31 de diciembre de 2014

Un diálogo: Magris y Vargas Llosa

Claudio Magris y Mario Vargas Llosa conversaron en Lima, Perú, en diciembre de 2009, sobre sus dos temas favoritos: la literatura y la política. Fue un encuentro planeado, público. Ahora, ese diálogo ha sido editado en un volumen con el poco afortunado nombre de La literatura es mi venganza (Anagrama, 2014). En sus escasas páginas no hay venganza alguna, sino inteligencia, ideas, y una admiración y respeto hacia el otro que ya son una lección en sí mismos.

No son muchos los autores que merecen atención una vez que hemos salido de sus mejores páginas. Magris y Vargas Llosa son siempre interesantes porque sus opiniones son tan razonadas como polémicas y honestas. 

En ellos dos se conjuga esa doble condición que es menos común de lo que solemos suponer: son artistas, maestros de la palabra, autores de notables obras literarias, y son también intelectuales, se han formado opiniones a partir de pensar y estudiar los temas (los problemas) que les interesan.

El volumen dividido en cuatro secciones, es una muestra de sus opiniones y experiencia. La sección sobre literatura, sobre las interpretaciones del viaje y el retorno de Ulises bien podría enseñarse en las aulas. 

Las opiniones sobre los derechos y las libertades, la democracia, sobre los autores que equivocaron el camino ideológico, tampoco tienen desperdicio. Leer el diálogo no es lo mismo que terminarlo, que enriquecer la opinión propia, que mirar desde otros puntos de vista. En su brevedad, este diálogo no se agota ni en la primera ni en la segunda lectura.

30 de diciembre de 2014

Una familia infeliz

Tolstói sabía que todas las familias felices se parecen y que cada una de las infelices lo es a su manera. Lo que es más extraño es encontrar una familia desdichada con un talento notable en cada uno de sus miembros para cultivar su desgracia. Un amigo mío sostiene que todas las familias son disfuncionales, pero a juzgar por  El desencanto (1976), el documental de Jaime Chávarri, es difícil encontrar otra más desdichada, desarbolada, herida en su columna vertebral, en su esencia, como la familia Panero.

El padre Leopoldo Panero, impecable poeta y funcionario del franquismo, tal vez nunca imaginó en lo que se convertiría su casa. La madre, Felicidad Blanch (nunca una mujer llevó un nombre más desafortunado) se enfrentó y toleró, sufrió a sus hijos, todos poetas: Juan Luis, el señorito petimetre; Leopoldo María (el loco oficial de la poesía española) y José Moisés, Michi, el menos fuerte, el menos agresivo, el que tenía menos talento, el que murió primero.

La familia Panero podría haber sido flor y espejo de una buena familia, vetusta y rancia de provincias, y resultó el paradigma del infortunio familiar. No creo que otra puedo igualarla en el resentimiento y la rivalidad, la perfecta e impoluta falta de afecto y cariño.

La autodestrucción y la amargura era el pan de cada día, las fomentaban desde su infortunio con inteligencia, con vehemente lucidez y conocimiento de causa, con una perseverancia incansable, desde un pedestal de cultura y poesía. El documental mismo no se explica, el espectador no puede entender lo que ve y escucha. ¿Cómo pudieron enfrentarse así a una cámara? Nadie ha dicho que fuera ficción y ellos espléndidos actores.

Los Panero eran una pandilla impecablemente bien dotada para la perfecta infelicidad. Algo, alguien, habría tenido que protegerlos de sí mismos. La distancia, el olvida, una epidemia. Los miembros de la familia Panero hablan con brillantez, con claridad y precisión. Tantas familias se deshojan por falta de comunicación, y estos se decían y se arrojaban verdades y medias verdades, sus verdades, como piedras.

Eran la madre, y los tres hijos, inteligentes, lúcidos, cultos, con una expresión oral impecable, con un vocabulario rico, muy rico, con un discurso lúcido y asombroso. Ninguna otra familia, tal vez, se ha echado en cara -en particular a la madre- sus miserias y desgracias de esa manera.

En esa casa habitaba la vesanía, el rencor, el discurso lúcido de la locura. La agresión verbal, la distancia,
la absoluta soledad mal acompañada. Allí no hubo ni ternura ni cariño. Allí habitaba el ego, cinco soledades, el dolor, el sufrimiento. También el alcohol.

Y ahora descubro que hay otro documental, Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, que debe ser como una secuela, y Luis Antonio de Villena acaba de publicar un libro, Lúcidos bordes del abismo (2014), en el que, según el autor, "se cuentan muchas cosas de las que fui testigo y que nunca se han contado por escrito".

Los seis miembros de la más infeliz de las familias, y no sólo de España, están muertos (por fortuna, tal vez, ninguno de los tres hijos tuvo descendencia). Sobrevive la poesía que escribieron, las películas y los libros sobre ellos, su leyenda maldita. Su desdicha tal vez no ha muerto.

28 de diciembre de 2014

Instrumentos de escritura

"Nuestros instrumentos de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos" escribió Nietzsche, y sabía bien lo que decía. Sócrates quería parir a la verdad y confiaba en la memoria al punto de negar la escritura. Jesús trazó unas palabras en la arena y las borró enseguida.

George Steiner nos recuerda esto con perspicacia: Sócrates y Jesús no escribieron ni publicaron nada, y sin embargo sus palabras cambiaron el mundo. Pero no todos pueden transmitir su pensamiento mediante la mayéutica, la memoria y la parábola. Para el resto nos queda la escritura. Y Malala, la admirable, sabe de la fuerza invencible que transforma, libera y enriquece cuando se conjugan un maestro y un alumno con un cuaderno y lápiz.

Nietzsche tiene razón. No se escribe igual a mano que con una máquina de escribir o que con una computadora. No se escribe igual porque no se piensa igual, con la misma velocidad y el mismo sentido. Porque el texto mismo no revela y sugiere lo mismo.

Tampoco es lo mismo escribir a mano con un lápiz o un bolígrafo o una estilográfica. No es la misma escritura la que aparece en una hoja suelta que un cuaderno. La disposición, el peso del instrumento, la levedad del lápiz frente a la gravedad definitiva de la tinta, todo ello, hacen que cambie no sólo el pensamiento sino también los trazos, la calidad de la caligrafía.

Nietzsche tuvo una máquina de escribir. Una máquina de una extraña belleza que parece todo menos un instrumento de escritura. Una media esfera dorada con teclas arriba que parecen clavos. Podría ser un sismógrafo o un instrumento de navegación. Nietzsche fue un pionero, y escribió con ella cuando ya no veía bien, y descubrió que los instrumentos de escritura participan en nuestros pensamientos.

Luego lo supo T.S. Eliot y otros muchos, y debiera saberlo cualquiera que va de uno a otro instrumento en busca de la expresión justa, la idea central que aglutine lo disperso, el que busca la contundencia absoluta de un verso.

Voy de un instrumento a otro en busca de mi mejor escritura. Voy de uno a otro atento, mirando los cambios en la sintaxis, en la hondura. A mano escribo oraciones más largas y complicadas. En la máquina más directas y cortas. El instrumento ayuda a pensar. Entonces, si de desdobla y cambia, ¿cuál será la escritura más íntima y personal? ¿Dónde estará la escritura más pura y desnuda?

26 de diciembre de 2014

La ka no está en El Quijote

La letra ka no está en El Quijote. Y la uve doble tampoco.* Cervantes no necesitó esas dos letras para escribir la mayor novela de la lengua española.

La letra ka y la uve doble tampoco están en el Cantar del mío Cid, ni en La Celestina, ni en El lazarillo de Tormes, ni en las otras obras fundadoras, tan admirables como tempranas. No están en las "Soledades", ni en El buscón...

No las necesitó Rojas, ni Calderón, ni Quevedo, ni Lope de Vega, ni Góngora, ni Sor Juana, para escribir con Gracián y algunos otros esos libros maestros que son aún ahora las columnas que sostienen el genio y el alma del idioma.

A la ka y la uve doble (complicada ésta en su pronunciación y desde sus tres nombres: uve doble, ve doble o doble ve, sin contar que también la llaman doble u) no las convocó Miguel Hernández a El rayo que no cesa. Y en Pedro Páramo, de las dos, sólo la ka aparece una vez en la palabra kilo.

La uve doble sólo sirve para unas cuantas palabras extranjeras; es como un intruso, el convidado de piedra de las letras. La ka, por su origen griego, da un poco más, pero con el prefijo kilo (mil), y las palabras whisky y vikingo y ketchup y karate y kiwi y unas cuantas más (todas extranjeras), casi la agotamos, si no contamos los nombre propios sobre todo del inglés.

La ka adquiere dignidad literaria en Kafka y lo kafkiano, con Shakespeare, pero es casi invisible, casi prescindible en español. Tal vez la uve doble no goza de ese privilegio. Sin malquerencia me pregunto cuándo y cómo llegaron al español, y sobre todo para qué.

A pesar de sus servicios, su limitada utilidad, no han perdido su extranjería, no han dejado de ser extrañas, casi ajenas. Son en el abecedario como esos parientes mal integrados a la familia, esos lejanos a los que casi nadie ve ni frecuenta.


La Ortografía tiene una posición muy ambigua hacia ellas. Ni acaba de integrarlas, ni acaba de prescindir de ellas.  Y ahí seguirán, por supuesto. De algo sirven y servirán. Pero ahora mismo, como hace varios siglos, podrían escribirse novelas, poemas, ensayos, tratados, obras de teatro, obras maestras con registro amplio y léxico riquísimo, sin que esas dos letras aparecieran. Es posible. Sería como si esas dos se fugaran del abecedario. En realidad, es un poco como si nunca hubieran estado. La ka y la uve doble no están en El Quijote.

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* La uve doble, que no aparece en la edición de Francisco Rico, sólo se asoma tímida un par de veces en la edición de Martín de Riquer en el nombre de Wamba. Rico pone: Bamba.

24 de diciembre de 2014

Cioran pudo ser novelista...

Escribí este libro en 1933, a los veintidós años, en una ciudad que amaba, Sibiu, en Transilvania. Había acabado mis estudios de filosofía y, para engañar a mis padres y engañarme también a mí mismo, fingí trabajar en una tesis sobre Bergson. Debo confesar que en aquella época la jerga filosófica halagaba mi vanidad y me hacía despreciar a todo persona que utilizara el lenguaje normal. Pero una conmoción interior acabó con ello, echando por tierra todos mis proyectos.

