22 de noviembre de 2020

La peste y los brujos

Nexos publica un fragmento de un informe sobre la peste de los maestros de la facultad de París.* Ellos intentan explicar «hasta donde el intelecto humano pueda entenderlas», para el beneficio público, las causas distantes e inmediatas de la epidemia universal presente. 

Dicen los maestros que «la causa primera y distante de la pestilencia estuvo y está en la configuración de los cielos [...], hubo una conjunción mayor de tres planetas en Acuario. Esta conjunción, al causar una corrupción mortífera del aire que nos rodea, significa muerte y hambruna. Según Aristóteles, la mortalidad de las razas y el despoblarse de los reinos ocurre en la conjunción de Saturno y Júpiter [...] Y Alberto Magno dice que la conjunción de Marte y Júpiter causa una gran pestilencia en el aire, sobre todo cuando se juntan en un signo caliente, húmedo [...] Ya que Júpiter, al ser húmedo y caliente, levanta vapores malignos de la tierra  [...]».

Pero eso no es todo. Siguen los maestros: «Creemos que la epidemia o peste actual ha surgido del aire corrupto en su materia. Lo que ocurrió fue que durante el tiempo de la conjunción muchos vapores ya corrompidos se levantaron de la tierra y del agua y luego se mezclaron con el aire y se difundieron por todas partes por medio de frecuentes rachas de viento en los salvajes vendavales del sur.»

Todo el fragmento del informe es una formidable colección de disparates: «Estos vientos han traído entre nosotros vapores malos, podridos y venenosos de otras partes [...] Otra posible causa de corrupción es el escape de la podredumbre atrapada en el centro de la tierra como resultado de los terremotos [...] A juicio de los astrólogos (quienes en esto siguen a Ptolomeo) las pestes futuras son muy probables, aunque no inevitables, porque se han observado muchas exhalaciones y encendimientos, como un cometa y estrellas fugaces [...] Todas estas cosas las han visto antes como señales de peste numerosos sabios a quienes aún se recuerda como respeto y quienes las experimentaron. No sorprenda, por tanto, nuestro temor a que estaremos metidos en una epidemia.»    

Dice la nota de la revista que la peste bubónica surgió en China y llegó a París en la primavera de 1348. Cuando el rey Felipe IV comisionó el informe de los maestros de la facultad de París, morían ochocientos parisinos diariamente; al final perecieron unos 65 mil. 

Los maestros de la facultad de medicina de París de 1384 estaban todavía muy lejos de la ciencia, de la concepción de la ciencia y el rigor. Eran hombres medievales (de su tiempo) atrapados todavía por la superstición, la idolatría, el prejuicio y la ignorancia. Citar a Aristóteles para explicar una epidemia dice mucho sobre ellos: confundían la falsa erudición con la superstición y creían que la astrología era una ciencia que podía explicar los males del mundo.

Faltaban todavía muchos años, acaso dos siglos, para que esta explicación fuera inadmisible. Esos maestros estaban más cerca de la brujería que de la medicina. Lo escandaloso no es lo que revela este informe, una joya en sí mismo sobre la historia de la ciencia y las pandemias, sino que todavía hay personas que sostienen que los virus no son letales o contagiosos, que son inocuos.

Lo escandaloso y temible es que algunos tienen poder para tomar decisiones de salud pública en más de un país del mundo. Lo lamentable es que con su ignorancia o soberbia trafican con la muerte. No me sorprendería que justificaran su fallido combate a la epidemia con argumentos de alquimistas, brujos y célebres astrólogos el siglo XIV, sin olvidar las oportunas citas de citas de Ptolomeo, Alberto Magno y Aristóteles.

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* "1384: la causa de la peste". Es un fragmento de un informe de la facultad de medicina de la Universidad de París, tomado de Laphams's Quarterly. "Climate", otoño 2019. Nexos, 515, noviembre 2020, p. 4.

15 de noviembre de 2020

Palomas mensajeras

Una pareja de franceses que paseaba por un bosque de Ingersheim, Alto Rin, Alsacia, encontró al final de verano una extraña cápsula metálica que contenía en un papel un mensaje militar alemán extraviado durante más de cien años. Al parecer, una paloma mensajera no cumplió su misión.

El mensaje, escrito en alemán, no tiene gran valor, habla de ordinarios movimientos de tropas en el área de Colmar-Ingersheim. Es una especie de telegrama de un oficial prusiano a su superior. Es probable que sea anterior a la primera Guerra Mundial; los ejercicios militares eran frecuentes y Alsacia aún no había vuelto a ser francesa. 

La cápsula y el mensaje serán exhibidos, una vez que sean preparados para preservarlos de la luz y el aire en el Museo Memorial de Linge. (La cápsula de aluminio, hermética y casi intacta, protegió al papel con el mensaje que, al exponerse a los elementos, comenzó a deteriorarse.) 

Me preguntó qué le habrá sucedido a esa paloma que no llegó a su destino. ¿Perdió la cápsula en el camino? ¿Encontró un enemigo en su vuelo? ¿Fue derribada por un disparo? ¿Juzgó irrelevante hacer el viaje para entregar un mensaje rutinario, casi burocrático?

La idea de enviar mensajes atados a palomas entrenadas me parece tan audaz como inaudita, más pareciera un recurso novelesco, un derroche de imaginación literaria; un gesto digno de los recursos sin fin a los que nos acostumbró James Bond muchos años después.

Hace cien años todavía los militares se enviaban recaditos con palomas mensajeras, cuando ya existía el teléfono, el telégrafo y las señales ópticas. Pero los cables y los postes podían ser cortados y bombardeados, y seguramente la eficiencia de las palomas era algo digno de reconocimiento y asombro. De no ser así, nadie se habría tomado la molestia de enseñarles su oficio y confiarles información valiosa. Además, las palomas son rápidas y pueden entregar mensajes el mismo día a cientos de kilómetros.

Las palomas cumplen su tarea de mensajeras desde la Antigüedad, tienen su lugar en la Biblia y en la Grecia clásica ya sabían lo que era recibir el correo aéreo. Habría que documentar la aportación de las palomas a las telecomunicaciones, a los comunicados diplomáticos, el alivio sin fin que deben de haber ofrecido a los enamorados al entregar sus cartas de amor. 

Ahora llevamos una máquina en el bolsillo, que nos empeñamos en llamar teléfono aunque realiza otras muchas funciones, y todos los días enviamos y recibimos mensajes además de chistes, fotos y videos cuya abrumadora mayoría, ay, se definen por ser tan insustanciales que apenas vale ocuparse de ellos.

La tecnología instantánea sin duda es más confiable y eficiente, salvo cuando, claro, falla el sistema o el dispositivo se queda sin batería, pero pienso en aquellas palomas que se jugaban la vida, como aquellos pilotos de avión que llevaban el correo aún con lluvia y mal tiempo, como ha narrado admirablemente en sus novelas Antoine de Saint-Exupéry.

A veces el correo  no llegaba, se perdían las cartas o los mensajes. A veces los pilotos, como algunas palomas, no llegaban a su destino. Es cierto. Yo sólo digo que estoy convencido de que con los servicios de mensajería instantánea no nos comunicamos mejor. 

Quiero decir, las máquinas no nos sirven para vislumbrar a los otros, para sentir la emoción, la inteligencia o la sensibilidad de alguien;  tocar o ser tocado en lo más hondo, intuir al otro, en su ser, en esa necesidad humana de decir y escuchar y comprender. Como lo cantó Octavio Paz: «para buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.»

Nos queda la poesía. ¿Todavía existen las palomas mensajeras?

5 de septiembre de 2020

Borges y Yourcenar

Hacia 1927 o 1928, cuando Marguerite Yourcenar era una joven que afinaba su primera novela, Alexis o el tratado del inútil combate, su padre, Michel de Crayencour (el apellido de la escritora es un anagrama del apellido paterno), le hizo una propuesta insólita: que ella reescribiera y sobre todo le diera calidad literaria a un relato que él había iniciado y dejado inconcluso hacía unos veinticinco años, los mismos que la edad de Marguerite.

El desconcierto de Marguerite no pudo ser mayor. Michel no era un escritor, pero  había guardado en el fondo de un cajón doce páginas de un capítulo de una novela con elementos biográficos que se sentía incapaz de concluir.

Su padre le pedía que hicieran juntos un cuento de ese capítulo. Es decir, le pedía que escribiera el libro que él no pudo o no supo escribir. Pero Marguerite no sería un simple negro literario, ni siquiera una colaboradora, sino la autora de un relato llamado La primera noche.

«Mi padre me propuso que publicara aquel relato suyo con mi nombre. Este ofrecimiento, bien singular a poco que se piense, era característico de la especie de intimidad desenfada que reinaba entre nosotros.» Marguerite se negó por la «sencilla razón de que no era yo el autor de esas páginas», pero al final «el juego me tentó», escribió en Recordatorios, recuperado por Josyane Savigneau en su prólogo a Cuento azul (Alfaguara, Madrid).

A Marguerite le gustaba la naturalidad con la que Michel aceptaba las confidencias de Alexis, el personaje homosexual de aquella primera novela, que le escribe una larga carta a su mujer para explicarle su orientación sexual; así, podría reescribir (arréglalo a tu manera) un relato sobre la primera noche de una pareja de recién casados, en la que el flamante marido, que acaba de dejar con alivio a una amante, recibe en su habitación de un hotel, en la noche de bodas, el telegrama que le anuncia el suicidio de su examante.

Marguerite, con los años, ya no sabía de quién había sido el título, quién había modificado qué, pero sabía que de ella fueron cambios esenciales en el argumento y el perfil de George, el protagonista; y que le dio forma y fin de cuento a esa páginas que eran el borrador de un capítulo de novela. Además, claro, está el punto de vista, los personajes, la madurez del hombre recién casado frente a la inocencia e ingenuidad de su joven esposa; el relato de un hombre maduro, que narra hechos que alguna semejanza tienen con su segundo matrimonio, que le pide a su hija, que nació cuando él escribía esas primeras páginas.

Marguerite firmó el cuento, llegó al fondo del juego que le propuso su padre, hizo suyo ese relato, y se convirtió en un hecho relevante para ambos. La primera noche está publicada en el volumen Cuento azul, y cuando se publicó, por primera vez, en la Revue de France, en 1929, ganó un modesto premio literario. Michel se hubiera divertido con todo esto, pero murió un poco antes. Y no estoy seguro de que le hubiera gustado que su hija contara con tantos detalles la historia del génesis de esa escritura.

Si bien no es el mejor cuento de Yourcenar, su misterio y encanto crecen al pensar en esa escritura a cuatro manos, en el hecho de cumplir la extraña petición de su padre.

Jorge Guillermo Borges, padre del gran Jorge Luis, escribió una novela, El caudillo, publicada en 1921. Fue la única novela que pudo terminar. «El caudillo epónimo es Andrés Tavares, uno de los caciques menores que había apoyado el primer alzamiento de López Jordán pero que ahora acepta que el federalismo es una causa perdida y que los intereses económicos determinan el consentimiento del gobierno de Buenos Aires», explica Edwin Williamson, en su biografía Borges, una vida (Seix Barral, Buenos Aires).

Hacia 1920, Jorge Guillermo, abogado, psicólogo, jurista y escritor mediocre, le pidió a su hijo que leyera un borrador de El caudillo. La petición, según Williamson, debe de haber tomado a «Georgie» por sorpresa: «dado que sus intentos ocasionales de buscar consejo del padre sobre su propia escritura siempre habían encontrado el rechazo. ¿Por qué, entonces [Jorge Guillermo], decidió presentar El caudillo al escrutinio crítico de su hijo?»: por sus dudas sobre sus capacidades literarias. «De hecho, estaba apelando a Georgie para que lo salvara del fracaso.» El caudillo, novela olvidable, se publicó sin pena ni gloria.

Sin embargo, era la obra de Jorge Guillermo, y había que hacer algo por ella: «a medida que la realidad de la muerte se acercaba, el doctor Borges no podía resignarse al fracaso literario. Confesó estar insatisfecho con su novela, El caudillo, y parece haberle echado un poco la culpa a Georgie: estaba descontento con las metáforas expresionistas que su hijo le había sugerido. Entonces le pidió al hijo que reescribiera "la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos", y los dos discutieron maneras de mejorarla. El extraño pedido de reescribir El caudillo era en sí un índice de fracaso.»

