Julio Cortázar era niño grande que no quería hacerse viejo. Era un
transgresor que buscaba en el juego el camino para llegar al cielo (trascender,
ascender: ser).
Alquimista antes que gramático,
encantador de palabras antes que escribidor, explorador de mundos ignotos antes
que imaginarios, cultivó una poética que se erige del texto para saltar a la
realidad. La suya es una arquitectura verbal que no se derrumba al cerrar el
libro; al contrario, se extiende ante la mirada del lector. Creó una literatura
que se lleva puesta o no se entiende.
Cortázar tocaba jazz con una máquina de escribir, por eso no corregía (no se puede
volver a tocar la música de ayer o la de mañana). Era el inventor de
palabras, el revividor de ellas, el tejedor de oraciones como takes, de solos heroicos y libres, de soltura asombrosa y sintaxis imposible.
Cortázar inventaba un mundo,
cortazariano, donde sucede lo que pasa en el último reducto de la realidad. Para él, una forma del absurdo era la razón según Descartes, otra era la geometría analítica y ser el mismo hombre, siempre, cada día.
Era
un inversor de mitos, el encontrador de relaciones ocultas entre las cosas, el
vinculador de planos y realidades, el abridor de abismos. Cortázar tendía
puentes invisibles para buscar lo absoluto. Desde ellos, sus lectores pueden
vislumbrarse a sí mismos, leer lo que quieren decirse, escuchar lo que
quisieran decir.
En su literatura caben mundos y maneras de estar y de ser: hay
una manera cortazariana de conjugar los mejores verbos, los mejores actos de la
vida; de mirar y jugar, de amar y cantar, de andar por la vida, de atarse los cordones de los zapatos
como si fueran hechos fantásticos.
Cortázar era un
buscador de lo que está más allá, un testigo asombrado de lo que está más acá. Por sus puentes y sus túneles
metafísicos, por sus escaleras encantadas es posible entrar al laberinto,
encontrar el camino al centro del mandala.
Era el escritor más
solitario del mundo: nadie se parece a él, ninguna otra literatura es como la
suya, y la composición química de sus
relatos es un milagro, y un misterio para
los que no tienen la gracia de gozarla. Decía verdades metafísicas, hallazgos sorprendentes, metáforas inéditas con aritmética sencillez.
La literatura de Cortázar, tan bárbara
y lejana de la Academia y su Norma, está tan viva que se nos escapa, se
nos enreda en la lengua y el pelo, y luego se duerme en el bolsillo del saco,
como si de veras cupiera entre las tapas de un libro.
Cortázar era un
escribidor que no temía al amor ni al humor ni a la ternura. Un monstruo, un
gigante, un lobo, un bicho verde que se alborotaba cuando sonaba una trompeta,
un poeta dulce que puso patas arriba a doña Literatura.
Cortázar será siempre
el dibujador de sueños, el que a su manera no dejó de ser niño, el más joven de
los escritores. Su literatura será siempre adolescente, es decir, pura,
intensa, vital. Sus mejores textos cruzan la noche como un relámpago, iluminan
la búsqueda, acompañan en el camino. Leerlo es ir al encuentro de uno mismo.
Es su centenario, es
hora de decirlo: Cortázar era un niño grande que dejaba de jugar, un
hechicero de las palabras, un alquimista poderoso, un imaginador impecable, un
hacedor de preguntas, un descubridor de respuestas. Es el fundador del reino de
las palabras encantadas, en movimiento. Sí, Cortázar era un Mago.