Así comienza el Prefacio de En las cimas de la desesperación, el primer libro de E. M. Cioran. Esta obra, escrita en rumano, le salvó la vida. Lo salvó de sí mismo, de la desesperación del título, con arrebatos líricos que le dieron, a través de la escritura, una forma de vida y una forma de estar en la vida. Una forma de vivir y una razón para hacerlo.

Este libro no está compuesto de los aforismos o adagios, de las sentencias luminosas y fulminantes de los libros de madurez, sino de ensayos breves propios de un recién graduado en filosofía. Es este un Cioran que todavía no ha hecho del cinismo y la ironía dos de sus herramientas más poderosas y letales.

Me reconforta leer en Navidad este libro de Cioran, que no conocía. Su lucidez, su pesimismo, me ofrecen un contrapeso necesario y estimulante. Un equilibrio, el otro lado de la medalla. Cioran es tan intenso, tan claro e inteligente, que siempre ofrece algo, aporta, y enriquece el momento, la soledad, el insomnio, la noche.

Pero ahora que leo el Prefacio, me doy cuenta de que sus primeras líneas podrían ser el primer y rotundo párrafo de una novela. Ya está ahí el átomo original de una buena novela. El personaje, su circunstancia; el narrador y su punto de vista, su arrogancia, su calidad moral y la conmoción que acaba con sus proyectos.

Estoy convencido de que hubiera sido un buen novelista, pero Cioran no se sentía filósofo ni escritor. Sin embargo, en esas líneas hay más verdad y ficción, más fuerza y literatura, que en muchas, muchas novelas deslucidas de miles y miles y miles de palabras.

22 de diciembre de 2014

La metáfora, la palabra

Quizá la realidad también es una metáfora, dice Octavio Paz en El mono gramático, una de sus obras maestras. Sí podría serlo, si el lenguaje es una metáfora de esa metáfora que es la realidad. El lenguaje es una aproximación a la realidad, pero hace, construye esa realidad, la nombra y le da forma y consistencia.

¿Cómo sería la realidad sin el lenguaje que le da nombre y un orden, es decir, una gramática? ¿Cómo sería la metáfora llamada realidad si no pudiera ser nombrada, definida, adjetivada y conocida por esa otra metáfora llamada lenguaje?

La palabra al nombrarlo crea el mundo, pero las palabras no son las cosas. Aristóteles ya sabía que la más poderosa herramienta del entendimiento es la metáfora. Este es un asunto para Platón y Borges, que sabían mucho de estas cosas.

Si la realidad es una metáfora, y el poeta sabía bien lo que decía, ¿qué hay detrás del símil, de la metáfora y la retórica? La vida cotidiana y la palabra desnuda. El hombre y la palabra. "La vida sencilla": Llamar al pan el pan y que aparezca / sobre el mantel el pan de cada día...

21 de diciembre de 2014

La noche más larga

Solsticio de invierno podría ser el nombre de un cuento, de una historia que llevara cifrado en el título su razón de ser, la fuerza que lo anima, la clave de su trama.

El cielo cubierto, el viento muy frío y la promesa astronómica de que la noche del 21 de diciembre es la más larga del año en el hemisferio norte, no son pocos elementos para comenzar a tejer una trama. Cada probable autor y cada posible lector imaginaría lo que significa esta noche y lo que es propicio, lo que podría suceder en ella.

El cumplimiento de un plazo, el fin de una infamia, la hora de la venganza, el inicio o fin de un hechizo, el comienzo de una era, el tiempo del crimen, el cierre de una espera. Tal vez por fin la noche de dos amantes para los que en recompensa se pospone un poco el canto de su alondra.

Dice una nota de prensa que esta será la noche más oscura del año, y algo aún más inquietante: esta noche será un poco más larga que las otras noches, que todas las noches en la historia de la Tierra.

Como un conejo salido de la chistera de un mago, como un golpe de teatro, Deus ex machina, sugiere la nota (acaso el verdadero relato de la noche del solsticio de invierno) que la rotación del planeta disminuye su velocidad, por lo que, aunque imperceptibles, las noches son más largas. Cada ciclo de veinticuatro horas, cada día, dura más, entre quince y veinticinco millonésimas de segundo.

Las posibilidades del relato se multiplican. Ahora podría ser un relato de ciencia ficción o de ficción científica, o uno fantástico desde la astronomía o el sueño de alguien sobre el cosmos y el tiempo.

Pensar que la noche será la más larga en la historia del planeta Tierra es estremecedora. No faltará el poeta que la cante en un poema fugazmente célebre. La próxima noche del solsticio de invierno, en año entrante, será un poco más larga.

Pero esta noche me lleva a imaginar un relato efímero, a pensar en sus significados, en el inicio del invierno, en la edad y duración del tiempo. Esta noche me invita al silencio, a su oscuridad.

Me siento un testigo que no comprende lo que está sucediendo Siento que estoy ante un fenómeno de proporciones cósmicas que me invita a la vigilia, a escudriñar el cielo, a lamentar un poco no tener un telescopio, y a pasar la noche más larga en vela.

Una novela de Marguerite Duras

Leí La amante inglesa, con creciente placer, la tarde un domingo. Marguerite Duras, es una escritora enorme, cada día digna de la mayor atención, aunque pareciera que ha pasado su momento de gloria editorial.


Siempre lo he sabido, desde que descubrí hace mucho una posibilidad de la escritura con Los caballitos de Tarquinia, Moderato cantabile, Los ojos azules pelo negro, El square, El amante, El dolor, El amor. Duras sorprende desde los títulos de sus libros, con esa sencillez y claridad que revelan lo profundo con impecable brevedad.

Lamento no haberla frecuentado en muchos años; Marguerite Duras y su tocaya Yourcenar son las dos señoras de las letras francesas. Ambas absolutamente singulares e indispensables. 

Comencé a leer y a gozar tanto el relato como las artes de una maestra de la novela. La estructura, la inteligencia de los diálogos, el dominio de los resortes del suspense sin ocultar nada al lector, la astucia literaria son impecables.

Me he asombrado del registro, de la profundidad y precisión de la historia contada con palabras sencillas, con el vocabulario que podría entender un estudiante de secundaria. ¡Qué asombrosa maestría para contar una historia!

Y por último, la profundidad, la lucidez transparente para adentrarse en lo más oscuro: la derrota del amor, la infelicidad, el tedio conyugal, la fantasía y la imaginación, el sinsentido, el deseo insatisfecho, los celos, la locura. 

Todo está ahí, en esas páginas que se disuelven ante los ojos como una golosina en la boca. Sí, Duras crece en el tiempo; se erige en la distancia como maestra de novelistas, señora de las letras francesas.

Un libro propio y extraño

Escribo un libro por encargo. Desde hace un tiempo que cada vez me parece más extenso, escribo un libro que me es del todo ajeno. No es literatura y no suplanto a nadie. Será el libro de una institución. El tema es más bien árido. No sé nada de la materia y avanzo a fuerza de consultar libros y documentos.

Escribo un libro que no llevará mi nombre y sin embargo tendrá mucho de mí. La escritura neutra y fría tal vez no ocultará del todo las más sutiles huellas del autor. Ciertos rasgos en la  puntuación, algún giro, una particularidad en la sintaxis.

Escribo un libro que es y no es mío. Me pagan por hacerlo y yo procuro escribir con calculada distancia. Tengo un temario, una meta, una fecha que cumplir. No es mi libro, y sin embargo también estoy en esa escritura. Lo hago lo mejor que puedo; soy un profesional, me digo.

Me desdoblo en otro autor, escribo como si fuera otro, un fantasma. Tiendo a disolverme en una insípida neutralidad. El libro no lo escribe nadie porque después de todo no soy yo quien lo escribe. No es mi tema, no es mi escritura. El libro avanza, se acumulan las palabras y las páginas que no serán mías y no me pertenecen.

En ese libro no estoy, y yo lo escribo. Soy y no soy el autor. No soy un impostor, pero no soy yo el que escribe. Entonces soy otro escritor y por tanto otro hombre. Ahora comprendo la sentencia de Rimbaud, el  vidente: Je est un autre.

5 de octubre de 2014

La escritura

Celebrar la escritura y que la escritura sea el relámpago. Una descarga súbita, un resplandor intenso, fuego y río, más luminoso que extenso. Una fuerza asombrosa y breve que rompa el día y prenda la noche.

Celebrar la escritura y que de la mirada y el asombro surja la imagen y la expresión que no se había escrito. Que en su proceso se resuelva la pesadilla y se disuelva el misterio del sueño, la encrucijada de pensamientos, el retoño de verso que no había florecido. Celebrarla y ser el primer sorprendido de ella misma.

Celebrar la escritura y que en la ceremonia se encierre la razón y las sinrazones, los motivos y los deseos. Que la imaginación despliegue sus alas y la memoria devuelva lo que creía suyo. Encontrar las palabras justas y celebrar con ellas que así sea.

Celebrar la escritura en un ejercicio gozoso, sentir cada palabra con todo el cuerpo. Escribir con la firmeza que atiende lo urgente y necesario. Celebrar la escritura, contar un trozo de vida, de una historia, y terminar la sesión exhausto y con la satisfacción secreta y plena del deber cumplido.

Celebrar la escritura durante el tiempo justo y necesario. Liberarse de las palabras al fijarlas, al verterlas en un cuaderno con tinta azul o negra o sepia o verde. Pero hacerlo con las palabras justas y necesarias.

Celebrar la escritura de cada palabra, sí, y luego a otra cosa, a la vida mundana, a las pequeñas obligaciones cotidianas. Los otros nos esperan. Otros deberes nos aguardan. Vivir el día y adentrarse en la noche ligero, pleno, libre por un tiempo, hasta sucumbir bajo la siguiente constelación de palabras.

27 de septiembre de 2014

Papel mojado

Se ha inundado una parte de la casa, la que está debajo del nivel de la calle. Una riada de lluvia furiosa bajó por la pendiente, entró a mi estudio y devoró libros, cuadernos, apuntes, fotocopias, discos, documentos (copias de contratos, facturas, recibos de honorarios, declaraciones fiscales) y papeles diversos que no eran míos pero con ellos trabajo.

Como un estoico (hoy me siento uno de ellos), los he puesto en el patio, aunque los días nublados tienen poco sol, luz plomiza y aire húmedo, y me he afanado paciente a secar lo que es posible rescatar. Me digo que casi nada se ha perdido, que nada de eso vale un lamento, salvo un par de cuadros, obra plástica imposible de recuperar.