«El pedido de su padre de que Borges reescribiera El caudillo personificaba la imposibilidad de ser salvado por la escritura, porque semejante empresa implicaría el sacrificio de su propia identidad creativa a la de su padre, a la vez que negaba el derecho del padre de ser el autor único de la novela. Reescribir, en pocas palabras, implicaba la destrucción de la autoría, de la originalidad, de la invención. A mediados de 1938, calculo, las reflexiones de Borges sobre las consecuencias de reescribir la obra de otro lo habían llevado a los rudimentos de un cuento nuevo en el que iba a poner cabeza abajo la idea de la salvación por la escritura y representar en cambio su opuesto: la condenación por la escritura o la muerte del autor.» Ese cuento, que surgiría de la imposibilidad de reescribir la novela del padre, es «Pierre Menard, autor del Quijote» que puede ser visto como el cuento de un hombre que tiene que escribir y mejorar, textualmente y sin modificarlo, el texto ya escrito de otro hombre.

Dos escritores esenciales del siglo XX, Marguerite Yourcenar y Jorge Luis Borges, recibieron, cada uno de su padre, la propuesta o la urgente solicitud de reescribir dos obras mediocres de éstos. Los dos padres no pudieron o no supieron escribir su obra, y delegaron la tarea en sus talentosísimos hijos. Los desenlaces fueron muy distintos: Yourcenar reescribió el cuento con Michel; Borges no reescribió la novela de su padre y a cambio, en su pesar y angustia, encontró el camino para un cuento genial (aunque otro relato suyo, «El Congreso» sigue el esquema y coincide en algunos puntos con El caudillo).

Yourcenar admiraba a Borges, y lo visitó en Ginebra, en 1986, unos días antes de la  muerte del escritor argentino. Hubiera sido una gran ocasión para hablar sobre esos singulares encargos paternos, y las consecuencias que generaron en sus trayectorias como escritores, pero podemos apostar que no sabían que los dos habían vivido una situación tan rara que se podría pensar propia de una refinada imaginación literaria. Quizá el último escrito que terminó Yourcenar fue «Borges ou le voyant» («Borges o el vidente»), texto de una conferencia que pronunció en la Universidad de Harvard, en 1987, unos meses antes de morir.

31 de agosto de 2020

Bomarzo, un retrato y la verdad del algoritmo

Bomarzo, de Manuel Mujica Lainez, es una de esas novelas definitivas e inolvidables, uno de esos encuentros afortunados que un lector no olvida. Para mí fue uno de los grandes regalos de la literatura, uno que no cesaba de sorprenderme y estimular la imaginación; el placer de la lectura avanzaba implacable con la novela.

Mi lectura de Bomarzo me llevó a Bomarzo, al Bosque Sagrado de los Monstruos, una helada mañana de diciembre, en el Lacio, en Viterbo, a unos cien kilómetros de Roma. Bomarzo es un castillo y un bosque, y las esculturas y construcciones que ordenó construir el duque Pier Francesco Orsini en su propiedad para dar forma y volumen y consistencia a sus sueños y pesadillas, a las fantasías y monstruos que lo visitaban.

Mujica Lainez (he visto los dos apellidos con y sin tilde, en diversas fuentes y no sé cómo los escribía) publicó esta novela en Buenos Aires en 1962, y compartió en 1964 el premio Kennedy con Julio Cortázar, que había publicado Rayuela un año antes.

En una carta a su editor y amigo Francisco Porrúa del 27 de julio de 1964, Cortázar escribe que: «le voy a proponer a Manucho que hable con ustedes para hacer una edición conjunta de Bomarzo y Rayuela, con capítulos alternados y en papel biblia. No me negarás que es una idea. El libro se podría llamar Boyuela o si no Ramarzo.»

Parece que Salvador Dalí fue uno de los primeros visitantes de Bomarzo hacia 1950 (entonces semiabandonado); en cualquier caso uno de los primeros en dar noticia de ese parque singular. André Pieyre de Mandiargues publicó un libro, Les Monstres de Bomarzo, con fotografías de Glasberg, en 1957.

El punto es que Mujica Lainez visitó Bomarzo por única vez y por unas horas el 13 de julio de 1958, y la fascinación que el parque ejerció sobre su imaginación fue fulminante. Imaginó la vida de Pier Francesco Orsini, el duque contrahecho, creador de Bomarzo.

La novela es un alarde de erudición histórica y recreación del Renacimiento. Seguramente para documentar su novela (que algunos consideran histórica), Mujica Lainez vio y admiró en Venecia el retrato de un gentil hombre pintado por Lorenzo Lotto.

Por obra y gracia y magia de un novelista, en ejercicio de su plenos poderes de imaginar y recrear la realidad a través de la ficción, Mujica Lainez decidió que el «Retrato de un gentil hombre en su estudio, 1528» era ni más ni menos que Pier Francesco Orsini, y comenta y describe en su novela características y peculiaridades del cuadro que incorpora como atributos o elementos propios del personaje y la trama. La realidad es una estupenda fuente para recrear desde la ficción.

La doctora Sandra Álvarez, que es tal vez la persona que más sabe sobre Bomarzo entre nosotros, consigna en una tesis la descripción que la Galería de la Academia de Venecia hace del retrato del gentil hombre: «El sujeto es capturado mientras levanta la vista de su lectura: la palidez de su rostro emergiendo desde la oscuridad revela intensidad psicológica. Los pétalos de rosa, el anillo, las cartas y la pequeña lagartija sobre la mesa aluden a la fragilidad de la vida, y probablemente, a un amor perdido.»

Es decir, nada nos lleva a concluir que se trata de Pier Francesco Orsini. La novela histórica goza de un prestigio, de un aura de realidad y aún de verdad: si está escrito en la novela debe de ser cierto, suele ser la conclusión del lector un tanto ingenuo. La verdad literaria o novelesca no tiene por qué ser la verdad histórica, pero a veces pareciera más verdadera, sobre todo si faltan fuentes históricas.

Manuel Mujica Láinez va a imponer una verdad literaria, de ficción, sobre la verdad histórica. Escribió que ese cuadro representa a Pier Francesco Orsini, su personaje, y muy probablemente así será para los futuros lectores y curiosos que se interesen por su figura y su historia.

La novela es el documento que da valor histórico a ese retrato como una representación del señor de Bomarzo. Wikipedia, cuya importancia como primera fuente es cada día mayor (y con frecuencia la única), ya publica en la entrada de Pier Francesco Orsini, sin la menor reserva o duda, una foto del cuadro de Lotto como un retrato del duque.

Mi amigo Félix, otro entusiasta de Bomarzo, me explica que la verdad de Wikipedia y otras fuentes de internet se impondrá por el algoritmo (que acabará por ser omnipresente y poderoso como lo fue el Espíritu Santo) de los motores de búsqueda, de Google y otros.

Al tener un mayor número de vistas y de citas en diversos textos incluso académicos, se impondrá  como una verdad literaria por sobre la verdad histórica o pictórica: Lorenzo Lotto no pintó a Pier Franceso Orsini, pero este detalle acabará por no tener la menor importancia. La verdad histórica no aparecerá en la pantalla (al menos no entre las páginas más vistas y consultadas) de los curiosos que busquen información en internet y por lo tanto no será reconocida, e incluso podría pasar por sospechosa y embustera.

Así, llegará el  día en que todos, académicos, expertos, legos y autoridades, bajo el régimen del algoritmo, consideren el cuadro del gentil hombre como la mismísima representación de Pier Francesco Orsini gracias a la astucia novelesca de Mujica Lainez.

Ese será el triunfo de la literatura (y del algoritmo) sobre la historia. En este caso, el malentendido es poco más que una anécdota, pero la mesa está puesta para el desconcierto y la confusión en otros casos de mayor relevancia histórica.

30 de agosto de 2020

Siestas

No suelo dormir la siesta. El ritmo de vida en la gran ciudad no lo permite, pero recuerdo que luego de una siesta ocasional despertaba de mal humor, y sobre todo somnoliento, con un letargo que me costaba mucho superar.

Pero en tiempos de la pandemia, si las obligaciones no lo impiden, la siesta es tan seductora que es muy difícil resistirse, sobre todo si la comida fue copiosa y durante la noche tuve insomnio.

No sé si la siesta sea una costumbre (por así llamarla) española, aunque el nombre viene de la hora sexta romana, que corresponde al mediodía.

Sé de un abogado que sale de su despacho con aquella impecable puntualidad de los trenes ingleses, toma una comida abundante y se retira a dormir la siesta, con pijama, en su cama, entre las sábanas. Veinticinco minutos después (como si llegara otro tren) despierta y vuelve a trabajo con ímpetu admirable y de excelente humor.

Por alguna razón me inclino a considerar que, si habrá siesta, es mejor descansar en el sofá, como si el sueño fuera más provisional, ligero, una travesura que se pasara en unos minutos, acechado por una sensación de holgazanería no exenta de culpa.

Después de comer, y en los días calurosos la siesta es una tentación, o un malestar, un sufrimiento. De hecho, dormir unos minutos se vuelve una necesidad imperativa de la que no es posible escapar.

He visto a gente dormir en las más diversas condiciones simplemente porque se les cerraban los ojos a media tarde. Hace un par de años vi a un director general, con malasangre, tomarle una foto a un subgerente mientras dormía en su sillón, en su oficina, babeando, con la boca abierta, con el fin de usarla en su contra cuando hiciera falta, que fue muy pronto.

He visto a gente dormir la siesta inclinada sobre el volante de su coche, en las funciones vespertinas en los cines, en el césped y las bancas de los parques. Mucha gente se adormece o se duerme en el metro, en los autobuses, en posiciones increíbles, incluso de pie, y a veces pareciera que alguno podría acabar desnucado con la violencia de los movimientos de su cabeza al frenar o arrancar.

Al parecer, hay consenso sobre lo reparador y estimulante que es el sueño de una siesta, y también sobre la pertinencia de su brevedad: treinta minutos parece ser el tiempo ideal de la siesta perfecta.

En la tarde del domingo he despertado de una siesta tan gratificante, de un sueño tan profundo, que diría que apenas cerré los ojos un minuto; no fue así. Me digo que pude haber hecho otras cosas, lo que suele llamarse aprovechar el tiempo, pero Morfeo me concedió un sueño (el acto de soñar) que me mantendrá ocupado y despierto muchas horas. El sueño era una segunda vida para Gérard de Nerval. Así lo creo ahora. Y pienso con extrañeza que los antiguos no tuvieran un dios para celebrar la siesta.

29 de agosto de 2020

Las monedas del mendigo

A la salida de la rampa del estacionamiento subterráneo de un pequeño centro comercial, un mendigo en silla de ruedas extiende un vaso alto de plástico para recibir unas monedas de los automovilistas que salen a la calle.

Al mendigo le falta la pierna derecha. Debe estar cerca de los cincuenta, y lo he visto en su silla y en ese sitio estratégico desde hace por lo menos diez años. La silla está provista de un posavasos para la bebida del mendigo, tiene un equipo de música, casi siempre a buen volumen, y un quitasol, con los que se hace más ligeras las largas horas laborales.

Ahí mismo, muy cerca de la esquina, se detienen los taxis que aguardan a los usuarios del centro comercial, y ahí mismo está la parada de autobuses que van, entre otras rutas, a la estación del metro más cercana. Así que es un sitio por el que pasa y se detiene mucha gente, pero el mendigo se concentra en los automovilistas que salen del estacionamiento.

También está muy cerca un puesto callejero de dulces, y un carrito de paletas y helados, y a veces otro de papas fritas. El mendigo conversa y tiene tratos con todos los vendedores, pero sobre todo con los chicos que se ofrecen a lavar el parabrisas de los coches que se han detenido en el semáforo de esa esquina. Ellos son sus amigos, sus compañeros en su marginación social, colegas que trabajan en la misma esquina.

Con el tiempo me he dado cuenta de que tiene una rutina, un horario, quizá una cuota de su ingreso diario. No está muy de mañana, y por las tardes se retira temprano. Tampoco se le ve si hay lluvia o mucho viento.

Supongo que debe vivir muy cerca de su esquina. Tal vez alguien lleva silla hasta su sitio de trabajo, que es un lugar muy bien elegido. Y tal vez alguien va por él y lo lleva a casa. Lo he visto por tantos años, que lo suyo es un empleo, una situación normalizada, una forma de vida que puede durar muchos años más, pero, claro, de la que no podrá jubilarse. No se ve sucio ni enfermo ni desnutrido. Al contrario, su ropa modesta se ve limpia y lleva el cabello siempre corto, arreglado, al igual que un bigote delgado y bien recortado.

