27 de febrero de 2009

Borges y la imposibilidad de la biografía

Nadie se resigna a escribir la biografía
literaria de un escritor.
Jorge Luis Borges


Edwin Williamson escribió una biografía no exenta de mérito en la que las vicisitudes de la vida de Borges tienen relevancia si encuentran su lugar en la obra de Borges. Esta peculiaridad que no es del todo original ofrece una ventaja: la obra explica la vida, que es el sentido correcto de la relación entre la obra y la vida de un escritor. Los textos de Borges tendrían una correspondencia con los hechos y actos más significativos de su vida.

Así, Pierre Menard, autor del Quijote, sería la respuesta de Borges a la petición de su padre de que le reescriba una novela fallida. El padre quería que el hijo lo redimiera del fracaso literario. Borges comprendió que si reescribía esa novela estaría aniquilando al autor y cualquiera podría ser el autor de cualquier obra; El Aleph sería la respuesta literaria al fracaso amoroso. Algunas de las más celebres y representativas ficciones de Borges serían la expresión cifrada, simbólica, de los hechos relevantes de su vida. Borges, según Williamson, envolvía en su poderosa imaginación las penas, casi siempre las penas, porque tuvo pocas alegrías en su vida.

Para Williamson, las obras de Borges, que nos seducen por su autonomía y originalidad, serían en realidad una biografía de ficción. "Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía", escribió Borges. Una biografía es una novela. Una autobiografía es una obscenidad.

Borges fue un espléndido personaje de sí mismo. Borges es un personaje tan nítido, tan logrado, tan reconocible, como cualquier grabado de Don Quijote. Autores varios podrían pergeñar novelas (y falsas novelas: autobiografías) con él como protagonista y acaso conseguirían Borges verosímiles y convincentes. Menos pretencioso sería imaginar una colección de las tantas anécdotas que se dicen sobre Borges, y poco importa que sean verídicas, históricas, o apócrifas. Existe Borges y lo borgiano como el Soneto y los sonetos.

“La verdad histórica [...] no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió." "Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es simple: no sabemos qué cosa es el universo.” Lo mismo puede decirse de una vida.

En El idioma analítico de John Wilkins (las enciclopedias dicen que vivió en Inglaterra entre 1614 y 1672, creó una lengua sintética y fue cuñado de Oliver Cromwell, “meras circunstancias biográficas”; cuyo artículo fue suprimido en la decimocuarta edición de la Encyclopaedia britannica) se menciona cierta enciclopedia china que divide a los animales en “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas." Admirable, así lo consideró Michel Foucault y dio pie a Las palabras y las cosas, pero falta al menos un orden o clasificación: los que imaginó Jorge Luis Borges.

Si un lenguaje es un código inventado y el universo un modelo, una representación, aprehender una vida con el lenguaje, código arbitrario en el que las palabras no son las cosas, es una tarea imposible. La cultura y la realidad son fantásticas porque podemos aspirar a vislumbrar, pero no explicar y conocer las razones y los desvelos, el río interno, el sentir de una vida. ¿Cómo fijar una vida si existe una concepción borgiana de la realidad?

De aquella serie de anécdotas me viene una a la memoria: Borges se sube a un taxi en Buenos Aires y el chofer le pregunta:
   −¿De casualidad no es usted Borges?
Borges respondió o hubiera respondido o hubiera podido responder:
   −No sé si de casualidad, pero yo soy Borges.

20 de febrero de 2009

Los objetos

Uno a uno se amontonan en la mesa. Tímidos se agolpan y se enciman para permanecer muy juntos, como ciertas especies cuya condición gregaria salta a la vista. Pero los objetos que se acomodan en la mesa no pertenecen a la misma especie ni a la misma orden ni al mismo grupo, tienen en común que salen de mis bolsillos y los llevo a todas partes, algunos aun en contra de mi voluntad.

Pero cómo salir sin las llaves de la casa, las del despacho y las del coche. La cartera es indispensable, en ella guardo algunos billetes, credenciales, licencias y la foto de Alana; también tengo un portamonedas, utilísimo objeto que he empezado a usar hace poco y que por su ausencia se me han perforado varios bolsillos de los pantalones.

También encuentra su lugar en la mesa y entre mis ropas un pañuelo y una pluma y no pocas veces un lápiz y casi nunca falta una agenda y una libreta pequeña para tomar apuntes. También aparece sobre la mesa una receta o la nota de la tintorería, una tarjeta de visita que alguien acaba de darme, un papelito con un número de teléfono, un botón que se ha desprendido, un par de aspirinas y hasta un peine.

No pocas veces he encontrado un clip, un caramelo de café y un libro de bolsillo, que hace un bulto perfecto y deforma el saco de manera impecable. En otros tiempos, también aparecían infaltables los cigarrillos y un encendedor, y ahora se ha sumado un pequeño monstruo, un sonoro impertinente llamado teléfono.

