30 de septiembre de 2008

Un ejemplar de Virginia Woolf y el libro más caro del mundo

Algunas de las mejores cosas de la vida llegan a nuestras manos cuando no las buscamos, incluso cuando hemos dejado de anhelarlas. Otras, aparecen de pronto sin que la voluntad las procure o el pensamiento las evoque. Los días se distinguen por los pequeños hallazgos, cuya suma acaba por configurar, sin que nos demos cuenta, los rasgos esenciales de un devenir que casi nunca sabemos qué nos depara.

Del otro lado de una puerta está el amor, la amistad, una conversación trascendente, la respuesta, un objeto, un libro, cuya presencia y trato acabará por revelarnos quiénes somos. Un orden secreto, al que con frecuencia llamamos azar, nos acerca a lo que merecemos porque, de otra manera, tal vez ni advertiríamos su presencia, no comprenderíamos el bien que nos acecha.

Así llegó a mis manos un ejemplar con seis novelas de Virginia Woolf olvidado en un estante. El tiempo ha respetado su integridad, el color de sus páginas, la solidez de sus pastas bien encuadernadas, pero aún más lo han hecho los hombres porque en más de medio siglo apenas lo han tocado pero nunca lo han abierto. El papel fino de sus páginas inmaculadas me dice que no ha habido ojos que descifren sus palabras ni manos que lo mancillen por la frecuencia del trato.

No hay dedicatorias, huellas, marcas, manchas, mucho menos subrayados o dobleces. No guarda un boleto del Metro ni una tarjeta de presentación. Posee, en cambio, la dignidad de un tesoro encuadernado, la solidez vetusta de una pieza rara, y quitarle el polvo que lo cubre me parece la exhumación de un hallazgo arqueológico que encierra el placer de la lectura de obras no por conocidas menos deseadas.

En un instante hice dos pactos conmigo. No saldría de la librería de viejo sin mi ejemplar, y lo leería con la codicia del avaro, con la alegría del loco y la atención maravillada de un niño. Algo guardan esas páginas para mí, me dije, el orden secreto lo ha puesto en mis manos. Me lo llevé a casa por un precio razonable, es decir, por menos de lo que tenía en el bolsillo, casi nada comparado con los cien mil euros que cuesta el libro más caro y acaso el más bello del mundo, una pieza de museo de la que sólo habrá noventa y nueve ejemplares.

Se llama Michelangelo. La dotta mano (Miguel Ángel. La mano maestra), una obra digna del gran artista del Renacimiento de la editorial italiana FMR. Exquisita en sus materiales, papel de algodón hecho a mano fibra a fibra, mármol en la cubierta, y bocetos, cartas inéditas y fotografías que quitan el aliento. El trabajo supremo de artesanos sin par, el moribundo arte de la tipografía y la edición al servicio de un objeto que supera la categoría de lujo para erigirse como una obra de arte en sí misma.

Su gran formato y sus veinticuatro kilos, si fuera el caso, no me permitirían leerlo y mirarlo en el autobús hasta que me dolieran los ojos. No importa, tal vez el orden secreto me permita verlo en un museo, aquí o allá, mañana o pasado mañana. Me distraigo, divago.

Con el permiso de Miguel Ángel y la suprema belleza encuadernada, debo adentrarme en mi ejemplar, en Las olas, sumergirme en las palabras eléctricas y la sabiduría novelística, en la celebración de mi amor secreto por Virginia Woolf.

20 de septiembre de 2008

El último prodigio

Querido Jorge, querido Rafael:

Tal vez sea cierto el juicio temerario que divide en dos tradiciones la prosa y en particular la novela escrita en español: por un lado estarían los libros que siguen a Cervantes, es decir, los de prosa llana y directa; por otro, los que están en deuda con Quevedo, los barrocos, por llamarlos de algún modo. Yo no creo del todo en esta clasificación, y diré por qué: ustedes han escrito una novela quevedesca muy cervantina.

Si bien la escritura se abre paso con malabarismos verbales de altos vuelos, retruécanos de virtuosos, piruetas sintácticas y actos de asombroso malabarismo, que se corresponden con toda justicia poética con las maromas y sinrazones de un tal Magruta —que hoy sale a recorrer el mundo con su historia y del que puedo augurar que ganará fama en los siglos por venir—, la imaginación y el humor, el llamado a la razón en contra de la intolerancia y el fanatismo, la ignorancia sin fin de los fundamentalismos de cualquier color y naturaleza, son un regalo para el lector que comprende que la literatura no es evasión y que aun los divertimentos no son inocentes ni frívolos.

