28 de diciembre de 2015

Las novelas

Cuentan la vida de los hombres. Lo que viven y lo que anhelan. Sus sueños y sus pesadillas, sus fantasías y deseos. La suma de las novelas es la historia cifrada de la humanidad. ¿Qué cuentan las novelas?

La historia de un hidalgo que por leer libros de caballerías se creyó caballero andante, la de un hombre que a través de la revaloración del pasado le da sentido al tiempo y a su condición de artista, la de un náufrago que sobrevive solo en una isla, la de una muchacha insatisfecha en su matrimonio y sueña con vivir una vida que no es la suya, la de una mujer casada que se enamora al paroxismo y termina por arrojarse a las vías cuando pasa el tren. Hay una novela de un hombre que quiere llegar a un castillo, y otra de un hombre al que le inician un proceso sin saber por qué.

Una novela cuenta los pasos y las horas de un hombre, su vida, por las calles de Dublín, y otra cuenta que un hombre fue a buscar a su padre a un pueblo donde todos están muertos, y otra trata de un pueblo que vive en tinieblas, bajo la oscuridad de la más obtusa religiosidad al filo de la revolución. Otra da noticia de un loco iluminado, un falso mesías que mueve multitudes, otra sigue una larga conversación en una cantina, y otra los sucesos en una casa que es un prostíbulo pintado de verde, y otra es una saga familiar a lo largo de cien años en un pueblo en el que sucede lo nunca imaginado, y otra cuenta el crimen que comete y el castigo que recibe un joven nihilista, y una más cuenta las desventuras de un joven que se suicida por amor, y otra cuenta la vida de una romana, tan joven como bella, que se prostituye, y una más cuenta la historia de un niño que no quería crecer, y otra cuenta la decisión atroz que tiene que tomar una madre para salvar sólo a uno de sus hijos, y otra cuenta la guerra y la derrota de Napoleón en Rusia.

Otra cuenta la historia de un capitán que persigue obsesionado a una ballena blanca por todos los mares y océanos, y otra nos habla de un cónsul que bebe mezcal sin tregua en una ciudad extraña al pie de un volcán, y otra cuenta de un hombre que se enriquece y hace fiestas sin mesura sólo para ver a la muchacha que amó en su juventud, y otra cuenta las historias de los que ocupan cada mesa de un restaurante.

Hay una novela sobre cuatro personajes en Alejandría, y otra cuenta un viaje en globo alrededor del mundo en ochenta días, y otra la historia de un capitán que tiene un submarino, y otra narra el viaje al centro de la Tierra. Existen novelas sobre fumadores y sobre un hombre que quiere dejar de fumar, y otra narra la excursión a un faro, y otra las investigaciones del robo de un diamante llamado la piedra lunar, y otra cuenta la historia sucia de un cuarentón obsesionado con una niña, y otra cuenta la búsqueda y la mediocridad de un argentino sin oficio ni beneficio en París, y otra narra las desdichas de un avaro, y otra las miserias y sufrimientos de un niño mendigo, y otra cuenta las aventuras en la llamada isla del tesoro.

Un novelista imaginó la vida y obra de un músico que le vende su alma al diablo para ser el mejor en su arte, y otra cuenta la sempiterna estancia de tuberculosos en un hospital en lo alto de una montaña, otra se demora en miles de páginas en recuperar el tiempo perdido y encontrando significado en lo vivido, en la infancia. Otra cuenta la búsqueda en la selva del origen de la música, y otra narra la desdicha originada por una extraña piel de zapa, y otra cuenta cómo un hombre impasible mata a un árabe en la playa porque hace calor y brilla mucho el sol.

Hay novelas de guerra, de barcos, de aviones, de aventuras, de viajes al espacio y al fondo del mar. Hay novelas de niños y de viejos, de hombres y mujeres en las más extrañas situaciones. Hay novelas de espías, de deportistas, de artistas, de románticos, soñadores y de asesinos. Hay novelas de pobres y novelas de ricos, de campesinos y aristócratas. Hay novelas urbanas y novelas campestres, fantásticas y realistas, de perros y de gatos, de caballos, de locos, de presos, de esclavos. Hay novelas situadas en el pasado, en el presente, en el futuro, en la prehistoria y fuera del planeta Tierra.

No hay tema que no haya sido desarrollado en una novela al menos. Cada hecho humano, cada circunstancia podría encontrar su lugar en una novela. En las novelas todo tiene su lugar y todos podemos encontrarnos en alguna. Aunque no la conozcamos ni la leamos nunca, hay una novela que es como un espejo y cuenta nuestra vida. Las novelas no tendrán fin porque no lo tienen las historias que se cuentan los hombres desde el principio de los tiempos, y así será hasta el último día.

Lowry

¿De qué está hecha Bajo el volcán, la gran novela de Malcom Lowry? ¿De qué está hecha su literatura toda?

De la fuerza imbatible del mar, de un peregrinar sin fin, de la búsqueda del sosiego perdido, de la pesadilla que lo siguió hasta el fin, del misterio del lado más oscuro de México, de la mirada al abismo, de la melodía que escuchaba sin cesar, de la soledad sin fondo, de la necesidad de la siguiente página, tan imperiosa como la urgencia del siguiente trago.

Reconciliación: los patrimonios de México

El doctor José Escalante de la Hidalga ha escrito un recorrido por las ciudades, monumentos, edificios, sitios arqueológicos y bienes naturales mexicanos declarados por su belleza o singularidad como patrimonio de la humanidad por la Unesco. Sintiendo los patrimonios de México algo tiene de libro de viajes, de guía turística, pero sobre todo de celebración y testimonio de un viajero enamorado de su país.

México, es el sexto país en el mundo con más sitios declarados patrimonio de la humanidad, y es el país de América con el mayor número de distinciones. Y no hay ninguna razón para que esa lista no crezca año con año. Este país de culturas originarias, algunas de ellas de varios milenios de antigüedad, que supo encontrar su identidad en una mezcla de civilizaciones, con una biodiversidad privilegiada, posee lugares magníficos y asombrosos y reservas naturales que reclaman nuestra atención.

