31 de enero de 2015

Tolstói y la felicidad conyugal

Tolstói sabía mucho sobre la infelicidad conyugal. Su largo matrimonio con Sofía Andreievna es quizá el más desdichado que escritor alguno haya tenido, y también, tal vez, el más fecundo para la literatura.

Tolstói y su mujer, en perfecta paradoja, a pesar de sus trece hijos, no dejaron de reñir, de ofenderse y agredirse. Se pasaron la vida juntos para estar en desacuerdo casi en todo, para vigilarse, odiarse y sucumbir a celos terribles y justificados.

Lev Tolstói murió en una estación de tren, solo, a los ochenta y dos años, porque se había ido de su casa para huir de Sofía, en una fuga que se antoja tan tardía como impulsiva e inútil. Algunas de las obras mayores del enorme novelista ruso, no hubieran sido posibles sin el incentivo de esa experiencia, ese matrimonio rotundamente desgraciado. La obra literaria de ambos, en sentido estricto, pero también las cartas y diarios dan cuenta de su marital infierno.

La sonata a Kreutzer, que tanto tiene de autobiográfica, según los manuales y estudios de muchos críticos, es un libro amargo, nocivo, tóxico. Es la novela de un hombre maduro enfermo de celos, de un santón contradictorio que estuvo cerca de crear una religión, de un iluminado que aspiraba a una vida asceta, cerca de la vida de un santo, que acaba por predicar la castidad.

Es la crónica de un sufrimiento, una denuncia de un orden social de doble moral o abiertamente inmoral. La tolerancia y el estímulo de la conducta de los varones como depredadores sexuales se alimenta de la coquetería e impudor femeninos, de los escotes y espaldas desnudas que colocan a las mujeres, «que no desdeñan exhibir las partes de su cuerpo que excitan la sensualidad», en el camino de la  provocación y la caída, las víctimas y el pecado.

Treinta años antes de La sonata a Kreutzer, Tostói había escrito La felicidad conyugal, que tiene un lugar entre las rotundas obras maestras de la novela corta. También vinculada a su experiencia biográfica, cuenta no un aspecto de la vida que había tenido, sino la que le gustaría vivir, la felicidad conyugal a la que aspiraba. Está claro que su aspiración no se cumplió.

Tengo la impresión de que en las ediciones bellas e impecables la buena literatura es aún mejor, como si el cuidado editorial, la calidad del papel y la tipografía realzarán el encanto y el poder del alma de las palabras. En la impecable edición de Acantilado, en la traducción de Selma Ancira, he gozado a plenitud la prosa intensa y clara, la sabiduría de Tolstói sobre la vida conyugal, que de tan poco le valió para su matrimonio. La literatura no es la vida, y no es lo mismo escribir sobre la felicidad que ser feliz.

La felicidad conyugal cuenta, narrada por ella, las sucesivas etapas de la relación de Masha y Serguéi. Desde lo que hoy no sería muy difícil llamar noviazgo hasta la consolidación de su vida conyugal, que promete ser serena y apacible, larga y tal vez feliz. Los ríos jóvenes suelen ser impetuosos y rápidos, los viejos son serenos y lentos. Tal vez así son los amores conyugales, al menos así los imaginaba Tostói.

Desde la elección, el reconocimiento del otro, en el enamoramiento: «cada uno de mis pensamientos es un pensamiento suyo, y cada uno de mis sentimientos era un sentimiento suyo», hasta: «en una palabra, era mi marido y nada más. Sentía que así debía ser, que así eran todas las relaciones» y «entre nosotros ya se percibían las conocidas convenciones del decoro», Masha y Serguéi pasan de la pasión a la distancia, de los celos a la indiferencia, de la comunión al malentendido, del diálogo al silencio; en la doble resignación y las pequeñas alegrías de la larga vida cotidiana y conyugal.

¿Dónde fincarán su felicidad? En el amor previsible, sereno, lento, como un río viejo cuando se ha terminado el idilio. Y en la llegada y la crianza de los hijos. Eso pensaba el joven novelista Tolstói, pero la historia y la literatura nos dicen que a pesar de sus trece hijos en matrimonio no encontró, antes lo contrario, el amor reposado y la felicidad conyugal.