Ustedes han demostrado, una vez más, que no hace falta la gravedad para ser profundo, y que el humor es un don de la imaginación y de la inteligencia, un fin en sí mismo y un vehículo para decir lo que, de otra forma, sólo admite, y no siempre, el género de la tragedia. En esto son también herederos de Voltaire. La ironía y el sarcasmo, el humor que mana de la inteligencia y empieza en la carcajada y termina en la reflexión son las armas más poderosas de la crítica y la razón.

Querido Rafa y querido Jorge: su obra los rebasa. No se sorprendan si un día de estos un gato analiza su libro y les explica dos o tres cosas que ustedes han escrito y de las que no están del todo conscientes. Ese es el destino de todo verdadero novelista.

Cervantes por delante, un novelista escribe para encontrar, descubrir y nombrar lo que la vida cotidiana y el más pobre realismo nos ocultan. Hay cosas que sólo se pueden decir desde la literatura, decía Calvino, y decía bien. Hay cosas en su novela que no creo que pudieran contarse mejor de otra manera.

No menos asombroso es que hayan escrito a dos plumas, o dos teclados. Nos han dado una lección que rompe más de un mito y destruye la figura en el pedestal. El suyo es un ejercicio admirable de solidaridad, respeto, empeño y talento puestos al servicio de un proyecto común.

Si el azar y la imaginación ajena determinaban el capítulo siguiente que cada uno tenía que escribir (según mienten en su prólogo), un orden cósmico y magrutense o magrutoso o magruteico o magrutensemente o magrutamente o como se diga, logró una unidad ejemplar que les ha permitido ser uno, o dos, pero que ya no son los mismos de antes. Tanto, que ya son, acaso sin saberlo, como novelistas, por obra y gracia de su propia obra, oh prodigio, Jorge Bullé-Goyri y Rafael Brash.



(Saludo a Jorge Brash y Rafael Bullé-Goyri en la presentación de su novela Los prodigios de Isidoro Magruta, Colección Piedra Lunar, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2008)

30 de agosto de 2008

Serrat: El galopar de la palabra. I

Ahora que los LP han pasado a mejor vida como tecnología y van a parar no sólo al basurero sino al olvido y al desprecio (conozco un restaurante que los usa como platos para hamburguesas, los meten al horno, donde se retuercen horrible y salen hechos una desgracia, manchados de catsup, queso y pepinillos; para qué pensar que era Brahms), extraño esa manera de escuchar música, con sus ruidos y la aguja de noria y grúa que navega, concéntrica, a 33 rpm sobre un acetato que era una maravilla hasta hace no mucho. De mi modesta colección, sólo unos cuantos justifican intransigentes la necesidad de conservar la no tan vieja tornamesa que corona, en venganza, al nuevo y compacto tocadiscos de los ídem.

Pero de esos que se niegan a dejar de ser escuchados, de esos que no han entrado al mundo láser y DDD, los doce o quince de Joan Manuel Serrat han sido fieles compañeros al paso de los años, sumándose de uno en uno, poco a poco (golpe a golpe, verso a verso, ¿verdad, don Antonio?), de tal manera que algunos de ellos pueden evocar periodos vitales que bien merecerían, valga la hipérbole, llevar el nombre de uno de esos discos. No pienso en el goce estético pleno y deslumbrante que producen los cuartetos de Mozart, sino en lo que viene de dentro para formar parte de la educación sentimental más allá de axiologías musicales. Basta un poco de honestidad para reconocer y explicar el pasado a través de la música que se nos ha metido en las venas.

Serrat, ese viejo cantautor catalán, tiene el mérito de hacer, cantar y decir lo que se le pega la gana desde hace más de veinte años, aun cuando en España, durante el antiguo régimen, su obra fue censurada y el catalán prohibido; entonces, incluso, optó por la rebeldía. Si algo lo define es justamente su rebeldía, su absoluta independencia y honestidad; su búsqueda de nuevas posibilidades para la canción, sin repetirse, lejos de las modas y los dictados de productores y los mass media que acaban por echar a perder todo lo que tocan.

Pero a Serrat no le ha ido mal, a pesar de ellos. Tiene un público constante, que lo sigue en busca de respuestas, novedades y remembranzas. No conozco su alcance entre los más jóvenes, pero sí su influencia en su generación y otras menores que encontraron en él, acaso, el camino más corto a la poesía y sus manifestaciones en la canción; de la palabra que abusa de la música, que la cabalga (prima le parole, porque es más poeta que músico y lo que dice no puede manifestarse en otro lenguaje), para dar rienda suelta y proclamar una forma de vivir, de celebrar, de ser.