Su actitud no es como la del mendigo de cuento "El otro", de Rubem Fonseca, que persigue y acosa a un hombre para que le dé dinero con urgencia, desesperado... No es el más pobre ni el más necesitado de la ciudad. Su modo de operar no podría ser más sencillo. Levanta el vaso al paso de los coches. No dice que sufre, ni pide por el amor de Dios, ni amenaza, ni ofrece bienaventuranzas ni maldiciones. No dice nada. Sólo levanta el vaso. Eso es todo. Supongo que ha llegado al silencio y la sencillez después de una larga experiencia profesional.

Hay miles como él en mi ciudad, en las ciudades del mundo, pero a este lo veo cada que salgo del supermercado o cuando bajo a abordar un autobús. Y creo que cada vez me pregunto si debo darle algunas monedas, y más todavía, me pregunto si tendría que estar en la calle pidiendo dinero.

Nadie tendría que pedir dinero en la calle, debería estar en un empleo o en su casa, pero dadas las condiciones, mi punto es si debo darle dinero; si la respuesta es afirmativa, cuánto y con qué frecuencia. Le he dado dinero de vez en cuando durante años, y no me pregunto si hago lo correcto. Sé que le doy lo que a mí me sobra. 

Pero si voy a darle dinero, no podría fijar una cuota mensual y entregarle un cheque a fin de mes. Una cantidad, por pequeña que sea, sería una forma de compromiso, de patrocinio, de ayuda y acallar cierto malestar que vuelve una y otra vez.

Cada vez que lo veo me pregunto si debo dejarle unas monedas, y cuántas. Es algo que he pensado desde hace mucho tiempo, y no acabo de encontrar una solución al punto. Lo cierto es que darle unas monedas al mendigo no termina con el problema, no acalla ninguna conciencia ni satisface nada ni cubre mi cuota de buena acción del día. Vuelve siempre ese malestar que no termina al darle unas monedas, pero tampoco se acalla si no lo hago.

13 de julio de 2020

Por un libro, hasta la última moneda

Durante muchos años me fue irresistible el llamado que las librerías ejercían sobre mí; era algo así como el canto de las sirenas. Era imposible no rendirse a su hechizo. No era suficiente con mirar el escaparate o asomar la nariz por la puerta, había que entrar y entregarse, como a un reino encantado.

Y una vez dentro, no había manera de no sucumbir, de no abandonarse a la promesa de conocimiento, sabiduría y belleza que me ofrecía; después de horas de mirar, buscar y revisar, al menos un libro me había acelerado el ritmo cardiaco y, como si me saltara a las manos, me pedía irse conmigo.

Era un rito adolescente que se prolongó durante mi juventud. Por fortuna, aunque la considero una  enfermedad incurable, remitió considerablemente con los años. Apenas tengo síntomas, mucho menos virulentos: un ansia urgente de apoderarme de un libro y devorarlo («bebértelo en una noche», decía mi padre).

A veces podía ser un hallazgo, un libro del que no tenía noticia, tal vez de un escritor que escapaba a mis limitados conocimientos librescos; pero a veces, cuando era un libro esperado, que buscaba, a veces con impaciencia, el encuentro tenía algo de revelación, de cumplimiento de un deseo al que le atribuía una complicidad de los dioses.

Entonces en la ciudad de México había tal vez dos o tres veces más librerías de las que tiene hoy, y yo no dejaba de visitarlas. Con los años también me aficioné a las librerías de viejo del centro de la ciudad y de la colonia Roma, y todavía los puestos callejeros, a veces filas de libros empolvados sobre la banqueta, me llaman la atención unos minutos.

Hablo de sirenas, hechizos, reinos encantados, revelaciones, complicidad de los dioses... El gran problema es que era algo así. Mi sed de palabras y libros y literatura no tenía límites ni fin. Visitar librerías era mi paseo favorito, y luego, sentarme en un café o en un banco a leer era mi más grande placer. El ejercicio de la lectura, el vicio impune, según Michel Crépu, la necesidad de mi alma, no estaba lejos de cierta forma quijotesca de la locura.

Me ruborizo un poco de este lenguaje, pero no encuentro para hacerle justicia a esa emoción de encontrar un libro que me cambiaría la vida, que contribuiría decisivamente a formarme. Hoy sonrío, claro, pero no creo haber estado del todo equivocado.

Un día, salí de una librería sin un peso en los bolsillos. Dejé en la caja hasta mi última moneda, siempre escasas entre los estudiantes. Me llevé todos los libros que pude, y el librero me dispensó de los pocos pesos que me faltaban para completar el monto total y así llevarme el último ejemplar elegido. Salí a la calle sin dinero, ni un centavo, pero feliz, con una bolsa de libros.

Tuve que caminar sin remedio hasta mi casa por muchas, muchas calles; recuerdo que tenía hambre y sed, y la bolsa en cada cuadra me pesaba más. No lo recuerdo, pero no hubo sacrificio alguno, seguramente llegué a casa y comí y bebí, y luego, satisfecho, saqué uno a uno los libros de su bolsa como se aprecia un tesoro.

No es necesario justificar esa manía por comprar o conseguir libros de cualquier manera, pero además debo decir que no soy el único. Con los años he conocido a otros con esa misma locura, incluso con otros síntomas más graves. ¿No es innoble echar con astucia un libro en el bolso de una chica y, si el lance sale bien, pedirle el libro a dos calles de la librería en la que se acaba de cometer el robo?

Antes de los códigos de barras, cuando los libros tenían el precio en etiquetas adheridas, había expertos, tan osados como astutos, en cambiar las etiquetas de los libros en las librerías y pagar, a veces, menos de la mitad del precio de un libro.

No soy el único que ha dejado su última moneda por comprar un libro. José Vasconcelos llegó a pasar hambre, y lo consigna en su biografía, Ulises criollo, muchos años antes de que yo empezara a comprar libros. Dice:

«Cierta víspera de la llegada del giro, tomamos por único alimento una horchata en el puesto de las Cadenas, con un par de plátanos del vendedor que se situaba por allí mismo, y como postre, un pastel de a centavo, relleno de una pasta desabrida como engrudo. Mi situación no había mejorado gran cosa, pero me quedaba aquel día un peso en la bolsa raída del pantalón y vacilaba. Vacilaba porque en una fila de abajo, entre los libros escogidos, cantos de oro y percalina roja, estaba de venta una Divina Comedia. Sobre la pasta delantera, en un medallón dorado lucía el perfil conmovedor del vidente insigne. Con los dedos dentro de la bolsa alisaba mi último peso antes de darlo; por fin, en un arranque de audacia, lo alargué al librero a la par que ponía el precioso volumen debajo del brazo.»

Tengo opiniones encontradas sobre Vasconcelos, el hombre, su acción política y su obra. Pero imaginar al joven estudiante, muerto de hambre y de necesidad, cambiar todo su dinero (un peso de entonces valía, basta recordar que era una moneda de plata) por un libro, es admirable.

Y si ese libro era la Divina comedia, obra decisiva en su vida y pensamiento, no puedo dejar de sonreír. Me entusiasma la idea de que otros jóvenes lectores, sedientos de poesía y conocimiento, aquí y allá, hoy y mañana, seguirán cambiando su última moneda por un libro.

28 de junio de 2020

A través del espejo, una librería

A través del espejo, guiño aparte a Lewis Carroll, es una librería de viejo en la avenida Álvaro Obregón, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Acaba de anunciar que cerrará. La desaparición de otra librería debería de movernos tanto como la desaparición de otra especie. Pero al parecer somos (como sociedad) indiferentes a ambas pérdidas irremediables.

Conozco bien A través del espejo. Es de las librerías más grandes; espaciosa, limpia, iluminada y ordenada no sólo de la colonia Roma, sino de la ciudad. (Hay librerías de viejo que son una fiesta del caos, el desorden, el polvo y el amontonamiento; en algunas es casi imposible buscar con cierto orden.)

Al parecer no hubo manera de que sobreviviera a la pandemia del coronavirus; no hay manera de sobrevivir a la especulación inmobiliaria. Ya Italo Calvino se ocupó literariamente del asunto. Sitiada por restaurantes y bares, negocios mucho más rentables, ¿por qué, con simple lógica mercantilista, los propietarios del inmueble cobrarían un alquiler menor a una librería? El nuevo aumento en el alquiler ha sido la puntilla.

Las librerías viejo, en la Colonia Roma, en el Centro de la ciudad, y en unos cuantos puntos muy localizados aquí y allá en la ciudad, son pequeños oasis, los contados sitios en los que es posible encontrar los libros que ya pueden ocupar un lugar en las librerías de novedades, siempre necesitadas de espacio para los libros nuevos que no cesan de llegar. Las librerías de viejo son dos veces nobles: por ofrecer libros, y por acoger aquellos que no están en su mejor momento de venta, ni son lecturas escolares obligatorias, y esperan con paciencia admirable, a veces durante años, a su lector.

A través del espejo es una librería administrada por Selva, una mujer que sabe de libros. Que nació en una familia de libreros y sabe muy bien lo que vale un libro (no me refiero al precio comercial) y lo que ofrece en su negocio. En su librería se encuentran, todavía, joyas y tesoros para bibliófilos, los que padecen el dulce mal de valorar los libros como objetos y que ofrece enormes satisfacciones vanidosas y egotistas al que lo padece.

No sé cuántos ejemplares habré comprado ahí. A veces porque no se encontraban en otra parte, a veces por economía. Me basta una mirada muy superficial a mis estantes para encontrar (hay una memoria libresca, es decir, para recordar la compra y adquisición de los libros: ¿alguien se ha ocupado de escribir sobre ella?) seis o siete libros, siempre en buen estado, que compré en la librería.

En periodos escolares, pasaba frente a ella con prisa (y alivio para mi bolsillo) cada día. A veces me detenía en su vitrina, me asomaba a sus vistosas exhibiciones de libros acomodados con gracia e intención. Era imposible adentrarse unos minutos y no encontrar algo que alegrara el alma, un ejemplar que nos parecía un regalo, un hallazgo que no podíamos dejar pasar. Como en tantos otros aspectos de la vida, en las librerías de viejo se trata de un ejemplar único, una ocasión que no se puede desperdiciar.

La librería A través del espejo va a cerrar. Es un signo de los tiempos. No puedo dejar de lamentarlo. No me gustan los mal llamados libros electrónicos (simplemente no son libros). Soy un sentimental, pero también estoy convencido de que vez que se cierra una librería clausuramos un poco más el mundo en el que crecí, el de los libros de papel y tinta, y da un paso adelante el mundo virtual, digital, electrónico y a distancia, cuya completa y definitiva e irreversible instauración no quisiera presenciar.

Adiós, A través del espejo. Gracias, y adiós.

24 de junio de 2020

Amadeus en bicicleta: novela de Rolando Villazón

Rolando Villazón cultiva sus talentos artísticos desde una sensibilidad versátil, libre y juguetona. Es un error considerarlo sólo un cantante. Artista de múltiples maneras, de pronto salta de la casilla del tenor y se instala en otros territorios. Esas incursiones en otras disciplinas no son comunes y casi nunca son bienvenidas por la crítica y el gran público.

Si un artista se sale de la casilla asignada su acción es tomada como una excentricidad, un capricho, una divagación pasajera. Ese segundo oficio no debe de tomarse en cuenta, pareciera ser la consigna, y menos aún el artista que se mueve como un caballo y en la siguiente jugada como un alfil.

La trayectoria de Rolando como cantante ha sido notable y espectacular, y es reconocido en el mundo entero como uno de los grandes tenores de su generación; el aplauso rendido de los más diversos públicos durante muchos años, sobre todo en Europa, y el número de sus grabaciones y millones de discos vendidos dan cuenta de su éxito. Es una estrella del mundo de la ópera, un poco a su pesar.

Pero Rolando es también un dotado clown (tiene un concepto muy alto del oficio de payaso, incluso todo una postura filosófica bien argumentada, y con su nariz roja y peluca visita a niños enfermos en los hospitales y actúa para ellos; es obvio que gratuitamente). También es un actor dotado fuera de la escena operística y un presentador de televisión, un simpático conductor de programas de radio y un dibujante de caricaturas (muchas de él mismo: un rasgo de inteligencia y sentido del humor) con soltura, y un director de escena de ópera que hace un montaje cada año.

