27 de febrero de 2017

Un viaje con Carlos Pellicer

Gabriel Zaid publica una semblanza de Carlos Pellicer (Letras Libres, febrero 2017) que de pronto, a media lectura, me ha devuelto, como un latigazo, un recuerdo lejano. Yo no había olvidado la poesía de Pellicer, ni al personaje, ni al creador de museos, lo que había olvidado es mi encuentro con él. ¿Cómo es eso posible?

La memoria es selectiva y quizá caprichosa. Tal vez no es así, pero nos sorprende e intriga tanto que Proust encontró en un sorbo de magdalena mojada en té un alud de reminiscencias en las que se fundían los recuerdos y la imaginación: la memoria involuntaria estimulada por un sabor, un olor, una imagen, y luego por la voluntad de recordar.

A principios de los años setenta, mi madre trabajaba en el recién creado Festival Internacional Cervantino. Yo esperaba impaciente el día de viajar a Guanajuato desde la ciudad de México. Al fin llegó el día y a la hora de salir hubo llamadas y más llamadas. El viaje se retrasaba porque teníamos que recoger a un poeta, a una «persona muy importante».

El viaje empezaba mal. Así que en el coche fuimos a recoger al poeta importante a su casa, en las Lomas de Chapultepec. Lo esperamos mucho tiempo. Más de lo que podía soportar mi impaciencia infantil. Antes de verlo, yo detestaba a don poeta.

Al fin salió un hombrecito, viejo, enjuto y calvo. Y para colmo llevaba un equipaje enorme, que fue muy difícil acomodar en el coche. Al fin emprendimos el viaje mi madre, mi hermano, el chofer y nada menos que Carlos Pellicer. Lo que yo daría hoy por haber tenido entonces diez años más.

El poeta, un hombre elegante, educado y exquisito, se disculpó por el retraso. Dijo que antes de salir tenía que hablar con el gobernador de Tabasco, su estado, y no había sido fácil que atendiera su llamada. Agradeció nuestra comprensión, nuestra compañía, y, por supuesto, que lo aceptáramos en el coche como pasajero.

Era un hombre sereno, de voz pausada. O así lo recuerdo. Pero no tengo duda de su presencia, del encanto de su conversación, de la fuerza de sus palabras. Carlos Pellicer conversó con Jorge, mi hermano menor, y conmigo; se dirigía a nosotros. Durante horas nos entretuvo, nos ilustró, nos motivó. Nos regaló una gran experiencia. Nos habló de poesía, de historia, de arqueología y creo que nos contó un largo cuento que era pura invención súbita que a él mismo le hacía gracia.

El viaje era muy largo, una buena parte por carreteras sinuosas y mal pavimentadas. Y en mi memoria estimulada no creo que Carlos Pellicer haya dejado de alegrarnos el camino ni un minuto.

Nos dijo que él ponía en cada Navidad unos nacimientos que eran famosos en el mundo (y era cierto), nos dijo que había fundado museos (y era cierto), que había viajado por el mundo (y era cierto), que había conocido a grandes poetas (y era cierto) y que le faltaba tanto por hacer que estaba seguro de que viviría al menos cien años (eso no lo cumplió).

Estaba enamorado de las culturas americanas precolombinas: asombrado ante la geografía de su tierra húmeda, verde, feraz: Trópico, para qué me diste las manos llenas de color. Me enseñó con gravedad cívica de profesor que los españoles no trajeron a América la cultura, sino que trajeron su cultura.

Declamó serio y solemne algunos poemas suyos, y contó una fantasía como de viaje al centro de la Tierra. Mi hermano y yo estábamos encantados de escucharlo. Lamentamos el fin del viaje, la llegada a Guanajuato. Nos despedimos con la camaradería que puede haber entre un niño de diez años y un hombre que era mayor que sus dos abuelos.

Una tarde lo vislumbré de lejos, rodeado de una multitud, en las calles de Guanajuato. No volví a verlo. Nunca lo visité ni fui a conocer sus famosos nacimientos. Con los años, visité uno o dos de los museos que fundó y, sobre todo, en mi adolescencia, leí su poesía con entusiasmo, gusto y admiración. Aún recuerdo algunos de sus poemas. Y siempre he tenido muy presente su poesía, a la que vuelvo de vez en cuando. Murió unos años después de nuestro encuentro.

Apenas puedo creer que yo haya olvidado todo esto. Lo escribo para resarcir mi falta, para no volver a olvidar, que acaso es la última función de toda escritura.

10 de febrero de 2017

Las cartas de amor de Fernando Pessoa

Si un poeta forja su retrato a partir de sus versos, es difícil imaginar a Fernando Pessoa enamorado. Cuesta creer que alguna vez escribió ridículas cartas de amor, ya que «todas las cartas de amor son ridículas», decía su heterónimo, su doble, él mismo bajo el nombre de Álvaro de Campos.

