22 de noviembre de 2020

La peste y los brujos

Nexos publica un fragmento de un informe sobre la peste de los maestros de la facultad de París.* Ellos intentan explicar «hasta donde el intelecto humano pueda entenderlas», para el beneficio público, las causas distantes e inmediatas de la epidemia universal presente. 

Dicen los maestros que «la causa primera y distante de la pestilencia estuvo y está en la configuración de los cielos [...], hubo una conjunción mayor de tres planetas en Acuario. Esta conjunción, al causar una corrupción mortífera del aire que nos rodea, significa muerte y hambruna. Según Aristóteles, la mortalidad de las razas y el despoblarse de los reinos ocurre en la conjunción de Saturno y Júpiter [...] Y Alberto Magno dice que la conjunción de Marte y Júpiter causa una gran pestilencia en el aire, sobre todo cuando se juntan en un signo caliente, húmedo [...] Ya que Júpiter, al ser húmedo y caliente, levanta vapores malignos de la tierra  [...]».

Pero eso no es todo. Siguen los maestros: «Creemos que la epidemia o peste actual ha surgido del aire corrupto en su materia. Lo que ocurrió fue que durante el tiempo de la conjunción muchos vapores ya corrompidos se levantaron de la tierra y del agua y luego se mezclaron con el aire y se difundieron por todas partes por medio de frecuentes rachas de viento en los salvajes vendavales del sur.»

Todo el fragmento del informe es una formidable colección de disparates: «Estos vientos han traído entre nosotros vapores malos, podridos y venenosos de otras partes [...] Otra posible causa de corrupción es el escape de la podredumbre atrapada en el centro de la tierra como resultado de los terremotos [...] A juicio de los astrólogos (quienes en esto siguen a Ptolomeo) las pestes futuras son muy probables, aunque no inevitables, porque se han observado muchas exhalaciones y encendimientos, como un cometa y estrellas fugaces [...] Todas estas cosas las han visto antes como señales de peste numerosos sabios a quienes aún se recuerda como respeto y quienes las experimentaron. No sorprenda, por tanto, nuestro temor a que estaremos metidos en una epidemia.»    

Dice la nota de la revista que la peste bubónica surgió en China y llegó a París en la primavera de 1348. Cuando el rey Felipe IV comisionó el informe de los maestros de la facultad de París, morían ochocientos parisinos diariamente; al final perecieron unos 65 mil. 

Los maestros de la facultad de medicina de París de 1384 estaban todavía muy lejos de la ciencia, de la concepción de la ciencia y el rigor. Eran hombres medievales (de su tiempo) atrapados todavía por la superstición, la idolatría, el prejuicio y la ignorancia. Citar a Aristóteles para explicar una epidemia dice mucho sobre ellos: confundían la falsa erudición con la superstición y creían que la astrología era una ciencia que podía explicar los males del mundo.

Faltaban todavía muchos años, acaso dos siglos, para que esta explicación fuera inadmisible. Esos maestros estaban más cerca de la brujería que de la medicina. Lo escandaloso no es lo que revela este informe, una joya en sí mismo sobre la historia de la ciencia y las pandemias, sino que todavía hay personas que sostienen que los virus no son letales o contagiosos, que son inocuos.

Lo escandaloso y temible es que algunos tienen poder para tomar decisiones de salud pública en más de un país del mundo. Lo lamentable es que con su ignorancia o soberbia trafican con la muerte. No me sorprendería que justificaran su fallido combate a la epidemia con argumentos de alquimistas, brujos y célebres astrólogos el siglo XIV, sin olvidar las oportunas citas de citas de Ptolomeo, Alberto Magno y Aristóteles.

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* "1384: la causa de la peste". Es un fragmento de un informe de la facultad de medicina de la Universidad de París, tomado de Laphams's Quarterly. "Climate", otoño 2019. Nexos, 515, noviembre 2020, p. 4.

15 de noviembre de 2020

Palomas mensajeras

Una pareja de franceses que paseaba por un bosque de Ingersheim, Alto Rin, Alsacia, encontró al final de verano una extraña cápsula metálica que contenía en un papel un mensaje militar alemán extraviado durante más de cien años. Al parecer, una paloma mensajera no cumplió su misión.

El mensaje, escrito en alemán, no tiene gran valor, habla de ordinarios movimientos de tropas en el área de Colmar-Ingersheim. Es una especie de telegrama de un oficial prusiano a su superior. Es probable que sea anterior a la primera Guerra Mundial; los ejercicios militares eran frecuentes y Alsacia aún no había vuelto a ser francesa. 

La cápsula y el mensaje serán exhibidos, una vez que sean preparados para preservarlos de la luz y el aire en el Museo Memorial de Linge. (La cápsula de aluminio, hermética y casi intacta, protegió al papel con el mensaje que, al exponerse a los elementos, comenzó a deteriorarse.) 

Me preguntó qué le habrá sucedido a esa paloma que no llegó a su destino. ¿Perdió la cápsula en el camino? ¿Encontró un enemigo en su vuelo? ¿Fue derribada por un disparo? ¿Juzgó irrelevante hacer el viaje para entregar un mensaje rutinario, casi burocrático?

La idea de enviar mensajes atados a palomas entrenadas me parece tan audaz como inaudita, más pareciera un recurso novelesco, un derroche de imaginación literaria; un gesto digno de los recursos sin fin a los que nos acostumbró James Bond muchos años después.

Hace cien años todavía los militares se enviaban recaditos con palomas mensajeras, cuando ya existía el teléfono, el telégrafo y las señales ópticas. Pero los cables y los postes podían ser cortados y bombardeados, y seguramente la eficiencia de las palomas era algo digno de reconocimiento y asombro. De no ser así, nadie se habría tomado la molestia de enseñarles su oficio y confiarles información valiosa. Además, las palomas son rápidas y pueden entregar mensajes el mismo día a cientos de kilómetros.

Las palomas cumplen su tarea de mensajeras desde la Antigüedad, tienen su lugar en la Biblia y en la Grecia clásica ya sabían lo que era recibir el correo aéreo. Habría que documentar la aportación de las palomas a las telecomunicaciones, a los comunicados diplomáticos, el alivio sin fin que deben de haber ofrecido a los enamorados al entregar sus cartas de amor. 

Ahora llevamos una máquina en el bolsillo, que nos empeñamos en llamar teléfono aunque realiza otras muchas funciones, y todos los días enviamos y recibimos mensajes además de chistes, fotos y videos cuya abrumadora mayoría, ay, se definen por ser tan insustanciales que apenas vale ocuparse de ellos.

La tecnología instantánea sin duda es más confiable y eficiente, salvo cuando, claro, falla el sistema o el dispositivo se queda sin batería, pero pienso en aquellas palomas que se jugaban la vida, como aquellos pilotos de avión que llevaban el correo aún con lluvia y mal tiempo, como ha narrado admirablemente en sus novelas Antoine de Saint-Exupéry.

A veces el correo  no llegaba, se perdían las cartas o los mensajes. A veces los pilotos, como algunas palomas, no llegaban a su destino. Es cierto. Yo sólo digo que estoy convencido de que con los servicios de mensajería instantánea no nos comunicamos mejor. 

Quiero decir, las máquinas no nos sirven para vislumbrar a los otros, para sentir la emoción, la inteligencia o la sensibilidad de alguien;  tocar o ser tocado en lo más hondo, intuir al otro, en su ser, en esa necesidad humana de decir y escuchar y comprender. Como lo cantó Octavio Paz: «para buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.»

Nos queda la poesía. ¿Todavía existen las palomas mensajeras?