El recuento no es del todo negativo. He tirado por fin una carpeta con las doscientas cuartillas del borrador de un libro que sé bien desde hace mucho tiempo que no escribiré nunca, y reapareció, después de años, también empapados hasta el alma, los apuntes y borradores de un libro que aún me tengo prometido.

También han encontrado su sitio entre los desechos, decenas de artículos de periódicos y revistas admirablemente recortados, papeles sueltos, notas, y los puse en la caja de cartón (su féretro) con el gesto inaudito del que quita lastre para seguir adelante sin detenerse en lo pasado intrascendente.

Nada sentí al desprenderme (aunque mucho tiene que ver su estado) de impresentables y deshechas primeras versiones y pruebas de imprenta de libros ya publicados. Casi como una liberación me deshice casi sin mirarlos de papeles y más papeles sin el menor rastro del celo con que los guardaba.

De los libros hay poco que lamentar, casi nada que no se pueda reponer con muchos pesos en una buena librería. La casa huele a humedad. Aún quedan papeles por revisar que acabaré por tirar de una buena vez. Los muebles de madera y los objetos están mojados y en impecable desorden; me llevará muchas horas de varios días reordenar mi estudio.

Pero ya presiento la inédita satisfacción de haberme liberado de una carga, un peso inevitable, como si una parte del pasado pudiera ser corregido o ganara levedad, como si fuera posible desecharlo con unos kilos de papel mojado.

26 de agosto de 2014

Julio Cortázar: centenario

Julio Cortázar era niño grande que no quería hacerse viejo. Era un transgresor que buscaba en el juego el camino para llegar al cielo (trascender, ascender: ser).

Alquimista antes que gramático, encantador de palabras antes que escribidor, explorador de mundos ignotos antes que imaginarios, cultivó una poética que se erige del texto para saltar a la realidad. La suya es una arquitectura verbal que no se derrumba al cerrar el libro; al contrario, se extiende ante la mirada del lector. Creó una literatura que se lleva puesta o no se entiende.

Cortázar tocaba jazz con una máquina de escribir, por eso no corregía (no se puede volver a tocar la música de ayer o la de mañana). Era el inventor de palabras, el revividor de ellas, el tejedor de oraciones como takes, de solos heroicos y libres, de soltura asombrosa y sintaxis imposible. 

Cortázar inventaba un mundo, cortazariano, donde sucede lo que pasa en el último reducto de la realidad. Para él, una forma del absurdo era la razón según Descartes, otra era la geometría analítica y ser el mismo hombre, siempre, cada día.

 Era un inversor de mitos, el encontrador de relaciones ocultas entre las cosas, el vinculador de planos y realidades, el abridor de abismos. Cortázar tendía puentes invisibles para buscar lo absoluto. Desde ellos, sus lectores pueden vislumbrarse a sí mismos, leer lo que quieren decirse, escuchar lo que quisieran decir. 

En su literatura caben mundos y maneras de estar y de ser: hay una manera cortazariana de conjugar los mejores verbos, los mejores actos de la vida; de mirar y jugar, de amar y cantar, de andar por la vida, de atarse los cordones de los zapatos como si fueran hechos fantásticos.

Cortázar era un buscador de lo que está más allá, un testigo asombrado de lo que está más acá. Por sus puentes y sus túneles metafísicos, por sus escaleras encantadas es posible entrar al laberinto, encontrar el camino al centro del mandala.

Era el escritor más solitario del mundo: nadie se parece a él, ninguna otra literatura es como la suya, y la  composición química de sus relatos es un milagro, y un  misterio para los que no tienen la gracia de gozarla. Decía verdades metafísicas, hallazgos sorprendentes, metáforas inéditas con aritmética sencillez.

La literatura de Cortázar, tan bárbara y lejana de la Academia y su Norma, está tan viva que se nos escapa, se nos enreda en la lengua y el pelo, y luego se duerme en el bolsillo del saco, como si de veras cupiera entre las tapas de un libro.

Cortázar era un escribidor que no temía al amor ni al humor ni a la ternura. Un monstruo, un gigante, un lobo, un bicho verde que se alborotaba cuando sonaba una trompeta, un poeta dulce que puso patas arriba a doña Literatura.

Cortázar será siempre el dibujador de sueños, el que a su manera no dejó de ser niño, el más joven de los escritores. Su literatura será siempre adolescente, es decir, pura, intensa, vital. Sus mejores textos cruzan la noche como un relámpago, iluminan la búsqueda, acompañan en el camino. Leerlo es ir al encuentro de uno mismo.

Es su centenario, es hora de decirlo: Cortázar era un niño grande que dejaba de jugar, un hechicero de las palabras, un alquimista poderoso, un imaginador impecable, un hacedor de preguntas, un descubridor de respuestas. Es el fundador del reino de las palabras encantadas, en movimiento. Sí, Cortázar era un Mago.

16 de agosto de 2014

Elogio de la máquina de escribir

Así como algunos historiadores señalan el inicio del siglo XX con el comienzo de la Gran Guerra en 1914, me gusta pensar que el siglo comenzó para la literatura con el primer libro creado en una máquina de escribir. El fin literario de ese siglo deberá fijarse no el día que fue derribado el Muro de Berlín ni cuando el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, sino cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir.

Tal vez nunca sepamos cuál fue la primera obra escrita en una máquina de escribir, aunque tenemos la certeza de que Mark Twain envió mecanografiado a su editor el original de Life on the Mississippi, que se publicó en 1883. Nietzsche tenía una máquina de escribir hecha en Dinamarca que le gustaba mucho y escribía en ella con destreza.  Estos pioneros iniciaron una era en la historia de la escritura que hace unos veinte años empezó a declinar, y cuyo fin está cerca.

La máquina de escribir, como antes otros  instrumentos y materiales, cambió la forma de escribir. No es lo mismo escribir con un estilo sobre una tablilla de cera que con un lápiz o un bolígrafo. Y aunque el pensamiento siempre va más rápido que la mano, la caligrafía (otro arte olvidado) nunca es tan bella y las palabras tan bien pensadas como cuando se escribe con una estilográfica sobre un cuaderno de buen papel. (Al dictar, la escritura avanza al ritmo de la habilidad de otro.)

Buena parte de la mejor literatura del siglo XX fue escrita en máquinas de escribir que le dieron a las páginas un aspecto inédito de compuesto en imprenta, que facilitó una distancia, una mirada crítica entre el autor y sus palabras. La escritura de Nietzsche cambió cuando empezó a escribir a máquina, y ya T. S. Eliot sabía que no escribía igual cuando lo hacía a mano que cuando lo hacía a máquina.

Algo propio de la literatura del siglo XX se perderá cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir. La escritura frente a una pantalla representa otra era en la historia de la escritura, y aunque ya han sido escritos así libros espléndidos, tal vez tendremos que esperar un poco más para que el número de lo que podremos llamar con certeza obras maestras absolutas escritas en una computadora de principio a fin forme una biblioteca.    

Con las computadoras no se escriben mejores textos, más claro y precisos, más ordenados y profundos. Las tareas escolares, los periódicos y los libros deberían estar mejor escritos y no es así. A pesar de los programas que pretenden corregir la ortografía y la gramática, las computadoras no mejoran la calidad del texto.

Antes lo contrario, pueden cambiar nombres propios, palabras, sugerir errores, y si se pulsa una combinación fatal de teclas, con un leve descuido al cortar y pegar, al insertar o cambiar, se puede perder lo escrito, aparecen disparates o trozos inconexos y ajenos, se cometen errores que con frecuencia se detectan demasiado tarde. Tengo la impresión de que frente a una pantalla pareciera que se revisa y corrige menos, se confía en exceso en la informática y con frecuencia se confunde la velocidad con la calidad.

La máquina de escribir impuso una escritura en la que las palabras, compuestas letra a letra a fuerza de golpear las teclas, tienen una forma, una consistencia, la cualidad de parecer más verdaderas y profundas, aun ante los ojos de quien escribe, por lo que la máquina se convirtió en la primera aliada del redactor y su primera e íntima crítica. No ha faltado quien le atribuyera dones de musa.

La máquina de escribir impuso una cadencia, un ritmo reconocible, y sus ruidos y sonidos (para muchos son  música) contribuyen a la fluidez de la prosa. Escribir a máquina exige hacerlo con todo el cuerpo, lo que genera una relación física con las palabras, como si éstas fueran esculpidas en el papel. Una hoja mecanografiada encierra, a pesar de las posibles tachaduras y borrones, la secreta satisfacción de lo conseguido con esfuerzo físico e intelectual.

Si bien la máquina de escribir es más lenta que el pensamiento, su naturaleza encierra una cualidad que la distingue de la computadora: el escritor debe tener en mente la oración que va a escribir, el orden de sus partes, su sintaxis; si no es así, no hay escritura posible en una máquina de escribir.

En una computadora se puede empezar a escribir por la última palabra de la oración, lo que está lejos de ser una ventaja; no son pocos los redactores que dejan en sus escritos graves errores y problemas de conjugación y concordancia, por ejemplo, por no construir y ordenar sus oraciones antes de llevarlas a la pantalla.

La computadora, en cambio, se erige como campeona imbatible a la hora de corregir un texto, de agregar un acento olvidado, de cambiar o suprimir un adjetivo, de insertar una subordinada, de eliminar un párrafo completo sin dejar huellas en la hoja impresa, sin necesidad de volver a hacerla de principio a fin.

La máquina de escribir, al exigir fuerza y vigor e idealmente los diez dedos de las manos, pareciera que pide una escritura ejecutada con la misma actitud con la que un virtuoso ataca el teclado de un piano. Sé bien que usar una máquina de escribir es un asunto generacional. Los más jóvenes no sabrán jamás de sus placeres secretos, y escritores que aprendieron hace muchos años (antes de 1990 las computadoras eran una rareza) seguirán tecleando en su vieja máquina.

Paul Auster ha escrito The Story of My Typerwriter (La historia de mi máquina de escribir, Anagrama), en la que cuenta la intensa relación que tiene con su Olympia. El novelista estadounidense Cormac McCarthy escribió sus novelas, unos cinco millones de palabras a lo largo de cincuenta años con una máquina portátil, una Olivetti Lettera 32.

