20 de febrero de 2009

Los objetos

Uno a uno se amontonan en la mesa. Tímidos se agolpan y se enciman para permanecer muy juntos, como ciertas especies cuya condición gregaria salta a la vista. Pero los objetos que se acomodan en la mesa no pertenecen a la misma especie ni a la misma orden ni al mismo grupo, tienen en común que salen de mis bolsillos y los llevo a todas partes, algunos aun en contra de mi voluntad.

Pero cómo salir sin las llaves de la casa, las del despacho y las del coche. La cartera es indispensable, en ella guardo algunos billetes, credenciales, licencias y la foto de Alana; también tengo un portamonedas, utilísimo objeto que he empezado a usar hace poco y que por su ausencia se me han perforado varios bolsillos de los pantalones.

También encuentra su lugar en la mesa y entre mis ropas un pañuelo y una pluma y no pocas veces un lápiz y casi nunca falta una agenda y una libreta pequeña para tomar apuntes. También aparece sobre la mesa una receta o la nota de la tintorería, una tarjeta de visita que alguien acaba de darme, un papelito con un número de teléfono, un botón que se ha desprendido, un par de aspirinas y hasta un peine.

No pocas veces he encontrado un clip, un caramelo de café y un libro de bolsillo, que hace un bulto perfecto y deforma el saco de manera impecable. En otros tiempos, también aparecían infaltables los cigarrillos y un encendedor, y ahora se ha sumado un pequeño monstruo, un sonoro impertinente llamado teléfono.

Al llegar a casa, me quito el reloj y los zapatos, uno a uno saco los objetos y los miro asombrado: son, a su manera, una embajada de mí mismo, me representan y conforman. Sin ellos no puedo ir por el mundo, pero al llegar a casa, su utilidad se desvanece y se quedan muy quietos, amontonados, esperándome, en una orilla de la mesa.