Justo lo contrario a lo que sucede con los excesos del periodo belcantista, donde Scott y Sófocles desaparecen para dar paso a los abellimenti de Donizetti y Cherubini. Aquí poco o nada importa la poesía mientras sea asimilada por la melodía y sea vehículo de la voz, de ese instrumento prodigioso que se desborda para borrar todo significado y quedar solo, en la última posibilidad del sonido. Más todavía, parece que lo que importa es el cantante, su prestigio, su técnica y facultades, su performance, aunque sólo diga tra-la-la.

(Una breve digresión: la presencia de textos poéticos en el mejor rock es un hecho, pero los decibeles, el estruendo y la monotonía parece que acaban por tirar por la borda el ritmo y el metro, los matices, las pausas, los acentos... vamos, la "pelusilla de la emoción", diría Alfonso Reyes; el grito y la mala dicción se encargan, casi siempre, de rematar lo que queda. Por otra parte, pensar en la poesía del rock en español es casi ingenuo. Es algo tan pobre y tardío que sólo las excepciones no podrían llamarse intrascendentes.)

Serrat ha sido fiel a sí mismo. Sus manifestaciones políticas hace años contra la dictadura chilena, y su rechazo a considerar el medio milenio del 92 como una simple fiestecita de la hispanidad, por ejemplo, por no hablar ahora de la crítica contenida en su obra contra las sinrazones, absurdos y abusos del mundo, lo califican como uno de los creadores más sensatos, responsables, atentos e irónicos, al menos entre nosotros.

Y es que, por fortuna, canta en castellano. Decidió llevar su música más allá del Ebro, aunque a los catalanistas recalcitrantes no les haga la menor gracia, para llegar al resto de España e Hispanoamérica, donde sospecho que es más querido y escuchado, aunque guarda algunas de sus mejores letras para sí y los suyos: sus más desesperadas y acaso autobiográficas composiciones las escribió en catalán.

Es comprensible, algo de lo más íntimo y cercano no puede decirse en otra lengua sin perder fuerza, sentido y credibilidad. Por otro lado, las traducciones incluidas en los discos, cuando las hay, no están al alcance de todos los que escuchan y son con frecuencia literales, por lo que poco han ayudado a difundir lo que se dice cuando el catalán toma su camino.

Esta es una perdida sensible que se agrava por la enorme dificultad para encontrar la parte no castellana, sobre todo la primera, esa vertiente original y rica con letras de Joan Salvat Papasseit y sus primeras composiciones, dedicadas a la vida del campo, la naturaleza, los primeros amores, a la gente de su calle, su primera guitarra, la muerte del abuelo por mencionar unas cuantas­, y un álbum de canciones tradicionales catalanas; imperfectos y dulces comienzos registrados en discos de principios de los años sesenta, algunos incluso sin nombre, como: Res no és mesquí, Joan Manuel Serrat (el que incluye "Ara que tinc vint anys"), Joan Manuel Serrat (el de "Paraules d'amor), Serrat 4, Cancons tradicionals, y un poco más reciente Per al meu amic.

Lo escucho con atención, la única forma posible de seguirlo, de sacar algo de provecho, y resulta evidente que el tiempo es implacable. Un cambio lento y continuo se hace perceptible en cada disco, así como una preparación sin prisa, un cuidado de las canciones hasta lograr un conjunto elaborado, un equilibrio, una redondez de afinidades, de intención, de intensidad.

Del adolescente soñador de pelo largo soy casi un beso del infierno/ pero un beso al fin, señora decía de sí mismo en una vieja canción que escandalizó a la sociedad franquista‒ al hombre de hoy existe un abismo inevitable que sólo la coherencia puede salvar.

Sospecho que El Furico ha llegado a eso que se llama madurez con las mismas intenciones que animaban sus cantos de juventud, con idéntica pasión, pero con una diferencia importante: ahora es menos individualista, le preocupan más los otros y el mundo; audaz, sarcástico y fustigante, le importa más levantar la voz y lo que dice, que cómo lo dice, sin detenerse a mirar lo que ha quedado atrás.

Parecería una cuestión de forma y fines, de fondo y medios, donde ha optado por éstos. Creo que los ha fundido y ha pagado el precio: ha cambiado su espontaneidad por mayor profundidad y reflexión; ha perdido candidez para ganar contundencia.

