31 de marzo de 2014

Octavio Paz

Nació hace cien años. Podría, en el tiempo, haber sido mi abuelo. Pero fue más un mentor, un maestro involuntario y lejano. «Piedra de Sol» iluminó mi juventud y me descubrió que los límites de la poesía son los del universo, y que en un poema prodigioso pueden encontrar su sitio el amor y el erotismo, la lucha y los otros, la imaginación y la historia, el poeta y el mundo.

Sus ensayos articularon mi emoción y sentimiento. De El arco y la lira aprendí lo que sé sobre la belleza y la poesía y la poética. Fueron el golpe de gracia bajo el que sucumbí al hechizo de las palabras. De sus ensayos históricos y políticos aprendí que la libertad y la justicia se necesitan una a la otra, y que a ambas hay que defenderlas todos los días. Comprendí que la reflexión y la crítica son los mejores antídotos contra los abusos del poder.

Paz ha sido en mi vida un punto de referencia, una presencia fija y luminosa como una estrella. De pronto vuelvo a un verso suyo, a una página, a una idea. Casi sin proponérmelo, no dejo de leerlo, lo cito con frecuencia, vuelvo a sus libros como a una fiesta recurrente de la palabra desnuda, la revelación y la inteligencia. Su literatura dice y llama; ilumina y convoca. Su pensamiento, deslumbrante y lúcido, me excita, me estimula, me acompaña. Si leo a Paz, de pronto entiendo, comprendo. Sí, su obra es de luz y una fuente inagotable de sabiduría.

Dice en El mono gramático que «La fijeza es siempre momentánea»: sí, sus palabras están fijas y mutan y cambian a cada momento, en eso que llamamos presente. Su literatura es luz y letras vivas. «El presente es perpetuo», es el primer verso de «Viento entero»: sí, la literatura de Paz es un momento perpetuo, es la fijeza renovada de la verdad y la belleza en el presente. Su palabra se erige y se ahonda de sentido y claridad en el siglo, precisa y eléctrica se engrandece con el tiempo.

22 de marzo de 2014

Nebraska

Tal vez la revelación de la belleza tenga una relación íntima con la absoluta claridad, con la nitidez impecable de las formas. Tal vez la sencillez sea un camino a la profundidad. Tal vez la verdad y la esencia de las cosas, de los personajes, se muestran nítidas cuando la arquitectura de las obras responde al orden sin misterios de la vida. 

Alexander Payne, guionista y director, ha alcanzado con su Nebraska todo lo que se le puede pedir al gran cine: una historia bien contada, personajes impecables que avanzan  hacia su realización o su destino, actuaciones memorables y una mirada cinematográfica en blanco y negro, una fotografía, que llena la pantalla y se desborda por esos pueblos desolados, la vastedad de esas planicies del medio oeste de los Estados Unidos que pareciera que no tienen fin.

Todo está ahí: la devastación de la vejez, los deseos y anhelos en el último tramo de la vida, la íntima y distante, simple y complicada relación de los hijos con sus padres ancianos, las viejas amistades que se diluyen con la distancia y el paso de los años, el nido de víboras (familiares y amigos) que se yergue feroz cuando huele que puede haber dinero…

Con un guion admirable como arma secreta,  Payne ha sabido mirar y conmover y mostrar, prodigar su mirada en lo más oscuro, en lo más íntimo, en los gestos más nobles. También ha logrado hacer gran cine con un presupuesto total que no alcanzaría para satisfacer los honorarios de una sola estrella en una súper producción de Hollywood.

Con películas así uno confirma, una vez, más, que los grandes efectos especiales y la pirotecnia, el fausto y el despilfarro, no son ni de lejos elementos indispensables del gran cine. Tal vez antes lo contrario.

17 de marzo de 2014

Julio Cortázar y Octavio Paz

Dos escrituras paralelas

…anillo de Moebius de una figura del mundo
 donde la conciliación es posible,
 donde  anverso y reverso cesarán de desgarrarse,  
donde el hombre podrá ocupar su puesto
 en esa jubilosa danza que alguna vez
 llamaremos realidad.

Julio Cortázar


¿La realidad será el reverso del tejido,
 el reverso de la metáfora
 –aquello que está del otro lado del lenguaje?
(El lenguaje no tiene reverso ni cara ni lados.)
Quizá la realidad también es una metáfora.

