Tal vez las razones para escribir sean menos literarias de lo que podría suponerse y más ordinarias de lo que esperarían algunos lectores agradecidos con sus autores favoritos. Frente al profesional que escribe para ganar dinero está el escritor que sabe que en el fondo la literatura es un gran juego y escribe por jugar o juega a escribir.
La combinación de las posiciones ante la escritura de esos modelos sería el feliz justo medio: jugar mientras se gana dinero, o ganar dinero mientras se escribe como si jugara. Otras posibilidades son sospechosas y aun nocivas: escribir para hacer historia, para influir en la sociedad o en el pensamiento, para ganar fama, para alcanzar poder.
El doctor Johnson nos advirtió que «nadie que no sea un estúpido [blockhead] ha escrito nunca más que por dinero», y algunos de sus discípulos, que se consideran a sí mismos profesionales de la literatura, se empeñan en el frenesí de hacer una carrera literaria (sic), y coleccionan premios, estímulos, becas, reconocimientos, recomendaciones, reseñas y críticas favorables a sus libros.
El riesgo de esa ruta profesional hacia la gloria literaria consiste en que esos libros se deshojen y pierdan en el tiempo, y, muy pronto, mucho antes de lo que sus autores lo hubieran deseado, se vuelvan polvo, desaparezcan y se esfumen de la memoria de los hombres. Borges lo comprendió mejor que nadie: «la meta es el olvido/yo he llegado antes».
Nada ni nadie le garantiza al autor de un buen libro que escribirá otro así. Y con la relación de las caídas y decepciones y resbalones se podría escribir una historia alterna de la literatura.
La mayoría de los libros que se publican cada año en el mundo por fortuna no se reeditan nunca, y en un periodo breve y cruel habrán sido desechados, enmendados u olvidados. Muy pocos permanecen y encuentran lectores después de algunos años. Unos cuantos apenas son capaces de conmover a las nuevas generaciones; los que se instalan en el gusto y consideramos necesarios, admirables y ejemplares les llamamos clásicos.
Frente a los autores que escriben por razones profesionales, están los diletantes, palabra positiva que encierra un guiño y un elogio. Dice Cortázar: «Yo siempre escribí para divertirme, y es por eso que me niego a que me consideren un escritor profesional. Siempre me consideré un aficionado: un tipo que escribe porque le da la gana y cuando le da la gana [...] Hay una especie de resistencia mental en mí a considerarme un escritor profesional, cosa que me gusta mucho, porque siempre me sentí un aficionado en todo y creo que lo seré hasta el final de mis días. Cuando me pongo a escribir un cuento, después de décadas de trabajo literario, estoy en la misma actitud desarmada e ingenua que cuando a los veinte años empecé mis primeros cuentos.»
En la tradición hispanoamericana esas dos posiciones se pueden expresar con el binomio Onetti-Vargas Llosa. Uno es amante de la literatura, y la frecuenta y la cultiva a su antojo, sin las obligaciones conyugales del segundo, que va de marido constante, solemne y ejemplar.
Kafka y Pessoa tienen algo en común. Para ellos la vida es lo que sucede mientras no escriben o identifican la vida con el acto de escribir. Vivir mientras se escribe y para la escritura. Tal vez para evadirse y asir la vida en el mismo acto, en el mismo instante. Si hubieran dejado de escribir, Kafka y Pessoa no hubieran sido, son inimaginables sin su escritura. Vivían para escribir, escribían como vivían. Escribían para seguir viviendo, lo hacían como respiraban, y a ninguno se le hubiera ocurrido hacer una carrera literaria. Al morir habían publicado muy poco, la mayor parte de sus obras permanecían inéditas, miles de páginas ocultas en carpetas, cajones y baúles.
Kafka no encontraba su lugar en el mundo, un hombre enfermo, un hombre-escritura. Pessoa también vivió para escribir. Veía el mundo desde la mesa del café, imaginaba voces y poéticas; desde la ventana de su habitación, su atalaya, se buscaba a sí mismo en las revelaciones de su propia escritura.
Otros muchos escribieron hasta más o menos el fin. Otros dejaron de escribir y tuvieron una vida. Enrique Vila-Matas ha reunido en Bartleby y compañía una nutrida colección de esos tránsfugas que un día, curados del extraño mal, dejaron de sucumbir a la necesidad de fijar palabras.
Salvador Elizondo escribía para escribir que escribía, hechizado por la escritura. Otros escriben para ocupar el tiempo (life time), porque les viene de muy hondo, porque piensan que el libro que escriben es necesario en el mundo.
Escribir para habitar la tarde o cultivar el insomnio, para cumplir con el destino implícito del cuaderno, para liberar la tinta, para tomarle el pulso a los deseos, para descargar un poco la memoria o la conciencia, para ser grato a los ojos de alguien, para imaginar lo que sucede en nuestra habitación y más allá de ella. Escribir para enmendar la historia, y darle vida de palabras con la imaginación a lo que no ha sucedido. Escribir con la sencillez, con la serenidad de que nada sucede más allá de la página mientras dura la escritura.
No pretendo agotar las razones. Antes prefiero imaginar que no hay ninguna. Escribir por escribir, por el don de la escritura misma; por la escritura misma. En Los hermanos Tanner, de Robert Walser, encuentro la no razón que detonó este apunte: «escribir sin ningún propósito». Escribir porque sí. Sin otras razones ni motivos, sin segundas intenciones. Ejercer la escritura para mirar cómo se ordenan y acompañan las palabras. Escribir asombrado del rumbo de la escritura.
Walser, un hombre perturbado, que pasó muchos años encerrado en un hospital, que escribía con letra microscópica en cualquier papel, en la orilla de un periódico, dice que se puede escribir sin ningún propósito. La suya es una lección impecable. Escribir por escribir. Y un día, como los bartlebys de Vila-Matas, dejar de escribir. Alguien dirá que ese fue el objetivo de un loco. Puede ser.