28 de octubre de 2015

Otredad

¿Qué sucedería si esos hombres y mujeres de buena voluntad que se dicen a sí mismos taurinos y amantes de la fiesta comprendieran, por el reordenamiento significativo de las letras, por la revelación de un simple anagrama, que el otro es el toro?

21 de octubre de 2015

El autor no es el personaje

Sucede todo el tiempo. Basta interesarse por algo, un nombre, una ciudad, un objeto, un animal o un pasaje de la historia para que aparezcan referencias y menciones. Basta pensar algo con alguna persistencia para que los periódicos y los libros, la radio y las conversaciones aporten datos e información como si fueran convocados. 

Pareciera que funciona igual si uno se interesa con viveza por los caballitos de mar o el imperio bizantino, por qué Plutón es un planeta enano o la reducción del ángulo de inclinación de la Torre de Pisa. Basta estar atento para empezar a recibir información, noticias, comentarios: recompensas.

Alguien me pregunta sobre las complicadas relaciones de los autores con sus personajes y aun con lo que cuentan. "Claro, es una novela, pero de cualquier manera usted debe ser un experto en submarinos atómicos, se nota desde las primeras páginas", y "yo no sabía que usted fuera alpinista, aunque no me extraña", escucha un novelista, aquí y allá, todo el tiempo, según los temas de sus obras.

Explicar que uno sólo es un novelista y lo demás es el oficio y una investigación, un poco de estudio y la necesidad de explorar desde la ficción otras posibilidades del ser y la existencia, de ser otro hombre al menos en la página, puede ser arduo y no siempre se consigue del todo, y menos todavía si el personaje es un poco como cualquier hombre, y no un superhéroe.

De pronto, sin intención, sin buscarlo, tres premios Nobel ofrecen su contribución al tema:

Dice Octavio Paz: «La verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas. Los sucesos son la materia prima, el material bruto; lo que leemos es un poema, una recreación (a veces una negación) de esta o de aquella experiencia. El poeta no nunca es idéntico a la persona que escribe: al escribir, se escribe, se inventa. Sabemos que Catulo y Lesbia (su verdadero nombre era Clodia) existieron realmente: son personajes históricos. También lo fueron Propercio y Cintia (Hostia). Sabemos asimismo que ni el poeta Catulo y su amante ni el poeta Propercio y su querida son exactamente los individuos que vivieron en Roma en tales y tales años. Las heroínas de esos libros y los autores mismos, sin ser ficticios, pertenecen a otra realidad. Lo mismo puede decirse de todos los otros poetas, cualesquiera que hayan sido su época, sus temas y sus vidas. La poesía, el arte de escribir, poemas, no es natural; a través de un proceso sutil, el autor, al escribir y muchas veces sin darse cuenta, se inventa y se convierte en otro: un poeta. Pero la realidad de sus poemas y la suya propia no es artificial o deshumana; se ha transformado en una forma a un tiempo hermética y transparente que, al abrirse, os muestra una realidad más real y más humana. Los poemas no son confesiones sino revelaciones.» (Preliminar, Obra Poética II, Tomo 12 Obras Completas, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 18.)

Donde dice “poeta” y “poema”, se puede leer "novelista" y "novela", y el sentido del texto no se altera, antes se enriquece, se multiplica.

Dice Mario Vargas Llosa en su de recepción del doctorado honoris causa de la Universidad de Salamanca, el 17 de septiembre de 2015: «…aunque no lo parezca, el personaje principal de toda historia es siempre el narrador que cuenta la historia, y el narrador no es nunca el autor.  El narrador es un personaje que crea el autor incluso en aquellas novelas en que el autor aparece con nombre y apellidos propios.  Por ejemplo, en una novela mía que se llama La tía Julia y el escribidor, aparece un Varguitas, y muchos lectores creen que ese Varguitas soy yo de pies a cabeza.  Y no, ese Varguitas es un personaje de la historia, aunque usurpe mi nombre y también algunas de mis experiencias biográficas.» 

Orhan Pamuk, por su parte, escribe en "De verdad le sucedió todo eso, señor Pamuk", segunda conferencia Norton para la Universidad de Harvard, recogida en El novelista ingenuo y el sentimental« En 2008, publiqué en Turquía una novela titulada El museo de la inocencia. Esta novela trata, entre otras cosas, de los actos y los sentimientos de un hombre llamado Kemal que está enamorado de una manera profunda y obsesiva. Tras la aparición del libro no tardé mucho en empezar a recibir la siguiente pregunta de un buen número de lectores, que al parecer creían que su amor estaba descrito de un modo muy realista: "Señor Pamuk, ¿es usted Kemal?"».