Y si todo esto fuera poco, recientemente ha mostrado su capacidad de organización, administración y liderazgo para llevar a buen término el festival de la Semana Mozart en Salzburgo. No son pocos talentos, y en verdad no me sorprendería que destacara en alguna otra actividad. Tiene el envidiable don de hacer bien todo lo que emprende, pero de los oficios conocidos aún falta otro, que, a juzgar por la circulación y recepción de su obra pareciera secreto: Rolando es también un escritor, uno de los novelistas más singulares de hoy porque su obra, me aventuro, no se parece a nada de lo que se escribe en lengua española en los dos lados del Atlántico.

Su primera novela, Malabares (Espasa, Madrid, 2013; Jonglerie en la edición francesa, y Kunststücke en la alemana), es una declaración de principios a través de las historias paralelas y divergentes de sus protagonistas, dos payasos, y sorprende por su densidad narrativa, la complejidad de su trama, por su imaginación y la impecable soltura de su prosa y dominio del arte de narrar, pero sobre todo por su entusiasta devoción por el juego.

Desde Malabares Rolando nos muestra las coordenadas de su escritura: el juego entendido como una actividad trascendente. El punto de referencias y referente es Cortázar, y no es fácil encontrara en nuestro ámbito a otro autor que se haya ocupado del Juego (así, con alta inicial), con fervor, como lo hace Rolando. El punto de partida es Cervantes y don Quijote.

El homo ludens de Huizinga encuentra una expresión en este universo novelesco, siempre que se entienda el juego como la actividad más alta y profunda. El juego es sagrado, y nada, salvo el pan, más necesario en la vida del hombre. El juego es la vida, como lo saben los niños. El juego, la ficción, la simulación, el teatro, el cine, la televisión, la ópera son, con frecuencia, otras formas de manifestar esa voluntad lúdica sin la cual no seríamos la especie que somos. Para ser plenamente hombres y mujeres tenemos que jugar.

Rolando ha sido consistente en su propuesta literaria. Paladas de sombra contra la oscuridad, la segunda novela, no ha sido publicada en español; por fortuna la salva de la triste condición de absolutamente inédita una edición alemana (Lebenskünstler) de 2017. Es lamentable que la obra de Rolando aún no pueda ser leída en su lengua original, y que sea desconocida por los lectores de México, el resto de Hispanoamérica y España.

A veces los misterios del mundillo editorial son insondables, pero tengo la impresión de que la literatura de Rolando es tan distinta (la palabra original ya es en sí un tropiezo) y va firmada por un cantante tan famoso que levanta sospechas y dudas entre editores y lectores. La celebridad del tenor atenta contra la publicación de la obra del novelista. «Quién quiere leer la novela de un cantante de ópera», dijo Rolando en una reciente entrevista. Tiene razón.

Y crece la sospecha de que muy pocos lectores creerían que un artista excelso del canto, célebre y reconocido, famoso, para emplear esa palabra que tanto lo incomoda, pueda ser también un buen escritor. Una cosa o la otra, pareciera ser la opinión más extendida. Caballo o alfil. Nada más sospechoso que un artista que cultiva con fortuna dos artes muy distintas.

Los músicos, en particular los cantantes, no suelen leer libros y mucho menos los escriben. Los dos o tres nombres que alguien encuentre entre los músicos tras una búsqueda exhaustiva, son excepciones. Después de convivir durante años con ellos en un teatro de ópera, puedo afirmar que el único músico lector que he conocido es Rolando. Sólo tengo noticia de otro músico, entre nosotros, que escriba, pero no novelas.

A principios de los años noventa, Rolando era un joven estudiante de canto dispuesto a comerse el mundo. Recuerdo una de sus primeras audiciones en Bellas Artes (para aspirar a un papel, tal vez el modesto Parpignol de La bohème) por su bonhomía y su sonrisa, su actitud, su confianza no en su futuro sino en la vida, y, sobre todo, porque cuando puso sus partituras sobre el piano colocó encima, con todo cuidado, una antología de los cuentos de Julio Cortázar.

Si ya había una simpatía, en ese momento se fraguó una complicidad. Descubrí que Rolando es un lector voraz, atento y lúcido, con excelente gusto literario, que lee sin cesar más allá de lo debido en las noches, en los trenes, aviones, estaciones y aeropuertos. No existe un escritor de calidad que no haya leído al menos una pequeña biblioteca. El bagaje cultural y libresco de Rolando es enorme, y lee con soltura en varias lenguas.

Empezó a escribir desde muy joven, y parecía que lo hacía para sí, en cuadernos, con una escritura casi secreta, sin pretensiones, por eso nos sorprendió con Malabares: novela compleja y de muy complicada ejecución, una obra limpia que no ha recibido la atención que merece. Paladas de sombra contra la oscuridad es la novela del juego por el juego, de diversos juegos que se entrelazan y las vidas de esos jugadores.

Su tercera novela, Amadeus en bicicleta, acaba de ser publicada en Alemania como Amadeus auf dem Fahrrad (Rowohlt, 2020), y no hay a la vista edición en español. El rechazo de obras es una práctica común y necesaria de las editoriales, pero haber sido publicado por primera vez en otra lengua y no en la propia es una situación atípica. Y también una pena que merecería una reflexión.

Haber sido publicado y leído con aceptable fortuna en otras lenguas, antes que en la propia, en la que la obra ha sido escrita, es desconcertante. Confío en que esta situación algún día sea sólo una anécdota. Confío en que esta extraña situación será reparada con el tiempo, aunque me pregunto, no sin desconsuelo, si el descomunal peso del cantante habrá sepultado el porvenir del escritor.

Amadeus en bicicleta es una suma de los motivos literarios y, en un sentido más amplio, de las razones y motivos estéticos y sociales que estimulan la literatura de Rolando. El lugar de la novela es Salzburgo. La ciudad natal de Mozart es más que el escenario. Pero no sólo la ciudad de los turistas y los aficionados que asisten al célebre Festival, también la íntima de un artista extranjero y marginado que habla con las estatuas y duerme en las calles.

Vian Bauer, el protagonista de la novela, llega a Salzburgo como punto final o tierra prometida en un largo viaje que revela a la vez la condición de la obra de formación o aprendizaje (Bildungsroman), pero también de reflexión crítica de la ópera como arte y fenómeno cultural y social. No en balde un personaje llama a los cantantes «pajarracos». No creo que haya sido narrada con tanta verdad y poesía la durísima condición, la absoluta vulnerabilidad e indefensión de un joven cantante.

He asistido con pesar a las audiciones de decenas de aspirantes que nunca serán cantantes. Sí, es así en casi cualquier actividad. El camino de un cantante es arduo, con una extraña mezcla de talento, facultades, aprendizaje, actitud y un indefinible algo más que con frecuencia llamamos suerte.

Vian Bauer, ebrio de poesía y música y literatura, es un enjambre asombroso de virtudes y debilidades. Es neurótico, paranoico, ingenuo, fantasioso y entrañablemente adorable. Es un lector que no cesa de fantasear, un loco del canto y la poesía (los poemas y los colores lo calman, lo protegen de los cuervos internos que lo persiguen). Pero sobre todo es el guardián del juego, el gran jugador, el hombre-juego que descubrirá que los ordinarios juegos de azar de un casino no son lo suyo; el juego, el verdadero Juego, es otra cosa.

Pero antes que nada Vian es un personaje encantador e inolvidable. Le basta, como en el poema de Machado, una mosca, mejor: un caracol, para entretenerse y encontrarle sentido a la existencia. Sus juegos en casa, en la calle, en las estatuas y monumentos de Salzburgo muestran que el mundo es un lugar para jugar; no un parque temático, no un disneylandia donde el juego es mecánico, está hecho y reglamentado, sino un lugar donde hay que encontrar el juego que revelan sillas, estatuas, escaleras o elementos que saltan a la vista en el momento.

El juego, como la vida, se hace a cada instante. El juego, el verdadero, es siempre infantil, simple, tonto y espontáneo. El juego vale por el hecho de jugarlo. Nadie lo ha entendido mejor que Vian, un niño obligado a hacerse hombre, un jugador que quiere seguir jugando. Vian cree que el arte, el más serio de los juegos, puede salvar al mundo.

La novela es un canto de libertad, un largo paseo por Salzburgo, incluida una guía dónde dormir a la intemperie si no se tiene una habitación para pasar la noche, pero también un homenaje a Mozart. Vaya si lo es. Es una búsqueda y un diálogo y un encuentro. Buscar a Mozart en Salzburgo puede ser tan estéril o frustrante como en el soneto de Quevedo buscar a Roma en Roma. La ingrata Salzburgo que no se enteró en realidad quién fue el mejor de sus hijos. Pero ahí están la casa natal, el museo, los instrumentos de Amadeus que han sobrevivido…

Pero la borrachera «mozartiana» del gran Festival, los chocolates, juguetes, motivos y todo lo que pueda ser llamado y vendido con el nombre de Mozart en el demencial delirio sin límites de la mercadotecnia poco tiene que ver con la música del genio, que sin embargo nunca ha sido tan apreciada y celebrada tanto como ahí mismo, en una enorme y preocupante contradicción.


La novela es un encuentro, un diálogo y una fiesta mozartiana. Es esta, como un género nuevo, una novela mozartiana. Un juego mozartiano. Todo remite a él. Todo encuentra una correspondencia. La vida de Mozart, en realidad sus cartas, como fuente de conocimiento, oráculo y guía de vida. Es también una mirada al mundo de la ópera desde la puesta en escena de Don Giovanni, en la que aparecerán los egos y los divos, los contratiempos, los conflictos, las diferencias entre la dirección musical y la de escena. No creo que se haya contado antes, desde dentro, desde el escenario, las tensiones del montaje de una ópera.

La novela es también la historia de un enorme conflicto padre/hijo que deja el lío de Kafka con su papá para niños de preescolar; una triste historia de desamor; y la rivalidad del protagonista con Jaques, el diablo, personaje imponente e inquietante. Otros personajes inolvidables son Julia, la chica arcoíris; Perec, el librero; y Herr Wolfgang, el jardinero, que encarna la beatitud o la locura.

Amadeus en bicicleta es una reflexión sobre el arte y el fracaso artístico, y encuentro al menos cinco largas escenas, logradísimas, en las que Rolando alcanza el punto más alto de su escritura. Pienso en la primera vez que asiste a Bayreuth, la rebeldía de Julia, el paseo en bicicleta, el debut de Vian en Salzburgo y los diálogos con Perec.

Rolando toma riesgos, y los supera. Ha escrito una novela en la que Vian aspira a fundir su bagaje cultural con la vida, y obligado a tomar decisiones, ese hombre joven se niega a serlo si el precio es dejar de ser del todo un niño. En esta novela sobre el juego, el arte como un juego y la vida misma como el gran juego (a veces terrible), están presentes también la desesperanza, la orfandad, los reveses de la vida, el hado que a veces no entiende lo que buscamos y niega los más altos anhelos.

Amadeus en bicicleta es una novela gozosa, sorprendente y divertida, que derrocha sentido del humor y cuyos sentidos se multiplican y se escapan para volver a aparecer, enriquecidos, una y otra vez. Podría leerse como una teoría del Juego, o de la vida. Con ella Rolando nos invita a jugar. Dice Vian: «Si quieres sentir una gota de esa libertad que sopla en el alma de los genios, lo que has de hacer es inventar tus propios juegos».

Adenda: Amadeus en bicicleta fue publicada en España por Galaxia Gutenberg (nota de abril de 2021). 

19 de junio de 2020

Los libros por leer

Hacer listas tiene su encanto. Encierra un misterio, una ilusión, un deseo. Pareciera una práctica obvia y simple, pero psicoanalistas y filósofos y semióticos se ocupan de ellas, de lo que revelan, la personalidad de quien se ocupa de hacerlas y sus posibles implicaciones y significados. Umberto Eco les ha dedicado un libro.

Hacer una lista puede ser el más burdo ejercicio antisocrático, pues Sócrates no sólo no las hacía sino que desdeñaba la escritura misma porque atenta contra la memoria. Yo hago listas contra el olvido. Sin ellas, algo faltará. Si voy de compras sin una lista que he completado a lo largo de muchos días, algo faltará en el guiso, en la mesa. Puedo volver a casa sin el artículo o producto por el que salí a la calle (me ha sucedido).

Pero las listas también cumplen otra función. Creo que es una manera de ordenar la vida y el mundo. Es decir,  son una forma de luchar contra el caos. Las listas ofrecen la promesa del consuelo de regular las acciones y los deberes. De ordenar las acciones a emprender, de cumplir con las tareas impuestas o necesarias en un día.