Octavio Paz


Las diferencias entre ellos son un abismo, un bosque cerrado que oculta sus semejanzas. Veo una brecha, intuyo el dibujo de un sendero poco frecuentado; me aventuro y sé que no sería difícil perder el rumbo, pero la experiencia, desde el inicio, es estimulante. Octavio Paz (marzo) y Julio Cortázar (agosto) nacieron en 1914, como argentino y mexicano representan dos puntas del continente de nuestras letras, y sus obras son dos estaciones tan luminosas y gratificantes en la literatura de su siglo; las suyas son literaturas brillantes hacedoras de belleza y pensamiento. Sin ellos, habríamos gozado menos, la realidad se hubiera deslavado, sabríamos menos del mundo, de nosotros mismos.

Sin ellos, sería imposible entender la poesía y el cuento, el ensayo y la prosa profunda y ágil escrita en español; algunas de sus mejores páginas, quiero decir, las imprescindibles entre las muchas en verdad brillantes y notables que escribieron, forman parte de lo mejor de los géneros que cultivaron y tal vez no sólo de las escritas en nuestra lengua.

Algunos de sus libros los sobrevivirán por mucho, mucho tiempo. Sin ellos, no se explican sus vidas, no se entiende una parte de nuestro horizonte cultural. Sus obras son dos puntos fijos y dos caminos. Fueron muy distintos, sus escrituras apenas conversan, pero convergen en varios puntos que al unirlos trazan una ruta y muchas preguntas.

Fueron amigos. En los años sesenta, Cortázar visitó a Paz cuando éste era embajador en la India. (Existe un video casero en el que bailan con otras personas en el jardín de la embajada de México en Delhi.) Se estimaron y respetaron, y se sabe que existe una copiosa correspondencia entre ellos, cartas que nos revelarán cuando se publiquen la hondura de su conversación y el diálogo intenso que mantuvieron. La pasión política, otro rasgo común, acabó por distanciarlos. Tomaron dos caminos opuestos, divergentes al punto de no encontrar el acuerdo mínimo para el diálogo.

Pero hubo un momento en que dos textos, como dos cometas contemporáneos y paralelos, irrumpieron e iluminaron con su singularidad y su inteligencia. El mono gramático y Prosa del observatorio son dos paralelas, dos escrituras “hermanas” que cruzaron el cielo de la lengua y lo incendiaron. Su fulgor es tal que aún no salimos del asombro.

Esos textos, esas escrituras, relatos que son prosas que son poemas que son prosas poéticas, revelaciones e introspecciones «suceden» en la India. Paz hace el camino de Galta («un poblado de ruinas en las cercanías de Jaipur, en Rajastán») hacia 1968, y Cortázar visita en 1967 el observatorio de Jai Singh, en Jaipur, y el de Delhi. Tardarían dos o tres años en escribir sus libros. Paz escribió El mono gramático en Cambridge, Inglaterra, y está fechado en el verano de 1970. Cortázar firmó Prosa del observatorio en París y Saignon, Francia, en 1971. Americanos, fueron al otro lado del mundo, la India, para luego escribir su experiencia en Europa.

No es fácil encontrar dos libros con esa fuerza y esa maestría; dos escrituras tan ceñidas que renovaran la lengua. Por raros y singulares (empezando por sus respectivas obras completas), por irrepetibles, son dos impecables trayectorias paralelas.

La correspondencia y equivalencia en la intención, en la intensidad de esas prosas poéticas, tan lejanas y en contrapunto de El mono gramático y Prosa del observatorio son pasmosas. Brillan en lo más profundo de la sabiduría vital de Octavio Paz y en la vitalidad fantástica de Julio Cortázar. Paz, camina y descubre, se asombra, encuentra; Cortázar parte de la imaginación y lo fantástico para encontrar la realidad. Paz avanza y cuenta, canta; Cortázar imagina y crea mientras sueña.

¿Por qué un santuario en ruinas, plagado de monos y mendigos, y un observatorio en ruinas, ambos en la India, despertaron la voluntad de escrituras tan extrañas como maestras? Ambas tienen, además, ilustraciones y fotografías que no son accesorias sino esenciales de los libros.

