieron intactos, también los del gran cine de Godard, pero emergió, solar y mediterránea, la visión imponente y esplendorosa de Brigitte Bardot.

3 de marzo de 2016

Un hombre sin cualidades

He conocido a un hombre sin atributos. No conozco la novela de Musil, pero la idea de un hombre sin atributos es tan poderosa que traspasa y supera el ámbito de lo novelesco para incorporarse a la vida con una intensidad y fijeza que permanecen una vez que hemos cerrado cualquier libro.

He visto a un hombre así, y el hallazgo es tan intenso que no es fácil sacudirlo de la memoria, olvidar su presencia sin sustancia. Definirlo sólo es posible por ausencia, por sus evidentes carencias, que no aluden a la cobardía, la timidez, la ignorancia, la mala educación o la depresión emocional, sino a un dejarse estar que bien podría ser abulia. He conocido a un hombre más árbol que animal.

He conocido a un hombre al que no lo mueve el bien ni el mal, que no lamenta la falta de virtudes y que tampoco adolece de defectos evidentes o los rasgos más expuestos de los llamados pecados capitales. Nada lo mueve, ni la ambición, el dinero, la fama, las artes, la lucha política, la emoción de los deportes o la belleza de las mujeres. No aspira a mejores condiciones de vida ni se asombra ni se exalta, ni opina porque dice que no tiene opinión. No es simpático ni odioso. No se alegra, no se enfada, no sonríe pero tampoco se entristece.

Encontré un hombre que va con paso cansino y mirada resignada, uno que podría no hacer ni decir nada, nunca jamás. Pero tampoco ha dominado las pasiones de este mundo para encontrarse cerca de la Perfección, del Señor, de la Paz o del Nirvana. El hombre sin cualidades es casi un hombre normal, puede tener un empleo, una familia, pero su corazón o ánimo o espíritu atrofiado lo dejan a la vereda del camino de una plena vida humana.

José Ingenieros escribió El hombre mediocre, libro que leí hace muchos años como lectura obligatoria, y del que no recuerdo casi nada salvo la reflexión sobre esos hombres que renuncian tácitamente a gozar y zambullirse en la vida. Tal vez su secreto deseo es disolverse en la luz, desaparece en el aire, en la nada.

No soy de la estirpe de Odiseo, de los héroes, y me reconozco en una odiosa serie de defectos. Aquí sólo quiero dejar constancia, sin sentirme mejor que ningún hombre, que he conocido a uno cuya existencia se antoja inverosímil, incluso como personaje.

No afirmo nada, no pretendo hacer juicios, sólo quiero decir sin arrogancia que he conocido a un hombre extraño cuya existencia espanta, que he visto con azoro lo increíble: un hombre sin cualidades.

2 de marzo de 2016

Bomberazo

Esta fea palabra, muy posiblemente mexicana, es la quintaesencia de la burocracia y la administración pública, aunque no la reconozca ni dé noticias de ella el Diccionario de la Lengua Española.

Su nombre alude por analogía a la urgencia con la que los heroicos bomberos acuden a apagar un fuego y al auxilio y rescate en otras situaciones de peligro. Así, los oficinistas tienen que realizar un trabajo con urgencia, como si estuviera en peligro la vida de alguien, como si un edificio ardiera en un fuego devastador.

Bomberazo es el trabajo que hay realizar ahora mismo, para hoy mismo, y de cuya urgencia y necesidad nadie se había percatado. Ayer no estaba programado, hoy demanda toda la atención de una oficina, un departamento, una subdirección, una dirección de área, una subdirección general, una dirección general, una subsecretaría, una secretaría de Estado... ¡que alguien llame a los bomberos!

Los oficinistas veteranos cuentan anécdotas, hazañas memorables, sesiones sobrehumanas de veinticuatro y hasta cuarenta y ocho horas casi sin dormir, en las que comieron apenas cualquier cosa, sin salir de la oficina. Algunos lo hacen con jactancia mal disimulada, orgullosos de esas batallas libradas contra plazos imposibles y documentos indispensables. Y aunque esas urgencias casi nunca podrían ofrecer una explicación sólida y justificada, muchos oficinistas, como los bomberos, se sienten orgullosos de apagar fuegos (burocráticos), de servir a la patria.

El bomberazo es un monumento a la ineficacia y la ineficiencia, a la improvisación y la ineptitud. Es la depurada expresión de la más elemental falta de visión, previsión, planeación y programación. Es la demostración impecable de que los procesos administrativos de meses pueden desahogarse y resolverse en una horas de febril actividad. Es la obra cumbre del oportunismo político para servir al jefe con servidumbre, para darle la oportunidad de lucirse con el jefe del jefe. El bomberazo ofrece la ocasión impecable para destacar en busca de la adulación. Con frecuencia es poco más que un capricho.

Y casi siempre tan inútil como urgente. A veces, los esfuerzos de los bomberos no impiden la devastación que produce el fuego. En cualquier caso, es tan común como frecuente y aceptado, tan arraigado entre los usos y costumbres, que me extraña que en el calendario cívico no exista un día dedicado a reconocer el esfuerzo admirable de sofocar, de acuerdo con la normativa vigente y en tiempo y forma, un bomberazo.