6 de octubre de 2015

La yegua de la noche

He tenido un sueño, dijo Ferré, inquieto. Le he dado lugar a un sueño de otro, a una pesadilla que yo no debí de haber soñado y cuya osadía, aunque no sea responsable, me avergüenza.

Dormía, en el sueño me despertaron unos golpes enérgicos a mi puerta. Antes de llegar a ella, una voz, amable pero de inapelable autoridad, como venida de otro mundo, me ordenó que le entregara un libro, cualquier volumen de los estantes de mi biblioteca. Me quedé estupefacto. Nadie te despierta a las tres de la mañana para pedirte un libro. Le dije, sin saber a qué o a quién le hablaba, que no comprendía. La voz dijo que tomara cualquier libro y que lo pusiera en el pasillo, al pie de mi puerta y que después volviera a la cama.

Obedecí. En la oscuridad, tomé un volumen al azar, abrí mi puerta y lo dejé no sin tristeza en el pasillo. En el pasillo no había nadie. Volví a la cama. Antes de volver a dormirme, tuve tiempo de justificar mi docilidad, mi cobardía, diciéndome que obedecía un deseo superior, que no podría explicarme del todo, como lo que sucede en algunos sueños. En mi sueño, a la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero había un hueco inquietante en el librero. Entonces pronuncié esa sombría sentencia que guardaba en la memoria: Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / hay alguno que ya nunca abriré.

Es verdad que esos versos no hacían justicia a la extraña pérdida, porque lo que veía era la ausencia de un volumen. Había un libro menos. Veía, es un decir, un libro menos. Era un ejemplar estimable de la Ética de Spinoza que había comprado en una visita a Ginebra. No puedo negar que pasé la mañana lamentando su ausencia. Busqué por la casa, salí al pasillo, revisé las escaleras y el depósito de la basura. Nada.

En mi sueño, a la otra noche, me despertó la voz y me dijo que tomara dos libros de mi biblioteca, dos que no apreciara tanto como el otro, cuya ausencia no lamentaría demasiado, y que los dejara al pie de mi puerta, en el pasillo. La petición no me sorprendió, pero sí la extraña concesión. Elegí dos cuyos títulos me reservo, no vale la pena dar nombres, pero tenía la certeza de que aunque viviera cien años no me entretendría entre sus páginas, a veces uno conserva libros con la certeza de que nunca los leerá y esa posesión a la vez que inútil es un misterio y es bella. Entonces comprendí. Me dije: esto es un aviso, está próxima la muerte.

A la tercera noche la voz me demandó cuatro ejemplares. A la cuarta, ocho. Creo que hice vagos cálculos para conocer el número de días que podría satisfacer la cruel demanda con el número de volúmenes de mi modesta biblioteca. Es curioso, pero siempre creí que una biblioteca debería tener en su tamaño una correspondencia con la extensión de la vida de su lector y bibliotecario. Que aunque infinita entre sus páginas, fuera más o menos posible abarcarla en el plazo razonable de una vida, en buena medida dedicada a frecuentarla.

Ahora me aterraba la voracidad de la progresión geométrica. Entonces hice una selección apresurada, aparté la Biblia (King James), la Ilíada, la Odisea, la Comedia (en italiano y en inglés), las tragedias y las comedias de Shakespeare, las Enéadas, la Eneida, el Quijote, Las mil noches y una noche, un volumen de Platón, otro de Stevenson, uno De Quincey, un Chesterton, un Voltaire, un Schopenhauer, un Berkeley, uno de Alfonso Reyes, La invención de Morel, una antología de poesía inglesa, y algunos más, puedo decir que poco más. Me dije, mientras pueda conservar y volver a estos libros, habrá un mañana.

En mi sueño, a la otra noche, la quinta, la voz me demandó dieciséis libros. Obedecí, sin mirar demasiado los tesoros que perdía, pero me armé de valor y le dije a esa voz que fuera de quien fuera, no tenía derecho a perturbar mis noches, a expoliar mi biblioteca.

La voz me explicó educadamente que conservar esos libros era una vieja costumbre que ya me era innecesaria, una posesión inútil, porque estaba en situación de decirme con certeza que ya nunca los leería, me faltaría tiempo o ánimo, pero que todavía gozaría de la compañía de otros, y que no me alarmara demasiado, que aún tendría tiempo de volver a ver la clara luna, que no se había agotado la inalterable suma de veces que me daba el destino. ¿Por qué yo?, pregunté, sin esperanza. Porque así lo has imaginado, respondió. Y se disculpó, dijo que era tarde.

En mi sueño, a la otra noche, la sexta, aguardé la llegada de la voz con más resignación que entereza. Me encontró despierto, con un libro entre las manos. Ya había renunciado a hacer un recuento de lo perdido. Como era previsible, me exigió treinta y dos libros de mi biblioteca. Tómalos, le dije, están en la mesa, ya he hecho un atado para tu infame pedido. ¿Adónde llegaremos?, pregunté. Al final, respondió. Comprendí que estaba cerca, muy cerca... pero entonces me di cuenta que bien podría no ser la muerte la que me rondaba, sino la ceguera.

En mi sueño, a la otra noche, la séptima, a la hora de costumbre la voz me demandó sesenta y cuatro volúmenes. Tómalos tu misma, dije, seas lo que seas. Te has llevado ciento veintisiete libros, déjame el tiempo necesario para leer otro tanto, dije. El universo y una vida caben en mucho menos, dijo. Leerás los que cifren tu vida. Ni uno más. Las lunas, los viajes, los libros, los cantos de los pájaros y los días están contados.

Ferré calló.

Es fantástico, dije. Esos versos y esas señas, esa cita, todo el sueño, bien podrían ser de Borges, está calcado.

No has comprendido, dijo Ferré, con pesadumbre. En mi terrible pesadilla, yo era Borges.