En
una carta fechada en Buenos Aires, en agosto de 1951, Julio Cortázar le decía a
Edith Aron, una señorita en París: «Querida Edith: No sé si se acuerda todavía
del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear algunas
veces por París, para ir a escuchar Bach a la Sala del Conservatorio, para
visitar Versalles, para ver un eclipse de luna en el parvis de Notre Dame, para
botar al Sena un barquito de papel, para usarle un pulóver verde (que todavía
guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban). Yo soy otra vez ése, el
hombre que le dijo, al despedirse de usted delante del Flore, que volvería a
París en dos años. Voy a volver antes, estaré allí en noviembre de este año.»
Cortázar
temía que ella lo hubiera olvidado o no quisiera verlo en París. La carta no lo
dice ni lo alude, pero las cautelas de Cortázar acaso proyectan el temor o la
sombra posible de otro hombre en la vida de Edith. «Me gustaría que siga siendo
brusca, complicada, irónica, entusiasta, y que un día yo pueda prestarle otro
pulóver…»
Se habían visto por primera vez a principios
de 1950, a bordo de barco italiano que iba de Buenos Aires a Cannes. A pesar de
la atracción, no se hablaron. No cruzaron palabra durante el viaje. Poco
después, en París, se encontraron por segunda vez, en una librería del
Boulevard Saint Germain. Se reconocieron, se hablaron. Y el azar les concedió
una tercera oportunidad en un cine que exhibía una película muda sobre Juana de
Arco. Era el tercer encuentro, ya no podían hablar de una simple casualidad. Luego
se vieron en el Jardín de Luxemburgo y Cortázar le invitó un café. «Era mi
primer encuentro con un gran intelectual. Sabía tanto, pero nos llevábamos bien
porque tenía un gran sentido del humor. Él se reía un poco de mí, tenía una
cultura superior. Yo me sentía tan impresionada.»
Un
día, mientras comían, Cortázar le dijo que quería escribir un libro mágico. Ni
por un sortilegio podía saber Edith que ese libro, que le debería tanto, que no
hubiera sido posible sin ella, se llamaría Rayuela.
Y aunque admite que se divirtió mucho cuando Cortázar sacrificó un paraguas en
un barranco del Parc Montsouris, y que otro día fueron al Jardin de Plants y
descubrieron los axolotl, y habían
empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la
noche, Edith siempre se negó a aceptar que ella era la Maga. Tenía un
argumento poderoso: «Yo no andaba despeinada ni con los zapatos rotos. No era
petulante ni malcriada.»
No
le faltaba razón, las personas no son personajes, pero la Maga tiene tanto de Edith,
que es imposible negar que ella fue el primer modelo. Muchos años después de
que su relación terminara, Cortázar le envió un ejemplar de Rayuela: «Yo tomé el libro y arranqué la
hoja [de la dedicatoria]. Me parecía tan frío lo que ahí decía. Luego, por
carta, me contó que había un personaje en Rayuela
que estaba inspirado en mí.»
Y de pronto, si hubiera alguna duda, aparece
tan valioso como inesperado un testimonio de Octavio Paz:*
«Julio
tenía una amiga: se llamaba Edith Aron, una chica judía argentina de origen
germano, simpática e inteligente. Ella es uno de los modelos del personaje que
en Rayuela se llama la Maga. También
fue amiga mía; fue la primera que me habló del poeta Paul Celan. Una mujer
inteligente que ahora vive en Londres, trabajando como maestra en letras. Los
primeros textos míos y de Julio que aparecieron en idioma alemán fueron
traducidos por ella. Le estoy hablando de los años cincuenta. Julio, en su
creación literaria como novelista, se inspiraría en Edith Aron para la Maga.»
Todo
engarza, no hay contradicción, cada elemento ocupa su sitio, se forma la
figura. Edith Aron no es la Maga, pero la Maga no existiría si Cortázar no hubiera conocido a Edith. Cortázar imaginó a la Maga (sí, la encontró) a partir de Edith y con la alquimia de su literatura entró en Rayuela por derecho propio y con la contundencia definitiva de los personajes absolutos e inolvidables.
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* Braulio Peralta, El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz, Raya en el Agua,
México, 1988.