Pamuk admite que disfruta con la ambigüedad de sus respuestas, y cuenta lo difícil que le resulta,  «como le sucede a menudo a los novelistas, convencer a mis lectores de que no deberían compararme con mi protagonista; al mismo tiempo, implica que no pretendo realizar un gran esfuerzo para demostrar que no soy Kemal [...] En otras palabras, mi intención era que la novela fuera percibida como una obra de ficción, como un producto de la imaginación y, sin embargo, también quería que los lectores creyeran que los personajes principales y la historia eran reales».

Pamuk evoca un caso del siglo XVIII, lo cual nos muestra que los novelistas tienen que dar explicaciones desde hace siglos: «Cuando Daniel Defoe publicó Robinson Crusoe, ocultó el hecho de que la historia era una obra de ficción fruto de su imaginación. Afirmó que era una historia cierta, y entonces, cuando se descubrió que su novela era una "mentira", Defoe se sintió avergonzado y admitió, aunque solo hasta cierto punto, la ficcionalidad de su historia.»

¿Se alcanzará algún día un consenso entre autores y lectores sobre la condición natural de la ficción en la literatura, aunque ésta sea verosímil, verdadera y se sustente en hechos históricos? ¿Alguien le habrá preguntado a Cervantes si alguna vez fue caballero andante o cómo había recuperado la razón?

19 de octubre de 2015

El fracaso no es lo que parece

El profesor Llorenç Valverde, matemático, académico y experto en tecnología, ha escrito un libro con nombre inquietante: Siete fracasos que han cambiado el mundo, del lavavajillas a la telefonía móvil. El título me hizo recordar a Julio Ramón Ribeyro, que reunió sus diarios bajo el implacable nombre de La tentación del fracaso.

Llegué a la presentación del libro, por razones aún no puedo comprender, y mi gozo iba en aumento en aquel acto revelador, que acabó por ser una conferencia en forma. El profesor Valverde, simpático y erudito, dijo cosas asombrosas con impecable acento catalán.

Sucede que detrás de los grandes inventos, de un caso exitoso, la historia registra una larga serie de intentos y pruebas sin fin, testimonios de mala fe, mentiras, intrigas, manipulación de patentes e inventores y toda suerte de trampas, retrasos por intereses de particulares, y por supuesto, errores fecundos y hallazgos afortunados (serendipias).

El teclado que usamos en una máquina de escribir o una computadora (qwert) tiene una historia; es, a fin de cuentas, una posibilidad entre muchas que acabó por imponerse. Y la máquina de calcular de Charles Bobbage (y la máquina que no construyó), como el lavavajillas de Cochrane y el conmutador telefónico de Strower encierran un empeño contumaz, una perseverancia y las motivaciones más extrañas.

El recorrido del profesor por la historia de la invención y la tecnología pasa por Ramón Llull y su máquina lógica, que según el gran sabio podía probar por sí misma la verdad o la mentira de un postulado. ¡En el siglo XIII este genio iluminado estaba buscando acabar con las discusiones teológicas e ideológicas que incendiaban y amenazaban la paz el mundo!

El fracaso es un gran tema. Los fracasos a fin de cuentas han hecho la ciencia y la tecnología, dibujado los mapas y a fuerza de perseverar en la prueba y error podemos suponer con modestia algunas certezas que damos por válidas o verdaderas.

No hay solución que no plantee problemas, no hay solución limpia, una que no genere necesidades o requiera insumos o genere otros problemas. A veces, la humanidad ha tenido las respuestas acertadas de preguntas equivocadas porque no ha sido correcta la relación pregunta-respuesta. Con frecuencia, las respuestas no tienen que ver con las preguntas, y esta situación a veces abre nuevas áreas de investigación y nuevas preguntas.

Y el azar, lo imprevisible, el comportamiento errático del sistema problema-solución, que está en la base de la innovación y del progreso, fue ya iniciado hace mucho tiempo por aquellos homínidos que participaban mal o echaban a perder aquellas partidas de caza o pesca. Lo que nos previene a echar de nuestros juegos y nuestras investigaciones y proyectos a los que consideramos más tontos, ignorantes o menos capacitados. Uno de esos puede ofrecer la solución que resolverá un problema.

Pensemos en el automóvil. Parecía la solución al transporte: eficiente, cómodo, rápido y divertido... Y terminará por ser un problema de consecuencias mundiales y catastróficas para la conservación del planeta, la transportación y la economía. Podría llegar el día en el que, como en "La autopista del sur", de Julio Cortázar, el atasco sea universal y los coches, uno tras otro en filas sin fin, no puedan moverse. Las máquinas que resuelven problemas a los hombres, no dejan de generarles nuevos problemas.

