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10 de febrero de 2017

Las cartas de amor de Fernando Pessoa

Si un poeta forja su retrato a partir de sus versos, es difícil imaginar a Fernando Pessoa enamorado. Cuesta creer que alguna vez escribió ridículas cartas de amor, ya que «todas las cartas de amor son ridículas», decía su heterónimo, su doble, él mismo bajo el nombre de Álvaro de Campos.

Muy pocos autores imponen condiciones a su lector, exigen un estado de ánimo en particular, una hora, un lugar. Casi siempre uno puede abrir cualquier libro e iniciar su lectura y desentrañar sus secretos y misterios. Y es muy común que la reflexión y la emoción se fundan en un goce que puede no estar exento de pena, en una alegría que no siempre excluye la zozobra.

Para comprender el Libro del desasosiego, para leer a Pessoa con provecho, hace falta que el alma esté húmeda, empapada de vinagre o hiel, de una amargura fresca, de un desencuentro reciente; de haberse caído hacia dentro.

Para comulgar con él hace falta estar devastado por el infortunio, con la desesperanza a carne viva, con la visión extrema, lúcida y ciega, de la fatalidad ante las miserias intrínsecas y humanas de la existencia. Entregarse sin reserva a ese desasosiego prometido. A Pessoa hay que leerlo para no gritar como esa figura desquiciada del célebre cuadro de Edvard Munch.

Si Pessoa es a su manera muchos hombres, un poco como todos los hombres, entonces no tendría que sorprendernos su debilidad, breve y pasajera, de también escribir cartas de amor. Cartas a Ophélia (Libros del Zorro Rojo; Barcelona, 2010) reúne, en una edición muy bella, ilustrada, las cartas a una oficinista que, a principios de 1920, era algo así como la prometida de Pessoa.

Las primeras cartas son  simples, ancladas en lo cotidiano, salpicadas de señas para citas fugaces mientras van de un lugar a otro por Lisboa. Lo suyo no era la pasión. La gran poesía de Pessoa no está en esas cartas, antes lo contrario, y se antoja el suyo un amor casto y simple, sin saudade, ni celos, ni ilusión, ni amarguras y sufrimientos, ni metafísica.

De pronto, un relámpago de lucidez y honestidad: «Mira, hijita, no veo el futuro nada claro.» Y Ophélia tampoco lo tenía claro; más, no confiaba en él: pidió un prueba escrita en la que Pessoa declarase que era su pretendiente y que sus intenciones eran serias. Él accedió y le respondió: «Ahí va el "documento escrito" que me pide.»

En sus cartas ya invoca a otro, a un amigo, a un otro que es él mismo: ¡el ingeniero Álvaro de Campos! No sabemos qué sabía o qué pensaba Ophélia, o cómo se divertía Pessoa con su amigo y su novia, pero le dice en una carta que quiere pasear con ella a solas, «pues a ella, naturalmente, no le gustaría que se presentara ese distinguido ingeniero», y unas cartas después: «¡Me han cambiado por Álvaro de Campos.» Habla de su heterónimo como si fuera un hombre que en cualquier momento podría llegar y tocar a su puerta.

La primera carta está fechada el uno de marzo, y el veintinueve de noviembre escribe la de ruptura y despedida. Y aunque sólo han pasado nueve meses, Pessoa escribe: «El tiempo, que envejece las caras y el cabello, también envejece, pero aún más de prisa, las pasiones. La mayoría de la gente, porque es estúpida, consigue no darse cuenta de ello, y piensa que ama todavía porque ha contraído el hábito de sentirse amado.»

Ophélia pasa de «bebé» a «víbora» y luego a «avispa». Aparecen los reproches, y quizá la verdadera causa: yo no puedo casarme, yo voy «a mi exilio, que soy yo mismo». Sí, ese era Pessoa, el ensimismado, el entregado a su obra, a la búsqueda de sí mismo.

En 1929 reencuentra Ophélia y su relación no ha cambiado, y no avanza. Le dice al fin: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo. Por ahora, quiero organizar a la brevedad esa vida interior y mi trabajo. Si no consigo organizarme, claro está que nunca pensaré siquiera en pensar en casarme. Si la organizara en términos de ver que el matrimonio sería un estorbo, claro que no me casaré. Pero es probable que no sea así. El futuro ─y es un futuro próximo─ lo dirá.»