Alguien me ha dicho que ya no hacen máquinas de escribir, que ya cerró la última fábrica en el mundo, pero también me he enterado que los servicios de inteligencia rusos han vuelto a utilizar un tipo de máquina de escribir para evitar filtraciones y fuga de información, y en los Estados Unidos se organizan congresos y reuniones de usuarios y coleccionistas de máquinas de escribir.

Tal vez ya podamos empezar a contar con los dedos de las manos a los escritores que emprendan hoy la escritura de una novela en una máquina de escribir. Tal vez hace falta una buen dosis de contumacia para escribir una novela (es mucho más sencillo celebrar la literatura leyendo una ya publicada), y hacerlo en una máquina de escribir será cada día más un acto excéntrico, una búsqueda interna, una rebeldía que guardará motivos muy profundos ¿Será posible identificar lo intrínseco de la escritura del siglo XX en una máquina de escribir?

Escribir hoy una novela en una máquina de escribir se antoja una empresa formidable y tan improbable como heroica, que alguien podría calificar de necia y absurda. Meter una hoja y ajustarla en el rodillo, escuchar cómo se imprime cada letra ya es un gozo, un placer secreto, un acto preparatorio, un rito, un juego supremo que exige paciencia y tiempo y un gusto implacable por ese juego.  

Pero, ¿no es acaso la literatura un gran juego, uno muy serio pero al fin y al cabo un juego? ¿Por qué no jugarlo entonces, de vez en cuando, en nuestro instrumento/juguete favorito?

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Texto para Escrituras mecánicas, proyecto de Isaí Moreno. 
http://escriturasmecanicas.wordpress.com

11 de agosto de 2014

En busca de la Maga

En una carta fechada en Buenos Aires, en agosto de 1951, Julio Cortázar le decía a Edith Aron, una señorita en París: «Querida Edith: No sé si se acuerda todavía del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear algunas veces por París, para ir a escuchar Bach a la Sala del Conservatorio, para visitar Versalles, para ver un eclipse de luna en el parvis de Notre Dame, para botar al Sena un barquito de papel, para usarle un pulóver verde (que todavía guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban). Yo soy otra vez ése, el hombre que le dijo, al despedirse de usted delante del Flore, que volvería a París en dos años. Voy a volver antes, estaré allí en noviembre de este año.»

Cortázar temía que ella lo hubiera olvidado o no quisiera verlo en París. La carta no lo dice ni lo alude, pero las cautelas de Cortázar acaso proyectan el temor o la sombra posible de otro hombre en la vida de Edith. «Me gustaría que siga siendo brusca, complicada, irónica, entusiasta, y que un día yo pueda prestarle otro pulóver…»

Se habían visto por primera vez a principios de 1950, a bordo de barco italiano que iba de Buenos Aires a Cannes. A pesar de la atracción, no se hablaron. No cruzaron palabra durante el viaje. Poco después, en París, se encontraron por segunda vez, en una librería del Boulevard Saint Germain. Se reconocieron, se hablaron. Y el azar les concedió una tercera oportunidad en un cine que exhibía una película muda sobre Juana de Arco. Era el tercer encuentro, ya no podían hablar de una simple casualidad. Luego se vieron en el Jardín de Luxemburgo y Cortázar le invitó un café. «Era mi primer encuentro con un gran intelectual. Sabía tanto, pero nos llevábamos bien porque tenía un gran sentido del humor. Él se reía un poco de mí, tenía una cultura superior. Yo me sentía tan impresionada.»

Un día, mientras comían, Cortázar le dijo que quería escribir un libro mágico. Ni por un sortilegio podía saber Edith que ese libro, que le debería tanto, que no hubiera sido posible sin ella, se llamaría Rayuela. Y aunque admite que se divirtió mucho cuando Cortázar sacrificó un paraguas en un barranco del Parc Montsouris, y que otro día fueron al Jardin de Plants y descubrieron los axolotl, y habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, Edith siempre se negó a aceptar que ella era la Maga. Tenía un argumento poderoso: «Yo no andaba despeinada ni con los zapatos rotos. No era petulante ni malcriada.»

No le faltaba razón, las personas no son personajes, pero la Maga tiene tanto de Edith, que es imposible negar que ella fue el primer modelo. Muchos años después de que su relación terminara, Cortázar le envió un ejemplar de Rayuela: «Yo tomé el libro y arranqué la hoja [de la dedicatoria]. Me parecía tan frío lo que ahí decía. Luego, por carta, me contó que había un personaje en Rayuela que estaba inspirado en mí.»

Y de pronto, si hubiera alguna duda, aparece tan valioso como inesperado un testimonio de Octavio Paz:* 

«Julio tenía una amiga: se llamaba Edith Aron, una chica judía argentina de origen germano, simpática e inteligente. Ella es uno de los modelos del personaje que en Rayuela se llama la Maga. También fue amiga mía; fue la primera que me habló del poeta Paul Celan. Una mujer inteligente que ahora vive en Londres, trabajando como maestra en letras. Los primeros textos míos y de Julio que aparecieron en idioma alemán fueron traducidos por ella. Le estoy hablando de los años cincuenta. Julio, en su creación literaria como novelista, se inspiraría en Edith Aron para la Maga.»

Todo engarza, no hay contradicción, cada elemento ocupa su sitio, se forma la figura. Edith Aron no es la Maga, pero la Maga no existiría si Cortázar no hubiera conocido a Edith. Cortázar imaginó a la Maga (sí, la encontró) a partir de Edith y con la alquimia de su literatura entró en Rayuela por derecho propio y con la contundencia definitiva de los personajes absolutos e inolvidables.


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* Braulio Peralta, El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz, Raya en el Agua, México, 1988.

6 de agosto de 2014

Rayuela (segunda vuelta)

Rayuela es el espíritu que la anima. La búsqueda  aquí en la Tierra para llegar al Cielo. Aurora Bernárdez me dijo: «Rayuela, y casi toda la obra de Julio, es metafísica; el que no la entienda así, no ha entendido nada.» Y sí, no le falta razón: esa búsqueda es metafísica o no es; si no sirve para sacudirnos y encontrarnos, sólo sería un libro más.

Rayuela también es literaria, lúdica, ingenua e intelectual y un paseo por la Kultura sincopado por el jazz. Rayuela es la obra abierta de par en par, es el tablón (capítulo 41), el puente, la cimbra o el andamio, el mecano vital para que cada lector pueda construir un sueño e iluminar su camino. Esa es la razón de que los jóvenes de todas partes la lean con avidez desde hace cincuenta años: responde a preguntas urgentes, algunas incluso esenciales, para las que no estaban seguros de que hubiera respuestas. Hablo de respuestas cifradas, que cada quien ubica en su casilla, en su circunstancia.

Rayuela es un manojo de propuestas, un ramillete de preguntas con dos o tres respuestas. Después de ellas, de la lectura, nada será igual. Ni el amor ni la amistad, ni la manera de mirar, ni el hacer y el estar. Rayuela nos dice lo que sentimos, lo que callamos, lo que viene de muy dentro, y ayuda a darle forma y consistencia a ese amasijo de emociones y experiencias. También es una compañera formidable en la búsqueda y el hallazgo, ya sea en el lado de allá o en el de acá.

Rayuela es una propuesta (con una estética muy de su tiempo) que se desmorona si no la levanta y la anima el lector. Es un puente que ofrece las piezas para construir otro y otro, en el mejor de los casos hacia los otros, hacia uno mismo. Los pasos y la experiencia de vida no se pueden compartir: somos individuos con existencias únicas e intransferibles, pero nos parecemos tanto. Esa es la razón de que tantos lectores vibren igual entre sus páginas.

Rayuela es un testimonio y una guía, un camino literario al Cielo, sea éste lo que cada uno elija, lo que cada uno quiera. Rayuela es una máquina para reír y soñar, para viajar y volver. Rayuela es la crónica singular de una búsqueda. Es la expresión vital de una edad. Rayuela es la brújula secreta de los que cierran los ojos para ver, de los condenados a saciar cada día su sed de absoluto.

5 de agosto de 2014

Rayuela: cincuenta años

Una palabra basta para dar un salto de la Tierra al Cielo, para vislumbrarlo intoxicado de palabras plenas, para aproximarse al menos por un instante a un orden deslumbrante y bello como el dibujo de una mandala o la perfecta simetría efímera de la rosa de un calidoscopio: para evocar el vértigo de la sed de absoluto. 

Son muchos lo que deberían saberlo pero pocos lo recuerdan. Rayuela apela y nos mueve en un plano metafísico. Rayuela, la obra maestra de Julio Cortázar, no es una novela, nunca lo ha sido, tampoco una anti novela ni una contra novela. Ha sido el más acabado intento de fundir literatura y vida, memoria y deseo, el yo y el mundo.

Rayuela es muchos libros porque nos contiene, a los que fuimos, los que somos y aun los que seremos. El que se quedó con la anécdota y los planos más superficiales cayó en la trampa del ovillo París y el efecto del tiempo. Rayuela está en nosotros y en el proyecto de hombres y mujeres que ya no fuimos.

Rayuela es una dosis, un espacio, una casilla de felicidad al precio de un juego infantil para el que se atreviera a soñar y mirar como no había imaginado que pudiera hacerlo. Rayuela es un libro mágico y subversivo, o tan tonto y simple y demodé como lo piden los censores y las buenas conciencias.

Rayuela es un boleto para viajar, un juego literario y un manual de vida sin instrucciones de uso. Rayuela es un tablón para fugarse por la ventana. Es un juego que nos dice que la vida está acá y allá, en otra parte.                 

Rayuela es todavía un medio, un método, una estructura para armar, un andamio, un trampolín, una burbuja voladora, una lucecita para que los buscadores sin remedio, los inconformes, los sedientos de belleza y otros mundos intenten esbozar una respuesta y no dejen de buscar la salida del laberinto, el sentido último de su presencia en la Tierra.

Rayuela es una linterna, una luciérnaga que puede iluminar la siguiente casilla. Rayuela es el tablero en el cada uno impone sus reglas. Rayuela es también un canto y un poema que no cesa de alegrar y de nombrar a los que todavía cantan y celebran jugando la poesía.

Rayuela es una de las formas más intensas de la escritura; la expresión en palabras de un espejo en el que la realidad toma la forma ontológica de nosotros mismos y nuestros sueños y uno de los escasos vehículos para inventarse y arañar un cielo.

