Tolstói sabía mucho sobre la infelicidad conyugal. Su largo matrimonio con Sofía Andreievna es quizá el más desdichado que escritor alguno haya tenido, y también, tal vez, el más fecundo para la literatura.
Tolstói y su mujer, en perfecta paradoja, a pesar de sus trece hijos, no dejaron de reñir, de ofenderse y agredirse. Se pasaron la vida juntos para estar en desacuerdo casi en todo, para vigilarse, odiarse y sucumbir a celos terribles y justificados.
Lev Tolstói murió en una estación de tren, solo, a los ochenta y dos años, porque se había ido de su casa para huir de Sofía, en una fuga que se antoja tan tardía como impulsiva e inútil. Algunas de las obras mayores del enorme novelista ruso, no hubieran sido posibles sin el incentivo de esa experiencia, ese matrimonio rotundamente desgraciado. La obra literaria de ambos, en sentido estricto, pero también las cartas y diarios dan cuenta de su marital infierno.
La sonata a Kreutzer, que tanto tiene de autobiográfica, según los manuales y estudios de muchos críticos, es un libro amargo, nocivo, tóxico. Es la novela de un hombre maduro enfermo de celos, de un santón contradictorio que estuvo cerca de crear una religión, de un iluminado que aspiraba a una vida asceta, cerca de la vida de un santo, que acaba por predicar la castidad.
Es la crónica de un sufrimiento, una denuncia de un orden social de doble moral o abiertamente inmoral. La tolerancia y el estímulo de la conducta de los varones como depredadores sexuales se alimenta de la coquetería e impudor femeninos, de los escotes y espaldas desnudas que colocan a las mujeres, «que no desdeñan exhibir las partes de su cuerpo que excitan la sensualidad», en el camino de la provocación y la caída, las víctimas y el pecado.
Treinta años antes de La sonata a Kreutzer, Tostói había escrito La felicidad conyugal, que tiene un lugar entre las rotundas obras maestras de la novela corta. También vinculada a su experiencia biográfica, cuenta no un aspecto de la vida que había tenido, sino la que le gustaría vivir, la felicidad conyugal a la que aspiraba. Está claro que su aspiración no se cumplió.
Tengo la impresión de que en las ediciones bellas e impecables la buena literatura es aún mejor, como si el cuidado editorial, la calidad del papel y la tipografía realzarán el encanto y el poder del alma de las palabras. En la impecable edición de Acantilado, en la traducción de Selma Ancira, he gozado a plenitud la prosa intensa y clara, la sabiduría de Tolstói sobre la vida conyugal, que de tan poco le valió para su matrimonio. La literatura no es la vida, y no es lo mismo escribir sobre la felicidad que ser feliz.
La felicidad conyugal cuenta, narrada por ella, las sucesivas etapas de la relación de Masha y Serguéi. Desde lo que hoy no sería muy difícil llamar noviazgo hasta la consolidación de su vida conyugal, que promete ser serena y apacible, larga y tal vez feliz. Los ríos jóvenes suelen ser impetuosos y rápidos, los viejos son serenos y lentos. Tal vez así son los amores conyugales, al menos así los imaginaba Tostói.
Desde la elección, el reconocimiento del otro, en el enamoramiento: «cada uno de mis pensamientos es un pensamiento suyo, y cada uno de mis sentimientos era un sentimiento suyo», hasta: «en una palabra, era mi marido y nada más. Sentía que así debía ser, que así eran todas las relaciones» y «entre nosotros ya se percibían las conocidas convenciones del decoro», Masha y Serguéi pasan de la pasión a la distancia, de los celos a la indiferencia, de la comunión al malentendido, del diálogo al silencio; en la doble resignación y las pequeñas alegrías de la larga vida cotidiana y conyugal.
¿Dónde fincarán su felicidad? En el amor previsible, sereno, lento, como un río viejo cuando se ha terminado el idilio. Y en la llegada y la crianza de los hijos. Eso pensaba el joven novelista Tolstói, pero la historia y la literatura nos dicen que a pesar de sus trece hijos en matrimonio no encontró, antes lo contrario, el amor reposado y la felicidad conyugal.
31 de enero de 2015
Tolstói y la felicidad conyugal
16 de enero de 2015
Tacenda
Es una hermosa palabra latina para mentar lo no dicho, lo que no debe decirse, esas cosas de las que a veces es mejor no hablar. Tacenda es la palabra que nombra ese silencio.
Común en inglés, entre nosotros no se dice ni se escribe, acaso por un pudor de tradición hispana, o tal vez por la coherencia extrema de no sólo no decir ciertos hechos y verdades, sino también omitir la palabra que da nombre a lo que no se dice por dolor o vergüenza, por conveniencia o temor, por pudor o aquiescencia.
Hay cosas de las que mejor no hablar. Hay momentos, sucesos, temas que vician el aire porque están ahí, al acecho. Un punto de acuerdo tácito, acaso con uno mismo, pero también en pareja, en grupo o en familia, nos invita a que algunos asuntos se oculten en el silencio cómplice, tan parecido a la mentira.
Hay temas que no deben tocarse, nos dicen, nos decimos; hay cosas que no deben decirse, que más vale olvidar o al menos no evocar su recuerdo. La prudencia y las buenas maneras mandan callar la traición, la infamia, el crimen, la deshonra, la conducta vergonzosa y delictiva, la mentira trascendente, el incumplimiento de promesas.
Es imposible hablar de algunos temas sin romper el frágil equilibrio, la simulación. Hay temas sometidos a la tiranía de lo no dicho. Tal vez toda relación se sustente en el desdén de lo que permanece oculto. Tal vez todo acuerdo y todo comienzo implica un olvido, o el simulacro de ese olvido, su omisión, restarle importancia. Ceder ante el silencio elocuente y amable que favorece la convivencia, ya sea conyugal o entre parientes, amigos, vecinos, bandos, naciones.
Tacenda: pocas palabras encierran y ocultan tanto. Somos nuestras palabras, también nuestros silencios.
6 de enero de 2015
Los temores de Oliver Sacks
2 de enero de 2015
Dos veces al día
1 de enero de 2015
Testimonio
La marquesa no salió a las cinco. Ni ayer ni ningún otro día. A pesar del falso testimonio de algunos novelistas, la marquesa nunca ha salido a las cinco. Afirmar lo contrario es una infamia y faltar a la ficción.