En noviembre de 2014, el doctor Escalante se propuso visitar cada uno de esos bienes declarados patrimonio de la humanidad. El objetivo era recorrer el país, de la península de Baja California a la de Yucatán, teniendo como brújula la lista de los reconocimientos de la Unesco. No se trataba de recorrer lo mejor de México, ni de atender gustos o preferencias personales, sino seguir los pasos de esos expertos internacionales y encontrar las razones por las que habían quedado cautivados por esos rincones de México.

Su empresa me parece admirable. La anima la misma curiosidad y el mismo impulso que motivó a los grandes viajeros y descubridores. Es el mismo que impulsó a Heródoto a salir de casa para ver el mundo y volver para contar lo que había encontrado; y es también esa curiosidad la que llevó por el mundo a Ryszard Kapuściński, el periodista y ensayista polaco, que empezó a viajar para saber qué había más allá de la frontera. El doctor Escalante, que ha viajado por el mundo, se propuso ahora hacer el viaje inverso: descubrir el mundo y sus maravillas sin cruzar las fronteras nacionales.

(Y su empeño no termina: en octubre de 2016 visitó el archipiélago de Revillagigedo, en el océano Pacífico, recién elegido por la Unesco. Y que nadie dude de que seguirá visitando los sitios que se incorporen a esa lista. No es demasiado aventurado imaginar que algún día será algo así como asesor de la Unesco y señalará dónde mirar, dónde buscar, y por qué deben ser distinguidos como patrimonio de la humanidad otros sitios y lugares de México.)

En un año justo, el doctor Escalante da cuenta de su periplo, nos entrega los resultados de su itinerario, peregrino en su patria, para decirlo con Lope de Vega, con un libro. Sintiendo los patrimonios de México fue escrito con urgencia, entre las etapas de su aventura, en aeropuertos y habitaciones de hoteles, en los trayectos, en la oficina y, cuando paraba un poco, en su casa. El resultado es un libro urgente para dar prueba y testimonio de lo hallado, con textos que son noticias para viajeros y relatos dulces para los sedentarios, ilustrado con setecientas de las miles de fotografías que el autor también hizo mientras tomaba notas y gozaba sus hallazgos.

Este no es un libro de imaginación, pero sí imaginado. No es tampoco uno de recuerdos, pero hay muchos. No es el diario de un viaje, pero tiene apuntes y páginas que podrían serlo. No es una guía, pero podría ser útil como tal. Es todo eso y la crónica de un encuentro, de un descubrimiento y un reconocimiento. Es la expresión de un espíritu inquieto, maravillado y agradecido con su país.

Esa es una de las claves del libro: el México que surge de la mirada del doctor Escalante es tan intenso y puro, tan limpio y profundo que pareciera que lo ha imaginado. Su visión ha encontrado un país extraordinario porque lo ha visto con una mirada limpia y generosa. El viajero imagina un México maravilloso que coincide con el país que ha visitado. Este libro coincide con la épica y la visión prístina con la que Ramón López Velarde cantara la Suave Patria.

La literatura desemboca en la realidad: la historia, el pasado, la cultura, el paisaje. Todo cabe en sus páginas: el recuerdo de las enseñanzas del padre del autor y su sutil pedagogía para enseñarle al hijo la historia de su país, la anécdota personal, el comentario histórico o zoológico, la referencia urbana, arquitectónica. El goce callejero, la alegría de saborear los antojitos, el goce de recorrer las calles de un lugar mágico, el placer de estar ahí, en el momento justo en que la fiesta popular se desborda por las calles.

Al doctor Escalante (nos lo dicen sus palabras, lo confirma su mirada) todo le gusta, todo lo alegra, todo le encanta, todo lo asombra. Goza y celebra junto a la ventana de una habitación de un hotel una puesta de sol espectacular, la lluvia suave que lo refresca en la selva, el arcoíris que le indica el camino de vuelta. 

Para él todo tiene un significado, un valor estimulante. Le gusta salir a caminar, ser uno más en la plaza pública, en la heladería o en un café de la provincia. Conversar con la gente, gozar de sus costumbres, su trato, su habla y vestido particular. Disfruta la comida popular, la de los mercados, la callejera y la de los chefs de los restaurantes de los hoteles con muchas estrellas. Le gustan las ciudades y los pueblos, las playas y los desiertos, los valles, las selvas, las islas y las montañas.

Visita entusiasmado una misión franciscana o un templo o un acueducto, lo mismo que se abre paso como puede para ir a ver una cueva de difícil acceso con pinturas rupestres. Le gusta la música que le salta al oído, se admira ante un sitio arqueológico y con la fauna de una reserva natural. Va y viene, sube y baja, entra y sale, prueba y degusta, disfruta y goza. 

Si está en Tlacotalpan bebe encantado un torito, en Guadalajara toma tequila y en Oaxaca un mezcal. En cada rincón pide los platos locales, busca el lado amable de cada cosa como el fotógrafo que busca el mejor ángulo. Todo lo mira como si acabara de llegar de otro mundo, como si fuera un encantamiento. A todo le encuentra sentido y gozo, busca la razón de ser de las cosas, y es capaz de encontrar belleza y nobleza en cualquier sitio y situación.

Esto es una lección de vida, de actitud, de admirable relación con el país. Y una de las grandes virtudes del libro. Le ha tomado el pulso a su país desde la historia, la arquitectura, la geografía, la cultura popular, la alta cultura, su gente, con las múltiples formas de ser y estar en México, mosaico de pueblos y culturas, y se ha sorprendido a sí mismo. 

El doctor Escalante nos invita a ver a México con nuevos ojos, con la mirada abierta a lo mejor de cada día en cada lugar. El doctor Escalante nos invita a un pacto, a ser generosos con nuestra tierra. Nos propone una conciliación con un país convulsionado al que algunos vituperan y violentan. Nos propone una reconciliación con México y, de fondo, con nosotros mismos.

En la medida en que con generosa tolerancia mejor comprendamos al país, su geografía y su historia, y digamos como el poeta zacatecano: la patria es impecable y diamantina, alcanzaremos la más alta forma del conocimiento. Para decirlo con Píndaro: entre más conozcamos y respetemos a México, nos conoceremos a nosotros mismos. No hay fórmulas ni atajos. El doctor Escalante, como aquellos viajeros y descubridores, nos da su testimonio, comparte su tesoro, la crónica de su búsqueda, y nos dice qué encontró en el camino. Y no ha sido poco.