¿Alguna vez se habrán propuesto, habrán comentado, la intención de hacer textos de escritura pura, libre, a partir de lo que los movía y entusiasmaba? ¿Cómo explicar las coincidencias, que apuntan al Norte de la escritura pura, desnuda, en su más alta intención e intensidad? Es difícil imaginar dos prosas más distintas y al vez más contenidas, plenas de intención, abismales y profundas.

El mono gramático y Prosa del observatorio son viajes, caminos, encuentros, hallazgos, promesas, palabras, imaginación, deseo, historia y trayecto personal, monumentos verbales majestuosos erigidos a partir de ruinas de sitios sagrados y centros astronómicos, donde se busca el camino espiritual y se trazan los mapas de las estrellas. En ambos hay animales (monos; anguilas), está el pasado y la naturaleza, el erotismo, el yo y el presente, los otros y una visión de futuro.

El de Cortázar es un texto político: cree en un futuro utópico. El de Paz, una revelación del yo en todos los hombres. En ambos, hay algo sagrado, algo aún o resuelto y descifrado. Textos hermanos en su espíritu, escrituras eléctricas conductoras de inteligencia. Sabiduría hecha palabra, revelación imaginada; prosas magníficas aladas de poesía.

Estos textos podrían decir mucho de las razones y sinrazones de la amistad entre Paz y Cortázar. Dos creadores impecables, diversos, profundamente afines y diferentes; dos contemporáneos que dialogaron.

Estos textos equivalentes en sus respectivas obras, son piezas raras, únicas, misteriosas. Dos estadios perfectos de la revelación del hombre por la escritura. Escritura en estado literal o químicamente puro. Algunos hombres iluminados, a veces, cuando escriben, lo hacen como lo dioses.

11 de marzo de 2014

Hallazgos callejeros

Encontrar un libro propio en una gran ciudad, uno dedicado y firmado para alguien que no lo conservó, se antoja tan imposible como encontrar tierra adentro una botella lanzada al mar con una carta que alguien nos envió hace mucho tiempo.

¿Qué hilos del azar, qué mensaje secreto, qué significado oculto puede mover un hallazgo así? En una esquina en la avenida de los Insurgentes, un hombre tenía un centenar de libros usados expuestos al sol y la mirada de los curiosos. Hechizado por los libros y la letra impresa, me acerqué atraído más por la curiosidad que por la búsqueda.

Allí estaba, entre manuales y novelas viejas, entre libros de texto de secundaria y tres best sellers en inglés, un ejemplar de Telemaquia. Una vez repuesto de la sorpresa (es un decir), lo levanté del suelo, le sacudí el polvo, lo revisé y encontré la dedicatoria: «Para Guadalupe San Miguel, con un cordial saludo. Agosto 2011.» Reconocí con asombro mi letra apresurada, mi firma.

Por un momento pensé en comprarlo (su precio era la tercera parte de lo que cuesta en librerías), en llevarlo conmigo, conservarlo, o tal vez dejarlo en autobús o la mesa de un café para que encontrara un lector, un destino. Comprendí que ya tenía uno, que tenía una experiencia, y que en la calle, en ese puesto improvisado, encontraría un lector, si es que en la vida de ese ejemplar había alguno. Lo dejé sin remordimiento donde lo encontré.

No había dado ni diez pasos cuando recordé que esa escena ya la había vivido, o mejor, la había leído. La memoria, a veces tan persistente, me llevó a «Regreso a casa», el discurso de ingreso de Salvador Elizondo a la Academia Mexicana de la Lengua, en el que dice que, de su primer libro, un poemario publicado en edición privada de apenas doscientos ejemplares, pudo «rescatar en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces intonsos, un gran número de ellos».

Nada nuevo bajo el sol. Pero comprendí, muy temprano, en ese puesto callejero, que los libros, los ejemplares, tienen su vida secreta, y que más le vale a los autores no interferir en ella, y que podríamos comenzar por no dedicarlos ni firmarlos, no marcarlos con esas palabras que uno escribe para alguien y a veces sólo sirven para señalar su origen, las razones de su vida callejera, su abandono, su orfandad.