16 de enero de 2015

Tacenda

Es una hermosa palabra latina para mentar lo no dicho, lo que no debe decirse, esas cosas de las que a veces es mejor no hablar. Tacenda es la palabra que nombra ese silencio.

Común en inglés, entre nosotros no se dice ni se escribe, acaso por un pudor de tradición hispana, o tal vez por la coherencia extrema de no sólo no decir ciertos hechos y verdades, sino también omitir la palabra que da nombre a lo que no se dice por dolor o vergüenza, por conveniencia o temor, por pudor o aquiescencia.

Hay cosas de las que mejor no hablar. Hay momentos, sucesos, temas que vician el aire porque están ahí, al acecho. Un punto de acuerdo tácito, acaso con uno mismo, pero también en pareja, en grupo o en familia, nos invita a que algunos asuntos se oculten en el silencio cómplice, tan parecido a la mentira.

Hay temas que no deben tocarse, nos dicen, nos decimos; hay cosas que no deben decirse, que más vale olvidar o al menos no evocar su recuerdo. La prudencia y las buenas maneras mandan callar la traición, la infamia, el crimen, la deshonra, la conducta vergonzosa y delictiva, la mentira trascendente, el incumplimiento de promesas.

Es imposible hablar de algunos temas sin romper el frágil equilibrio, la simulación. Hay temas sometidos a la tiranía de lo no dicho. Tal vez toda relación se sustente en el desdén de lo que permanece oculto. Tal vez todo acuerdo y todo comienzo implica un olvido, o el simulacro de ese olvido, su omisión, restarle importancia. Ceder ante el silencio elocuente y amable que favorece la convivencia, ya sea conyugal o entre parientes, amigos, vecinos, bandos, naciones.

Tacenda: pocas palabras encierran y ocultan tanto. Somos nuestras palabras, también  nuestros silencios.

6 de enero de 2015

Los temores de Oliver Sacks


Los libros de Oliver Sacks sobre los casos clínicos de algunos de sus pacientes han  despertado desde hace años el interés de diversos públicos, aun de lectores muy alejados de la ciencia y la psiquiatría. Los más populares, Un antropólogo en Marte, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y La isla de los ciegos al color le han dado una celebridad de rock star, y algunas de sus historias se han convertido en películas taquilleras con actores de Hollywood.

A mí, más que las historias que cuenta, por extrañas e increíbles que parezcan, me interesa más la figura de doctor Sacks. Algunas personas con rasgos físicos o de personalidad tan definidos y nítidos son una fuente de ideas para la literatura. Neurólogo y psiquiatra, es, según una vieja entrevista que aparece en una de mis carpetas, un tipo un poco chiflado, maniático, neurótico y francamente raro, extraño. No podía ser de otra manera. Creo que sería un gran modelo para un personaje literario.

Digamos que es un maniaco de la temperatura, a la que regula y controla draconianamente en sus habitaciones con sistema de calefacción y aire acondicionado, que nunca se ha casado ni convivido con nadie, que siempre come lo mismo, arroz y pescado que alguien le prepara y él calienta en el horno de microondas.

Pero lo importante es una respuesta de la entrevista, una que es un cuento brevísimo y una posible definición del horror. A la pregunta: «¿Qué es la locura?» Respondió: «Permítame que le cuente algo que ocurrió hace ya algún tiempo en el Beth Abraham Hospital del Bronx, donde trabajo. Un ex director del centro ingresó como paciente tres años después de jubilarse, con síntomas de demencia senil. Un día se puso la bata blanca, entró en su antigua oficina y empezó a repasar expedientes. Al cerrar uno de ellos, leyó su nombre. Le encontramos gritando, preso de convulsiones, horrorizado. En un momento de lucidez, lo comprendió todo: comprendió que estaba loco.»