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Texto para la presentación de la segunda edición de Sintiendo los patrimonios de México, de José Escalante de la Hidalga.

Un acto nos define

En un instante cabe una vida. Como si una fotografía revelara el sentido y la razón de ser de cada uno. Como si un acto contuviera la existencia entera. Borges dice que a Dante le basta un solo momento para hacernos conocer a alguien, y elogia el don de «presentar un momento como cifra de una vida. [...] Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en el que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo».

Acaso no soy el que yo pensaba que era, y sospecho que ese malentendido es común a todos los hombres. Y un hecho, un instante, basta para explicarnos ante los demás. Cervantes no imaginó que sería recordado como el autor del Quijote. Si alguien le hubiera prometido la vana fama y la posteridad, él hubiera pensado que la ganaría por su heroísmo en la batalla de Lepanto, o por los méritos de La Galatea o Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Cervantes, como todos, no sabía quien era.

Neil Armstrong dio un pequeño paso y puso un pie en la Luna. Yuri Gagarin dio la vuelta a la Tierra en un cohete. Julio César conquistó las Galias, y Bruto asesinó a César. Sócrates bebió la sicuta. Pilatos se lavó las manos. Penélope tejió la frazada, Homero cantó la Ilíada, Virgilio escribió la Eneida. Wellington venció a Napoleón, y Napoleón se coronó a sí mismo. Galileo dijo: «Y sin embargo se mueve». Colón llegó a América. Alejandro conquistó el mundo conocido. En un instante Francesca y Paolo se enamoraron.

Pedro negó a Jesús, y Judas lo traicionó. Jesús murió en la cruz. El Cid cabalgó muerto. Arquímedes encontró y gritó: «¡Eureka!» Juana la Loca recorrió España con el cadáver de su marido. Hitler devastó Europa. Truman tiró la bomba atómica. Hidalgo dio el gritó de Independencia. Teseo mató al Minotauro (y abandonó a Ariadna). Hamlet conversó con el fantasma de su padre. Don Quijote embistió a los molinos. Newton explicó la Física cuando le cayó una manzana. Eva le dio una a Adán. Tiresias fue hombre y mujer. Caín mató a Abel. Dante imaginó el Paraíso y el Infierno. Bach fijó la música. Mozart escribió la más bella. Beethoven componía sordo. Eiffel erigió una torre. Helena se fugó con Paris. Pasteur encontró una vacuna. Odiseo ideó el caballo de Troya.

Job cultivó la paciencia. Pelé anotó más de mil goles. Maradona hizó uno con la mano. La emperatriz Carlota enloqueció. Espartaco se levantó contra Roma. Los hermano Wright inventaron el avión. Simeón el Estilita pasó la vida en una columna. Enrique VIII decapitó a sus esposas. Fleming se encontró la penicilina. David mató a Goliat. Stalin hizo de Rusia los campos del Gulag. Salomé pidió la cabeza de Juan el Bautista. Antígona enterró a su hermano. Edipo yació con su madre. Lot se acostó con sus hijas, y su mujer se convirtió en estatua de sal...

Un hecho basta para explicar una vida. ¿En qué momento nos reconoceríamos? ¿En qué instante seremos nosotros mismos? ¿Qué acto acabará por definirnos?

27 de diciembre de 2015

Los libros viejos

Se desdibujan. Sus páginas amarillean, se ponen rígidas y quebradizas, frágiles. A veces, el pegamento o la costura ya no los sujetan y se deshojan, o la cubierta cede y se ahonda el surco que se hizo profundo con el uso, y es menos común pero también se descoyuntan del lomo.

Con los años, algunos libros se deterioran, guardan polvo y desprenden un intenso olor impregnado de vainilla. Unos resisten mal el devenir del tiempo, otros en cambio adquieren dignidad y resalta la calidad de sus materiales, el dibujo de las guardas, la tipografía fina, la línea del grabado de las ilustraciones y viñetas.

A pesar de mi torpeza manual, cuando alguno necesita reparación intento rehabilitarlo con remedios caseros. Los entablillo, refuerzo las costuras, busco con pegamento volver a ponerlos en su sitio, unir sus hojas. No siempre consigo resultados aceptables, pero tengo algunos ejemplares que eran de mi padre o de mi abuelo que me han quedado estupendos.

Un libro de papel, cartón, hilo, pegamento y tinta envejece al paso de dos generaciones. Cambia de color, se resquebraja, y no es difícil que se abra y se rompa entre las manos. Un libro de hace ochenta años es como un hombre de esa edad, y no puede ocultarla: se le nota en la piel, los órganos, los huesos.

Algo de humano tienen los libros, salvo que ellos no olvidan, y pueden ser útiles y leídos con provecho por mucho tiempo. Me parece una diferencia esencial, una ventaja implacable. Los libros guardan el pensamiento y la imaginación, razonan las ideas, preservan eléctricos los versos, conservan fielmente el conocimiento, las palabras, mucho después de que sus autores han partido. Como los hombres, al cabo de una vida, los libros también envejecen, pero conservan intacta la más grande virtud humana: todo lo saben, todo lo nombran, todo lo evocan, porque ellos no pierden la memoria.

26 de diciembre de 2015

Marilyn

También fue una lectora. El resplandor de la rubia imponente ocultaba a la muchachita frágil, melancólica y desdichada, amante de la literatura y de la historia. El guion para su vida que Hollywood y los medios le imponían insistía en cultivar la imagen de la mujer más sexy del mundo.

Marilyn Monroe no terminó la high school, algo así como el bachillerato, pero antes de que la devorara la fama se empeñó en ir por las noches a la Universidad de California a tomar cursos sueltos de literatura, después de trabajar como modelo y de buscar pequeños papeles en películas en las que casi siempre hacía papeles de rubia tonta.

Los testimonios de su gusto por los libros son contundentes y firmes, y son muchas las fotografías en las que aparece leyendo o con un libro en las manos. Fragments (FSG, Nueva York, 2010; hay una edición española: Fragmentos, Seix Barral, 2012) publica en edición facsimilar los escritos de Marilyn, sus notas íntimas, reflexiones, apuntes y aproximaciones a la poesía, escritos a máquina o a mano en cuadernos, en blocs de hoteles, en hojas sueltas. Es un libro imprescindible para aproximarse con alguna certeza a Marilyn, para acercarse a la expresión de sus emociones y sentimientos, su soledad y eso que solemos llamar sensibilidad.