Cumplir con todas las acciones de una lista es mucho más complicado que hacerla, pero una vez realizada ofrece el consuelo de conocer qué debemos hacer. Y la satisfacción infantil de tachar las palabras de la lista, o de ponerles una vistosa palomita al lado una vez ejecutada la acción, algo tiene de liberación y estímulo.

Yo hago listas de lo que debo hacer en el día (con frecuencia no cumplo con la meta propuesta), de las compras en el súper o la frutería, pero también de los libros por leer. Es un forma de lucha contra el tiempo y el olvido. Quisiera leer muchos más libros de los que podré disfrutar, y la lista, que hoy tiene ciento diecinueve títulos, es a la vez un consuelo y la evidencia del fracaso en mi intento de convertirme en un lector total.

Y no es que me limite a aspirar a leer ese número de libros, más bien son los que considero de lectura urgente y necesaria. Está claro que necesitaría años para cumplir con esa cifra que no deja de aumentar.

Esa lista es una guía, un camino y con frecuencia me descarrilo porque me distraigo con otras lecturas no planeadas por razones tan diversas que sería muy largo enumerar. Y no refiero a las lecturas obligadas por razones laborales, sino a los libros que deseo leer para mi alegría y placer, en el ejercicio de lo que Michel Crépu llamó con lucidez «el vicio impune».

Me parece que mi lista de libros por leer es a partes iguales un consuelo y una fuente de desasosiego (sin contar las relecturas). Me hace ilusión y me consuela pensar en tanta alegría y buenos libros por leer, y a la vez me inquieta y angustia que nunca cumpliré la meta. La lista se modifica, y será imposible agotarla. El día que no haya libros por leer, que no me entusiasmen, es una de las formas del fin.

Supongo que ante la incapacidad de leer todo lo que quiero tendré que ser más selectivo todavía, y una buena dosis de resignación me vendría bien. Si no puedo leer aquel libro, recuerda que leíste este otro, puedo decirme. En casa tengo (por fortuna, aunque también es una pena), más libro de los que podré leer. No hay remedio. Además, por alguna extraña razón, cada vez leo más despacio. 

Elias Canetti sabía que no volvería a frecuentar muchos de los libros de su biblioteca, pero los conservaba todos porque sabía que, en un momento inesperado, necesitaría alguno. No consultaría a muchos de ellos, pero no sabía cuál le sería indispensable, al menos necesario. Desde el librero nos acompañan, esa es su primera función.  

Y cuando pensaba que todo estaba en su sitio, y los libros en los estantes, encuentro una cita de Roberto Calasso que, como toda su obra, trastoca e ilumina lo que toca. Dice que es esencial, lo que equivale a necesario o urgente, comprar libros aunque no los leamos de inmediato. Pasarán años tal vez, pero llegará el momento en que sea necesario leer ese libro que aguardó el roce de nuestras manos y nuestra mirada por tantos años, y remata su lección con maestría absoluta: «Qué extraña sensación cuando se abre ese libro: la sospecha de haber anticipado, sin saberlo, la propia vida.»

30 de mayo de 2020

Los negacionistas

Mike Hughes, conocido como Mad Mike, murió al lanzarse en un cohete que él mismo fabricó. Su cacharro falló. Despegó en algún punto del condado de San Bernardino, California, alcanzó las nubes más bajas, y luego se precipitó a tierra. Mad Mike quería ser recordado como «el mayor temerario del mundo», y la misión de su vuelo no podría ser más estúpida: quería demostrar que la Tierra es plana; y ya que estaba por allá arriba, aprovecharía para ver el espacio con sus propios ojos, pues además sería el primer hombre en gozar de ese privilegio, ya que estaba convencido de que ningún ser humano ha salido del planeta.

A los que sostienen que la Tierra es plana, porque Mad Mike no está solo en su estulticia, se les llama terraplanistas, y están organizados en una asociación, The Flat Earth Society (La Sociedad de la Tierra Plana), que trabaja para demostrar que la tierra es plana como una mesa.

Dice una nota del periódico que «La Conferencia Internacional de Flat Earth (FEIC, en sus siglas en inglés) ha anunciado que fletará un crucero el año que viene con el absurdo fin de llegar hasta los confines de la Tierra. Según una parte de los seguidores de esta corriente, que defiende que la Tierra no es redonda, el planeta acaba en un muro de hielo que nos separa del espacio exterior, al que pretenden llegar en el crucero. Será "la aventura más grande, más audaz y mejor hasta la fecha", según la publicitan en la web de la organización.»

«Existen varias teorías dentro de los que creen que la Tierra es plana, aunque la principal afirma que, después de "una extensa experimentación, análisis e investigación" la Tierra es un disco gigante con el polo norte en el centro y rodeado de "una barrera de pared de hielo: la Antártida", según la sociedad terraplanista. [...] "Hasta donde sabemos, nadie ha logrado ir mucho más allá del muro de hielo y ha regresado para contarlo. Lo que sabemos es que rodea la Tierra, sirve para contener a los océanos y ayuda a protegernos de lo que pueda haber más allá", asegura la Flatpedia, la Wikipedia de los terraplanistas.»

La navegación misma de ese crucero presenta problemas muy complejos o imposibles de resolver. «Los barcos navegan basándose en el principio de que la Tierra es redonda. Las cartas náuticas se diseñan con eso en mente: que la Tierra es redonda [...] Los barcos usan un moderno sistema de navegación que se llama ECDIS que proporciona una gran mejora en la seguridad de la navegación. La propia existencia del GPS es otra prueba de que la Tierra es esférica, ya que el sistema se basa en 24 satélites que orbitan la Tierra. "Si hubiera sido plana, tres satélites habrían sido suficiente para proporcionar los datos", dice un capitán, y advierte que los organizadores tendrán que dar con una tripulación que no crea que la Tierra es redonda es una misión harto complicada.»

Como buenos embusteros, tienen una explicación y una excusa para justificar su necedad: «La Flat Earth Society asegura que "las agencias espaciales del mundo" han conspirado para falsificar "el viaje espacial y la exploración". "Probablemente empezó durante la Guerra Fría. La URSS y Estados Unidos estaban obsesionados con ser los mejores en cuanto a llegar al espacio se refiere, hasta el punto de que cada uno fingía sus logros en un intento por seguir el ritmo de los supuestos logros del rival", aseguran.»

Esta confederación de la necedad se antoja para una novela, una flaubertiana, claro, en la que los negacionistas parecerían como niños de siete años, ingenuos y crédulos, fanáticos y misteriosos, que recelan con suspicacia de la ciencia y la evidencia. Parece que los escucho decir: «A mí no me engañas, el hombre nunca ha llegado a la Luna, no es posible viajar ahí, por la simple razón de que sólo los tontos no saben que la Luna es un efecto óptico, y si existiera, está clarísimo que sería de queso.»

Algunos negacionistas tienen razones ideológicas, políticas o racistas para difundir sus necedades, por ejemplo los que niegan el Holocausto judío a manos de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. No les concedo razón ni por un segundo, pero entiendo que su odio y su ceguera los lleven a posiciones absurdas e insostenibles. Pero negar hechos en los que no está en juego el nacionalismo ni un régimen ni una ideología o religión es mucho más difícil de entender.

Negar que la Tierra tiene más o menos la forma de una esfera achatada en los polos debería mover a risa, pero ahí están los que lo creen, y andan sueltos por las calles y algunos tienen el poder. Rechazar la ciencia, y peor todavía, acusarla de «neoliberal» debería infundir temor y terror: el otro camino es el oscurantismo, el fraude y la mentira, la brujería. Pareciera que dicen: «No creo en nada, no confío en nadie, el gobierno (cualquiera) quiere engañarnos, la ciencia es una conspiración y una mentira, sólo confío en mis ojos, no soy tonto, quieren vernos la cara...»

Los negacionistas tienen muchas causas. Y no todos defienden las mismas necedades. Algunos afirman que el hombre convivió con los dinosaurios, otros niegan la evolución de las especies y el darwinismo, otros el origen y edad del Universo. Otros niegan la violencia machista, otros atribuyen el cáncer a errores médicos y a oscuras causas. Otros niegan con vehemencia el Holocausto judío, y otros más el cambio climático. Para otros, el hombre no ha salido del planeta, y mucho menos ha llegado a la Luna, y, por supuesto, las vacunas son satánicas, antinaturales y además no sirven para nada. 

Por las calles anda gente que niega el coronavirus, y sostiene que nadie ha muerto. Todo es una mentira, un mito, un engaño más del gobierno, de la televisión, de los gringos, de los políticos, de la derecha, de los médicos o de quien sea para asustar a la gente y sacarle dinero y meterle miedo. No es digno de alguien bien nacido desear el mal a otros, pero a estos negacionistas se antoja justo imaginar que merecen infectarse y padecer el COVID-19. Por lo menos.

17 de mayo de 2020

Desempleo

Un día estás fuera. En la calle. Ni siquiera han tenido que despedirte, no hicieron falta motivos o razones. Se ha cumplido el plazo que señala tu contrato laboral basura y son tiempos de recortes y austeridad. No hay indemnización ni bono ni un peso más. Se acabó tu empleo, tu puesto, la oficina, los proyectos en los que habías trabajado durante años. Vas a despedirte de algunos compañeros. Envías un correo electrónico a los demás. Recoges tus cosas, te vas.

Te preocupa el futuro inmediato. Los gastos seguirán (de hecho aumentan) pero no tendrás ingresos. Te pasas horas haciendo cuentas. Piensas en opciones, amigos, contactos. ¿Adónde podrías enviar tu currículum?

El siguiente lunes en la mañana no tienes adónde ir, no tienes qué hacer. No tienes empleo. Hay una sensación de extrañeza, de estar fuera de tiempo y de lugar. No te has afeitado y te has puesto unos pantalones viejos y apenas una camiseta. Tienes mucho tiempo para leer el periódico.

Pasan los días. Empiezas a generar una nueva rutina. Preparas el desayuno sin prisa, y buscas la manera más eficiente de hacerlo: ¿deberías primero poner la cafetera o a tostar el pan?  Preguntas qué comerán ese día, e imaginas el menú de la semana. (Nunca lo habías hecho. Solías comer fuera, en un restaurante. Tenía que volver a la oficina por la tarde.) Te ocupas de esas cosas, te arrastra lo inmediato. Aunque tienes mucho tiempo, y no paras de hacer cosas domésticas, tienes la sensación de no hacer nada.

Has roto la dinámica de la casa, el orden que había. Sólo querías ser útil, pero acabas por perturbarlo todo.  Pasan los días y continúa ese extraño malestar, esa sensación de despojo e injusticia. Te sientes inútil, prescindible, incluso en tu propia casa. Crece la incertidumbre. Sin buscarlo, has roto tu ciclo de sueño. Ahora te duermes mucho después de medianoche, y te levantas muy tarde.

Sales a hacer las compras. Pasan los días, las semanas. Un día te ves a mediodía conversando sin prisa con los comerciantes de tu barrio. Ya te conocen bien en la tienda de abarrotes, en la frutería, en la panadería. Te has vuelto un animal doméstico. Recuerdas el movimiento y las obligaciones de la oficina, con todos su problemas y aristas; sí, la extrañas. Se agudiza esa sensación de incertidumbre. Te asusta el paso del tiempo. De los minutos y horas de esa mañana, y el paso de las semanas y los meses.

Algo ha sucedido con tu autoestima, con tus vagos o precisos planes a futuro. Quieres hacer cosas, iniciar actividades, proyectos, negocios. Y dos horas después los has desechado y olvidado. Estás fuera de lugar. A ti que te gustan tanto los libros, apenas lees. No te concentras. Te distraes. Te irritas un poco.

Las relaciones en casa han cambiado. Con cada gasto sientes que el desastre económico se acerca. Buscas una solución y no la encuentras. No es un consuelo, pero te faltan dedos para contar a los amigos y colegas que están como tú. Buscas y no encuentras empleo. De hecho el desempleo crece. Los despidos no cesan. Algo tendrás que hacer. ¿Te gustaría abrir una pizzería? Necesitarías un socio capitalista.

Se apodera de ti la sensación de que te han arrebatado algo que era tuyo, y no sólo un empleo. La satisfacción de sentirte útil, de hacer algo en lo creías había una modesta aportación social. Sientes el paso del tiempo. Te pesan las horas. Estás convencido de que deberías estar haciendo muchas actividades, de que podrías realizar actos que te dieran la satisfacción de lo logrado con esfuerzo.