Dicen los famas y los esperanzas que vigilan los calendarios y cuentan los días y las horas, que hace cincuenta años Rayuela salió por primera vez de la imprenta. La efeméride es irrelevante. Su efecto, a pesar del tiempo y todo lo perdido, de todos los desengaños y sinsabores, de los esnobs y los mal envejecidos, sigue siendo vital, lúdico, amoroso, divertido, provocador, nostálgico, estimulante y radiactivo.


(Apunte del 28 de junio de 2013.)

4 de agosto de 2014

Cortazariano

Adjetivo no reconocido por el Diccionario de la Real Academia Española. Quizá porque Cortázar consideraba al Diccionario el cementerio adonde van a morir las palabras. ¿Cuáles podrían ser los atributos de lo inequívocamente propio de Cortázar? ¿Qué es lo intrínsecamente propio de Cortázar y su literatura?  Cualquier lector de Cortázar digno de serlo sabe lo que es cortazariano aunque no acierte a definirlo. ¿Quién puede, salvo el Diccionario, definir a las palabras sin asesinarlas? Aun así el Diccionario no puede definir cortazariano: se le murieron o le faltan palabras. 

(Cortazariano ya está en el Diccionario, lo cual dice mucho de este adjetivo, de su uso y la presencia viva de la obra de Cortázar entre sus lectores. Algunas de las preguntas del apunte siguen vigentes, la prueba es la pobreza de las definiciones del Diccionario.)

3 de agosto de 2014

La biblioteca de Cortázar

Aurora Bernárdez (primera esposa, compañera, ángel guardián y albacea) donó a la Fundación Juan March de Madrid los más de cuatro mil volúmenes que Cortázar tenía en su departamento de París.

Jesús Marchamalo, con celo que no faltara quien califique como propio de un cronopio, fue a la Fundación y, con la complicidad del filósofo Juan Gomá, el director, se dio una vuelta por la biblioteca de Cortázar, se puso a consultar, revisar, manosear, todos y cada uno de esos libros. El resultado de su experiencia la ha contado en un librito encantador, con diseño notable (Cortázar y los libros, Madrid, Fórcola), que no tiene desperdicio.

Dice Marchamalo, entre otras muchas curiosidades, que encontró más de quinientos libros dedicados por sus autores a Cortázar (algunas de esas dedicatorias pueden verse en la página electrónica de la Fundación), y que las huellas que dejó en las páginas mientras leía dice mucho de Cortázar como lector.

Cortázar no pasaba los ojos por las palabras: las devoraba y cotejaba, cuestionaba, interrogaba, y mostraba con vehemencia su alegría, su entusiasmo, su acuerdo y su rechazo, su enojo e indignación. Sus libros tienen notas, subrayados, puntas dobladas, y guardan entre sus páginas hojas de calendario, un papelito suelto, recortes de periódico, dibujos y tachones que censuraría más de un profesor porque no es de buena educación maltratar así los libros. Cortázar tenía una relación física, afectiva e intelectual con los libros que leía.

Hechos con lápiz o bolígrafo, los libros rebozan de marcas, cruces, líneas, flechas, círculos, corchetes, paréntesis, exclamaciones, admiraciones, interrogaciones, observaciones, interjecciones, exabruptos y palabras que no dejan la menor duda de la opinión y la emoción que despertaba la lectura: “Bodrio”; “Voilà”, “Ça”, “Massacré”, “Ah”, “Penoso”, “Falso”, “No”, “Are you sure?”

Las aprobaciones también pueden ser rotundas: “Ojo!”, “Importante”, “Cierto”, “Maravilloso”, u oraciones completas: “Un grande, un maravilloso libro”, y la prueba del asombro es tan clara como la intensidad de la lectura. Escribió en su ejemplar de La realidad y el deseo de Cernuda: “¡Pero cómo ordena tanta sustancia peligrosa un ritmo sobrio y una estructura serena.”

Ese rastro tan visible de la lectura en los libros es tan revelador como las opiniones y juicios que podrían aparecer en un diario si Cortázar hubiera llevado uno. La biblioteca de un escritor es una declaración de principios, una torre desde la cual mirar, una fuente riquísima de anécdotas y datos, un juicio literario, una trayectoria como lector, una biografía oculta.

La de Cortázar no es la excepción y guardaba secretos y tesoros: los libros leídos y vueltos a leer, los favoritos y admirados son elocuentes, dicen tanto de su poseedor, como la ausencia de otros libros imprescindibles, como el desdén por los que permanecieron intonsos, intactos.

Cortázar aparece en sus libros como un cazador obsesivo de erratas, como un lector atentísimo y exquisito, como un intelectual lúcido y crítico. No falta el humor y el cariño manifiesto. Las huellas en los libros de los escritores amigos o a los que admiraba, hablan con más verdad e intención de su relación que cualquier testimonio o biografía.

La biblioteca de Cortázar es también una biografía cifrada (que ha dejado de serlo al quedar expuesta en los estantes de la Fundación March), una fuente de sorpresas y alegrías, una versión abreviada de la segunda mitad de su vida, la expresión encuadernada de una vida dedicada por completo a la literatura, la punta del ovillo de una vida secreta, estrictamente personal. Qué loco macanudo sos!, anotó al margen de uno de los libros de su biblioteca. Pues eso.

2 de agosto de 2014

Julio Cortázar

Se inventó a sí mismo. Julio Florencio Cortázar inventó un monstruo llamado Julio Cortázar. La oruga salió mariposa. ¿Quién es la oruga? Julio Denis, el seudónimo o el primer Cortázar. Sin embargo, aunque ya era él, sí hubo metamorfosis y al morir seguía el proceso: por eso no dejó, literal y físicamente, de crecer. ¿A qué otra forma hubiera llegado? Pudo haber sido un vampiro o un lobo u otra invención de sí mismo. Es imposible saberlo porque salvo en política, no era predecible. Era un buscador y se persiguió a sí mismo. Era un perseguidor y se buscó a sí mismo. Un día se encontró con Julio Cortázar, el caracol, el escritor genial.

No escribió un diario, memorias o autobiografía, pero escribió tanto sobre sí mismo y redactó tantas cartas como extensa es su obra. No hizo de sí mismo un personaje (como Borges), pero identificó su manera de estar en el mundo con su literatura. Hay una forma cortazariana de mirar, de sufrir pesadillas, de escuchar música, de ver París, de imaginar y buscar a una mujer, de escribir cuentos, de andar por el mundo. Sus personajes vivían cortazarianamente (también, por mímesis, muchos de sus lectores).

Julio Cortázar, el hechicero, el mago, el prestidigitador, el encantador de palabras, el buscador de absoluto a la orilla del abismo (sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años) sólo quiso hacer literatura e inventó un mundo a su imagen de semejanza, en el que cupiera un tal Cortázar y todo lo cortazariano. Pensaba que buscaba, pero se perseguía a sí mismo. ¿Qué buscaba? ¿A cuál? (el del doble es uno de sus grandes temas.)

Hay una edad Cortázar y un color Cortázar y un ritmo Cortázar y una música Cortázar y una ciudad Cortázar y… Algunos han intentado seguirlo, otros defenestrarlo, algunos cándidos han pergeñado biografías y pretendido desentrañarlo, pero el secreto y el misterio y el encanto de su fascinación siguen intactos. Algo maravilloso les sucedía a las palabras cuando Cortázar las tocaba. Se encendían, se iluminaban. ¿Será posible descifrar el ovillo Cortázar? Cortázar era más que un hombre y un escritor. Cortázar es más que un modelo, es un enigma vital de belleza y deseo y palabras para armar.

21 de julio de 2014

Shakespeare y la joroba de Ricardo III

Un adagio, tal vez irlandés, dice que un escritor no debe permitir que la realidad le arruine un buen relato, y no debe ceder ante la Historia si ésta le echa a perder su cuento: en literatura, la verdad histórica no debe ser el referente de la ficción.

Yo repito esta sentencia con absoluta convicción a los noveles autores que me acompañan en las aulas. Los invito a que cambien el orden de algunos hechos, el arma homicida, el lugar, el veneno, la hora, la ciudad, el móvil, el contexto, si al hacerlo consiguen darle fuerza a su argumento: «Mientan, mientan literaria e impunemente», les digo, «de cualquier manera acabarán por contar la verdad.»

La conveniencia de esa máxima se confirma gracias a un príncipe del drama y un rey de verdad. Una investigación de la Universidad de Cambridge (si se tratase de una pequeña y desconocida, yo sugeriría que en una novela se atribuyera la investigación a una universidad famosa para darle más crédito y relieve al descubrimiento; ¿me sigue, amable lector?), publicada en mayo de 2014 en la prestigiada revista médica The Lancet, dice que encontraron los restos de Ricardo III bajo... ¡un estacionamiento en Leicester! (Uf, ¡qué ordinario! A veces la verdad parece mentira.) 

Una vez confirmada más allá de toda duda razonable la real identidad del esqueleto (pruebas de carbono, ADN, etc., cotejadas con lejanos descendientes), se ha sabido que Ricardo III tenía la columna vertebral debilitada, pero no le sobresalía de manera obvia, y aunque padecía escoliosis, la desviación no se corresponde con la de un jorobado.

Más todavía, crónicas de su tiempo hablan de un hombre bien plantado, de un individuo activo, de un personaje bien parecido y esbelto. Sólo falta que alguien venga y nos diga que uno de los grandes villanos del teatro isabelino era un hombre humilde y modesto que aspiraba a la santidad.

Así que Ricardo III no cojeaba y no estaba rotundamente jorobado y sus males no le impidieron pelear (fue el último rey inglés que murió por sus heridas en una batalla). Más aún: resulta que la imagen deforme y mutilada, corcovada de nacimiento, la que todos esperamos en cualquier escenario del Ricardo cruel y ambicioso sin escrúpulos, vengativo, criminal, sediento de poder, dispuesto a hacer cualquier cosa para sentarse en el trono, ¡es un invento de… Shakespeare!

¿Por qué Shakespeare deformó a Ricardo III en su obra? Tal vez porque lo leyó en una crónica de Tomas Moro, lo imaginó o lo escuchó en una taberna. Lo importante es la lección del dramaturgo: ese hombre envilecido, ese monstruo, encarnaría mejor el mal en una figura contrahecha (aun no eran tiempos de la corrección política, y dramáticamente es innegable el acierto).

Cuatrocientos veinte años después de la escritura de la obra, la ciencia y la Historia vienen a decirnos que el rey no era como el personaje. El dramaturgo mintió para contar mejor su historia. Lo suyo era hacer teatro.