Serrat: El galopar de la palabra. II

Serrat es un poeta, no el peor, por cierto, que escribía composiciones rimadas, medidas, con estribillo, con metáforas de primer grado. Alguien que hacía canciones de amor y de historias tristes, personales. Ahora también las hace, además de sus divertimentos, sueños, denuncias, cuentos, fantasías, poemas y soliloquios, entre otras cosas, pero sus letras, a partir de su producción de los años ochenta, son largas, difíciles de seguir, complejas.

Se encienden la crítica y la indignación, se escucha una que otra expresión soez y adjetivos rabiosos; se siente la ironía, el humor elemento que no aparecía en su primera etapa‒ y la alegría de vivir, junto a la sabiduría del sentido común, los hallazgos de un observador atento y las conclusiones de un hombre inteligente.

Ahora ya no es posible cantarlo, seguirlo con una guitarra; ahora exige que se le escuche. Conoce la trascendencia de su trabajo y lo ejerce con responsabilidad. Sabe que canta para algo, sabe que canta para alguien. Es claro que no eligió la llamarada de los reflectores de la fama ni del espectáculo sino la reflexión y la sensibilidad. Su preocupación e interés por los problemas sociales han adquirido tal importancia que se han convertido en un tema al que vuelve, con insistencia, siempre agudo y contundente.

Es relevante su preocupación por el poder, por su ejercicio y los alcances que tiene en la vida social y en la de los ciudadanos. Sobre todo carga contra los hombres que lo detentan de la peor manera posible, contra los cachorros de buenas personas que de manera turbia llegaron a ser lo que son, a tener doble vida y oscuras intenciones, a convertirse en dueños de vidas y destinos, contra los que se arman hasta los dientes en el nombre de la paz y juegan con cosas que no tienen repuesto; esos que mienten con naturalidad, que sirven a oscuros intereses cuando alzan la bandera son para él, por decir lo menos, sicarios del mal.

Pero su politización es la del ciudadano, no la del militante. Serrat sueña con un paraíso terrenal instalado en el barrio, en el que nada fuera urgente y todos fuéramos hijos de Dios; con una anarquía fantástica donde todo fuera como es mandado y ninguno mandara, que la ciencia fuera neutral y heredaran los desheredados, pero no es ingenuo ni politólogo ni moralista ni un loco.

Sus quimeras le sirven, por contraste, en la estructura de la canción, para compararlas con el orden absurdo, con el mundo patas arriba en que vivimos, en el que las manzanas no huelen, nadie conoce al vecino, se desprecia a los viejos, las cuentas no salen, el mar se muere y las reformas nunca se acaban.

Su desprecio por la mentira, por las razones de Estado sobre los derechos civiles, por el abuso y la injusticia, por los truculentos laberintos de la corrupción, se manifiestan evidentes en "Algo personal", "Lecciones de urbanidad", "No esperes", "Yo me manejo bien con todo el mundo", entre otras canciones.

Serrat parece convencido de que este orden fomenta la mentira y aliena: la conciencia se ha erigido todopoderosa en complemento del pecado, en la quintacolumnista del sistema; es, para decirlo en una palabra, anticonstitucional.

Bienaventurados los que crean que les habla de otro mundo; porque de ellos es el reino de los ciegos, les diría. Anhela, con ilusión y modestia, algo así como un nuevo "contrato social" que apueste por la vida, por el goce de vivir y las condiciones que lo permitan sin mayor explicación. Ofrece argumentos tan sólidos como: Con lo que gastan en bombas/podrían matar el hambre, sin pasar por las razones de la economía, de la geopolítica, de la explicación, con las que es posible justificar cualquier cosa y cualquier crimen.

Sin amargura, pero con tristeza, sabe que el mundo no va a cambiar. Hace, entonces, canciones en las que se percibe una llamada de alerta; invita al desengaño con ingenio y crudeza; exalta lo que ofrece la vida a los que saben usarla; elogia la cotidianidad y sus instantes dorados, las pequeñas cosas que la forman; vuelve a lo que a fuerza de verlo se nos ha escondido.

Por todo esto tiene fama de intelectual, pero Serrat no propone ni tiene grandes ideas, que cada loco siga con su tema (que es, dicho sea de paso, el título de su manifiesto o declaración de principios, más útil para reconocerlo que su carnet de identidad), simplemente dice con talento e imaginación, preciso, lo que deberíamos pensar y sentir más seguido.