Te sientes desperdiciado. Inútil. Te vas volviendo perezoso. No serás un genio, pero eras competente en tu oficio. Tu situación no puede durar mucho, es insostenible, te dices. Poco a poco se instala una nueva normalidad, la más precaria e inestable, una que se erige en la apariencia y la fragilidad. Por suerte, un día descubres que estás mucho más solo de lo que pensabas. Comprendes al fin que el mundo no va a cambiar, tienes que inventarte un futuro.

1 de mayo de 2020

Augusto Monterroso

De un viejo cuaderno sale este apunte, que me trae un recuerdo cada vez menos nítido en el tiempo pero más afectuoso.

Tito Monterroso ha hecho de la brevedad, en realidad de la precisión, de la intensidad y de la riqueza de sentidos su gran legado literario. Tal vez todo eso pueda calificarse con dos palabras: lucidez y autocrítica. Al parecer, nunca ha tenido prisa por publicar, lo que es bastante extraño en su gremio.

Pero ahora que lo pienso, acusa otras conductas bastante atípicas entre los escritores. No le gusta dictar conferencias, al parecer por timidez, y las entrevistas tampoco le agradan demasiado, al menos no busca desesperadamente hacer declaraciones y pronunciamientos; aunque su obra ya no es brevísima sí es un breviario de al menos dos géneros, y me parece que entre nosotros sólo Rulfo escribió y publicó menos que él.

Diría que no le interesa pasar por increíblemente inteligente, grave y profundo, ni le interesa presumir que ha leído y lo conoce todo. Más raro aún es que nunca, en todas las ocasiones que he conversado con él, ha hablado mal de otro escritor. No sé si lo haga, al menos yo no lo he escuchado hacerlo, situación que para mi experiencia con escribidores de todo calibre lo coloca en una categoría inédita, digamos que la inaugura y de momento me parece que es el único de la lista.

Si tuviera hoy que elegir entre alguno de sus libros, me inclinaría por La letra e, que lleva por subtítulo Fragmentos de un diario, no porque lo considere el mejor, que podría serlo, sino porque hoy es el que a mí más me dice, el que más me aproxima a mis intereses.

Hablando de Monterroso recuerdo aquella anécdota de Alfonso Reyes, que le recomendaba al joven poeta que le pidió una guía de lecturas: «Empiece por saberlo todo.» Así, es recomendable empezar por leerlo todo, porque su obra es abarcable y muy disfrutable, y no sería extraño que alguien, una vez leídos de un tirón, uno tras otro sus numerables libros, dijera como el narrador del Quijote, que el gusto de leer se volvía disgusto por leer tan poco.

27 de abril de 2020

Gourmets callejeros

Una noche camino a casa le pedí al taxista que se detuviera un momento para comprar pan. Al volver con una buena bolsa, me dijo que esa panadería no era mala pero no se acercaba ni de lejos a las mejores. Entonces dictó una cátedra sobre las  panaderías de la zona, del sur, de la ciudad entera. Sus comentarios más que opiniones autorizadas, eran los juicios de un experto que incluían información sobre la variedad, las características, la calidad y los precios.

Una vez que me explicó mucho más de lo que necesito saber sobre las panaderías, me orientó, conforme nos acercábamos a mi barrio, dónde había tacos, tortas, tamales y pozole de buena calidad. En su Guía Roji, esa colección de mapas encuadernados de la ciudad (que las aplicaciones, los navegadores y los GPS han dejado en pieza de museo) tenía marcados con círculos de tinta roja los negocios de los cuatro puntos cardinales de la ciudad en los que valía la pena detenerse para comprar toda clase de alimentos preparados. Conducir un taxi era una tapadera para ocultar su verdadero oficio de gourmet.

Gracias a él pude vislumbrar un perfil: el gourmet callejero, que se opone a la definición clásica del gourmet, el aficionado sin remedio que cultiva las artes gastronómicas, la alta cocina y la cultura del buen comer. El gourmet callejero ejerce desde la calle y la cocina popular, y degusta, elige y selecciona desde la experiencia, el gusto y el olfato. Tal vez un gourmet callejero no sabría elegir en un restaurante con varias tenedores, o tal vez sí, pero eso no es relevante; lo que importa es que sabe dónde se ofrece lo mejor de lo mejor, de cada especialidad, en las calles de la ciudad.

A mi amigo Raúl, callejero desde siempre, se le ilumina el rostro cuando me habla de una salsa picosa a base de cacahuate que venden en un puesto cerca de la estación del metro Nativitas. Mi amiga Brenda puede rechazar un plato que otros comerían sin reparo porque el chile relleno está mal capeado o no debe ser capeado, y conoce todos los secretos, todos, que debe conocer un gourmet.

Mi amigo Fernando puede cruzar la ciudad para comer tacos de suadero. (Un gourmet callejero, por definición, es capaz de viajar hora y media en el tránsito ínfame con tal de probar un platillo en el mejor lugar, en su opinión, de la ciudad.) Juan presume de conocer la mejor paella valenciana, que se oculta, como el santo grial, en un recóndito barrio de Tlalpan.

Juan Carlos me ofrece cuatro opciones, no más, para comer los mejores, excelsos e insuperables tacos al pastor. Y aunque al parecer algo tienen de libaneses o turcos en su origen, hoy son el emblema, santo y seña, piedra de toque y algo más de la gastronomía de la ciudad. Si quieres una verdadera pizza margherita napolitana a la leña, entonces tienes que ir a uno de estos dos sitios, me dice Sandra. No hay más.

Víctor, un poeta, ha escrito sonetos (sí ¡sonetos!) al pozole que se sirve en cierta pozolería mítica por la zona de la basílica de Guadalupe. ¿Quiere usted tamales chiapanecos de calidad? Pues su mejor y tal vez única opción es la que le ofrezco. No hay más... Esa es la respuesta típica de un gourmet callejero.

Me doy cuenta de que estoy rodeado de personas con paladares privilegiados y gusto exquisito. De pronto se me ocurre crear un club, una cofradía, una orden secreta; organizar un congreso, o hacer una guía, un libro en forma sobre los guisos con la información casi secreta de los gourmets callejeros.

Alguien me ha dicho que construir una app sería mejor. Si apenas sé freír huevos, mucho menos podré construir una aplicación culinaria. Lo mejor será que siga escuchando a los sibaritas sin pretensiones que me hablan de lo que comen y disfrutan; sería un grave error no seguir las recomendaciones y sentencias que, como un gran secreto, me revelan esos exquisitos sin remedio, mis amigos, los gourmets callejeros.

14 de abril de 2020

El arte de cantar (mal)

Es curioso que escuchar mal, en sentido lato (en sentido musical), no sea considerado un minusvalía, una más de las discapacidades físicas. La miopía y el astigmatismo y otros males de los ojos se superan o mitigan con lentes y operaciones quirúrgicas. El que no tiene oído para escuchar música, puede lamentar a solas su sordera.

A diferencia de los problemas de la vista, escuchar mal, no distinguir una trompeta del mugido de una vaca, no reconocer el sonido de un instrumento, no percibir aún antes de que acabe la nota falsa de un cantante, no tiene consecuencias en la vida, no impide el ejercicio de oficios ni coloca a nadie en desventaja, salvo a los  músicos, claro. Ciertas historiadores del arte sostienen que algunos pintores impresionistas deben a su miopía una de las mayores características y peculiaridades de su arte.

He visto a  músicos lamentar su oído imperfecto, y tengo un amigo con oído perfecto, capaz de reconocer, de espaldas a un piano, cualquier nota al instante, facultad que todos deberíamos de gozar, como una visión 20/20. Ser desafinado debería considerarse una tara, un defecto, una desgracia, una pena.

He visto a cantantes de ópera que sufren con su afinación, su emisión de voz; he visto a algunos lamentar los límites de su aparato vocal, su falta de agudos. Los he visto tomar lecciones durante años, trabajar con ahínco en educar su voz, su respiración, además de los aspectos estrictamente musicales y de interpretación, el ritmo y los tiempos, las dificultades que presentan las partituras, imposibles de superar sin una buena técnica.

Cantar no es fácil. Es algo parecido a caminar por una cuerda floja o en un trapecio sin red (por fortuna, creo, ningún cantante ha muerto por una interpretación desastrosa). Julio Cortázar tiene un relato «Quintaesencias», donde narra la caída en la última nota de un tenor, Américo Scravellini, a manos de los ángeles que primero lo habían llevado en vilo hasta lo alto del teatro. Y Antonio Ruiz, el Corcito, pintó en  «La soprano» a una cantante en el momento sublime en que un señor gallo sale de su boca.

Florence Foster Jenkins está considerada la peor soprano de la historia. Tal vez no era la mujer que peor cantaba (aunque no estaba lejos del campeonato absoluto), pero sí la que estaba convencida de que era una gran cantante. Hay grabaciones de ella, y no es difícil reconocer que le falta todo para cantar, y que hay piezas en las que no atinó a colocar bien ni una sola nota.

Pero la señora Jenkins era una celebridad en ciertos círculos neoyorkinos de los años treinta; los aficionados acudían a oírla para doblarse de risa, y apenas podían dar crédito a lo que escuchaban. Fue tan famosa que incluso se presentó en el Carnegie Hall, y fue tal la expectación de ese gran recital que los boletos se agotaron con varias semanas de anticipación. (No sé si es paradójico, pero el hecho encierra una lección: si eres el peor de tu oficio, también puedes abarrotar una sala de conciertos.)

No faltará quien afirme que el arte es una superación constante. Así descubro a Kim Gordon («soy ante todo una artista visual»), me entero por una nota del periódico que le dedica una página completa, que la artista, angelina, «acaba de publicar su primer disco en solitario, No Home Record (Matador/Everlasting), un álbum de ritmos industriales, con el desafinado como postura estética [sic] y la disonancia como precepto moral [resic], que parece un comentario sobre la banalidad del presente.»

¡Así que la señora Gordon desafina como postura estética! ¡Y hace de la disonancia un precepto moral! Además, le «apasiona el arte povera y su manera de enaltecer materiales cotidianos, chatarras y porquerías. Su disco comparte la misma poética: es una suma de imágenes banales recogidas mientras Gordon conducía sin destino por Los Ángeles.» Supongo que le llamaran arte de resistencia antisistema o arte sonoro postmusical, algo así. Sin remedio, no hay nada que hacer.

La señora Jenkins se esforzaba, al menos lo intentaba. Quería cantar, de todo corazón se sentía una soprano. No faltará quien piense que el disco de Gordon es un paso adelante, en firme, una aproximación al arte total, una victoria sobre el muy superado y vetusto arte de cantar. Así, no sorprende el entusiasta revuelo que levantan los fotógrafos ciegos, por ejemplo. Pronto el maullido de un gato podría ser digno de elogio y celebración musical, o el rebuznar de un asno, y no debemos descalificar la posibilidad de que a esos nuevos paradigmas del canto les ofrezcan grabar discos y que se presenten en una sala de conciertos, por ejemplo en el Carnegie Hall.

11 de abril de 2020

Los libros no escritos

Julian Barnes, en El loro de Flaubert, presenta y comenta, al margen de los bocetos, apuntes y sueños juveniles, los libros que el gran novelista francés no escribió pero tenía previsto hacerlo, al menos no había renunciado a ellos. Entre éstos estaba La Spirale, «una novela grandiosa, metafísica, fantástica y desgañitada» sobre un  hombre con doble vida, y «uno de mis viejos sueños»: una novela de caballería.

Flaubert necesitaba dedicarle muchos años a cada libro, es muy probable que esas ideas de novela no las hubiera completado aunque se hubiera empeñado en ellas. Entonces, Barnes se pregunta: «¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir?»

Italo Calvino nos dejó no pocas obras, casi todas memorables, y aún así apareció entre tus papeles una larga lista con los libros que pensaba o quería escribir, y es muy probable que hubiera realizado muchos de ellos, si consideramos la nitidez de cada uno de sus proyectos, su disciplina y enorme capacidad de trabajo, si no hubiera muerto relativamente joven, antes de tiempo.

Borges imaginaba libros que nunca escribió, pero se tomaba la molestia de escribir las recensiones de esos supuestos libros, para desconcierto de críticos y lectores despistados, que corrían a las librerías a buscar esos libros no escritos y bien reseñados.