Si los testimonios, los libros, los papeles personales, las fotos no fueran suficientes para hablarnos de la Marilyn lectora, los editores de Fragments se preguntan con agudeza si a alguna actriz de 1960 le hubiera interesado, por razones de imagen, aparecer leyendo o al menos con un libro en la mano en decenas de fotografías. Antes lo contrario. Las bellas de Hollywood no deben leer libros. Esas fotografías nos muestran un rasgo personal y un hecho constante y asombroso: Marilyn era una lectora, más que una lectora ocasional, y además leía muy buenos libros.

En su biblioteca había más de cuatrocientos ejemplares de teatro, poesía, filosofía, novelas, relatos, algo de historia y de ciencia. Muchos autores del siglo XX, sus contemporáneos. Su gusto era impecable: Beckett, Russell, Camus, Carroll, Chéjov, Dickinson, Dostoievsky, Durrell, Faulkner, Fitzgerald, Flaubert, Freud, Greene, Heine, Hemingway, James, Joyce, Kazantzakis, Lawrence, Lowry, Mann, Milton, O'Neill, Poe, Proust, Pushkin, Saint-Exupéry, Schopenhauer, Shaw, Shelley, Spinoza, Steinbeck, Stendhal, Styron, Tolstói y Wilde entre otros. El lector curioso y perspicaz puede encontrar la lista de su biblioteca en la Red.

Es cierto que los lectores que con los años formamos una biblioteca personal tenemos libros que no hemos he leído, pero no hemos renunciado a hacerlo, todo lo contrario. Su presencia es una promesa de futuro. No sé cuáles de esos grandes autores cuyos libros estaban en sus estantes no haya leído Marilyn, pero leyó a muchos de ellos. Frecuentó ciertos círculos intelectuales, fue buena amiga de Truman Capote, entre otros escritores, y estuvo casada con Arthur Miller, un notable dramaturgo.

Si comento que Marilyn Monroe fue una mujer sensible a la poesía y leía buenos libros, con frecuencia me miran como buscando la intención, el chiste, con una expresión de burla y sorna o con una ceja arriba de puro escepticismo. A medio mundo le cuesta creer que Marilyn Monroe, con su vida y su leyenda, pudiera ser o hacer algo más que salir en películas simples, aparecer desnuda en el primer número de Playboy o cantarle el "Happy Birthday" al presidente Kennedy. Se niegan a aceptar que en su soledad, en su casa, leía, que la lectura era su placer y su refugio; su pasión secreta era la literatura.

Me desconcierta que sean mujeres sobre todo las que dudan de la afición de Marilyn por la lectura, de sus modestas aficiones intelectuales; que sean mujeres las que la descalifican y refuerzan su papel oficial de rubia teñida que sólo podía saber de frivolidades, coleccionar maridos y una larga lista de amores fallidos, amantes ricos y poderosos. ¿Para qué querría leer libros?, ¿los entendía?, se preguntan.

Marilyn, como cada uno de nosotros, tenía una casilla, un escaque del que no es fácil salir. Marilyn fue una víctima de su belleza, de su circunstancia, de los hombres que la acosaron y aniquilaron, de la fama, del torbellino en el que se giraba su vida.

La belleza impecable y absoluta de ciertas mujeres puede ser su mayor obstáculo en otros ámbitos, la gran desdicha de su vida. Pareciera que no tuvieran otro sitio en el mundo: su única razón de ser, como la rosa, es ser bella. Lo demás, no importa. Más le hubiera valido a Marilyn ser una rubia tonta, una frívola insensible, dispuesta a pagar cualquier precio a cambio de fama, poder y dinero. Pero no fue así. Marilyn no era poeta, pero tenía el alma de una, y la fragilidad de la rosa.

Lo sabía bien Arthur Miller: «To have survived, she would have had to be either more cynical or even further from reality than she was. Instead, she was a poet on a street corner trying to recite to a crowd pulling at her clothes.» Sí, la imagen es justa: «Para sobrevivir, debió ser más cínica y dura ante la realidad. En cambio, era una poeta tratando de decir sus poemas en una esquina a una multitud ansiosa de quitarle la ropa.» Ni más ni menos.

20 de diciembre de 2015

Al final del día

En la tarde, con la luz menguante, al paso de las horas y los pájaros, cae a cuentagotas la medida justa de esa melancolía, conocida como una vieja amiga, que me arroja al fondo de mí mismo. Me abandono a ese pensamiento; entonces, ensimismado, escucho esa música de piano que viene de la otra habitación como si emergiera de muy dentro. En la tarde, al mirar el jardín por la ventana, de pronto sobreviene, con el regusto de la comida y el vino, como una vieja herida de vida, ese sucumbir ante el propio abismo. Cómo asir el tiempo, cómo estar y ser y habitar la tarde si no como uno mismo.

En la tarde, el día se hace lento, doloroso, humano. (Las mañanas poco saben de sutilezas, suelen tener prisa, son explosivas y utilitarias, un derroche de luz y sol y urgencias.) La sobretarde, en cambio, serena, apura cada instante con la sabiduría y la lentitud del tiempo, aprecia lo que mira, lo que escucha, lo que toca. Al llegar al filo de la luz, algo nos inquieta, nos mueve, y es acaso la mejor hora para sentirse vivo. 

Las palabras se posan sobre el papel como los pájaros en las ramas, como la campanada en el aire. Las palabras bajan curiosas, atraídas por ellas mismas, y ríen y dicen cosas como corro de muchachas. Fluyen como la música del piano o el canto de los pájaros. Guardo el momento. Esas palabras se agotarán con la caída de la tarde. Lo demás será el fin de la luz, será el tiempo de otro canto, de la luna y su misterio en el reino de la noche. 

18 de diciembre de 2015

El comienzo de un libro

Empezar a escribir un libro es empuñar la pluma y acercarse al papel y escribir la primera palabra. Escribir es seguir de inmediato con la segunda palabra y luego la tercera y la cuarta, llegar a la primera coma, dibujar la quinta palabra, la séptima, quizá poner el primer punto y seguido de una oración corta. Punto. Qué bien se ve la oración en el cuaderno.