Está muy lejos de ser un político y no tiene intenciones partidistas, no cultiva la arenga porque no es un militante ni está al servicio de nadie. Lo suyo es cantar lo que siente y piensa, sin censura, sin cuidar demasiado la imagen de chico bueno que hace cosas lindas.

No es usual que se escriba en ese pequeño género sobre la enajenación del hombre común o el escándalo que provoca la felicidad; denunciar un abuso o confesar admiración por Kubala, el futbolista favorito; ni contar fábulas de ranas y príncipes e historias de piratas para adultos, ni los sinsabores de la vejez, ni retratar la jornada de los albañiles, ni desafiar el aburrimiento, ni proponer una patología del enamoramiento, ni evocar los recuerdos de la iniciación sexual con una prostituta, ni celebrar la amistad sin solemnidades, ni comentar el proceso de domesticación de los hijos, ni revelar la frustración y el destino de los inmigrantes del tercer mundo, ni ofrecer las instrucciones para construir un sueño, ni lamentar la transformación urbana y el fin de las salas de cine, ni hacer una versión no oficial de la historia nacional, ni alucinar una pesadilla, ni cantarle al agua, ni mofarse de la jet set, ni....

La lista es más larga, pero me interesan también los elementos con los que trabaja, las fuentes de ese material sensible, el uso de expresiones populares, de dichos, refranes, los consejos que provocan la cosquilla de la duda entre la certeza y el escepticismo, las frases sugerentes, lanzadas para que las oiga el que tenga orejas, la observación minuciosa del ritmo y los acontecimientos intrascendentes de la vida de una ciudad.

El olfato y el instinto, así como el oficio, garantizan el acierto de la sátira, la mezcla afortunada del habla de la calle y el caló con las expresiones elegantes y el bien decir; la convivencia de la insinuación y la metáfora por un lado, con la frase llana y la sentencia con todas sus letras.

Nada hay de simplón, obvio o cursi aun en sus cantos de amor, ya sean al primero, al pasado, al conyugal, al que hace sufrir; los amores difíciles y frustrados, los que tienen por sino la locura, el abismo, la cobardía y la fatalidad, los que no pueden ser, han encontrado un sitio para sus desencuentros.

Por la profundidad y la intención de su obra, Serrat es un solitario en la práctica de un oficio que está plagado de frivolidades, necedades, mal gusto y narcisismo. Sabe lo que hace y lo hace muy bien. Está muy lejos de los temas de siempre con tratamientos ordinarios.

Serrat: El galopar de la palabra. III

No es casual que el disco aparecido en 1981 sea En tránsito. Ahí se muestra con claridad la transición, el nuevo rumbo que tomaría, vislumbrado en otros discos, pero que en éste toma forma. Atrás quedaban las canciones que le dieron celebridad a fines de los agitados años sesenta y los primeros de los setenta: "Fiesta", "Mediterráneo", "Penélope", "La mujer que yo quiero", "Vencidos", "Pueblo Blanco" (a la que encuentro estupenda y rulfiana), "Vagabundear", "Barquito de papel", "Tío Alberto", que gozaron de popularidad y se volvieron clásicas en su tipo, parece que ahora lo son porque representan una etapa, el salto inicial, la búsqueda de la expresión sintética, vital y optimista que descarta del repertorio lo que ya no corresponda y responda a su pensamiento, a la necesidad de comunicación, de lanzar un mensaje cada vez más angustioso y descarnado.

Sin embargo, en su añejamiento, en su convivencia con los años, algunos viejos discos conservan una frescura que se niega a cederle al tiempo todos sus encantos, toda su ternura. Es posible escucharlos y encontrar algo más que el pasado y la flor marchita de la nostalgia.

Decir que Serrat canta puede ser un eufemismo. Es cierto, no tiene lo que se llama voz y es probable que en su vida haya tomado clases de canto, incluso de música. No lo sé, pero no importa ni como respuesta ni en el resultado de sus canciones.

La contundencia de lo que escribe y musicaliza, ayudado por buenos arreglistas, suple sus carencias como fenómeno estético, o esteticista, estrictamente musical, para dar paso a otros valores y sensibilidad que ofrecen otra cosa, una aproximación con lo que nos es más cercano y ajeno: nos ofrece un encuentro con nosotros mismos. Es difícil no reconocerse.

Si Gardel fue el cronista del arrabal, Serrat es un poco, valga la comparación, el de Cataluña. Ha sido un crítico severo de nuestro tiempo y podemos estar seguros que lo seguirá siendo. Empieza por el barrio y su aristocracia; por su entrañable Barcelona, donde lo imagino sumido en el ocio creador, feliz, siempre sorprendido y enamorado, para seguir con España y las experiencias comunes a todos los hombres.