La verdad histórica no es la verdad literaria, y sospecho que Shakespeare ya sabía que, a cualquier precio, un autor no debe permitir que la Historia arruine al protagonista de una buena tragedia.  

1 de julio de 2014

La tarde se llueve

I
La tarde
se llueve
hasta el olvido.
De tanto vivirla
ya no la sentimos.
Cansada de llorarse
habitamos su gemido,
vacía de sí misma
se duerme como un niño.
En silencio la miro
y tú sigues conmigo
eterna como un río.



II
La tarde se llueve.
Se vacía, se derrama.
Su estruendo es un lamento.
Cómo llueve, te digo.
Asientes. En silencio,
estás a solas, contigo.
Se va la tarde como un río.
Miro por la ventana, con sigilo.
La tarde al fin, seca de lluvia,
de sí misma, gota a gota,
se duerme como un niño.
Enciendo la luz. Asombro.
Cuando vuelvo la mirada
-sigues en ti, callada, conmigo-
siento que ha pasado un siglo.

8 de junio de 2014

El sexo como una de las Bellas Artes

 Cuando Gustave Courbet pintó L'origine du monde (El origen del mundo), en 1866, quizá tenía la certeza de que su cuadro no sería ajeno al escándalo y la polémica. Podemos suponer que el pintor sabía que lo perseguiría la censura y los guardianes de la decencia, pero es imposible que imaginara su participación en el performance de Deborah de Robertis y mucho menos que los alcances de su célebre obra han quedado en entredicho.

Sí, El origen del mundo ha venido a menos, a pesar de su leyenda y su historia: su pista aparece y desaparece, y ha permanecido oculto mucho tiempo, cubierto, a salvo de miradas ajenas. Los hermanos Goncourt lo conocieron y reprobaron. Al parecer, durante la Segunda Guerra Mundial cayó en manos de tropas alemanas y luego rusas, que lo devolvieron a su propietario. El cuadro regresó a París, donde lo adquirió en 1955 el mismísimo Jacques Lacan. El gran psicoanalista también lo mantuvo oculto en su casa. Desde 1981 es propiedad del Estado francés, que también tuvo recelos para mostrarlo. Desde 1995 está expuesto en el Museo de Orsay en París.

El origen del mundo muestra un trozo de cuerpo de mujer, el vientre, el pubis, las piernas. El centro del cuadro, el foco, es la entrepierna, el monte de Venus, cubierto de abundante vello. Sí, un escándalo. Las palabras vergüenza y desvergüenza, ofensa y revelación, provocación y liberación, obra de arte y pornografía son monedas corrientes al hablar del cuadro. Pero gracias a la artista Deborah de Robertis el cuadro es un poco menos escandaloso; la incredulidad y el rechazo, así como los incondicionales entusiasmos recaen ahora en otra parte.

Engalanada para la ocasión: vestido corto de tirantes, sin mangas, dorado (como el marco del cuadro), sin bragas, con el cabello recogido, maquillada y descalza, Deborah de Robertis cruzó solemne la sala, se sentó bajo el cuadro de Courbet, abrió las piernas de par en par y mostró su vulva a los visitantes del museo (y a la cámara que grabó el video que, por supuesto, la artista ha subido a Internet).

Con una interpretación impecable, De Robertis ha demostrado una vez más que la vida imita al arte, y ha regalado a la posteridad, con la ayuda de sus manos (que abrían aún más su carne color salmón, diría Henry Miller), lo que Courbet no fue capaz de pintar: más allá de los labios, el centro de la crica, el centro del origen del mundo.

En el video, se escucha el Ave María de Schubert, y una voz femenina dice un poema: «Je suis l’origine/Je suis toutes les femmes/ Tu ne m’as pas vue/ Je veux que tu me reconnaisses/ “Vierge comme l’eau créatrice du sperme”.» («Yo soy el origen, yo soy todas las mujeres. No me has visto, quiero que me reconozcas. “Virgen como el agua creadora de esperma”».)

La artista explica así su intervención: «Mi obra –bautizada Espejo del origen– no refleja el sexo, sino el ojo del sexo, el agujero negro. Mantuve mi sexo abierto con las dos manos para revelarlo, para mostrar lo que no se ve en el cuadro original».

De Robertis, al permitir que la mirada se pose en el ojo del sexo, en el agujero negro, ha llevado el arte y la mirada donde se pensaba que no era posible. Ha ido más allá. El origen del mundo no ha sido “reproducido” ni “reflejado” ni “imitado” ni “intervenido”, sino superado y aniquilado de la única manera posible: desde una ejecución artística insuperable, de vértigo. ¿Quién hubiera imaginado que la vulva de Deborah de Robertis es en sí misma por derecho propio una obra de arte, y el hecho de mostrarla un acto de conocimiento y liberación, una interpretación digna de contarse entre las Bellas Artes?

3 de junio de 2014

Arte poética

Cuando el numen de la poesía me visita, soy Homero, Virgilio, Dante, Quevedo. 
Cuando lo pongo en papel, ¡ay Poetas!: entre sus palabras, el poema se ha perdido.




25 de mayo de 2014

Evelio Vadillo, prisionero de Stalin

Algunas historias se dibujan tan nítidas, sus piezas encajan entre sí con tal firmeza, que acaban por revelarse no necesariamente como verosímiles sino verdaderas, como trozos de vidas que realmente sucedieron.

Algunas historias presentan una paradoja interesante: a pesar de sus lagunas, el dibujo imperfecto de sus personajes, el orden de los sucesos, sus silencios, sus pasajes oscuros o desconocidos, son más ciertas y creíbles que otras historias donde todo está en orden a fuerza de trabajar con esmero en una ficción.

Hay historias que le deben poco a nada a la imaginación y se antojan tan imposibles y absurdas que forman parte de la Historia, que gritan hechos ciertos y verdaderos, y otras historias, impecables en su factura, revelan a cada instante que son una impostura o hijas de la ficción, de la imaginación fecunda de un novelista.

Una historia a la que le faltan hechos y razones, el tejido admirable, el fino hilo del diálogo o el encadenamiento de los hechos que tejen la trama, puede revelar verdades y hechos que sucedieron en este mundo. 

De hecho, pocas historias verdaderas resisten pasar a la literatura sin ser atenuadas, ordenadas o maquilladas por la pátina de la ficción. Tal vez hace falta un enorme talento para contar una historia con la verdad y sólo la verdad.

Son muchas las películas y novelas cuyo reclamo publicitario consiste en decir que están basadas en hechos reales, lo cual no las hace buenas ni logradas, y que buscan conmover con las vicisitudes de los protagonistas antes que por sus méritos cinematográficos o literarios. Contar una historia que sucedió no es ninguna garantía de que la obra sea buena o ejemplar.

Otras historias, en su imperfección, contienen la clave que descubre y abre una puerta, el sentido o desgracia de una vida. Tal vez  por eso la de Evelio Vadillo, que Gerardo Antonio Martínez cuenta en el reportaje “Un comunista mexicano preso en Siberia” (Confabulario) es tan poderosa y atractiva.*

Evelio Vadillo, comunista mexicano, viajó en 1935 a la Unión Soviética a un congreso. Allá coincidió con José Revueltas y Vicente Lombardo Toledano. Al terminar el congreso, Vadillo ingresó a una escuela de formación de líderes comunistas. Pronto cayó en desgracia y fue detenido y encarcelado. Las versiones dicen que insultó a Stalin, otras que era simpatizante de Trotski.

La historia de Vadillo, que pudo volver a México en 1955, es tan rocambolesca, tan rica en situaciones absurdas e infantiles excusas burocráticas, en gestiones diplomáticas tan tibias, en giros tan inesperados  como en una mala novela de espías.

El suyo fue un proceso que al parecer no fue tal y que podría parecer tan kafkiano que un editor literario o el productor de una película podría decirle a su escritor: ‘Sí, sí, esas cosas pueden suceder, pero complican innecesariamente la trama; en realidad, aunque hayan sucedido, nadie creerá que son ciertas, así que haga el favor de contar algo menos enredado.’ Pero sabemos que Vadillo dijo frente a la prensa, cuando volvió a México: «Aquí tienen ustedes al hombre que estuvo en la Unión Soviética por más de 20 años, contra su voluntad.»

Contamos con testimonios de gente que estuvo relacionada con Vadillo, notas de prensa, información en el Archivo General de la Nación, en la Secretaría de Relaciones Exteriores, en la embajada de México en Rusia aguardando al novelista que desentrañe y cuente esta historia, tan sólida, tan coherente. Que le dé con la ficción la revelación, la dimensión literaria que le falta. 

Valdría la pena contar la historia de Vadillo, su verdad, su dimensión, el hecho que la explique. Sería necesario investigarla, imaginarla, darle sustento  a todo lo que desconocemos, para que deje de ser una anécdota y parecer un chiste, un disparate, una supuesta campaña de desprestigio; en realidad, una pesadilla de veinte años con los ojos abiertos.

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* Elena Garro escribe: «[...] los compañeros hablaban en voz muy baja de un mexicano llamado Badillo que había ido a Rusia y no había vuelto jamás, a pesar de que lo habían reclamado muchas veces.» (Memorias de España, 1937, Siglo XXI, México, 1992, p. 100)

1 de mayo de 2014

Paráfrasis

Leo en Fuegos, de Marguerite Yourcenar (Nuestra Señora de las Letras la llama con lustre José Antonio Lugo), un adagio admirable. Sin embargo, no me satisface la traducción de Emma Calatayud. Ésta dice:

«Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podría hacer era morir.»

La encuentro rígida, y no me gusta: que quiere que, y creo que el penúltimo de los ¡cuatro verbos finales! quedaría mejor en condicional. No tengo a la mano el original, en francés, pero me animo a una primera aproximación de mi paráfrasis:

Un dios quiere que yo sea infeliz, por lo tanto, que viva, porque si has dejado de amarme y no soporto por falta de costumbre la felicidad, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Hago una segunda versión:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, vivo, porque si has dejado de amarme y no soporto la felicidad por falta de costumbre, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Me doy cuenta que he dejado fuera un elemento importante: la voluntad del dios. Corrijo, por fidelidad a la fuente, y añado otros cambios:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, vivo, porque si te ha ordenado que dejes de amarme y no soporto la felicidad por falta de costumbre, ¿qué podría yo hacer en tus brazos sino morir?