Y luego nos regala el argumento para una novela: «Uno de mis temores, desde hace tiempo, es que me confundan con un paciente. Si me quitan la bata y la placa con mi nombre, ¿qué diferencia hay entre el médico y el enfermo? Llegado el momento, ¿qué diferencia hay entre la cordura y la locura? ¿Cómo podría probar que no estoy loco? En mí verían tal vez a un hombre nervioso y tartamudo, convencido, el pobre, de que es el doctor Oliver Sacks.»

Esta pregunta puede poner de cabeza a la psiquiatría; bastaría quitarse la bata para poner en entredicho a la ciencia, al menos por un momento. El médico y el paciente podrían intercambiar papeles como una comedia de enredos.

Esos temores son en sí mismos una historia de terror. La locura y la cordura, la luz y la sombra se abren paso entre arenas movedizas, en frágiles certezas, y tienen una hondura, una contradicción esencial, una riqueza de matices que no han paso inadvertidos para la novela.

Cervantes comprendió mejor que nadie las posibilidades novelescas de la locura, de entrar y salir de la razón según conviniera al personaje o al relato. La idea de un psiquiatra o neurólogo que puede convertirse en paciente, en loco, sin salir del hospital, con sólo quitarse la bata, tiene el recurso elemental de un cómic y el desdoblamiento dramático del teatro de Dario Fo, o del absurdo.

Los temores del médico podrían ser la premisa de una gran novela, sobre todo si el personaje tuviera la riqueza de matices del lúcido y clarividente doctor Sacks.


2 de enero de 2015

Dos veces al día

Desde mi ventana veía a un hombre que lavaba su coche. Lo estacionaba en la calle, enfrente de su casa, sacaba una manguera y una cubeta, trapos y toda clase de utensilios de limpieza. Abría las puertas, encendía la radio y lavaba su coche. Así lo hacía todas las mañanas, sin faltar los domingos ni los días festivos. Todos los días muy temprano lavaba su coche.

Lo hacía a conciencia, con mucha agua. También utilizaba jabón y un detergente especial para carrocerías. Con un cepillo repasaba una y otra vez los neumáticos, a los que luego untaba una sustancia misteriosa para darles brillo. 

Los interiores los aspiraba como si fumigara y los protegía con una espuma muy blanca que aplicaba con una esponja, y con otro trapo empapado en un aceite repasaba la parte interna del techo y el tablero.

 El parabrisas merecía una atención particular. Lo limpiaba en círculos, una y otra vez como si puliera un cristal. Revisaba el motor, en realidad parecía que lo admiraba, y terminaba por aspirar también la cajuela como si estuviera combatiendo un virus letal.

Toda la delicada operación le llevaba unos cuarenta minutos. Y no dudaba en volver a repasar aquí o allá si encontraba una gota, una mancha, la menor impureza. Luego, apagaba la radio, cerraba las puertas, guardaba sus bártulos y volvía a su casa. Su dedicación y constancia era admirable.

 Podría pensarse que era un hobby, una terapia, un remedio contra la ociosidad y el tedio, una manda a la Virgen que cumplía con devoción impecable, una forma de ejercicio espiritual, o el rito de iniciación de una secta. Ese hombre lavaba su coche como si lavara su conciencia, como tendríamos que lavar el mundo.

Su costumbre de lavar el coche todas las mañanas me parecía un exceso, una manía, un derroche de agua y tiempo y energía. Unas vacaciones en las que pasé mucho tiempo en casa, descubrí que el despropósito se repetía por las tardes. 

Antes del anochecer, unas nueve o diez horas después de haber lavado el coche en la mañana, volvía a lavarlo con idéntica dedicación y rutina. Locura, una forma benigna de la locura, pensé.

Al alejarme de la ventana consideré que, tal vez, ese hombre había resuelto, en la disciplina draconiana de lavar su coche dos veces al día, la pregunta esencial de su existencia. Puedo imaginar su respuesta: «Estamos en esta vida para lavar el coche dos veces al día.» 

1 de enero de 2015

Testimonio

La marquesa no salió a las cinco. Ni ayer ni ningún otro día. A pesar del falso testimonio de algunos novelistas, la marquesa nunca ha salido a las cinco. Afirmar lo contrario es una infamia y faltar a la ficción.