Es posible reconstruir un retrato serratiano de la sociedad española a través de las historias y escenas contenidas en "Fiesta", "Muchacha típica", "Manuel", "Aristocracia del barrio", "Caminito de la obra", "Por las paredes (mil años hace)", "Señora Francis", "En paz", por citar algunas, con las que se pueden lograr aproximaciones incluso sociológicas de los cambios y formas de vida de la España contemporánea.

Y no es casual que incluya en su repertorio "Cambalache", el famoso tango o milonga de Santos Discépolo, una de las poquísimas composiciones, de las que canta, en la que no tuvo que ver a la hora de escribirla y que sin embargo le va que ni mandada a hacer.

Es evidente que unos cuantos versos de primera pueden definir con claridad lo que los científicos sociales con frecuencia apenas balbucean cuando se trata de explicar o juzgar eso que se llama la realidad, sin contar las facultades implícitas de la gran literatura para mostrar y revelarnos aspectos sólo vislumbrados, si acaso, de las posibilidades de la experiencia humana.

Serrat fue uno de los primeros cantautores que incorporó la poesía; fue un pionero en esa búsqueda por cantarla, la propia y la ajena (esta última en el sentido de propiedad intelectual). Desde aquel célebre disco dedicado a Antonio Machado y después el inolvidable de Miguel Hernández, viril y conmovedor, son muchos los intentos por conjugar, por hacer indisoluble la palabra de su música.

Así, poemas de León Felipe, Rafael Alberti, José Agustín Goytisolo, Ernesto Cardenal, J. Carner, Mario Benedetti (con resultados muy desiguales, en los que a veces no suena a sí mismo e incluso se contradice), Pere Quart y hasta Jaime Sabines (y en catalán), entre otros, han entrado a la discografía con sus interpretaciones, en una práctica que ha sido afortunada y recurrente.

Sin engolamientos ni solemnidades, sin retórica, con una inusual constancia, ha logrado crear su utopía sin la cual la vida sería un ensayo de la muerte, dice, de la que están muy cerca y muy lejos Lluis Llach y Patxi Andión en España.

Desconozco el origen de su inusual oficio de poeta y cantor en su versión contemporánea; sé, en cambio, que en Francia tiene tradición y que en Argentina, Chile y Uruguay se practica con soltura y con más o menos buena fortuna. En México, se ha practicado poco, y los resultados, en general, han sido muy pobres.

Imprevisible y coherente, Serrat ha encontrado y cultivado un estilo personalísimo, una forma de expresión concisa y abierta a la vez, que sugiere, que no se cierra en el borde de sí misma, con la que da en el blanco, acierta en el tono y forma de sus letras, de su discurso, que se suma y engarza con algún otro álbum o canción para dar continuidad a sus preocupaciones y alegrías, o para enmendar sin demérito y agregar lo que juzgue necesario.

El ejemplo más claro son las dos canciones al Mediterráneo, que muestran con nitidez la diferencia que catorce años pueden producir en el pensamiento y el sentir de alguien; en el deterioro que puede sufrir algo que imaginamos eterno e inmortal.

Esta flexibilidad y vuelta a lo que llamamos obsesiones, ese corregirse, tan frecuente entre algunos de nuestros mayores poetas, garantiza la unidad de una obra, la hace vigente e inconfundible, le da sentido y nos ofrece la posibilidad de revalorar lo que parecía definitivo.

Es claro que todavía tenemos mucho que esperar. Lo que ha sido hasta ahora una frase suelta o un comentario "inocente", puede adquirir una importancia que lo haga el tema de una canción. De ser un nuevo mosaico, otro pétalo que ayude a dibujar o completar una visión individual y colectiva siempre incompleta, modificable e inacabada del muro o rosa que llamamos mundo y sus asuntos.

Acaso ni él mismo sepa cuál será el próximo paso, qué hará en el futuro, cuál sea el rumbo que tome, qué forma le dé a sus composiciones. Utopía, el último disco, hasta ahora, puede considerarse la radicalización de la expresión serratiana; lo más audaz, interesante y elaborado que ha hecho, pero también lo más difícil e incómodo para los que esperan baladitas.