Escribir un libro es volver a recorrer esa primera oración, y tomar el impulso que viene no sólo de ella y del brazo y del puño y de la pluma, sino de muy atrás, de la voluntad de escribir ese libro deseado, de fijar lo que la imaginación y la memoria conversan; empezar la segunda oración con brío. La tercera oración se instala necesaria en el papel, y la cuarta exige su sitio, la quinta se impone y la sexta se abre paso por derecho propio.

La imagen inicial o la primera escena ha cambiado un poco. Fija en el papel ya no es como la había pensado. Algo la ha sucedido, ya es literatura. Tal vez es mejor, se bifurca en ramas y variantes, en otras cosas paralelas que no había considerado. El propio libro que acabo de empezar me habla de sí mismo.

Algo se erige en la página y la pluma. Debo ser prudente, o acabaré por escribir lo que jamás habría imaginado, podría ser el primer sorprendido de esa escritura que no soy yo y sin embargo en ella me reconozco. ¿Qué podrá revelarme? ¿Adónde se dirige el segundo párrafo?

Pareciera que el libro cobra vida. Su numen es mi guía y consejero. Una inteligencia ajena en un instante, como un relámpago, me revela lo que no había pensado, me advierte peligros, le da coherencia a la trama, me señala errores y aciertos, me enseña lo que no sabía.

Como un sortilegio entre la pluma y el papel surgen las palabras afinadas, las que mejor se acompañan para decir lo necesario. El libro mismo aprueba la escritura que lo conforma, y cuando algo no está bien se revela y no puedo seguir, se rompe el encanto. Debo buscar la solución, comprendo que siempre viene de él y sus palabras.

Una a una las palabras y oraciones se unen y engarzan. Se acomodan, encuentran su sitio. Ya está la primera página, con sus oraciones redondas y la prosa en marcha. Avanzo con cautela, atento a los guiños, las señales, los signos. Escribo como en estado de gracia, he comenzado un libro que hace tiempo imaginaba. Tengo el impulso, veo con asombro cómo se fijan limpias las palabras. Algo ha sucedido este día. Ya las primeras páginas de un libro.

17 de diciembre de 2015

El poeta que perdió la voz

Los poemínimos, tan celebrados, siempre me han parecido una caída, un accidente en la obra de un poeta mayor, como un rasgo indeseable o un defecto en alguien que respetamos y apreciamos mucho. Empecé a leer a Efraín Huerta a mis veinte años, y el encuentro con lo mejor de su poesía fue decisivo para la formación de mi gusto poético y mi educación sentimental.

Muy pocos poetas están a la altura de lo mejor de sí mismos en todos sus versos, en todos sus poemas. Tal vez lo consiguieron los que escribieron muy poco, los que valoraron cada palabra en busca de su justo peso poético (esto haría de San Juan de la Cruz el mejor poeta de la lengua española).

Un poeta cambia, su poesía cambia como lo hace el hombre con los años. Pareciera que todo se trastoca. A veces al rigor y la impecable belleza lírica de los primeros libros los suplanta la urgencia de lo importante. El poeta se relaja, confía en su oficio y sus palabras, se confunde, la tensión cede ante otras razones y motivos no siempre poéticos.

Si bien algunos poemínimos son ingeniosos, juegos de palabras, paráfrasis logradas de poetas admirables, pensé que respondían a la intención del autor de llegar a eso que solía llamarse el gran público, de que lo leyeran los que jamás se acercarían a Absoluto amor, Línea del alba o a alguno de sus poemas mayores.

Durante muchos años no fue editado y era casi imposible conseguir un ejemplar de Los hombres del alba (libro admirable, central no sólo en la obra de Huerta, sino de la poesía mexicana), mientras los poemínimos no dejaban de publicarse. Sus muchos lectores, que no se acercaban a la obra mayor, celebraban la agudeza del poeta, del Gran Cocodrilo.

Había una tristeza, un enojo en ese malentendido, que nunca dejó de inquietarme. Me importaban muy poco las opiniones de Efraín Huerta sobre esa veta o registro de su obra. No me convencería de sus atributos poéticos simplemente porque no los tienen; algunos si acaso tendrán gracia. Tal vez los poetas no siempre tienen la luz para apreciar lo que  hacen. El propio Huerta cuenta dos anécdotas esclarecedoras:

«... durante mucho tiempo, supuse con ingenuidad que estos breves poemas podían ser algo así como unos epigramas frustrados. Error. Mi hija Raquel (8 años), al leer algunos declaró lo siguiente: 'Son cosas de reír'. Poco después, en la casa de un famoso pintor, Octavio Paz (58 años) los definió de esta manera: 'Son chistes'. Me alegró en extremo que, separados por medio siglo de experiencia y cultura, Raquelito y Octavio hubieran coincidido.» ('El poemínimo', en Estampida de poemínimos, Libros del bicho, 1980.)

En 'Efraín Huerta' (Sombras del obras, 1983), la nota necrológica que Paz dedicó a su amigo, dice: «También cultivó el epigrama, los poemínimos: breves, punzantes y, a veces, alados. A pesar de toda esta diversidad, fue ante todo un poeta lírico...» Si Efraín Huerta no hubiera escrito los poemínimos, seguiría siendo el poeta Efraín Huerta; si no hubiera escrito Los hombres del alba, y su mejor poesía en ese registro, no existiría el poeta Efraín Huerta. Lo mejor de la obra de Huerta ha quedado oculta, salvo para poetas y estudiosos, por sus chistes y epigramas.

El malestar que siento y aparece constante cada vez que vuelvo a leerlo o alguien celebra los poemínimos, gira de pronto. Surge una explicación sombría. En una larga entrevista a David Huerta sobre Efraín, su padre, le dijo a Christopher Domínguez Michael cuando éste le preguntó por los poemínimos:

«Me gustaría mencionar que su origen no es nada festivo ni jocoso. Efraín Huerta tuvo en los años setenta una crisis de salud muy grave: debido a un cáncer, le extrajeron la laringe y por lo tanto perdió la voz. El gran conversador, el gran hacedor de chistes, de ocurrencias, perdió la voz, fue una verdadera tragedia. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, él se comunicaba por escrito con nosotros; como ya  no nos podía pedir de viva voz lo que necesitaba, lo escribía, y a veces los chistes que hacía verbalmente los hacía por escrito. Ese es el origen de los poemínimos. La gran cantidad de poemínimos que conocemos se escribieron a raíz de esas hospitalizaciones y de la pérdida de la voz que sufrió Efraín Huerta.» (Letras Libres, junio de 2014.)

