31 de marzo de 2020

No soy una señora

Tuve, tengo un amigo (cómo referirse a ellos, a los que uno ya no frecuenta aunque no ha dejado de quererlos y vuelven a la memoria con obstinada frecuencia, a pesar de que el tiempo y la distancia erosionan los afectos) que sufría por una chica de la que estaba, sin remedio, enamorado. Ella iba y venía; se acercaban y alejaban, rompían y volvían a verse en un juego que desquiciaba a Ricardo, y sobre todo encendía a temperaturas infernales al monstruo de sus celos.

No conozco los detalles, Ricardo no se permitía confesiones en su herida más profunda, pero estaba más o menos claro que Lorena tuvo antes otro novio que aún no era del todo su pasado, o salió con otro chico que era un contrapeso, un lastre o una opción para ella tras uno más de los rompimientos con Ricardo.

Su relación consistía en una serie sin fin de reproches y gestos desatentos, pequeñas escenas que yo hubiera preferido no presenciar, promesas de enmienda y momentos de dulzura que no duraban mucho más que los besos del reencuentro.

Creo que se acercaban y se procuraban para embestirse de frente. Tal vez buscaban la reconciliación para volver a discutir. Cada pareja es un mundo. Los suyos eran, para decirlo con Baudelaire, «amores descompuestos».

En la radio de un taxi escuché ayer una balada, italiana de origen, de aquellos años, que Lorena le cantaba a Ricardo en su versión en español con el fin de jugar y coquetear, pero también de mofarse y desquiciarlo, lo que conseguía con creces: «No soy una señora con una conducta intachable en esta vida», dice el estribillo, la oración insignia con la que Lorena defendía su vida y envenenaba la de Ricardo.

Con las primeras notas de la canción no sólo los recordé, los asocié sin remedio; me pareció que volvía a verlos, por un instante fui otra vez testigo distante de esa relación insana que, con un adjetivo ahora de moda, sería calificada como tóxica.

Hace mucho tiempo que no tengo noticias de Ricardo. Hace algunos años alguien me dijo que se fue a vivir a Cancún, y que se había casado con Lorena.

30 de marzo de 2020

La lección de Monterroso

Una noche, hace muchos años, Augusto Monterroso me dio una lección, me regaló un tesoro, me reveló un secreto literario invaluable para los que tenemos que escribir y corregir, condenados a ese proceso de ir y venir sobre el texto una y otra vez.

Era una noche muy fresca en el Museo Tamayo, en el cóctel de inauguración de una exposición. Me acerqué a saludarlo, a decirle esas cosas que los aspirantes a escritores les dicen a los escritores célebres, leídos y admirados. Me escuchó atento y afable. Se interesó por  mi escritura, sin que yo le hubiera dicho que escribía. Le respondí que intentaba escribir un libro, que avanzaba muy lento, que me angustiaba y que se estaba quedando muy por debajo de mis expectativas. Hizo algunas preguntas, identificó el problema, hizo un diagnóstico y me dijo:

一¿Ha intentado escribir borradores? ¿Versiones provisionales sin demasiadas pretensiones, en la que no elija cuidadosamente los adjetivos, ni se fije demasiado en la corrección ni el estilo, ni aun en la gramática?

一No 一respondí一. Trato de que todo sea perfecto desde el principio, de una vez y para siempre.

一Intente hacer borradores 一me dijo一, son muy útiles. Luego, revisa y corrije, poco a poco. Cada borrador será mejor que el otro, hasta el texto final. Pruebe, se va a acordar de mí.

Para mí la idea de los borradores, antes que un método útil (e inevitable) de trabajo, era un indicador del fracaso. Escribir y volver a escribir la misma escena, la misma página sólo podía ser la prueba irrefutable de que algo no funcionaba. Entonces no sabía que escribir es reescribir, y que son muy pocos los autores que consiguen textos limpios y terminados a la primera.

Hay testimonios de que Cortázar apenas corregía. Que sus textos alcanzaban su forma y belleza, su tensión y ritmo a la primera, tal como salían, casi siempre, de su máquina de escribir. También sabemos que otros autores hacen y rehacen sus novelas una y otra vez, y llegar a la sexta versión era algo común para Günter Grass.

Pasar a máquina una y otra vez un manuscrito es una tarea ardua y fatigosa. Eso tal vez explicaría que Dostoyevski se casara con su secretaria; T. S. Eliot también lo hizo, y Sofía Behrs, la esposa de Tostói, copió siete veces el manuscrito de Guerra y Paz.

No seguí de  inmediato el consejo de Monterroso. No valoré entonces la importancia de ensayar, probar, avanzar sin darle a la escritura esa gravedad de lo definitivo. Pero anoté nuestro encuentro y sus palabras en mi diario.

Fue necesario mucho tiempo para descubrir, desde la experiencia, el lento aprendizaje, el valor de aquella recomendación. Monterroso me enseñó a escribir con lápiz en una hoja suelta, y no como si pintura una acuarela (técnica que no permite la marcha atrás), por así decirlo, aunque escriba con pluma en un cuaderno fino; me enseñó a restarle peso a la escritura mientras sucede y emerge y se fija en palabras que luego podrán ser revisadas y corregidas, reordenadas o suprimidas. Monterroso me mostró el camino de Flaubert.

Me empeño en hacerles ver a los jóvenes aspirantes a escritores con los que convivo en el aula que escribir es reescribir, que no hay atajo, que la revisión y corrección no puede tener fin hasta alcanzar la plenitud del texto en el punto final. Les recuerdo la sentencia de Reyes: «Publicamos los libros para no seguir corrigiendo los originales».

Pero tal como yo tardé años en apreciar la lección de Monterroso, los jóvenes escritores no me hacen ningún caso, y seguramente consideran al borrador, la reescritura y la corrección como tareas irrelevantes, innecesarias, no dignas de su talento.

Los perseverantes, los que hagan una obra, acabarán por comprender por sí mismos, al hacerla, la lección de Monterroso. Yo no dejo de acordarme de él, del regalo de su conversación esclarecedora en una noche tan fresca como inolvidable de hace muchos años en el Museo Tamayo.