Quizá con el tiempo hablemos de este disco como una ruptura, el fin y el inicio de dos momentos en su vida y su trabajo. Una mayor instrumentación y arreglos (a veces colectivos) diferentes, incluso corales, el uso de complejos sistemas de grabación, la incursión en el rock, el jazz, la rumba y ritmos afroantillanos; la parodia, la broma y la vuelta de tuerca a la cursilería y lo obvio; la participación de otras voces, pero sobre todo la ausencia de giros melódicos sencillos y las historias larguísimas y cifradas le dan un sonido nuevo.

Parece evidente el gusto de cantar, la necesidad de hacerlo, pero de manera distinta. Las viejas canciones eran ligeras, cumplían su función con levedad; ahora la densidad y la crudeza predominan, como en "Y el amor". La sutileza, la forma y el ritmo no son la canción; son una máscara, el continente. Se impone la palabra y sus poderes más que nunca sobre los demás elementos.

Es probable que esa radicalización encuentre resistencia entre los que lo conocen y lo siguen; por lo menos es evidente un desconcierto. Con este disco, cuyo título no podría ser más revelador, consigue darle a su utopía un rostro posible. Lo cierto es que mientras Joan Manuel sea Serrat ofrecerá más de un guiño, de una sonrisa, una confesión, un poco de ternura y arrebatos de indignación envueltos en ironía.

Una enérgica protesta con la que mostrará, contundente, otra de las contradicciones o estupideces a las que nos hemos acostumbrado, tal vez sin percibirlas como tales. Estamos en un mundo de botones, dice, que no sabemos cómo funcionan, en el que se divorcian los casados y los divorciados reinciden, en el que se casan los curas por el civil y por la Iglesia, en el que hay mucho que hacer y no hay trabajo, en el que los eufemismos son la norma, en el que las vacas paren sin ir de toros...

Así, podría seguir de los pájaros a los niños, de las finanzas al bar de la esquina, de la historia del vecino al sida, de las mujeres al desempleo, de la ecología a la cocina, de la locura a la pobreza, de la fantasía a lo cotidiano, del sueño al erotismo, de las emociones al trabajo, del mar al amor, de las pequeñas cosas a la Historia y quién sabe dónde parará, con una frescura y entusiasmo envidiables y contagiosos. Es probable que nunca entre a las antologías y los diccionarios, no creo que le preocupe, ni falta le hace.

Con sus cantos que representan un extremo de las posibilidades de su oficio, con su audacia y sinceridad que satisfacen con creces las expectativas de lo que se espera de un cantautor, con sensibilidad e imaginación, con humor y autocrítica, ha logrado hacerse escuchar porque tiene algo que decir, porque su voz encarna una opción casi marginal en el ámbito de la cultura de masas. Que cante mientras tenga fuerza y no tenga el alma muerta y aún sienta bullir la sangre. Que sea por muchos discos, ahora sí, DDD. Vale. (1994)

27 de julio de 2008

Fleur Jaeggy y su máquina de escribir

Nunca había escuchado su nombre, tampoco había leído nada de ella, y de pronto, un artículo de periódico me ha despertado una alegría fría, como su mirada y, al parecer, su literatura; un deseo de leer sus escasos y breves libros, esas palabras desnudas y heladas. "Si los personajes no exteriorizan nada, ¿qué puedo hacer yo? Lo glaciar también revela sentimientos", dice, casi apenada, a punto de justificar la brevedad de su obra, su morosidad en publicar.

Esta escritora italiana de origen suizo, tan tímida, que se encuentra tan a disgusto en la entrevista, es Fleur Jaeggy, mujer de Roberto Calasso, y la antítesis de los escritores que buscan desesperadamente sus minutos de gloria, decir a los cuatro vientos que han escrito una gran novela, que tienen grandes ideas o que han revolucionado un género.

Ella sólo dice que le gusta el vacío y no lo tiene, que se ha desprendido de muchos libros porque lo invadían todo y se amontonaban por el suelo. Tiene una historia verdadera con un cisne, se refugia en un castillo en Alemania, y tiene ideas muy claras sobre la perfección y la brevedad.

Puedo imaginarla en su departamento exquisito de Milán, con su gato, sus libros, su silencio, con cierta morbidez escribiendo sobre una familia de suicidas. Pero no es nada de esto lo que más me ha interesado de ella. De pronto comprendo por qué esta mujer se me revela conocida, fraterna, pues compartimos un placer que ya es secreto, una rareza y para algunos una necedad que cada día me gusta más.

Dice Fleur Jaeggy, con palabras sencillas que me han conmovido: "A veces no tengo ningún proyecto ni ganas, pero sigo yendo a la máquina de escribir. Me limito a estar sentada ante la máquina de escribir y a golpear las teclas. Me digo que un día usaré la computadora, pero ese día aún no ha llegado. Escribo a máquina desde hace más de treinta años, y me gusta el ruido de los tipos golpeteando sobre el papel".

