31 de diciembre de 2010

Oración

Que no pase un día sin escribir, que no llegue la medianoche y me sorprenda con la página en blanco. Que esas palabras, esas frases y oraciones cifren el trabajo, el esfuerzo, la experiencia, la imaginación, las emociones: las vicisitudes del día. Que pueda llamar a las cosas por su nombre y contar la historia con claridad y precisión y decir las palabras justas del hambriento, del desolado, del que sufre y llora, del que ríe, del que canta y baila, del que mira y piensa, del que siente y goza, del que sueña, del que se ha enamorado. Que esa escritura nombre a los hombres y las mujeres que viven perplejos el don de la vida y buscan su camino con la ilusión y las miserias de cada día. Que la escritura sea palabra fija en tinta en el cuaderno y que sea tan gratificante y necesaria como el agua y el aire y el pan nuestro de cada día.

31 de diciembre

La vida es una estampida, una marcha hacia el mañana de cada día. De un instante pende otro y de éste el siguiente, el que completa el minuto que dará la hora con la que concluye el día. Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata), dice un proverbio latino sobre las horas. Imposible negarlo, pero hay que vivir y apostar porque la próxima herida no sea letal. En el horizonte está el mañana, la alegría, la felicidad, pero también el fin.

Estamos hechos de tiempo y se nos va como el paso del sol, o la arena y el agua entre los dedos (de sol, agua o arena fueron alguna vez los relojes). Los minutos suman horas, las horas días, los días semanas y meses. Los meses culminan en años.

Vivimos en ciclos que no siempre advierto, a veces se me escapa la luna llena (no siempre miro al cielo), las mareas están muy lejos, las estaciones y los periodos de la fertilidad y los agrícolas casi diría que me son ajenos. Soy un hombre de ciudad, y las luces eléctricas de las casas y edificios y las de neón de las calles son un estímulo constante en el que crece un paisaje monótono que no respeta los ciclos vitales.

Vivo una sensación de fuga, de paso inexorable, efímera y vertiginosa hacia no sé dónde. Pero no puedo sustraerme a las ceremonias y ritos de la tribu. Para mí, sólo será una fiesta más, en la que el viernes será sábado a la medianoche.

Pero este día es especial, tanto que sucede una vez al año. Estamos a punto de cruzar el puente cívico del calendario. Es la hora del balance, de hacer las sumar y restas de lo que dejó el año, de hacer los casi siempre inútiles propósitos, promesas y proyectos, de jurar redenciones y enmiendas en el que mañana comienza.

Esta noche aquí y allá habrá celebraciones por el fin de la danza anual de la Tierra alrededor del Sol, por el cierre del año cívico y pagano. Es un momento en que la euforia puede alentar cierto optimismo. Es bueno que así sea, quizá algo comienza, algo termina.

Yo quiero que mañana salga el Sol y salga para todos, y que el frío no le hiele a nadie el alma, que nadie muera de desamor y que el orden cósmico imante la vida en la Tierra y no claudique la esperanza. Que siempre la pena sea mitigada al menos por una alegría pasajera. Yo no sé bien qué acaba ni qué celebramos. Que los astros sigan su curso. Acaso nada termina y nada comienza, aquí, ahora, en este día, salvo esta escritura.

30 de diciembre de 2010

La voluntad de escribir

Borges, el magnífico, dice que la dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Yo agrego, cuando el abecedario se ha convertido en la estrella polar, el Norte de una vida, que para un escritor el ejercicio del don de la escritura y la incapacidad de escribir son una y la misma cosa, según sea estimulada o no por la voluntad irrenunciable de escribir.

20 de diciembre de 2010

Una muela

Mi dentista me ha dicho que sería conveniente extraer una muela sana. Dice que esa muela podría moverse y afectar a otras piezas, por lo tanto me recomienda ampliamente sacrificarla. Yo le pregunto si es necesario, si no hay otra solución, porque perder una muela es una cosa seria.