Se ha dicho que Pessoa era homosexual. Es muy probable, pero algunos hombres a cualquier precio piensan en el matrimonio para arreglar sus vidas, para ajustar cuentas con la soledad. Entregado a sí mismo, y los otros poetas que lo habitaban, vivía para su obra. Pessoa, compartía este rasgo con Kafka y López Velarde, que tampoco estaban hechos para vivir en pareja y en matrimonio.

Pessoa vivió su noviazgo por escrito, y es una pena que sus cartas apenas sean ridículas. «Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. / Pero, al fin y al cabo, / sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor /sí que son / ridículas.»

El novio de Ophélia tal vez no era Pessoa sino Álvaro de Campos, el autor de «Tabaquería», el poeta que decía: «No soy nada. /Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.» El que apenas imaginaba un futuro, sí, entre paréntesis: «(Si me casara con la hija de mi lavandera tal vez fuera feliz).»

Tal vez en un arrebato de locura o sensatez Fernando Pessoa pensó que con Ophélia sería feliz, pero ella era una modesta oficinista, no la hija de su lavandera. Además, el que imaginó ese verso no fue él sino su amigo el ingeniero Álvaro de Campos. Tal vez todo fue un error, una desastrosa confusión.

2 de marzo de 2014

Las cartas de amor de Gilberto Owen

Algunos poetas alcanzan el momento más alto de su poesía, el cenit de su poética, en sus cartas. No me refiero a sus mejores versos, a esas palabras impecables que guardamos en la memoria y citamos, y  que con frecuencia son objeto de estudios y ensayos, sino al estado de gracia en el que dicen, a vuela pluma, en una línea apresurada, la verdad de su alma.

Gilberto Owen, poeta, se enamoró de Clementina Otero en 1928. Es una historia conocida y bien documentada. Ella era actriz y cantante; él poeta a punto de partir de México (para siempre) al inicio de su carrera diplomática. Ella tenía dieciocho años; él apenas contaba veinticuatro. Entre abril y noviembre el joven poeta enamorado (con frecuencia, esas tres palabras, al menos por un instante, nombran y dicen lo mismo) escribió una serie de cartas de amor por las que también es recordado.

Me muero de ‘Sin Usted’ (Siglo XXI) recoge esas cartas que Clementina conservó con celo toda su vida, mucho años después de que recibiera la última carta, del fin de su trato personal y epistolar con Owen. Ella guardó esas cartas rudas a pesar de no amarlo, pero sin duda sabía que en ellas había algo de Owen que no sólo a ella le pertenecía. Dice con lucidez: «Amaba su poesía, amaba al poeta, mas no al hombre.»

En una tarde calurosa de domingo, leo e imagino. Leo y supongo que Owen no era un galán gentil y amable, seductor de damas por su cortesía: «Ya sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla me separó de usted inefablemente", le dice en una de sus primeras cartas. "Y me alejo de usted al adentrarme en su vida, porque usted está sólo en su superficie.»

Si Gilberto Owen tenía una táctica para enamorar a Clementina, decidió prescindir de las palabras dulces, los requiebros, las sutilezas: «Una vez hablamos de intentar yo conocerla, no teniendo llave de amor suyo, por el ojo de cerradura del amor mío nomás [...] Y cuando después estaba espiando, usted de otro lado cogió un largo alfiler para pincharme el ojo. Me refiero así, a que todas las veces que he tratado de abordarla anunciándoselo, usted se ha defendido contra mi ternura mañosamente. Tuve así que preferir entrar por la ventana, y como soy poco ágil, me he caído y seguiré cayendo en usted no sé cuánto».

El poeta no le oculta sus temores a su amada: «Alguna vez me he puesto a pensar angustiado, en lo espantoso, en lo monstruoso que sería un noviazgo entre nosotros.» «La vergüenza me golpea en lo único firme, mi amor a usted.» Y el orgullo, que tantas veces habla en el nombre del amor, dice: «Y sólo me consuela no deberle ninguna felicidad.» «Y yo enloquecería, no de que usted no me ame, sino de no amarla a usted.»

