Gabriel Zaid publica una semblanza de Carlos Pellicer (Letras Libres, febrero 2017) que de pronto, a media lectura, me ha devuelto, como un latigazo, un recuerdo lejano. Yo no había olvidado la poesía de Pellicer, ni al personaje, ni al creador de museos, lo que había olvidado es mi encuentro con él. ¿Cómo es eso posible?
La memoria es selectiva y quizá caprichosa. Tal vez no es así, pero nos sorprende e intriga tanto que Proust encontró en un sorbo de magdalena mojada en té un alud de reminiscencias en las que se fundían los recuerdos y la imaginación: la memoria involuntaria estimulada por un sabor, un olor, una imagen, y luego por la voluntad de recordar.
A principios de los años setenta, mi madre trabajaba en el recién creado Festival Internacional Cervantino. Yo esperaba impaciente el día de viajar a Guanajuato desde la ciudad de México. Al fin llegó el día y a la hora de salir hubo llamadas y más llamadas. El viaje se retrasaba porque teníamos que recoger a un poeta, a una «persona muy importante».
El viaje empezaba mal. Así que en el coche fuimos a recoger al poeta importante a su casa, en las Lomas de Chapultepec. Lo esperamos mucho tiempo. Más de lo que podía soportar mi impaciencia infantil. Antes de verlo, yo detestaba a don poeta.
Al fin salió un hombrecito, viejo, enjuto y calvo. Y para colmo llevaba un equipaje enorme, que fue muy difícil acomodar en el coche. Al fin emprendimos el viaje mi madre, mi hermano, el chofer y nada menos que Carlos Pellicer. Lo que yo daría hoy por haber tenido entonces diez años más.
El poeta, un hombre elegante, educado y exquisito, se disculpó por el retraso. Dijo que antes de salir tenía que hablar con el gobernador de Tabasco, su estado, y no había sido fácil que atendiera su llamada. Agradeció nuestra comprensión, nuestra compañía, y, por supuesto, que lo aceptáramos en el coche como pasajero.
Era un hombre sereno, de voz pausada. O así lo recuerdo. Pero no tengo duda de su presencia, del encanto de su conversación, de la fuerza de sus palabras. Carlos Pellicer conversó con Jorge, mi hermano menor, y conmigo; se dirigía a nosotros. Durante horas nos entretuvo, nos ilustró, nos motivó. Nos regaló una gran experiencia. Nos habló de poesía, de historia, de arqueología y creo que nos contó un largo cuento que era pura invención súbita que a él mismo le hacía gracia.
El viaje era muy largo, una buena parte por carreteras sinuosas y mal pavimentadas. Y en mi memoria estimulada no creo que Carlos Pellicer haya dejado de alegrarnos el camino ni un minuto.
Nos dijo que él ponía en cada Navidad unos nacimientos que eran famosos en el mundo (y era cierto), nos dijo que había fundado museos (y era cierto), que había viajado por el mundo (y era cierto), que había conocido a grandes poetas (y era cierto) y que le faltaba tanto por hacer que estaba seguro de que viviría al menos cien años (eso no lo cumplió).
Estaba enamorado de las culturas americanas precolombinas: asombrado ante la geografía de su tierra húmeda, verde, feraz: Trópico, para qué me diste las manos llenas de color. Me enseñó con gravedad cívica de profesor que los españoles no trajeron a América la cultura, sino que trajeron su cultura.
Declamó serio y solemne algunos poemas suyos, y contó una fantasía como de viaje al centro de la Tierra. Mi hermano y yo estábamos encantados de escucharlo. Lamentamos el fin del viaje, la llegada a Guanajuato. Nos despedimos con la camaradería que puede haber entre un niño de diez años y un hombre que era mayor que sus dos abuelos.
Una tarde lo vislumbré de lejos, rodeado de una multitud, en las calles de Guanajuato. No volví a verlo. Nunca lo visité ni fui a conocer sus famosos nacimientos. Con los años, visité uno o dos de los museos que fundó y, sobre todo, en mi adolescencia, leí su poesía con entusiasmo, gusto y admiración. Aún recuerdo algunos de sus poemas. Y siempre he tenido muy presente su poesía, a la que vuelvo de vez en cuando. Murió unos años después de nuestro encuentro.
Apenas puedo creer que yo haya olvidado todo esto. Lo escribo para resarcir mi falta, para no volver a olvidar, que acaso es la última función de toda escritura.