Intento una variante más, que incluso dice otra cosa. Antes se daba por supuesto que la persona amada había amado al amante (“te ha ordenado que dejes de amarme”). Ahora el dios impide la correspondencia del amor:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, que viva, porque si no permite que me ames y por falta de costumbre no soporto la felicidad, ¿qué más podría yo hacer en tus brazos sino morir?

Me animo a otra variación:

Un dios quiere que sea infeliz, por lo tanto que viva, porque si no te permite amarme, y desacostumbrado a ella no tolero la felicidad, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Intento una más:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues no te permite amarme. Y si por falta de costumbre  no tolero la felicidad, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

Aunque insatisfecho, me digo que por hoy esta, la más libre, será la última versión:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues no permite que me ames. Desacostumbrado, no tolero la felicidad. Entonces, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

Hago un último cambio, sigo el original y devuelvo la orden del dios, aunque prefiero al dios más sutil, no al que ordena sino al que simplemente no permite corresponder al amor:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues te ha ordenado que dejes de amarme. Desacostumbrado, no tolero la felicidad. Entonces, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

La fuerza de la imagen, tan lúcida y dolorosa, tan infeliz para el enamorado que no goza del amor de la persona amada, no deja de rondarme la cabeza. Es tan nítida y verdadera que se impone a traductores y versiones. Sí, Nuestra Señora de las Letras…

28 de abril de 2014

Esta tarde

Son las dieciocho horas de esta tarde, 
y de todas no tengo ninguna.
La luz se pone vieja en el aire que palpa,
en la nube que arrastra una muerte por lluvia.
Desde la ventana se agazapa en la mesa, en la taza de café,
en un cuaderno escolar, en la sombras que se alargan.
Es huérfana de penas y fugaz como un paseo en bicicleta,
como una canción, como la danza del agua.
Ya huelen a noche sus pájaros, su fatiga, sus árboles, sus calles.
La tarde se fuga con el Sol que se marcha rojo de pena.
La amenaza un rumor de noche, luna, frío y ausencia.
Pronto empezará el sutil despertar de las estrellas.
Yo la siento compañera, amiga de la escritura, 
del ocio y de quimeras, de las cosas que me digo y de la espera.
A mí me gustan mucho las tardes, y mañana la evocaré,
o la olvidaré sin nostalgia, con otra luz, en su gemela, 
si es verdad, Borges, que las tardes a las tardes son iguales

27 de abril de 2014

La humildad de Díaz Mirón

Salvador Díaz Mirón fue un poeta notable y un hombre violento, colérico. Tuvo el talento para escribir una poesía imprescindible, y también el hado funesto para salpicar su vida de sangre, muerte y desgracias.

Injuriaba, insultaba y golpeaba, por lo menos, a cualquiera que lo contradijera sobre una jugada de ajedrez o sobre la correcta construcción de un verso (sabía gramática y latín) o sobre sus ideas políticas. Retaba a duelo a sus adversarios, y mató más de una vez. Por uno de esos homicidios estuvo en la cárcel, aunque no fue juzgado y, luego, liberado.

Conoció el destierro, la distancia y el desamor de sus hijos, la enfermedad y la muerte de algunos de éstos. En una de sus riñas perdió movilidad del brazo izquierdo. Fue un político que usó su poesía como arma política (con un poema irritó al dictador Porfirio Díaz), diputado varias veces, amigo de Victoriano Huerta, candidato a gobernador de Veracruz, director del Instituto Veracruzano...

Pero lo que de veras no toleraba era la crítica a su poesía. Pistola en mano pedía cuentas a los que se atrevían a hacer comentarios no halagadores para Lascas, libro admirable. Se creía sin la menor sombra de la duda el mejor poeta vivo de América. Díaz Mirón era, todo un personaje. Uno notable, con vida épica y trágica.

Es difícil imaginarlo vulnerable, humilde, sencillo; apenas puede uno imaginarlo débil, en una situación desesperada. Y sin embargo, en mi familia materna todavía de vez en cuando aparece la leyenda de Díaz Mirón, su trato cordial y afable con mis mayores, en particular con Pantaleón Llarena, hermano de mi bisabuelo, al que respetaba y apreciaba.

De pronto, entre mis papeles, de una carpeta sale una copia de la misiva que el poeta le envió a Pantaleón desde la cárcel. Es un hecho conocido, y la revista Biblioteca de México, número 76, julio-agosto 2003, la publicó en facsímil gracias a la colaboración de mi tía María Elena Llarena.

Dice el poeta, acaso en su peor momento, desde la cárcel:


«El 17 de junio de 1896.
»Querido y estimado Pantaleón:
»Una necesidad imperiosa me obliga a suplicarte, no sin pena, que me facilites quince pesos.
»Si Dios me permitiere salir vivo de la cárcel, o si en ella quisiera aliviarme de la miseria pecuniaria, te pagaré religiosamente el dinero no los favores que te debo.
»Cuenta con la eterna gratitud de tu pobre amigo que jamás olvidará que su familia ha comido algunos días merced a tu generosidad.
»Salvador Díaz Mirón

»Al señor Pantaleón Llarena
En la ciudad» [Veracruz]


No tengo razones para dudar, no asoma la menor sospecha, pero tampoco tengo pruebas ni la certeza de que mi pariente le haya prestado o regalado dinero al poeta. A pesar de la variopintas opiniones que despierta su vida, su leyenda, me gusta imaginar que contó con ese dinero.

22 de abril de 2014

La bugambilia

En el jardín florece la bugambilia. Y un amigo que vive en Hungría me escribe que no basta con viajar al norte en primavera para comprender el prodigio de la naturaleza. Resulta, dice, que hace falta vivir el invierno, seis meses sin sol, el frío y la nieve para comprender cabalmente el sentimiento de resurrección que hay en Wordsworth, en Keats, en Hauptmann. No le falta razón, y sin embargo la primavera también se nutre de lecturas y recuerdos.

Desde la ventana de la sala veía la bugambilia en la casa de mi infancia. Cubría un muro de ladrillos rojos, tosco, que casi nunca tenía ocasión de mostrar su fealdad. La bugambilia era una fiesta, un derroche, una explosión colorida y silvestre que nadie tocaba por inaccesible, que colgaba y extendía algunas ramas casi al alcance de mi mano. Sus hojas, cuando caían, encendían el suelo de color.

Luego se convirtió en un asunto filológico. Como un tan Louis Antoine de Bougainville la llevó a Francia desde América, le dieron su nombre. El Diccionario la llama buganvilia o buganvilla (el género es: Bougainvillea), y también he visto su nombre como bugambilla. En otros países americanos recibe otros nombres. Pero ninguno tiene el color tan intenso ni la solera de bugambilia.

La lujosa mancha de vino de la bugambilia sobre el muro inmaculado, blanquísimo, dice Octavio Paz. Leo y me detengo, voy de la lectura al final de la casa, y luego a aquella lejana ventana de la sala. La bugambilia me acompaña, está conmigo, frente a mí: en el jardín de mi casa, en el poema, en el recuerdo y la memoria de la infancia.

19 de abril de 2014

Otro viaje alrededor de una habitación

Gabriel Fernández Ledesma fue un pintor y grabador que participó en la intensa vida artística de la primera mitad del siglo XX mexicano. Al margen de lo que suele llamarse el centro de la obra de un artista plástico, como ilustrador hizo un libro memorable de lecturas para niños, creó escuelas y un taller de impresión y grabado, y su cargo como jefe de servicios editoriales en la Secretaría de Educación Pública le permitió conocer a fondo el casi olvidado arte de hacer libros como una de las bellas Artes (era un asunto de familia: su hermano Enrique, escritor y amigo de Ramón López Velarde, mientras fue director de la Biblioteca Nacional de México publicó, en 1935, una Historia crítica de la tipografía en la ciudad de México. Impresos del siglo XIX).

En 1938, Fernández Ledesma viajó a Europa con: «mi compañera y esposa Isabel Villaseñor, la joven escultora Esperanza Muñoz Hoffman, Angelina Beloff, pintora y amiga fraternal.» Isabel Villaseñor fue una destacada pintora y escultora, y su posición como protagonista de la vida artística de México la llevaría, entre otras actividades, a actuar en ¡Qué viva México!, el filme de Sergei Eisenstein. Por su parte, Angelina Beloff fue la primera esposa de Diego Rivera.

El motivo del viaje es muy claro: «el vivísimo deseo de viajar y el propósito de hartarnos de museos.» Hay un segundo motivo. Dice, al hablar de una pesada caja, que está: «repleta de fotos, enorme cantidad de litografías y estampaciones, de grabados de madera y en metal. Es el material que la L. E. A. R. me confió, y con el cual he presentado en la Maison de la Culture, una exposición bajo el rubro L’art dans la vie politique mexicaineLa LEAR, en la que militaba Fernández Ledesma, era la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios.

En 1958, veinte años después de aquel viaje, a partir de los apuntes y dibujos que había en una pequeñísima libreta, Fernández Ledesma publicó Viaje alrededor de mi cuarto (París. 1938). Por azares y circunstancias, tengo ahora en mis manos un ejemplar. Se trata de un volumen, en octavo, de ciento doce páginas, publicado por Editorial Yolotepec, que es, de la portada al colofón, un modelo de las artes plásticas. La edición, según maqueta tipográfica del autor, consta de cien ejemplares numerados. 

Es, en verdad, una pequeña joya, toda ella cuidada con esmero, compuesta con tipografía fina, con plecas armoniosas y versales y versalitas, impresa a dos tintas; con grabados notables del doble autor, logradísimos en su ejecución, impecables, aunque acusan ese carácter tosco, burdo, con los trazos un tanto gruesos, tan propios del arte llamado revolucionario hacia 1950.

Gabriel Fernández Ledesma, a partir de aquellos apuntes, decidió escribir no sobre su estancia en París sino sobre su cuarto en un quinto piso en la rue Saint Placide. Es decir sobre su vida en París (y la ciudad misma) desde su habitación. Ejercicio curioso, de escritura pulcra, que inequívocamente hace referencia a otro libro. Dice: «Respecto al nombre que habría de dar a mis apuntes, ni un momento dudé de este que lleva. No dudé a pesar de saber que igual título ostenta una obra que ni conozco ni cuyo autor recuerdo.»

Se refiere, por supuesto, a  Voyage autour de ma chambre (Viaje alrededor de mi habitación) de Xavier de Maistre, obra tan célebre como difícil de encontrar. Fernández Ledesma admite que no la conoció (ni le importó), pero Sainte-Beuve, Proust y Borges (la cita textualmente en “El Aleph”), Stevenson y Perec, y en nuestros días Enrique Vila-Matas, lo tienen por una obra precursora, ejemplar y rara, cercana a Laurence Sterne.