6 de marzo de 2014

Panero: el loco, el poeta

Ha muerto un poeta. Dicen que estaba loco (la combinación de la extrema lucidez y la palabra iluminada suele ser explosiva). El loco y el poeta comparten síntomas pero muy pocas veces son el mismo. Leopoldo María Panero era brillante, una máquina de pensar y razonar más allá de la esquizofrenia y la metáfora. Era un poeta y decía la verdad; condenado a pensar se aisló en su castillo de razones y palabras. Sus opiniones sobre política y cultura, sobre la sociedad, eran extremas y sus juicios radicales, sí, pero no le faltaban razones. Había frecuentado el lado oscuro de la vida, de la luna, del alma, de la noche y había vuelto para contarlo. Se había asomado al Infierno en vida y ese viaje a destiempo hace imposible la vida simple y sencilla. Como tantos locos, era el dueño de la razón, y le insufló a las palabras un narcótico que las intoxicó de verdad y belleza. La locura y la poesía hacen mala pareja, son malas compañías y peores consejeras; casi nunca saben marchar juntas y devoran al que las cultiva. Ser loco no es una dicha; ser poeta y ver no siempre es deseable. La poesía y la locura son dos maneras de asomarse al vértigo, como quien se ciega al intentar mirar el sol de frente al mediodía. El precio a pagar es alto: estar en el mundo como si no se estuviera en él y decir con palabras trastocadas y vehementes que casi nadie oye lo que nadie nunca había dicho. Panero era un ángel extraviado, una fuente de luz oscura, un incomprendido, un apestado, un demonio. Ha muerto un poeta. Se erige el silencio. Acaso para no escucharlo, también decían que estaba loco.

2 de marzo de 2014

Las cartas de amor de Gilberto Owen

Algunos poetas alcanzan el momento más alto de su poesía, el cenit de su poética, en sus cartas. No me refiero a sus mejores versos, a esas palabras impecables que guardamos en la memoria y citamos, y  que con frecuencia son objeto de estudios y ensayos, sino al estado de gracia en el que dicen, a vuela pluma, en una línea apresurada, la verdad de su alma.

Gilberto Owen, poeta, se enamoró de Clementina Otero en 1928. Es una historia conocida y bien documentada. Ella era actriz y cantante; él poeta a punto de partir de México (para siempre) al inicio de su carrera diplomática. Ella tenía dieciocho años; él apenas contaba veinticuatro. Entre abril y noviembre el joven poeta enamorado (con frecuencia, esas tres palabras, al menos por un instante, nombran y dicen lo mismo) escribió una serie de cartas de amor por las que también es recordado.

Me muero de ‘Sin Usted’ (Siglo XXI) recoge esas cartas que Clementina conservó con celo toda su vida, mucho años después de que recibiera la última carta, del fin de su trato personal y epistolar con Owen. Ella guardó esas cartas rudas a pesar de no amarlo, pero sin duda sabía que en ellas había algo de Owen que no sólo a ella le pertenecía. Dice con lucidez: «Amaba su poesía, amaba al poeta, mas no al hombre.»

En una tarde calurosa de domingo, leo e imagino. Leo y supongo que Owen no era un galán gentil y amable, seductor de damas por su cortesía: «Ya sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla me separó de usted inefablemente", le dice en una de sus primeras cartas. "Y me alejo de usted al adentrarme en su vida, porque usted está sólo en su superficie.»

Si Gilberto Owen tenía una táctica para enamorar a Clementina, decidió prescindir de las palabras dulces, los requiebros, las sutilezas: «Una vez hablamos de intentar yo conocerla, no teniendo llave de amor suyo, por el ojo de cerradura del amor mío nomás [...] Y cuando después estaba espiando, usted de otro lado cogió un largo alfiler para pincharme el ojo. Me refiero así, a que todas las veces que he tratado de abordarla anunciándoselo, usted se ha defendido contra mi ternura mañosamente. Tuve así que preferir entrar por la ventana, y como soy poco ágil, me he caído y seguiré cayendo en usted no sé cuánto».

El poeta no le oculta sus temores a su amada: «Alguna vez me he puesto a pensar angustiado, en lo espantoso, en lo monstruoso que sería un noviazgo entre nosotros.» «La vergüenza me golpea en lo único firme, mi amor a usted.» Y el orgullo, que tantas veces habla en el nombre del amor, dice: «Y sólo me consuela no deberle ninguna felicidad.» «Y yo enloquecería, no de que usted no me ame, sino de no amarla a usted.»