Efraín Huerta, poeta mayor, dejó un poemínimo sobre las secuelas de su mal: «'Laringectomía' Lo mejor / De todo / Es que / Ya nadie / Puede dejarme / Hablando / Solo» El poeta perdió la voz, la frágil línea del alba, pero no el humor. A veces negro, pero humor al fin.


16 de diciembre de 2015

El catálogo...

«Cada hombre tiene dos biografías eróticas», dice Milan Kundera en su novela El libro de la risa y el olvido. Es una frase con fuerza, que despierta la curiosidad del lector. Sin duda, podría aspirar a uno de esos premios que se otorgan a la mejor primera frase de una obra. Además, es ambigua. Enseguida está la aclaración: «Por lo general se habla sólo de la primera; la lista de sus amores y encuentros amorosos. Es probable que sea más interesante la segunda biografía: las muchas mujeres que hemos deseado y se nos escaparon, la dolorosa historia de las posibilidades no realizadas.»

Algo me sucede con la literatura de Kundera. Por un lado, la encuentro fascinante (sin contar que hace años sus libros fueron un tsunami literario del que se podía sobrevivir pero no evitarlo), pero a la vez tan áspera, que muy pronto me indigesto con esa prosa tan ruda y mal trabajada. Kundera mismo se quejaba tanto de sus traductores que terminó por abandonar el checo para escribir sus libros en francés. Un ejemplo: «Solía ser capaz de encender rápidamente la chispa del contacto directo con cualquier mujer.» ¿Qué es la chispa del contacto directo con una mujer?

Kundera, a pesar de sus traductores, tiene algo más, otra posibilidad, lo propio de su literatura, un verdadero as en la manga. Dice: «Pero hay aún una tercera, secreta e inquietante categoría de mujeres. Son aquellas con las que no pudimos y no supimos tener nada en común. Nos gustaron, nosotros les gustamos a ellas, pero al mismo tiempo comprendimos de inmediato que no podíamos tenerlas porque al estar con ellas nos encontrábamos del otro lado de la frontera.»

El otro lado de la frontera es: «donde todo pierde sentido: el amor, las convicciones, al fe, la historia. Todo el secreto de la vida humana consiste en que transcurre en la inmediata proximidad, casi en contacto directo con esa frontera, que no está separada de ella por kilómetros sino por un único milímetro.» Es decir, hay mujeres que llevarían a un hombre a perder o estar más allá del amor, las convicciones, la fe, la historia. Sin duda, esas mujeres deben ser muy peligrosas.

No es fácil distinguir en todos los casos entre las mujeres que deben quedar en la segunda lista o en la tercera. De hecho las características de la tercera categoría podían explicar por qué se debe inscribir un nombre en la segunda, aunque el frustrado amante, dispuesto a todo para conseguirla, supiera que esa mujer lo llevaría más allá de la frontera. (El Fausto de Goethe sabía mucho del tema.)

Y en la tercera categoría se consideran dos casos muy distintos: no es lo mismo no poder que no saber tener nada en común con una mujer, y luego, claro, comprender las fáusticas consecuencias. 

Leí El libro de la risa y el olvido hace muchos años, y entonces señalé el inicio de la séptima parte sobre las múltiples vidas eróticas como un misterio a explorar, como una verdad revelada, como un tema literario que daría para mucho más, incluso para ser el tema de un relato. La memoria hace su relación, guarda lo que fija en su elección, siempre selectiva. Las otras relaciones, poco a poco se desvanecen, se vuelven distancia, tiempo, humo.

Mozart, en su ópera Don Giovanni, con libreto de Lorenzo da Ponte, hace cantar a Leporello, criado del protagonista, un aria en la que cuenta las mujeres que ha burlado su señor, la lista completa, el catálogo de sus conquistas. Y lo hace con humor, con orgullo y desprecio a la vez, tal vez con envidia y un poco fanfarrón: Madamina, il catalogo è questo...

Algunos psicólogos dicen que la gente más inteligente y más organizada hace listas, y Umberto Eco le atribuye a esa práctica virtudes civilizadoras, ni más ni menos que el origen de la cultura. No sé que diría el gran semiólogo italiano de las listas que sugiere el novelista checo, pero se me ocurre que, luego de la fantasía y la espuma y el humo, quedaría muy poco. 

En cualquier caso, intentar ese catálogo de conquistas, de las conquistas frustradas y las imposibles, sería como rebajarse a ser, en un ejercicio triste no exento de imaginación novelesca, el vil Leporello de uno mismo.

15 de diciembre de 2015

Una colina muy verde

De lejos parece un bosque. Se extiende sobre una gran colina muy arbolada, con muchos tonos y matices de verde, del más oscuro al más tenue y brillante. Visto desde un punto elevado, rodeado por la mancha urbana, podría confundirse con un parque magnífico o una reserva natural muy grande. En realidad esa colina es un cementerio.

Al salir de la vía rápida, es necesario seguir un tramo por un camino estrecho y luego un poco más por una calle que desemboca en la entrada con unos grandes arcos. A un lado del camino, hay muchos puestos de flores, también pequeños talleres de artesanos que inscriben nombres en lápidas de mármol y modelan cruces. Ahora, a un lado, a la izquierda, han abierto una funeraria, a unos metros de los arcos de la entrada.

La pendiente es considerable, y haría falta el vigor de la juventud, una buena condición de alpinista para adentrarse y subir la colina. El ascenso a pie se antoja muy duro o tal vez imposible. Es necesario subir en coche. El cementerio podría parecer, por sus calles anchas bien trazadas, un sitio que pronto sería del todo urbanizado. Las construcciones, los caminos, los árboles delatan el diseño francés del cementerio.

Es un lugar sobrecogedor. La vista se reconforta y se recrea en el follaje de los árboles, por encima de las tumbas. La sensación de paz se impone en el silencio. En la parte alta de la colina, sólo he visto a jardineros, y muchachos que se ofrecen a lavar las tumbas, quitarles las matas que crecen invasoras entre las lápidas y las piedras rotas.

