31 de marzo de 2014
Octavio Paz
22 de marzo de 2014
Nebraska
17 de marzo de 2014
Julio Cortázar y Octavio Paz
11 de marzo de 2014
Hallazgos callejeros
Encontrar un libro propio en una gran ciudad, uno dedicado y firmado para alguien que no lo conservó, se antoja tan imposible como encontrar tierra adentro una botella lanzada al mar con una carta que alguien nos envió hace mucho tiempo.
¿Qué hilos del azar, qué mensaje secreto, qué significado oculto puede mover un hallazgo así? En una esquina en la avenida de los Insurgentes, un hombre tenía un centenar de libros usados expuestos al sol y la mirada de los curiosos. Hechizado por los libros y la letra impresa, me acerqué atraído más por la curiosidad que por la búsqueda.
Allí estaba, entre manuales y novelas viejas, entre libros de texto de secundaria y tres best sellers en inglés, un ejemplar de Telemaquia. Una vez repuesto de la sorpresa (es un decir), lo levanté del suelo, le sacudí el polvo, lo revisé y encontré la dedicatoria: «Para Guadalupe San Miguel, con un cordial saludo. Agosto 2011.» Reconocí con asombro mi letra apresurada, mi firma.
Por un momento pensé en comprarlo (su precio era la tercera parte de lo que cuesta en librerías), en llevarlo conmigo, conservarlo, o tal vez dejarlo en autobús o la mesa de un café para que encontrara un lector, un destino. Comprendí que ya tenía uno, que tenía una experiencia, y que en la calle, en ese puesto improvisado, encontraría un lector, si es que en la vida de ese ejemplar había alguno. Lo dejé sin remordimiento donde lo encontré.
No había dado ni diez pasos cuando recordé que esa escena ya la había vivido, o mejor, la había leído. La memoria, a veces tan persistente, me llevó a «Regreso a casa», el discurso de ingreso de Salvador Elizondo a la Academia Mexicana de la Lengua, en el que dice que, de su primer libro, un poemario publicado en edición privada de apenas doscientos ejemplares, pudo «rescatar en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces intonsos, un gran número de ellos».
Nada nuevo bajo el sol. Pero comprendí, muy temprano, en ese puesto callejero, que los libros, los ejemplares, tienen su vida secreta, y que más le vale a los autores no interferir en ella, y que podríamos comenzar por no dedicarlos ni firmarlos, no marcarlos con esas palabras que uno escribe para alguien y a veces sólo sirven para señalar su origen, las razones de su vida callejera, su abandono, su orfandad.
6 de marzo de 2014
Panero: el loco, el poeta
Ha muerto un poeta. Dicen que estaba loco (la combinación de la extrema lucidez y la palabra iluminada suele ser explosiva). El loco y el poeta comparten síntomas pero muy pocas veces son el mismo. Leopoldo María Panero era brillante, una máquina de pensar y razonar más allá de la esquizofrenia y la metáfora. Era un poeta y decía la verdad; condenado a pensar se aisló en su castillo de razones y palabras. Sus opiniones sobre política y cultura, sobre la sociedad, eran extremas y sus juicios radicales, sí, pero no le faltaban razones. Había frecuentado el lado oscuro de la vida, de la luna, del alma, de la noche y había vuelto para contarlo. Se había asomado al Infierno en vida y ese viaje a destiempo hace imposible la vida simple y sencilla. Como tantos locos, era el dueño de la razón, y le insufló a las palabras un narcótico que las intoxicó de verdad y belleza. La locura y la poesía hacen mala pareja, son malas compañías y peores consejeras; casi nunca saben marchar juntas y devoran al que las cultiva. Ser loco no es una dicha; ser poeta y ver no siempre es deseable. La poesía y la locura son dos maneras de asomarse al vértigo, como quien se ciega al intentar mirar el sol de frente al mediodía. El precio a pagar es alto: estar en el mundo como si no se estuviera en él y decir con palabras trastocadas y vehementes que casi nadie oye lo que nadie nunca había dicho. Panero era un ángel extraviado, una fuente de luz oscura, un incomprendido, un apestado, un demonio. Ha muerto un poeta. Se erige el silencio. Acaso para no escucharlo, también decían que estaba loco.