Leibnitz quería una máquina que hiciera los cálculos, una que pudiera usarla hasta un campesino, dice el profesor Valverde, y pareciera que Erich Fromm le respondía: tendremos máquinas que piensen como hombres, manejadas por hombres que piensen como máquinas.

La tecnología es un camino sin fin, que no excluye la belleza, como cuenta la historia glamurosa de Hedy Lamarr, reina y musa de Hollywood y tal vez la primera actriz que apareció desnuda en una película, y que fue también una destaca ingeniera y científica cuyos descubrimientos, esenciales para lanzar misiles con precisión, guardaban una secreta relación con el tamaño de sus pechos.

La historia de los fracasos es la de los éxitos, no es posible el uno sin el otro. Y las máquinas que resuelven problemas generan otros problemas. Más todavía: no hay solución que no presente nuevos problemas.

Al final de una larga serie de fracasos está el éxito, y tal vez al final del éxito está el fracaso. Churchill sabía que el éxito es una suma de fracasos con un objetivo e impecable entusiasmo, y los fracasos aportan conocimiento, experiencia y hasta pueden dar consistencia y un perfil único a un currículum.

El que fracasa, aprende. El que fracasó, ya sabe, conoció, aprendió. Y a fin de cuentas, sólo podemos evaluar, decir que algo fue un fracaso con perspectiva y tiempo. El éxito nunca es definitivo, y el fracaso nunca es fatal. (Me gusta pensar que esta idea le gustaría mucho a Enrique Vila-Matas.)

Así que debemos mantenerlos alerta, pues el desánimo y el desconsuelo y el fracaso podrían no dejarnos ver que estamos delante no de un pato feo que está a punto de convertirse en un hermosos cisne negro... sí, como en los cuentos de hadas.

Me alejo de las palabras y conceptos del profesor Valverde y me pregunto si será posible desarrollar, con la bendición de Ramón Llull y de Alfred Jarry una teoría del éxito/fracaso, una máquina que nos vaticinara el futuro de cualquier empresa, artística o científica, tecnológica, intelectual o épica.

Sería estupendo tener una máquina para medir el éxito, fomentarlo, administrarlo en medio del caos y el devenir. Sí, tal vez estoy en terrenos imaginarios cercanos a la patafísica. Y no puede ser de otra manera, esa máquina no podría ser electrónica ni tener software al uso, ni siquiera contar con las ventajas de la computación cuántica: la  máquina Llull-Jarry, la que nos daría la excepción de la certeza y la verdad, que trabajaría sin fin ante el fracaso, que buscara y tratara como Sísifo una y otra vez, tendría que ser otra cosa.

El profesor Valverde se despidió de su público con una sentencia y una cita poética. Contó que Sir John Daniel dice que nos pasamos la vida buscando soluciones a problemas, y «ahora que ya sabemos que las tecnologías digitales son la solución, quizás ha llegado el momento de averiguar cuál era el problema».

El gran final fue con una cita imprescindible y conocida de Samuel Beckett tomada de Worstward HoAll of Old. Nothing else ever. Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better. (En versión del maestro Juan Carlos Calvillo, que está construyendo una máquina para traducir la poesía completa de Emily Dickinson: «Todo antaño. Nunca nada más. Haber tratado. Haber fallado. No importa. Tratar de nuevo. Fallar de nuevo. Fallar mejor.»)

Sí, tratar. Tratar de nuevo. Fallar de nuevo. Fracasar mejor.

6 de octubre de 2015

La yegua de la noche

He tenido un sueño, dijo Ferré, inquieto. Le he dado lugar a un sueño de otro, a una pesadilla que yo no debí de haber soñado y cuya osadía, aunque no sea responsable, me avergüenza.

Dormía, en el sueño me despertaron unos golpes enérgicos a mi puerta. Antes de llegar a ella, una voz, amable pero de inapelable autoridad, como venida de otro mundo, me ordenó que le entregara un libro, cualquier volumen de los estantes de mi biblioteca. Me quedé estupefacto. Nadie te despierta a las tres de la mañana para pedirte un libro. Le dije, sin saber a qué o a quién le hablaba, que no comprendía. La voz dijo que tomara cualquier libro y que lo pusiera en el pasillo, al pie de mi puerta y que después volviera a la cama.

Obedecí. En la oscuridad, tomé un volumen al azar, abrí mi puerta y lo dejé no sin tristeza en el pasillo. En el pasillo no había nadie. Volví a la cama. Antes de volver a dormirme, tuve tiempo de justificar mi docilidad, mi cobardía, diciéndome que obedecía un deseo superior, que no podría explicarme del todo, como lo que sucede en algunos sueños. En mi sueño, a la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero había un hueco inquietante en el librero. Entonces pronuncié esa sombría sentencia que guardaba en la memoria: Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré.