También la franqueza y la desesperanza hablan por el poeta: «Es usted obscura. O no, sino obscurecedora.» «Y yo, que estaba diciéndole hace un momento a Dios, agradecido, que no merecía la fortuna de amarla como la amo, me hallo de pronto sin nada sin saber lo que amo, sin saber si amo, con las manos vacías de haber querido apretar puñados de aire. Y yo me odio profundamente.»

Si la estrategia era sacudirla, provocarla, moverla por la inteligencia, Owen tenía su repertorio y le decía lo que probablemente nadie nunca más le dijo a Clementina: «Además, físicamente no es usted el tipo de mujer de la que yo deseaba enamorarme. Me parece usted hermosa, y ahora tengo que empeñarme naturalmente en encontrarle nuevos atractivos cada día.»

Owen, pasa de la exaltación de la amada, para la que tuerce los pronombres y lastima la sintaxis, y pasa de lo ordinario intrascendente y la frase relámpago, a la declaración abierta y el juego de las formas. Desesperado, pasa de la oración amante y el recuerdo pueril a la frase ambigua y la gravedad. «Hubo un momento en que usted me habría atraído por su apariencia saludable, y yo tan enfermo; pero cuando he descubierto que usted lo está tanto como yo, y a pesar de ello he seguido enamorado, he tenido que ponerme a buscar por otro lado.»

Contradictorio, atormentado, apasionado, Owen está en sus cartas de cuerpo entero. No oculta, todo lo contrario, su condición: «yo enamorado y usted inhumanamente, casi divinamente helada, no es extraño».

No falta una amenaza, por suerte falsa: «Le voy a ser fiel un año. Al año me enamoraré de la muerte y me pegaré un balazo.» No hacía falta el arma de fuego. Owen morirá un poco, y no será el mismo cuando termine el año. Habrá muerto de Clementina. La oración emblema debe tomarse en serio: «Me muero de ‘sin usted’».

Sin ella se sabe perdido, y encuentra consuelo en su razón de amor: «Amar no es nada. Lo que importa es saber que se ama.» «Clementina: la adoro sin a pesar de nada». Y le advierte que lo suyo no son sólo palabras: «usted sabe mucho de literatura para saber que ya no hago literatura.»

El poeta quiere a la amada como su poesía. Le gustaría fundirlas, ir de una a otra. Le confiesa a Clementina: «La inhumanidad se la atribuía un poco con índole literaria, por saberla igual a como yo quería mi poesía. Luego me he ido acostumbrando a quererla igual a usted.»

«La invito a mi vida. Es cómoda, apacible, y dura y agitada. Nunca aburrida. No soy egoísta, no ronco y no atropello a las gentes sino a la entrada del subway» es una de las propuestas más sinceras, con datos biográficos importantes, que debe ser considerada en su brevedad y concreción como una de las piezas más  escuetas y originales en los anales de las peticiones matrimoniales y la literatura amorosa.

Pero el amor consume al poeta, su paciencia se agota, y desde Nueva York dice en una de sus últimas cartas: «La odio y no me importa que a usted no le importe. Mi odio es gratuito y absoluto [...]  Y no necesito ya nada de usted que ser el objeto, la cosa, el blanco negro de mi odio. Y este odio me salva y me llena y me basta y sólo sería mayor mi alegría si la supiera a usted más miserable que yo mismo.»

Palabras rudas, duras. Impropias de un caballero, expresión de un hombre desesperado. Unos mueren de sed, de odio, de amor. Owen murió de sin ella. «Me muero de ‘sin usted’ es todo un lema y una declaración de principios y una fe y una biografía amorosa.

Luego, el silencio.

Dice Clementina Otero en el libro: «Más tarde, empecé a necesitar sus cartas, las esperaba con ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de que fuera amor, ¿amor? “Por siempre jamás. La adora G. O.”: fueron sus últimas palabras en su última carta. Se fue y no llegue a su vida. ¿Se fue huyendo de mi desamor? No lo supe: sólo sé que en su última carta se sentía culpable, tal vez por haber encontrado otros amores, o por haber perdido la esperanza de esperarme.»