No es para menos: Xavier de Maistre, debido a su encierro en una habitación de Turín en 1794, como castigo por batirse en duelo, “viaja” a través de su habitación. Encontró que todo viaje es interior, hacia uno mismo, y que en cualquier habitación, desde cualquier ventana, es posible conocer el universo entero.

Asombrosa certeza que nada tiene de novedosa. Virginia Woolf también supo de la importancia y trascendencia que tenía para la imaginación, la reflexión, la escritura y el pensamiento el gozar de una habitación propia. Y Vicente Quirarte nos recuerda en La invencible que Xavier Villaurrutia aprendió de «Paul Morand y antes en Xavier de Maistre que todo viaje se realiza primero alrededor de la alcoba». Vila-Matas va más lejos, y encuentra a Luciano de Samosata y en particular a Lao-Tsé como precursores: «Sin salir de la puerta se conoce el mundo / Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo. / Cuanto más lejos se sale, menos se aprende.»

Fernández Ledesma nos habla de sí mismo y de París desde su cuarto. No podría ser de otra manera. A fin de cuentas, habla de él, de sí mismo, de lo que ve: de su mirada. Si bien podría hablar de afuera. ¡Está en París! Si bien menciona las visitas diarias al Louvre para ver pintura y comenta alguna excursión al mercado de Les Halles, pronto descubre que «cuando uno se  queda encerrado en su cuarto, es precisamente cuando disfruta de mayor libertad», y en su libro aparecen los tejados de París, los gorriones que entran atraídos por las migajas de pan que pone para ellos, la calle cinco pisos abajo. Aparece el lavabo, la cama, el ropero, la mesa, la puerta, la cerradura, la despensa: «Alrededor del entrañable vitriolero de chipotles –objeto principal de nuestro culto– se dan cita la mortadela de veritable cheval y las coquilles

Dice Vila-Matas a propósito de Xavier de Maistre: «Lo sepa o no, su parodia de los viajes va a significar un salto mental, un punto de vista inédito que permitirá a los lectores futuros, sin salir de casa, el asombro de ver las puertas del caos y la simultaneidad del universo. El asombro, en definitiva, de ver más.»

Acaso Gabriel Fernández Ledesma también sabía que como es arriba es abajo, como es afuera es adentro, y que no hay que marcharse muy lejos para conocer y aprender otras verdades. Podría ser que alguien más pueda ver con otros ojos, ver y mirar y comprender, acaso por verdadera primera vez, al viajar sin salir de su habitación.

8 de abril de 2014

La novela es de quien la escribe

La autora danesa Janne Teller ha escrito Ven (Seix Barral), novela en la que, antes que sus méritos literarios, destaca el dilema moral que plantea. Un editor está a punto de publicar un libro, en realidad un producto editorial del que espera grandes ventas. El libro será un escándalo, un best-seller con enormes repercusiones. Una amiga del editor va hasta su despacho en la editorial y le pide que no publique ese libro por una razón tan simple como poderosa: ese libro cuenta su historia. 

Entonces el editor duda. Entra en conflicto en una larga noche de reflexión. Él dirige una empresa, se dice, y las ventas son las ventas. Su trabajo consiste en velar por los intereses de los accionistas. Algunos libros… perdón, algunos productos son mejores que otros, y los que más venden son los mejores. Cuando era joven, recuerda, sabía lo que era buena literatura, y admite que amaba a Proust. Ahora ni siquiera se atreve a valorar los libros.

Pero ella tiene sus razones. Le ha dicho que mientras trabajaba para la ONU en el proceso de paz de Morenzao sufrió una agresión brutal, masiva, en un contexto sociopolítico muy delicado y que ella ha decidido no hacerla nunca pública. El editor se pregunta si puede publicar un libro sobre una mujer danesa que mientras trabajaba para la ONU en proceso de paz de Morenzao sufre una agresión brutal, masiva, en un contexto sociopolítico muy delicado.

El editor escribe: «No corresponde a la editorial asumir la responsabilidad ética que tiene el autor. La responsabilidad del editor sólo consiste en advertirle… pero es únicamente responsabilidad del autor el decidir publicar algo que puede resultar ofensivo para alguien.» Además: «La ficción no es la realidad. Y por tanto un texto novelado no puede ser juzgado con los mismos criterios éticos que rigen los demás ámbitos de la vida.»

El que debe juzgar es el lector o el mercado. Si gusta el libro o no el editor está exento de toda responsabilidad, dice el editor. Entonces, se pregunta, ¿en quién recae la responsabilidad? «Una historia no tiene dueño», le dice el editor a su amiga. Y falta algo más: fue ella, la amiga del editor, la mujer agredida, la que contó su propia historia a un escritor. Él vio una historia de la que podría hacer una novela. Y la escribió.

El diario El Tiempo, de Bogotá, publicó el 29 de noviembre de 2011 que un tribunal de Barranquilla había fallado en segunda instancia a favor de Gabriel García Márquez ante la demanda de Miguel Reyes, cuya historia es la fuente de Crónica de una muerte anunciada.

Miguel Reyes se casó con Margarita Chica el 21 de enero de 1951 en un pueblo al norte de Colombia. La noche de bodas devolvió a su mujer a casa de sus padres porque no era virgen. Margarita admitió que había tenido amores con un vecino. Los hermanos de Margarita asesinaron al vecino para «limpiar el honor» de la familia.

Los hechos eran conocidos de todo el mundo, estaban en la «memoria colectiva del pueblo», pero fue García Márquez quien comprendió las posibilidades literarias de esa historia y escribió una obra maestra absoluta. Mejor: hizo de esa historia una obra maestra porque supo contarla impecablemente. El genio y el talento son atributos del novelista, no de las historias que escribe, por singulares y asombrosas que sean.

García Márquez tuvo la decencia de cambiar los nombres de los protagonistas, de modificar la historia, de inventar pasajes de la trama y se dio el lujo de incluir entre los personajes a algunos parientes suyos. (Aparece Luisa Santiaga, nombre de la madre del novelista.) Pero Reyes vio la posibilidad de «salvar su honor» o de enriquecerse a costa del talento ajeno, y pidió ante la justicia el cincuenta por ciento de las ganancias obtenidas por el libro en todo el mundo. Dijo: «El verdadero Bayardo San Román [el personaje de la novela que devolvió a la esposa] soy yo.» En mayo de 2010 un juez dictó sentencia a favor de García Márquez. Reyes apeló y la justicia falló, en segunda instancia, de nuevo a favor del novelista.

«Cientos de obras literarias, artísticas y cinematográficas han tenido como historia central hechos de la vida real, siendo adaptados a la perspectiva de su creador», señaló el tribunal. El abogado de García Márquez dijo que los argumentos de Miguel Reyes fueron desvirtuados porque el objeto del arte «no es el hecho de la vida real, sino la forma como se presenta y porque la violación de la privacidad no fue responsabilidad del escritor, que puso el nombre de “Bayardo San Román” en la historia, sino del propio Reyes, al decir que a él le había ocurrido ese caso. Es como si una mujer que posa para un pintor exigiera luego la mitad de los derechos de autor. Ella es propietaria de su cuerpo, pero la obra, como tal, es del pintor.»

La idea de la pintura también la menciona Janne Teller en boca del editor, su personaje: «Los escritores, y todos los artistas, han utilizado desde siempre el material al alcance de su mano. Lo han expuesto al daño de las miradas, diría alguien, pero tratándose de arte no puede considerarse que sea un daño. Fijémonos por ejemplo en las reveladoras pinturas de Picasso sobre sus mujeres. ¿No le produce satisfacción a Dora Maar ser exhibida en Mujeres llorosas? ¿No seríamos más pobres sin esas pinturas? Tomemos también En busca del tiempo perdido, El gran Gatsby, Los Buddenbrook.

»Quizá ser escritor, en sí mismo, consista en establecer un pacto fáustico. Vender el alma para poder engendrar algo singular y grande. Porque, ¿de dónde surge la idea para una obra? ¿De dónde nace la ficción si no es de la realidad circundante?»

García Márquez explicó las claves de su arte: «Puedo demostrar que, salvo el simple mecanismo del drama, todo el contexto es totalmente falso, inventado por mí. La identidad de los personajes es falsa. Los caracteres de los personajes son falsos, salvo los de mi familia, que yo quise que fueran auténticos, y todos los episodios que estaban alrededor del drama mismo obedecen a una técnica primordial del arte de novelar, que es tomar de la vida real solamente los elementos que a uno le interesan desde el punto de vista dramático y humano, y volver a armarlos en el libro como a uno le parece.»

Y pareciera que Janne Teller aprendió del novelista colombiano. «Cuando las historias son privadas y ha sido explicadas por personas que no podían saber que serían usadas en un libro, el autor debe convertirlas en anónimas. Asegurarse de que será imposible identificarlas en la esfera de lo real… Distorsionar el espejo para penetrar más allá de la mera superficie. Hacer universal lo personal… U obtener permiso…»

Las ideas no pueden registrarse, no tienen creador ni autor ni dueño, y el «préstamo» o el «robo» dependerá en cómo se plasme. Otra cosa es el llamado plagio, el tomar una a una las piezas y momentos de la trama, apoderarse indebidamente (sin citar) una a una de las palabras que otro ha escrito, esa vileza que practica un tal Bryce Echenique, entre otros ladronzuelos. Pero la manera de ejecutar una obra, eso no se puede tomar de otro. Lo dice Teller así: «La plasmación de una idea no se puede robar.»

Me parece que fue el gran cervantista y medievalista Martín de Riquer, tan sabio como era, el que dijo que cuando alguien toma una idea o una trama de otro (o la escucha en las mesas de los cafés y en las calles en boca de todos, o está en un libro mal escrita, por debajo de sus posibilidades), y escribe una obra superior o maestra con esa idea o esa trama, no ha cometido un plagio ni un robo sino un asesinato: le ha demostrado al primer redactor lo que podría haber hecho si tuviera talento.

«La tierra es de quien la trabaja» proclamó Emiliano Zapata. Janne Teller, Gabriel García Márquez y la justicia colombiana nos dicen que no es relevante la fuente o la idea de una novela; lo que importa es la forma en que se plasma, en que se erige en obra literaria, y ésta es de quien la escribe.