Muy pocos autores imponen condiciones a su lector, exigen un estado de ánimo en particular, una hora, un lugar. Casi siempre uno puede abrir cualquier libro e iniciar su lectura y desentrañar sus secretos y misterios. Y es muy común que la reflexión y la emoción se fundan en un goce que puede no estar exento de pena, en una alegría que no siempre excluye la zozobra.

Para comprender el Libro del desasosiego, para leer a Pessoa con provecho, hace falta que el alma esté húmeda, empapada de vinagre o hiel, de una amargura fresca, de un desencuentro reciente; de haberse caído hacia dentro.

Para comulgar con él hace falta estar devastado por el infortunio, con la desesperanza a carne viva, con la visión extrema, lúcida y ciega, de la fatalidad ante las miserias intrínsecas y humanas de la existencia. Entregarse sin reserva a ese desasosiego prometido. A Pessoa hay que leerlo para no gritar como esa figura desquiciada del célebre cuadro de Edvard Munch.

Si Pessoa es a su manera muchos hombres, un poco como todos los hombres, entonces no tendría que sorprendernos su debilidad, breve y pasajera, de también escribir cartas de amor. Cartas a Ophélia (Libros del Zorro Rojo; Barcelona, 2010) reúne, en una edición muy bella, ilustrada, las cartas a una oficinista que, a principios de 1920, era algo así como la prometida de Pessoa.

Las primeras cartas son  simples, ancladas en lo cotidiano, salpicadas de señas para citas fugaces mientras van de un lugar a otro por Lisboa. Lo suyo no era la pasión. La gran poesía de Pessoa no está en esas cartas, antes lo contrario, y se antoja el suyo un amor casto y simple, sin saudade, ni celos, ni ilusión, ni amarguras y sufrimientos, ni metafísica.

De pronto, un relámpago de lucidez y honestidad: «Mira, hijita, no veo el futuro nada claro.» Y Ophélia tampoco lo tenía claro; más, no confiaba en él: pidió un prueba escrita en la que Pessoa declarase que era su pretendiente y que sus intenciones eran serias. Él accedió y le respondió: «Ahí va el "documento escrito" que me pide.»

En sus cartas ya invoca a otro, a un amigo, a un otro que es él mismo: ¡el ingeniero Álvaro de Campos! No sabemos qué sabía o qué pensaba Ophélia, o cómo se divertía Pessoa con su amigo y su novia, pero le dice en una carta que quiere pasear con ella a solas, «pues a ella, naturalmente, no le gustaría que se presentara ese distinguido ingeniero», y unas cartas después: «¡Me han cambiado por Álvaro de Campos.» Habla de su heterónimo como si fuera un hombre que en cualquier momento podría llegar y tocar a su puerta.

La primera carta está fechada el uno de marzo, y el veintinueve de noviembre escribe la de ruptura y despedida. Y aunque sólo han pasado nueve meses, Pessoa escribe: «El tiempo, que envejece las caras y el cabello, también envejece, pero aún más de prisa, las pasiones. La mayoría de la gente, porque es estúpida, consigue no darse cuenta de ello, y piensa que ama todavía porque ha contraído el hábito de sentirse amado.»

Ophélia pasa de «bebé» a «víbora» y luego a «avispa». Aparecen los reproches, y quizá la verdadera causa: yo no puedo casarme, yo voy «a mi exilio, que soy yo mismo». Sí, ese era Pessoa, el ensimismado, el entregado a su obra, a la búsqueda de sí mismo.

En 1929 reencuentra Ophélia y su relación no ha cambiado, y no avanza. Le dice al fin: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo. Por ahora, quiero organizar a la brevedad esa vida interior y mi trabajo. Si no consigo organizarme, claro está que nunca pensaré siquiera en pensar en casarme. Si la organizara en términos de ver que el matrimonio sería un estorbo, claro que no me casaré. Pero es probable que no sea así. El futuro ─y es un futuro próximo─ lo dirá.»

Se ha dicho que Pessoa era homosexual. Es muy probable, pero algunos hombres a cualquier precio piensan en el matrimonio para arreglar sus vidas, para ajustar cuentas con la soledad. Entregado a sí mismo, y los otros poetas que lo habitaban, vivía para su obra. Pessoa, compartía este rasgo con Kafka y López Velarde, que tampoco estaban hechos para vivir en pareja y en matrimonio.

Pessoa vivió su noviazgo por escrito, y es una pena que sus cartas apenas sean ridículas. «Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. / Pero, al fin y al cabo, / sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor /sí que son / ridículas.»

El novio de Ophélia tal vez no era Pessoa sino Álvaro de Campos, el autor de «Tabaquería», el poeta que decía: «No soy nada. /Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.» El que apenas imaginaba un futuro, sí, entre paréntesis: «(Si me casara con la hija de mi lavandera tal vez fuera feliz).»

Tal vez en un arrebato de locura o sensatez Fernando Pessoa pensó que con Ophélia sería feliz, pero ella era una modesta oficinista, no la hija de su lavandera. Además, el que imaginó ese verso no fue él sino su amigo el ingeniero Álvaro de Campos. Tal vez todo fue un error, una desastrosa confusión.