Para ganar tiempo, le he hablado del relato de Woody Allen que se llama «Si los impresionistas hubieran sido dentistas», le he citado a don Quijote que dice: «te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante».

Ella insiste, y me habla de razones odontológicas, estomatológicas y poco falta para que me diga que el ángulo de inclinación de la Tierra sobre su propio eje se verá afectado. La doctora Calderón es una profesional, competente, con experiencia, muy agradable, que me ha dado pruebas de sus habilidades y conocimientos.

Cuando no tengo la boca abierta o anestesiada, conversamos con gusto, me habla de su club de lectura, le recomiendo libros. Me cuenta de sus hijas y de su educación, de la escuela a la que asisten. Luego, me pregunta otra vez si acepto que extraiga la muela.

No tengo la menor duda ni sospecha de sus capacidades ni tengo razones para dudar de su diagnóstico. Simplemente no quiero perder una muela sana a menos que sea absolutamente necesario. Uno va por la vida perdiendo juventud, seres queridos, amigos, amores, ilusiones, como para perder además una muela así nomás. Le dije que lo pensaría. Le prometí que volvería a los seis meses para una limpieza y tomar una decisión.

Se ha cumplido el plazo y debo volver al consultorio. Pediré una cita y hablaré seriamente con ella. Defenderé mi punto de vista, daré una gran batalla. Yo creo que este asunto de la muela tiene que ver más con la metafísica o la ontología que con la anestesia, la extracción y un dolor pasajero.

Es una cuestión de principios, de integridad. Preferiría que me extrajera dos o tres prejuicios, una tristeza y una pena. Si la doctora Calderón pudiera hacerlo, con gusto le entregaría a cambio esa muela.

15 de diciembre de 2010

Las canciones silentes de Silvestrov

Escucho las Canciones silentes (Silent Songs) de Valentin Silvestrov. Me estremezco y sin embargo mi emoción no me arrebata del todo, me doy cuenta de que ahí están los atributos del lied que más aprecio: la belleza desnuda de la melodía, que me atraviesa como un relámpago la noche; la sobria dignidad viril de una voz de barítono al servicio del poema que canta; el fulgor de la presencia, la elegancia indispensable del sonido químicamente puro del piano, necesario como el pan, el agua y el aire. La brevedad, como insinuación de algo apenas entrevisto o beso robado; la sabiduría del discurso; la riqueza del poema, la intensidad.

El encuentro de un piano y una voz es un acto amoroso que antes de su fin puede devenir en cualquier cosa menos en el silencio, y en esa forma mínima de un arte ya están las máximas posibilidades y bellezas. Todo lo que puede dar el arte sonoro ya está ahí. Así, una canción silenciosa es una contradicción, pero Silvestrov, maestro de nuestro tiempo, ha logrado el oxímoron perfecto, la música callada que pedía un poeta místico, la que dice y sugiere, la que habla en el silencio, la que celebra la soledad y la intimidad con impecable belleza. Música íntima, para ser sentida tanto como escuchada, estas canciones encierran otras músicas, otros ámbitos.

Estas canciones que escucho por primera vez me evocan otras músicas, como un poema o un paisaje que no conocíamos nos recuerda otros, poemas o paisajes o cierta emoción que no habíamos sentido hacía tiempo, a la que incluso le rehuíamos como quien dice: "ahora no tengo tiempo de sentir, venga mañana".

Todavía no sé qué me dicen estas canciones, qué encuentro más allá de sus atributos formales, de la magistral sencillez que instaura una belleza vislumbrada. Pero entregado a ella, ensimismado, escribo a la orilla de mí mismo, al borde de la emoción, de un ataque matutino de melancolía. Yo no sé qué tiene esta música, yo no sé qué me dice, no sé si encierra alegría o motivos para el llanto, un golpe de soledad o desesperanza, no lo sé, pero su fuerza telúrica y cósmica, humana y sobrehumana, me arrastra, me dice, me llama.