Entre sus muros se impone una sensación de abandono, de recogimiento. Se impone el silencio. No sería difícil dejarse llevar por la melancolía o la nostalgia. Las piedras y los árboles generan un efecto muy dulce de bienestar de lugar fuera del tiempo. Por un instante de arrebato, al respirar profundo, entre tantos árboles, uno se siente vivo.

Hacía mucho tiempo que no iba. Pase bajo los arcos e inicié el ascenso en coche esperando recordar el camino. Sabía que tenía que subir mucho siguiendo un camino, luego dar dos o tres vueltas, a la derecha y luego a la izquierda. No tenía puntos de referencia, no tenía más que el recuerdo. Llegué sin un movimiento en falso como si llegara a mi casa.

Dejé el coche en el punto más cercano a la tumba de mis mayores, de mi padre y mis abuelos. La hierba que la cubre estaba húmeda. Hice una guardia solemne, vigilándome a mí mismo. Levanté la vista y la mañana fría, el cielo, cubierto, la humedad del aire, las piedras y las lápidas y las construcciones funerarias, la hierba, los árboles tan verdes me reconfortaron como si agradecieran la visita.

Fue algo muy extraño, un leve estremecimiento. Miré como afuera del tiempo, como si fuera posible hacerlo cuando ya no lo sea. Miré con la extraña sensación casi dulce de no estar de paso, de sentir que no estaba en un lugar ajeno o extraño, como si ese lugar me revelara con las piedras y el aire, la luz, la hierba y los árboles que, andando el tiempo, también podría ser mi casa.

10 de diciembre de 2015

La novela y la experiencia

«La experiencia ganada en la escritura de una novela no sirve para escribir otra, a menos que un autor desee imitarse a sí mismo», dice Antonio Muñoz Molina,* y se extiende contundente: «La experiencia desaparece al final del libro. Otra novela sería otro aprendizaje. Repetir la experiencia sería una falsificación. Un novelista aprende a escribir una novela mientras la escribe.» Recordó una frase de Philip Roth: «Cada vez que empiezo una novela, me enfrento con el aprendiz que hay en mí.»

Es un tema sobre el que vuelve, con asombro. En un artículo cuenta: «Yo pensaba que aquella novela me había costado tanto porque era la primera que escribía; que el oficio iría facilitando las cosas, limitando las inseguridades, la posibilidad de la equivocación y el fracaso. Al cabo de treinta años, después de escribir novelas que llegaron al final y otras que quedaron interrumpidas, tentativas obstinadas que se me deshicieron en nada, comprendo y acepto que no hay progreso en este trabajo. El aprendizaje necesario para escribir una novela se vuelve irrelevante una vez terminada. Para la próxima, si es que llega, habrá que aprender cosas completamente distintas, insospechadas antes de empezarla.»

Muñoz Molina y Philip Roth saben mucho sobre el arte de escribir novelas, buenas novelas. Entiendo que no se refieren a los rasgos externos de eso que se llama estilo, o el metal de una voz templada en el ejercicio continuo de la escritura, sino a la luz, la revelación de una novela, su centro, cuya búsqueda suele ser la razón para escribirla. «Las historias se escriben desde la oscuridad, a ciegas. Hay que escribir como sonámbulo, pero corregir muy lúcido y despierto.»

La reflexión sobre la utilidad y la sabiduría que da la experiencia es un tema que ya conocían los antiguos, y uno de los ensayos más celebrados de Montaigne se llama precisamente "De la experiencia". Podemos suponer que la experiencia nos guía, que ilumina, aunque sea tenuemente, las páginas en las que se abre paso el personaje y su circunstancia.

Si así fuera, si se acumulara sabiduría, la sexta novela debería ser inevitablemente buena. La verdad es que no es así, y ciertos escritores con muchos novelas en librerías, incluso algunos que han recibido el Premio de manos del rey de Suecia, podrían arrepentirse de algunos de sus libros posteriores. Aunque la novela es considerada como un género de madurez, no todos los escritores veteranos escriben de mayores sus mejores páginas. Tal vez no basta la experiencia.

Durante mucho tiempo pensé que ningún novelista había escrito diez obras maestras. Diez obras absolutas a la altura de lo mejor de su propia obra. Diez grandes novelas es una cima que se antoja tan insalvable como para los compositores de cierto sinfonismo alemán del siglo XIX que no podían terminar su décima sinfonía. Hacer el ejercicio, la búsqueda, tan subjetiva como entretenida, acaso sólo sirve para confirmar una suposición ligera y pasar las horas.

Cervantes es una vez más ejemplar. A su manera es el autor de una novela absoluta; el resto de sus novelas sólo le interesa a los académicos y cervantistas. Y no son pocos los autores de una única y gran novela. En otro ejercicio no exhaustivo, la lista podría considerar a Emily Brontë, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Borís Pasternak, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Elias Canetti, J. D. Salinger, Juan Rulfo, Juan José Arreola... y tal vez podrían ser incluidos otros autores de libro único absoluto: el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas...

No debemos pasar por alto la sabiduría literaria de Borges y Alfonso Reyes, que cimentaron su gloria, con su prosa admirable, en su desdén por la novela. La prosa de los grandes poetas suele ser muy buena, lo cual no es razón para cultivar la novela; muy pocos entre ellos han necesitado fatigarse en una narración en prosa de trescientas páginas.

Tal vez para ser novelista hace falta algo más que se escapa. Una buena novela, insisto, es un milagro que no depende de la voluntad o la experiencia del autor. Me pregunto si aquellos que cuentan en su haber más novelas olvidables que dedos en las manos habrán escrito una tras otra a partir de la experiencia, falsificándose a sí mismos. «Escribir a ciegas, como un sonámbulo», decía Muñoz Molina, «pero corregir muy lúcido, muy despierto.»

Como casi siempre, en cuanto un tema nos ocupa aparecen aquí y allá, como caracoles después de la lluvia, textos, citas, evidencias. Aunque no es novelista sino cineasta (¿salvo los lenguajes, habrá mucha distancia en los dos oficios?), encuentro sin buscarla una declaración de Arturo Ripstein:

«En estos cincuenta años aprendí una serie de cosas. Me llené de experiencia, es decir, que no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo, porque la experiencia no sirve de mucho; tiene una valoración desmesurada. Siempre he caminado por territorios desconocidos; nunca sé por dónde voy. Lo único que puedo decir es que he afinado el instrumento en este oficio; que lo que tengo en la cabeza es cada vez más lejano del resultado final.»

