13 de julio de 2020

Por un libro, hasta la última moneda

Durante muchos años me fue irresistible el llamado que las librerías ejercían sobre mí; era algo así como el canto de las sirenas. Era imposible no rendirse a su hechizo. No era suficiente con mirar el escaparate o asomar la nariz por la puerta, había que entrar y entregarse, como a un reino encantado.

Y una vez dentro, no había manera de no sucumbir, de no abandonarse a la promesa de conocimiento, sabiduría y belleza que me ofrecía; después de horas de mirar, buscar y revisar, al menos un libro me había acelerado el ritmo cardiaco y, como si me saltara a las manos, me pedía irse conmigo.

Era un rito adolescente que se prolongó durante mi juventud. Por fortuna, aunque la considero una  enfermedad incurable, remitió considerablemente con los años. Apenas tengo síntomas, mucho menos virulentos: un ansia urgente de apoderarme de un libro y devorarlo («bebértelo en una noche», decía mi padre).

A veces podía ser un hallazgo, un libro del que no tenía noticia, tal vez de un escritor que escapaba a mis limitados conocimientos librescos; pero a veces, cuando era un libro esperado, que buscaba, a veces con impaciencia, el encuentro tenía algo de revelación, de cumplimiento de un deseo al que le atribuía una complicidad de los dioses.

Entonces en la ciudad de México había tal vez dos o tres veces más librerías de las que tiene hoy, y yo no dejaba de visitarlas. Con los años también me aficioné a las librerías de viejo del centro de la ciudad y de la colonia Roma, y todavía los puestos callejeros, a veces filas de libros empolvados sobre la banqueta, me llaman la atención unos minutos.

Hablo de sirenas, hechizos, reinos encantados, revelaciones, complicidad de los dioses... El gran problema es que era algo así. Mi sed de palabras y libros y literatura no tenía límites ni fin. Visitar librerías era mi paseo favorito, y luego, sentarme en un café o en un banco a leer era mi más grande placer. El ejercicio de la lectura, el vicio impune, según Michel Crépu, la necesidad de mi alma, no estaba lejos de cierta forma quijotesca de la locura.

Me ruborizo un poco de este lenguaje, pero no encuentro para hacerle justicia a esa emoción de encontrar un libro que me cambiaría la vida, que contribuiría decisivamente a formarme. Hoy sonrío, claro, pero no creo haber estado del todo equivocado.

Un día, salí de una librería sin un peso en los bolsillos. Dejé en la caja hasta mi última moneda, siempre escasas entre los estudiantes. Me llevé todos los libros que pude, y el librero me dispensó de los pocos pesos que me faltaban para completar el monto total y así llevarme el último ejemplar elegido. Salí a la calle sin dinero, ni un centavo, pero feliz, con una bolsa de libros.

Tuve que caminar sin remedio hasta mi casa por muchas, muchas calles; recuerdo que tenía hambre y sed, y la bolsa en cada cuadra me pesaba más. No lo recuerdo, pero no hubo sacrificio alguno, seguramente llegué a casa y comí y bebí, y luego, satisfecho, saqué uno a uno los libros de su bolsa como se aprecia un tesoro.

No es necesario justificar esa manía por comprar o conseguir libros de cualquier manera, pero además debo decir que no soy el único. Con los años he conocido a otros con esa misma locura, incluso con otros síntomas más graves. ¿No es innoble echar con astucia un libro en el bolso de una chica y, si el lance sale bien, pedirle el libro a dos calles de la librería en la que se acaba de cometer el robo?

Antes de los códigos de barras, cuando los libros tenían el precio en etiquetas adheridas, había expertos, tan osados como astutos, en cambiar las etiquetas de los libros en las librerías y pagar, a veces, menos de la mitad del precio de un libro.

No soy el único que ha dejado su última moneda por comprar un libro. José Vasconcelos llegó a pasar hambre, y lo consigna en su biografía, Ulises criollo, muchos años antes de que yo empezara a comprar libros. Dice:

«Cierta víspera de la llegada del giro, tomamos por único alimento una horchata en el puesto de las Cadenas, con un par de plátanos del vendedor que se situaba por allí mismo, y como postre, un pastel de a centavo, relleno de una pasta desabrida como engrudo. Mi situación no había mejorado gran cosa, pero me quedaba aquel día un peso en la bolsa raída del pantalón y vacilaba. Vacilaba porque en una fila de abajo, entre los libros escogidos, cantos de oro y percalina roja, estaba de venta una Divina Comedia. Sobre la pasta delantera, en un medallón dorado lucía el perfil conmovedor del vidente insigne. Con los dedos dentro de la bolsa alisaba mi último peso antes de darlo; por fin, en un arranque de audacia, lo alargué al librero a la par que ponía el precioso volumen debajo del brazo.»

Tengo opiniones encontradas sobre Vasconcelos, el hombre, su acción política y su obra. Pero imaginar al joven estudiante, muerto de hambre y de necesidad, cambiar todo su dinero (un peso de entonces valía, basta recordar que era una moneda de plata) por un libro, es admirable.

Y si ese libro era la Divina comedia, obra decisiva en su vida y pensamiento, no puedo dejar de sonreír. Me entusiasma la idea de que otros jóvenes lectores, sedientos de poesía y conocimiento, aquí y allá, hoy y mañana, seguirán cambiando su última moneda por un libro.