30 de marzo de 2020

La lección de Monterroso

Una noche, hace muchos años, Augusto Monterroso me dio una lección, me regaló un tesoro, me reveló un secreto literario invaluable para los que tenemos que escribir y corregir, condenados a ese proceso de ir y venir sobre el texto una y otra vez.

Era una noche muy fresca en el Museo Tamayo, en el cóctel de inauguración de una exposición. Me acerqué a saludarlo, a decirle esas cosas que los aspirantes a escritores les dicen a los escritores célebres, leídos y admirados. Me escuchó atento y afable. Se interesó por  mi escritura, sin que yo le hubiera dicho que escribía. Le respondí que intentaba escribir un libro, que avanzaba muy lento, que me angustiaba y que se estaba quedando muy por debajo de mis expectativas. Hizo algunas preguntas, identificó el problema, hizo un diagnóstico y me dijo:

一¿Ha intentado escribir borradores? ¿Versiones provisionales sin demasiadas pretensiones, en la que no elija cuidadosamente los adjetivos, ni se fije demasiado en la corrección ni el estilo, ni aun en la gramática?

一No 一respondí一. Trato de que todo sea perfecto desde el principio, de una vez y para siempre.

一Intente hacer borradores 一me dijo一, son muy útiles. Luego, revisa y corrije, poco a poco. Cada borrador será mejor que el otro, hasta el texto final. Pruebe, se va a acordar de mí.

Para mí la idea de los borradores, antes que un método útil (e inevitable) de trabajo, era un indicador del fracaso. Escribir y volver a escribir la misma escena, la misma página sólo podía ser la prueba irrefutable de que algo no funcionaba. Entonces no sabía que escribir es reescribir, y que son muy pocos los autores que consiguen textos limpios y terminados a la primera.

Hay testimonios de que Cortázar apenas corregía. Que sus textos alcanzaban su forma y belleza, su tensión y ritmo a la primera, tal como salían, casi siempre, de su máquina de escribir. También sabemos que otros autores hacen y rehacen sus novelas una y otra vez, y llegar a la sexta versión era algo común para Günter Grass.

Pasar a máquina una y otra vez un manuscrito es una tarea ardua y fatigosa. Eso tal vez explicaría que Dostoyevski se casara con su secretaria; T. S. Eliot también lo hizo, y Sofía Behrs, la esposa de Tostói, copió siete veces el manuscrito de Guerra y Paz.

No seguí de  inmediato el consejo de Monterroso. No valoré entonces la importancia de ensayar, probar, avanzar sin darle a la escritura esa gravedad de lo definitivo. Pero anoté nuestro encuentro y sus palabras en mi diario.

Fue necesario mucho tiempo para descubrir, desde la experiencia, el lento aprendizaje, el valor de aquella recomendación. Monterroso me enseñó a escribir con lápiz en una hoja suelta, y no como si pintura una acuarela (técnica que no permite la marcha atrás), por así decirlo, aunque escriba con pluma en un cuaderno fino; me enseñó a restarle peso a la escritura mientras sucede y emerge y se fija en palabras que luego podrán ser revisadas y corregidas, reordenadas o suprimidas. Monterroso me mostró el camino de Flaubert.

Me empeño en hacerles ver a los jóvenes aspirantes a escritores con los que convivo en el aula que escribir es reescribir, que no hay atajo, que la revisión y corrección no puede tener fin hasta alcanzar la plenitud del texto en el punto final. Les recuerdo la sentencia de Reyes: «Publicamos los libros para no seguir corrigiendo los originales».

Pero tal como yo tardé años en apreciar la lección de Monterroso, los jóvenes escritores no me hacen ningún caso, y seguramente consideran al borrador, la reescritura y la corrección como tareas irrelevantes, innecesarias, no dignas de su talento.

Los perseverantes, los que hagan una obra, acabarán por comprender por sí mismos, al hacerla, la lección de Monterroso. Yo no dejo de acordarme de él, del regalo de su conversación esclarecedora en una noche tan fresca como inolvidable de hace muchos años en el Museo Tamayo.