Al llegar a casa, me quito el reloj y los zapatos, uno a uno saco los objetos y los miro asombrado: son, a su manera, una embajada de mí mismo, me representan y conforman. Sin ellos no puedo ir por el mundo, pero al llegar a casa, su utilidad se desvanece y se quedan muy quietos, amontonados, esperándome, en una orilla de la mesa.

13 de febrero de 2009

El humo, la espuma, las palabras

En el vigésimo cuarto canto del Inferno, Dante Alighieri, acaso el más alto poeta de Occidente, dijo alguna vez Octavio Paz, escribió hace siete siglos bien contados: Omai convien che tu così ti spoltre, / Disse il Maestro, chè, seggendo in piuma, / In fama non si vien, nè sotto coltre: / Senza la qual chi sua vita consuma, / Cotal vestigio in terra di sè lascia, / Qual fumo in aere od in acqua la schiuma.*

Estos versos, puestos en boca de Virgilio, bien pueden ser un lema, una divisa, la fuente del numen y de la persistencia de un poeta en su trabajo; sin duda lo fueron del gran florentino en su esfuerzo por alcanzar la gloria. (También don Quijote en sus caballerescas aventuras buscaba la fama, que es otra forma de aspirar a la inmortalidad.)

Para la grave empresa de resistir la erosión del tiempo los poetas eligieron las palabras, que a veces son duras y pétreas, marmóreas, pero las más de las veces tan frágiles y efímeras, tan maleables y misteriosas, tan ligeras y aladas en el aire como el humo, y tan esquivas, frescas e instantáneas como la espuma en el agua. ¿De qué están hechos, oh Poeta, el tiempo, la fama, el humo, la espuma, las palabras?


* "Pues te conviene, tu pereza espanta", / dijo el maestro, "que en la blanda pluma / fama no has de ganar, ni so la manta: / quien sin ganarla su vida consuma / igual vestigio dejará en la tierra / que humo en el aire y en el agua espuma". (Versión de Ángel Crespo.)

6 de febrero de 2009

El directorio telefónico

En un directorio telefónico personal encuentro dos nombres de personas que no recuerdo, hago un ejercicio de memoria, me esfuerzo un poco más, es inútil, no sé quiénes son. Hojeo la gastada libreta y encuentro un tercer nombre de alguien que no puedo recordar.

Veo el nombre de alguien que ha muerto ya, hace uno o dos años, doy con los nombres de mucha gente que no frecuento desde hace mucho tiempo, con la que perdí contacto tal vez sin razón, o por alguna tan vaga que ya no la recuerdo. Dice Montaigne que una ventaja de la mala memoria consiste en recordar menos las ofensas recibidas.

De pronto, uno se da cuenta de la fragilidad de tantas relaciones profesionales, que el tiempo erosiona las amistades escolares que alguna vez pensamos eternas, que uno cambia de afectos, de gustos e intereses y que esos cambios, ineluctables, nos acercan y alejan de personas en un ir y venir de encuentros afortunados y rupturas lamentables sin fin.

Hojeo mi directorio y encuentro el nombre de alguien que me gustaría mucho ver, saber de su vida, y este entusiasmo queda de pronto en entredicho pues no he marcado en años las cifras que darían paso a su voz y sus palabras.

De pronto, un directorio telefónico personal se convierte en una suerte de inventario de proyectos inconclusos, de amores frustrados, de amistades truncadas y afectos no expresados, en un listado de testigos de nuestros esfuerzos y sueños, nuestros estudios y negocios en algún momento de nuestra vida.

Un directorio telefónico es una suerte de biografía cifrada en los nombres en él inscritos, los de las personas que de cerca o de lejos rodean al poseedor y lento hacedor de esa guía. Cada persona que tiene un directorio telefónico es el centro de un sistema en el que otros, algunos que jamás se acercarían ni cruzarían entre sí, encuentran un acomodo inverosímil en ese directorio, en la vida de alguien que urde una trama secreta.

Paul Auster ha imaginado en una novela que alguien encuentra un directorio telefónico de un desconocido y que con los testimonios de los hombres y mujeres cuyos nombres aparecen inscritos, hacer un retrato en ausencia, un perfil del propietario de la libreta.

Habría que reducir al mínimo el número de nombres que uno inscribe en los directorios telefónicos. No hay desatención ni desprecio alguno en esta afirmación, sólo un gesto pragmático sustentado en la experiencia. En ese directorio están los nombres de mucha gente con la que uno no volverá a hablar, tantos números telefónicos que uno no marcará jamás, que no es mala idea anotarlos con lápiz.

Así, mientras algunas personas entran a nuestras vidas y nuestro directorio, sin mirar atrás, otras van quedando fuera, y uno podría, por fidelidad no al recuerdo sino a la coherencia, borrarlas en un instante.