George Steiner, cuya obra admirable tampoco es breve, nos dejó muchos años antes de morir un volumen que se titula My Unwritten Books (Los libros que nunca he escrito) en el que dedica un ensayo extenso a los siete libros que no escribió a pesar de tener la «esperanza» de hacerlo; uno de ellos «Los idiomas de Eros» es célebre, entre otras cosas, porque ofrece algún secreto y ciertas claves de la propia vida sexual de Steiner.

Dedicar muchas páginas, limpias y lúcidas, a explicar por qué o en qué consistían esos libros no escritos y que jamás escribiría es un ejercicio muy significativo que se presta a múltiples explicaciones y lecturas. En su ausencia, están presentes, son como algunos de esos elementos químicos que ya tenían su lugar en la tabla periódica aun antes de ser descubiertos; forman parte de la constelación de obras de un autor, ejercen una función, irradian luz o guardan en su sombra, por ausencia, algo que definitivamente se ha perdido.

«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos», dice Steiner.

Me pregunto si esos libros no escritos de Steiner son en realidad esos ensayos sobre esos libros, y si los libros imaginados por Borges existieron, completos y logrados, al menos por una tarde en su mente. Los libros no escritos tienen una extraña presencia en la mente de su único posible autor, pero no son en realidad porque no han sido conformados de palabras, la única sustancia de la que pueden estar compuestos.

Un libro no escrito es una opción de vida que se perdió sin remedio. Una posibilidad que desapareció tal vez sin saber por qué. Hay libros que se marchitan en los cuadernos de apuntes al paso de los años, cuya vigencia caduca, y escribirlos mucho después de su momento será más un trabajo de exhumación que de celebración.

Así como pasa el momento óptimo de leer un libro (no es lo mismo leer a Julio Verne a los quince que a los cuarenta), también pasa el de redactarlo, y esa demora lo avinagra en la memoria, si es que aún persiste la voluntad de escribirlo.

Otros libros son pospuestos con la idea contraria: pensar que aún no es tiempo. Que hace falta más experiencia, mucha investigación en fuentes lejanas o inaccesibles, años de estudio o una madurez que aún no se tiene. Procrastinar un libro puede ser un acto de sabiduría pero también la coartada perfecta para no empeñarse en hacerlo florecer.

Un autor no cesa de imaginar libros posibles, algunas ideas son desechadas de inmediato, otras persisten, y luego viene el fracaso en el intento de hacerlos, con frecuencia porque su autor no supo escribirlos. La autocensura puede ser decisiva en la decisión de no escribir un libro deseado.

Enfrentarse a ese libro, a los juicios de otros cuyas opiniones importan puede ser la excusa perfecta para no escribirlo. La consideración de no herir o lastimar la memoria de alguien o la sensibilidad de una persona muy cercana, tal vez porque es mejor no hurgar en el pasado o no revelar alguna verdad, pueden ser razones de peso para abandonar un libro imaginado e incluso necesario.

Las razones pueden multiplicarse. Los motivos para renunciar a escribir un libro que uno mismo se ha propuesto, sin la voluntad de otros, son tantas como las justificaciones posibles para no hacerlo. Quizá sea mayor el número de los libros no escritos que los escritos.

Yo también tengo una lista de libros por escribir, y ya tengo la certeza absoluta de que no escribiré al menos dos de ellos. Las justificaciones que me digo a mí mismo me dejan insatisfecho, pero persisto en la no escritura de esos libros pensados; en cambio, mantengo relaciones turbias y complicadas con algunos de esos libros que anhelo escribir.

Al parecer, los libros no escritos dicen mucho de un autor; acaso tanto como los libros terminados (supongo que los inconclusos y abandonados formarán una categoría aparte). Deben cumplir la función de una antibibliografía, como el currículum de aquel hombre que presentaba sus fracasos y despidos laborales antes que sus méritos y éxitos; con ello estaba más cerca de la verdad y ofrecía por tanto elementos relevantes, dignos de tomarse en cuenta para su posible contratación.

Tal vez somos los libros no escritos. Esos que se quedaron atrás y se perdieron en el tiempo. Quizá son más nuestros aquellos que no supimos escribir, o esos otros que no pudimos emprender por falta de valor o abierta cobardía. Tal vez son nuestros como una afrenta los libros a los que no supimos darles una estructura, un tiempo y una distancia, un punto de vista y las palabras justas e imprescindibles.

De pronto, como un oráculo, encuentro algo así como una clave, la respuesta a la pregunta de Barnes. Muñoz Molina dice al final de «La invención de un pasado»: «Tal vez, después de todo, la tradición a la que uno de verdad pertenece es la de los libros que no ha escrito todavía.»

10 de abril de 2020

El robo de un libro

Ya que no sé ir a ninguna parte sin un libro, entré en el súper con Verano en el lago en las manos, una novela corta de Alberto Vigevani, publicada por la editorial minúscula (que no podría, por su identidad, escribir su nombre con una eme mayúscula), en la colección Paisajes Narrados, que me gusta mucho por su calidad y diseño. Me interesó la novela porque la parte central sucede en el lago de Como, que no conozco, pero tengo una suerte de corazonada de que allí me aguarda no un lindo paseo o unas estupendas vacaciones sino algo más trascendente y secreto, la revelación de una novela, una serie de poemas, una certeza, la respuesta a alguna de esas preguntas que uno no deja de hacerse a sí mismo.

Entre las páginas de Verano en el lago había metido papeles, notas y facturas que sobresalían por mucho en el volumen de formato de bolsillo. Cuando puse la novela en el carrito, sólo había leído las escasas seis páginas del primer capítulo.

Dejé el carrito en la sección de frutas y verduras, fui por cebollas y lechugas y cuando volví, dos minutos después, ya no estaba el libro. Estupefacto miré aquí y allá, a los apacibles compradores, que tenían todos cara de buenos ciudadanos, honrados y cívicos. Le avisé al vigilante del súper, que estaba a tres metros bien medidos: no había visto nada.

Fui al mostrador de Atención a clientes. Mandaron a otro vigilante a mirar, a recorrer el súper, a buscar; anunciaron el robo como pérdida, "si alguien ha visto un libro..." Me instalé detrás de las cajas, cerca de la salida, como si pudiera reconocer al ladrón sin haberlo visto, como si fuera a irse con el libro en la mano. Pérdida de tiempo.

En el súper dijeron que buscarían el libro, que si volvía al otro día podría solicitar que revisaran las cámaras de seguridad. Me fui con la amarga sensación de haber sido despojado, y sintiéndome un tonto. Adiós a Verano en el lago.

A los dos días tuve que volver al súper. Entré sin libro y fui al mostrador de Atención a clientes. No estaba la encargada con la que había hablado, pero la mujer que me atendió supo al instante de qué le hablaba. Sin más trámite, se dio media vuelta y de un estante tomó mi libro. Ahí estaba, intacto, con las facturas y papeles entre sus páginas.

No podía creerlo. «Lo encontró una clienta, entre los cartones de leche, al fondo, y nos lo trajo aquí», me dijo. «Seguramente pensaron que en esos papeles había dinero o cheques... El libro no les interesa.» Recuperé mi libro, las facturas, la alegre promesa de la novela en el lago de Como. Hice mi compra sin soltar el ejemplar ni un segundo.

«El libro no les interesa.» Es cierto. Un ladrón ordinario no se lleva un libro. Un día a un amigo le abrieron el coche de un cristalazo y se llevaron todo, todo que podía ser llevado menos los libros que encontraron. Otro amigo, el doctor Azar, ha convertido a su coche en una biblioteca rodante, lleva decenas, tal vez más de cien ejemplares se desparraman en el asiento trasero y en el piso, y está completamente seguro de que nadie se los robará, a menos que decidan llevarse el coche con todo lo que haya en él.

Un libro, como mercancía, puede ser muy caro, pero su valor de reventa es mínimo, no es negocio. El librero de viejo, de ejemplares de segunda mano, pagará cantidades absurdas, ínfimas. Es un hecho, lo sé, lo he visto, y también un lugar común, que detrás del cadáver más de una reciente viuda ha echado de casa y rematado la biblioteca del marido, y si hace falta está dispuesta a pagar para que se lleven los libros.

Existen los ladrones profesionales de libros. Los que buscan libros raros, joyas bibliográficas, tesoros antiguos, incunables. Recuerdo al menos dos películas sobre ladrones de libros, pero me parece que quienes roban libros por amor a su arte son lectores. Estudiantes sin recursos ávidos de lectura que visitan las librerías, bibliófilos que se enamoran de un ejemplar, cazadores y coleccionistas de piezas raras.

Fuera de ellos está visto que a nadie le interesa robar un libro. Puedo imaginarme al pobre diablo que hojeaba con avidez Verano en el lago en el último estante del súper en busca de dinero, sin darse cuenta de que el verdadero tesoro lo tenía entre las manos, uno que para él nada vale. Los libros son mágicos: se tornan de mercancía despreciada de papel en tesoros para los que saben buscar algo más que billetes o cheques entre sus páginas. Dichosos los que conocen el verdadero valor de los libros.

31 de marzo de 2020

No soy una señora

Tuve, tengo un amigo (cómo referirse a ellos, a los que uno ya no frecuenta aunque no ha dejado de quererlos y vuelven a la memoria con obstinada frecuencia, a pesar de que el tiempo y la distancia erosionan los afectos) que sufría por una chica de la que estaba, sin remedio, enamorado. Ella iba y venía; se acercaban y alejaban, rompían y volvían a verse en un juego que desquiciaba a Ricardo, y sobre todo encendía a temperaturas infernales al monstruo de sus celos.

No conozco los detalles, Ricardo no se permitía confesiones en su herida más profunda, pero estaba más o menos claro que Lorena tuvo antes otro novio que aún no era del todo su pasado, o salió con otro chico que era un contrapeso, un lastre o una opción para ella tras uno más de los rompimientos con Ricardo.

Su relación consistía en una serie sin fin de reproches y gestos desatentos, pequeñas escenas que yo hubiera preferido no presenciar, promesas de enmienda y momentos de dulzura que no duraban mucho más que los besos del reencuentro.

Creo que se acercaban y se procuraban para embestirse de frente. Tal vez buscaban la reconciliación para volver a discutir. Cada pareja es un mundo. Los suyos eran, para decirlo con Baudelaire, «amores descompuestos».

En la radio de un taxi escuché ayer una balada, italiana de origen, de aquellos años, que Lorena le cantaba a Ricardo en su versión en español con el fin de jugar y coquetear, pero también de mofarse y desquiciarlo, lo que conseguía con creces: «No soy una señora con una conducta intachable en esta vida», dice el estribillo, la oración insignia con la que Lorena defendía su vida y envenenaba la de Ricardo.

Con las primeras notas de la canción no sólo los recordé, los asocié sin remedio; me pareció que volvía a verlos, por un instante fui otra vez testigo distante de esa relación insana que, con un adjetivo ahora de moda, sería calificada como tóxica.

Hace mucho tiempo que no tengo noticias de Ricardo. Hace algunos años alguien me dijo que se fue a vivir a Cancún, y que se había casado con Lorena.

30 de marzo de 2020

La lección de Monterroso

Una noche, hace muchos años, Augusto Monterroso me dio una lección, me regaló un tesoro, me reveló un secreto literario invaluable para los que tenemos que escribir y corregir, condenados a ese proceso de ir y venir sobre el texto una y otra vez.

Era una noche muy fresca en el Museo Tamayo, en el cóctel de inauguración de una exposición. Me acerqué a saludarlo, a decirle esas cosas que los aspirantes a escritores les dicen a los escritores célebres, leídos y admirados. Me escuchó atento y afable. Se interesó por  mi escritura, sin que yo le hubiera dicho que escribía. Le respondí que intentaba escribir un libro, que avanzaba muy lento, que me angustiaba y que se estaba quedando muy por debajo de mis expectativas. Hizo algunas preguntas, identificó el problema, hizo un diagnóstico y me dijo:

一¿Ha intentado escribir borradores? ¿Versiones provisionales sin demasiadas pretensiones, en la que no elija cuidadosamente los adjetivos, ni se fije demasiado en la corrección ni el estilo, ni aun en la gramática?

一No 一respondí一. Trato de que todo sea perfecto desde el principio, de una vez y para siempre.

一Intente hacer borradores 一me dijo一, son muy útiles. Luego, revisa y corrije, poco a poco. Cada borrador será mejor que el otro, hasta el texto final. Pruebe, se va a acordar de mí.