El misterio de una buena novela sigue intacto. Cada novela implica su aprendizaje, como se aprende a vivir cada día. Antonio Machado advertía al caminante que no hay camino, y ahora sabemos que como el camino, se hace novela al andar. El camino es escribir como si uno se jugara la vida. Por lo pronto, se antoja un ensayo que bien podría llamarse "Contra la experiencia". Hay buenas razones para ello, y los testimonios no faltan.
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* Conferencia "Algunas divagaciones sobre la novela" dictada el 30 de noviembre de 2015 en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara en el marco de la Cátedra Julio Cortázar.

2 de diciembre de 2015

El doble, él mismo

Era él. No había la menor duda. Lo reconocí aún de espaldas. Empujaba el carrito en la sección de frutas y legumbres del supermercado al que voy cada semana. ¿Se habrá mudado a mi barrio?, pensé. ¿Hace cuántos años que no lo veo? Cuando se detuvo para elegir manzanas pude verlo de perfil. Era él. La misma estatura, el cabello muy corto, pero se notaba completamente blanco, con las gafas en la punta de la nariz larga y afilada (se parece un poco a Beckett).

Delgado, enjuto como Don Quijote (cuando lo conocí se sometía a una dieta rigurosa, muy baja en calorías para mantener el cuerpo a menor temperatura, lo que redundaría en menor desgaste biológico y una vida más larga), con el saco elegante y discreto, un poco suelto en los hombros huesudos y los largos brazos.

Si algo sé sobre el oficio de editar diez libros al mes se lo debo a él. Fue mi jefe en una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme, y me enseñó lo que es orden y la organización y el desempeño por objetivos a un precio alto, pero ahora se lo agradezco. Con el tiempo aprendí a respetarlo, y mi recuerdo lo guarda con aprecio.

Era metódico hasta la obsesión. Perfeccionista. Todo estaba previsto y planeado. Nada debía hacerse a destiempo, nada podía estar fuera de su lugar, nada debía suceder fuera del tiempo programado. A veces, me invitaba un café en su oficina para conversar. Aquellas pocas ocasiones eran deferencias dignas de consideración.

Un día quiso contagiarme su entusiasmo empresarial, y con un gesto que no alcanzaba a expresar a plenitud la verdad que estaba por revelarme, la emoción de su sentencia, me dijo: «Hacer negocios desde el escritorio» y extendía los brazos sobre el suyo, en el que no había ni un papel «es más apasionante que cazar leones, que tripular un submarino o un cohete que viaja al espacio».

Cuando puso las manzanas en su carrito y yo me preparaba para saludarlo, sucedió algo absolutamente inesperado. A ese soltero contumaz se le acercó una mujer con familiaridad. La mujer, de espaldas parecía mucho más joven de lo que luego reveló su rostro. Debe tener nietos bastante mayorcitos.

En un instante me conté una historia. Encontró a una mujer divorciada, tal vez una viuda, y decidió no pasar solo su vejez. La conocía desde antes, claro, cuando estaba casada, pero al cambiar las circunstancias de ella, después de un largo tiempo, de un análisis severo y cruel, frío, analítico, por fin aceptó que estaba cansado de su soltería. Me alegré de que cambiara de vida, se veía que hacía buena pareja con su mujer. De aquel régimen de alimentación draconiano quedaba muy poco, ahora se asomaba goloso al refrigerador de los helados.

Entonces tuve recelo de acercarme, la presencia de aquella mujer cambiaba las condiciones del encuentro. Ahora serían necesarias presentaciones formales, explicaciones. Lo vi alejarse y doblar en un pasillo del supermercado. Es mejor dejar las cosas así, me dije, no lo he visto ni he hablado ni tenido el menor contacto con él en más de veinte años.

Volví a verlo de lejos en otro pasillo, y la tercera vez que lo encontré, de frente, en la sección de lácteos, con un buen cargamento de yogur en su carrito, me acerqué y le dije con una sonrisa: «Gildardo, qué gusto verlo.» Me miro estupefacto, y educadamente, con una mala sonrisa que mostró una dentadura muy dañada, me dijo: «No, no soy yo.» Y se volvió a ver la reacción de su mujer.

Me disculpé sin comprender su reacción, por negarse  a sí mismo de esa manera. Aceptó mi disculpa y le restó importancia con gestos limpios y seguros, con voz serena, reposada. La dentadura me había llamado la atención, me había impresionado, no la tenía así, pero en veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida, puede casarse, envejecer, perder la memoria o pudrírsele los dientes. 

Me alejé desconcertado. Terminé de hacer mi compra y me fui con un malestar que no pude sacudirme. Luego, comprendí. Era él. Claro que era él. Pero no quiso admitirlo. No me había dicho que no me recordaba, que no sabía quién era yo. Me había dicho que no era Gildardo. Me dijo que era otro. Pensé en Rimbaud: Je est un autre

No quiso saludarme. ¿Por qué? Tal vez quería negar su pasado. Cambió de vida y ahora no quería saber nada de quien lo conoció antes de su avatar, de su renacimiento. Tal vez se oculta con otro nombre, y viaja con un pasaporte que lleva el nombre de otro. En veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida que pueden llevarlo a romper con el que fue. La clave, por supuesto, estaba en aquella mujer. Si lo hubiera encontrado solo, las cosas habrían sido distintas, estoy seguro; hubiera conversado conmigo un momento, luego se despediría apresurado y jamás volvería a ese supermercado. 

Tal vez ella no conoce su pasado, no sabe que fue un editor convencido de que hacer negocios desde el escritorio es más apasionante que cazar leones, y luego algo sucedió que también ella ignora. O tal vez todo lo contrario. Él cambió de identidad para salvarla a ella. Nunca sabré esos detalles.

Era él. Estoy seguro. Era él. No puede ser otro. Comprendí que la teoría del doble, del otro, el Doppelgänger, es un recurso de la literatura para enunciar una realidad que no podría hacerse de otra manera. El hombre del supermercado no era el sosias de Gildardo, era Gildardo desdoblado en otro. Si no era Gildardo y se negó a sí mismo y a saludarme, entonces, lo escribo consternado, vi a su fantasma, a otro que era su doble y a la vez él mismo. Aterrador.