Es verdad que esos versos no hacían justicia a la extraña pérdida, porque lo que veía era la ausencia de un volumen. Había un libro menos. Veía, es un decir, un libro menos. Era un ejemplar estimable de la Ética de Spinoza que había comprado en una visita a Ginebra. No puedo negar que pasé la mañana lamentando su ausencia. Busqué por la casa, salí al pasillo, revisé las escaleras y el depósito de la basura. Nada.

En mi sueño, a la otra noche, me despertó la voz y me dijo que tomara dos libros de mi biblioteca, dos que no apreciara tanto como el otro, cuya ausencia no lamentaría demasiado, y que los dejara al pie de mi puerta, en el pasillo. La petición no me sorprendió, pero sí la extraña concesión. Elegí dos cuyos títulos me reservo, no vale la pena dar nombres, pero tenía la certeza de que aunque viviera cien años no me entretendría entre sus páginas, a veces uno conserva libros con la certeza de que nunca los leerá y esa posesión a la vez que inútil es un misterio y es bella. Entonces comprendí. Me dije: esto es un aviso, está próxima la muerte.

A la tercera noche la voz me demandó cuatro ejemplares. A la cuarta, ocho. Creo que hice vagos cálculos para conocer el número de días que podría satisfacer la cruel demanda con el número de volúmenes de mi modesta biblioteca. Es curioso, pero siempre creí que una biblioteca debería tener en su tamaño una correspondencia con la extensión de la vida de su lector y bibliotecario. Que aunque infinita entre sus páginas, fuera más o menos posible abarcarla en el plazo razonable de una vida, en buena medida dedicada a frecuentarla.

Ahora me aterraba la voracidad de la progresión geométrica. Entonces hice una selección apresurada, aparté la Biblia (King James), la Ilíada, la Odisea, la Comedia (en italiano y en inglés), las tragedias y las comedias de Shakespeare, las Enéadas, la Eneida, el Quijote, Las mil noches y una noche, un volumen de Platón, otro de Stevenson, uno De Quincey, un Chesterton, un Voltaire, un Schopenhauer, un Berkeley, uno de Alfonso Reyes, La invención de Morel, una antología de poesía inglesa, y algunos más, puedo decir que poco más. Me dije, mientras pueda conservar y volver a estos libros, habrá un mañana.

En mi sueño, a la otra noche, la quinta, la voz me demandó dieciséis libros. Obedecí, sin mirar demasiado los tesoros que perdía, pero me armé de valor y le dije a esa voz que fuera de quien fuera, no tenía derecho a perturbar mis noches, a expoliar mi biblioteca.

La voz me explicó educadamente que conservar esos libros era una vieja costumbre que ya me era innecesaria, una posesión inútil, porque estaba en situación de decirme con certeza que ya nunca los leería, me faltaría tiempo o ánimo, pero que todavía gozaría de la compañía de otros, y que no me alarmara demasiado, que aún tendría tiempo de volver a ver la clara luna, que no se había agotado la inalterable suma de veces que me daba el destino. ¿Por qué yo?, pregunté, sin esperanza. Porque así lo has imaginado, respondió. Y se disculpó, dijo que era tarde.

En mi sueño, a la otra noche, la sexta, aguardé la llegada de la voz con más resignación que entereza. Me encontró despierto, con un libro entre las manos. Ya había renunciado a hacer un recuento de lo perdido. Como era previsible, me exigió treinta y dos libros de mi biblioteca. Tómalos, le dije, están en la mesa, ya he hecho un atado para tu infame pedido. ¿Adónde llegaremos?, pregunté. Al final, respondió. Comprendí que estaba cerca, muy cerca... pero entonces me di cuenta que bien podría no ser la muerte la que me rondaba, sino la ceguera.

En mi sueño, a la otra noche, la séptima, a la hora de costumbre la voz me demandó sesenta y cuatro volúmenes. Tómalos tu misma, dije, seas lo que seas. Te has llevado ciento veintisiete libros, déjame el tiempo necesario para leer otro tanto, dije. El universo y una vida caben en mucho menos, dijo. Leerás los que cifren tu vida. Ni uno más. Las lunas, los viajes, los libros, los cantos de los pájaros y los días están contados.

Ferré calló.

Es fantástico, dije. Esos versos y esas señas, esa cita, todo el sueño, bien podrían ser de Borges, está calcado.

No has comprendido, dijo Ferré, con pesadumbre. En mi terrible pesadilla, yo era Borges.