Para mí la idea de los borradores, antes que un método útil (e inevitable) de trabajo, era un indicador del fracaso. Escribir y volver a escribir la misma escena, la misma página sólo podía ser la prueba irrefutable de que algo no funcionaba. Entonces no sabía que escribir es reescribir, y que son muy pocos los autores que consiguen textos limpios y terminados a la primera.

Hay testimonios de que Cortázar apenas corregía. Que sus textos alcanzaban su forma y belleza, su tensión y ritmo a la primera, tal como salían, casi siempre, de su máquina de escribir. También sabemos que otros autores hacen y rehacen sus novelas una y otra vez, y llegar a la sexta versión era algo común para Günter Grass.

Pasar a máquina una y otra vez un manuscrito es una tarea ardua y fatigosa. Eso tal vez explicaría que Dostoyevski se casara con su secretaria; T. S. Eliot también lo hizo, y Sofía Behrs, la esposa de Tostói, copió siete veces el manuscrito de Guerra y Paz.

No seguí de  inmediato el consejo de Monterroso. No valoré entonces la importancia de ensayar, probar, avanzar sin darle a la escritura esa gravedad de lo definitivo. Pero anoté nuestro encuentro y sus palabras en mi diario.

Fue necesario mucho tiempo para descubrir, desde la experiencia, el lento aprendizaje, el valor de aquella recomendación. Monterroso me enseñó a escribir con lápiz en una hoja suelta, y no como si pintura una acuarela (técnica que no permite la marcha atrás), por así decirlo, aunque escriba con pluma en un cuaderno fino; me enseñó a restarle peso a la escritura mientras sucede y emerge y se fija en palabras que luego podrán ser revisadas y corregidas, reordenadas o suprimidas. Monterroso me mostró el camino de Flaubert.

Me empeño en hacerles ver a los jóvenes aspirantes a escritores con los que convivo en el aula que escribir es reescribir, que no hay atajo, que la revisión y corrección no puede tener fin hasta alcanzar la plenitud del texto en el punto final. Les recuerdo la sentencia de Reyes: «Publicamos los libros para no seguir corrigiendo los originales».

Pero tal como yo tardé años en apreciar la lección de Monterroso, los jóvenes escritores no me hacen ningún caso, y seguramente consideran al borrador, la reescritura y la corrección como tareas irrelevantes, innecesarias, no dignas de su talento.

Los perseverantes, los que hagan una obra, acabarán por comprender por sí mismos, al hacerla, la lección de Monterroso. Yo no dejo de acordarme de él, del regalo de su conversación esclarecedora en una noche tan fresca como inolvidable de hace muchos años en el Museo Tamayo.

23 de febrero de 2020

La noche de George Steiner

En un artículo de prensa que es una necrología, un testimonio y un adiós, Antonio Saborit recuerda que George Steiner visitó la ciudad de México en 1998 y dictó dos conferencias magistrales. La primera de ellas en el Palacio de Bellas Artes, la noche del lunes 16 de marzo:

«A nadie importó que Steiner tuviera la resolución y el vigor de alguien por lo menos diez años menor, aunque sin duda eso contribuyó a grabarme el momento en el que en la sala principal de Bellas Artes se refirió a su más valiosa herramienta de trabajo, la memoria, a la manera en la que cada mañana la ejercitaba. Ahí mismo declaró que se quitaría la vida cuando notara que su memoria empezaba a flaquear.»

Yo también estuve ahí, y el artículo me ha devuelto a esa noche; Saborit también me ha dado la medida del tiempo, porque yo no podría decir hace cuánto sucedió, mi incapacidad para medir y calcular el tiempo podría ser un grave caso de estudio o un verdadero motivo de preocupación.

No hubiera podido saber si esa conferencia fue hace diez, quince o treinta años. De pronto descubro que sucesos que siguen muy vivos en mí pasaron hace muchos años, y otros hechos de hace unos meses me parecen perdidos en el pasado remoto.

Aquella conferencia, la única vez que vi y escuché a George Steiner, sucedió hace veintidós años. Con certeza absoluta puedo decir que a partir de esa noche comencé a leer sus libros, y sé que no he terminado. Lo mismo me sucede con Cervantes, Camus y Cortázar, autores que por razones que no necesito explicar ni conocer vuelvo a ellos porque son parte de mi vida.

La primera sorpresa de la noche fue la sede, la sala de espectáculos del Palacio de Bellas Artes. He frecuentado el palacio no sólo como espectador o visitante (por casi diez años trabajé en él), y hasta esa noche había visto entre sus muros de mármol a lo largo de mi vida funciones de la orquesta sinfónica, de ópera y ballet, conciertos de muy diversa naturaleza, lecturas de poesía, homenajes, entrega de premios, festivales de la canción, inauguración de congresos de sociología, asambleas sindicales de trabajadores del Instituto Nacional de Bellas Artes, pero nunca una conferencia.

Recuerdo que hubo un sistema de traducción simultánea, y que desde donde lo veía, el segundo piso de la galería, George Steiner, que hablaba en inglés, ganaba presencia y contundencia, con magisterio, y que decía cosas que en nada se parecían a las que decían los autores que yo leía o escuchaba.

Steiner iluminaba los nombres y temas que mencionaba, los fijaba con juicios y oraciones precisos y audaces. Así deben de haber sido sus lecciones, así son sus libros: plenos de sorpresas, de giros sorprendentes, de meandros y temeridades y  casi siempre imprevisibles.

Recuerdo que estaba asistido por su hija, que llevaba una pluma en la inmóvil mano derecha, y que me enseñó para siempre que la cultura y la belleza no son accesorias a la vida sino dos de sus mayores atributos. La erudición y la claridad de pensamiento eran asombrosas.

Era un profesor, un erudito, un intelectual de altos vueltos. En realidad, era un lector atento y privilegiado, capaz de enriquecer los textos (o la música) que comentaba o explicar hechos culturales que analizaba con lucidez; su capacidad de interpretación era notable.

George Steiner era uno de los grandes críticos de la cultura de nuestros días. Y ahora, tras su partida, el recuerdo de aquella noche en el Palacio de Bellas Artes se torna cada vez más vulnerable a los caprichos de la imaginación.

Antes que recordar sus palabras y conceptos, terminaré por pensar, antes que en sus palabras de aquella noche, en el gusto de haberlo escuchado, en el privilegio de haber asistido a esa conferencia que se pierde en el tiempo y se mezcla con la alegría, siempre estimulante, de frecuentar sus libros. Apenas comprendo, tantos años después, la importancia para mi condición de lector de la conferencia del lunes 16 de marzo de 1998.

8 de febrero de 2020

El libro de Aurora

Aurora Bernárdez es célebre por sus traducciones y su relación con Julio Cortázar. Para Vargas Llosa estaba claro que Aurora era una escritora:

«Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece claro está) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor.»  («La trompeta de Deyá», Mario Vargas Llosa, El País, 28 de julio de 1991.)

Vargas Llosa volvió a comentar sobre la escritura desconocida o secreta de Aurora en otro artículo:

«Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía —lo hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como atestiguan sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubert— sino también escribía, pero que se abstenía de publicar por una decisión heroica: para que hubiera un solo escritor en la familia.» («La muerte de Aurora», Mario Vargas Llosa. El País, 16 de noviembre de 2014.)

Y ahí mismo cuenta que la última vez que la vio, un día de verano de 2013, le preguntó a Aurora por sus escritos:

«¿Por fin te vas a animar a publicar lo que seguramente tienes escrito?», le pregunté. Su respuesta fue evasiva y, sin embargo, estimulante. «Necesito cinco años», me dijo, con su vieja sonrisita un poco burlona de costumbre. «Para terminar una biografía de Julio Cortázar.» «¿Lo dijo en serio? ¿Habría comenzado a escribirla? Ojalá fuera así.»

Un traductor es también un escritor. Esa breve lista de autores es apenas una muestra. En realidad, Aurora tradujo, por lo menos, obras de Jean Anouilh, Simone de Beauvoir, Paul Bowles, Ray Bradbury, Italo Calvino, Albert Camus, Lawrence Durrell, William Faulkner, Gustave Flaubert, Vladimir Nabokov y Jean-Paul Sartre. Una selección muy impresionante, y algunas de esas traducciones conservan su frescura y son referente en español de algunos de esos autores.

Vargas Llosa no estaba equivocado, Aurora sí escribía, pero a parecer lo hizo muy poco, dejó mucho menos de lo que nos gustaría, y se echa de menos esa biografía, que hubiera sido un documento clave para descifrar los procesos creativos y la realización de la escritura de Cortázar.

El libro de Aurora (Alfaguara; Buenos Aires, 2017) es una selección de textos de muy diversa naturaleza que se encontraron, al morir Aurora, en cuadernos y agendas en un armario. El libro tiene poemas, relatos, cuentos, comentarios críticos sobre pintura, trozos de diarios, pequeños apuntes, fragmentos de escritura; el libro cierra con una extensa entrevista audiovisual con Philippe Fénelon, amigo de Aurora, compositor y cineasta, que también se encargó de la edición del libro.

Los escritos de Aurora son paralelos a los de Cortázar. Es posible encontrar giros cortazarianos (o aurorescos), algunas correspondencias y vasos comunicantes. El poema «Nocturno» puede leerse como una respuesta a «Después de las fiestas», y «Madame Nicole» evoca «Los buenos servicios».

Se siente la presencia de Cortázar en esa escritura paralela. El mismo gusto por la gran cultura, la misma erudición, la misma educación, semejanzas nítidas en la mirada. No le falta razón a Vargas Llosa: Si esta selección de textos diseminados en cuadernos es representativa de su escritura, Aurora nos quedó a deber una obra, más extensa y profunda. Y eso siempre es una pena. Aurora dice que su no-escritura es un problema que venía desde la infancia, y luego: «...me caso con Julio Cortázar. Tampoco podía entrar en competencia con él. Lo digo de una manera elemental y hasta cómica, porque no se trataba de competir, pero no podía.»

La entrevista no tiene desperdicio. Le pregunta Fénelon sobre su encuentro con Julio Cortázar, el día que lo conoció en un café, la confitería Richmond de la calle Florida:

—¿De qué hablaron entonces?
—De literatura, ¿de qué íbamos a hablar?

El libro de Aurora encierra un pequeño misterio, una duda sobre la autoría de una cita. Dice Aurora en la página 192:

«Dos almas (espíritus) se disputan el portaalma de Julio Cortázar. Una arroja un chorro continuo de imágenes impulsadas por un torbellino de lo arbitrario y lo improbable; la otra levanta construcciones geométricas obsesivas que mantienen el equilibrio sobre la cuerda floja.»

No sé si es el mejor elogio, al menos no es el más claro. Eso de que dos almas se disputen el portaalmas (en ningún otro lado he visto esa palabra), una especie de maleta o contenedor para llevar el alma es un concepto muy extraño, supongo que para comprender la cita hacen falta estudios profundos de metafísica.

Pero el misterio no ese, sino que la cita ha sido atribuida a Italo Calvino, en una versión que sólo se distingue de la otra en la falta, entre paréntesis, de la palabra «espíritus», el portaalma está en plural y se añade un artículo la:

«Dos almas se disputan el portaalmas de Julio Cortázar. La una arroja un chorro continuo de imágenes impulsadas por el torbellino de lo arbitrario y lo improbable; la otra levanta construcciones geométricas obsesivas que se mantienen en equilibrio sobre la cuerda floja.»

Esta cita, bajo el nombre de Italo Calvino aparece en la contracubierta de los tomos publicados de las Obras Completas de Cortázar en Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, y en la Red aparece en muchísimos documentos, sin la referencia a la carta, el artículo o el libro en el que Calvino la escribió.

¿La oración es de Aurora y la usó Calvino, con o sin su permiso? ¿La oración es de Calvino, y Aurora la anotó sin el crédito al escritor italiano en uno de sus cuadernos? ¿Alguien se confundió y le atribuyó a Calvino algo que no era suyo?

Aurora era amiga de Chichita (Esther Singer), esposa de Italo Calvino, se veían con frecuencia, todos vivían en París. Chichita pertenecía al Club de las Piantadas, según Cortázar. Y Aurora tenía además una intensa relación profesional con Calvino: tradujo al menos diez de sus libros. Sería absurdo pensar en un plagio, me inclino por una confusión, un malentendido.

No sé de dónde proviene la cita, pero supongo que la respuesta está en la obra de Calvino, de donde la habrá tomado Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Por lo pronto, no la he encontrado.