También la franqueza y la desesperanza hablan por el poeta: «Es usted obscura. O no, sino obscurecedora.» «Y yo, que estaba diciéndole hace un momento a Dios, agradecido, que no merecía la fortuna de amarla como la amo, me hallo de pronto sin nada sin saber lo que amo, sin saber si amo, con las manos vacías de haber querido apretar puñados de aire. Y yo me odio profundamente.»

Si la estrategia era sacudirla, provocarla, moverla por la inteligencia, Owen tenía su repertorio y le decía lo que probablemente nadie nunca más le dijo a Clementina: «Además, físicamente no es usted el tipo de mujer de la que yo deseaba enamorarme. Me parece usted hermosa, y ahora tengo que empeñarme naturalmente en encontrarle nuevos atractivos cada día.»

Owen, pasa de la exaltación de la amada, para la que tuerce los pronombres y lastima la sintaxis, y pasa de lo ordinario intrascendente y la frase relámpago, a la declaración abierta y el juego de las formas. Desesperado, pasa de la oración amante y el recuerdo pueril a la frase ambigua y la gravedad. «Hubo un momento en que usted me habría atraído por su apariencia saludable, y yo tan enfermo; pero cuando he descubierto que usted lo está tanto como yo, y a pesar de ello he seguido enamorado, he tenido que ponerme a buscar por otro lado.»

Contradictorio, atormentado, apasionado, Owen está en sus cartas de cuerpo entero. No oculta, todo lo contrario, su condición: «yo enamorado y usted inhumanamente, casi divinamente helada, no es extraño».

No falta una amenaza, por suerte falsa: «Le voy a ser fiel un año. Al año me enamoraré de la muerte y me pegaré un balazo.» No hacía falta el arma de fuego. Owen morirá un poco, y no será el mismo cuando termine el año. Habrá muerto de Clementina. La oración emblema debe tomarse en serio: «Me muero de ‘sin usted’».

Sin ella se sabe perdido, y encuentra consuelo en su razón de amor: «Amar no es nada. Lo que importa es saber que se ama.» «Clementina: la adoro sin a pesar de nada». Y le advierte que lo suyo no son sólo palabras: «usted sabe mucho de literatura para saber que ya no hago literatura.»

El poeta quiere a la amada como su poesía. Le gustaría fundirlas, ir de una a otra. Le confiesa a Clementina: «La inhumanidad se la atribuía un poco con índole literaria, por saberla igual a como yo quería mi poesía. Luego me he ido acostumbrando a quererla igual a usted.»

«La invito a mi vida. Es cómoda, apacible, y dura y agitada. Nunca aburrida. No soy egoísta, no ronco y no atropello a las gentes sino a la entrada del subway» es una de las propuestas más sinceras, con datos biográficos importantes, que debe ser considerada en su brevedad y concreción como una de las piezas más  escuetas y originales en los anales de las peticiones matrimoniales y la literatura amorosa.

Pero el amor consume al poeta, su paciencia se agota, y desde Nueva York dice en una de sus últimas cartas: «La odio y no me importa que a usted no le importe. Mi odio es gratuito y absoluto [...]  Y no necesito ya nada de usted que ser el objeto, la cosa, el blanco negro de mi odio. Y este odio me salva y me llena y me basta y sólo sería mayor mi alegría si la supiera a usted más miserable que yo mismo.»

Palabras rudas, duras. Impropias de un caballero, expresión de un hombre desesperado. Unos mueren de sed, de odio, de amor. Owen murió de sin ella. «Me muero de ‘sin usted’ es todo un lema y una declaración de principios y una fe y una biografía amorosa.

Luego, el silencio.

Dice Clementina Otero en el libro: «Más tarde, empecé a necesitar sus cartas, las esperaba con ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de que fuera amor, ¿amor? “Por siempre jamás. La adora G. O.”: fueron sus últimas palabras en su última carta. Se fue y no llegue a su vida. ¿Se fue huyendo de mi desamor? No lo supe: sólo sé que en su última carta se sentía culpable, tal vez por haber encontrado otros amores, o por haber perdido la esperanza de esperarme.»