Sólo unos cuantos, una cofradía de elegidos, sabemos hoy que escribir en una máquina exige una relación íntima y material, la celebración de un rito en el que cada paso deja su huella. En ese golpeteo físico, duro, de los tipos sobre el papel, se hace la música de las letras elegidas, la otra sonoridad de las palabras.

Sí, Fleur Jaeggy, yo la comprendo, usted y yo sabemos –en el comienzo de este siglo dispuesto a darnos gato por libre, a desaparecer para siempre uno de los encantos mayores de la escritura– que escribir a máquina es una aventura en sí misma, uno de los grandes placeres de este mundo.

26 de julio de 2008

Mujer cubierta y en duelo

En el castillo británico de Howard, cerca de York, han encontrado un dibujo de Miguel Ángel, "Mujer cubierta y en duelo", del que nadie sabía nada, como si apenas lo hubiera trazado y traído al mundo. Un dibujo de Miguel Ángel es un dibujo de Miguel Ángel, y ha sido valuado en ocho millones de libras. Esta "rareza", como lo han llamado, hecha a lápiz y tinta marrones llevaba 250 años oculta en un álbum en la biblioteca del castillo.

Parece que en el siglo XVIII Henry Howard, cuarto conde de Carlisle, lo adquirió como una "bonita ilustración anónima" en una subasta en Londres. Simon Howard, descendiente de Henry, dueño del castillo y de todo lo que hay en él, está dispuesto a vender su nuevo dibujo. Mejor así, sobre todo si lo adquiere algún museo en el que podrá verlo mucha gente y no sólo los amigos de la familia Howard.

¿Veré algún día "Mujer cubierta y en duelo", los pliegues de la ropa, el detalle de los trazos, su verdadero color? ¿Por qué me conmueve y entusiasma tanto que aparezca una obra maestra desconocida del Renacimiento? Puedo aventurar una respuesta de Alfonso Reyes: No renunciaremos -oh Keats- a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces.

Rostros

«A veces me paseo por la calles con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. La cara de los hombres y de las mujeres que han pasado de los treinta años. ¡Qué cosa más impresionante! ¡Qué concentración de misterios minúsculos y oscuros, a la medida del hombre; de tristeza virulenta e impotente, de ilusiones cadavéricas arrastradas años y años; de cortesía momentánea y automática; de vanidad secreta y diabólica; de abatimiento y de resignación ante el Gran Animal de la Naturaleza y de la vida!»

El mismo día en que leo esta cita del escritor catalán Josep Pla en su admirable diario El cuaderno gris, cuando no me he repuesto de la fuerza sin piedad de sus imágenes, encuentro, por una de esas coincidencias de la vida que suceden con más frecuencia de la que estamos dispuestos a aceptar, y que son mensajes casi siempre muy claros en los que no sólo interviene el azar, sino también nuestros más íntimos deseos y anhelos, acaso el deber postergado o el remordimiento; en una de esas coincidencias, cuando las palabras de Pla no acaban de difuminarse en mi cabeza, encuentro en el periódico una fotografía de Richard Avedon, con el rostro extraordinariamente expresivo de una mujer.

El artista neoyorquino, cansado de fotografiar celebridades, un buen día salió a recorrer los bares de carretera y las calles sin nombre de los pueblos perdidos del medio Oeste de los Estados Unidos para hacer los retratos de los vagabundos, los alcohólicos, los mineros recién devueltos a la luz tras una jornada en las entrañas de la mina, los enajenados, los sin casa, las amas de casa desdichadas, en una palabra de Victor Hugo: los miserables.

Josep Pla dice que a veces se paseaba por las calles de su pueblo, Palafrugell, con el exclusivo objeto de mirar la cara de los hombres y de las mujeres que pasan. Richard Avedon salió de Nueva York en busca de los modelos de sus fotos, de rostros significativos por su rudeza, por las arrugas como heridas de vida, por la amargura infinita de una mirada. Avedon no lo dice así, pero iba en busca de rostros que gritaran su historia, que mostraran el lado oscuro de la existencia humana.

Todos nos hemos encontrado de pronto frente a un rostro con el sufrimiento, el dolor y la amargura a flor de piel. Bertrand Russell dice en su libro La conquista de la felicidad que uno debe aprender a leer los rostros y cita a Blake: Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de aflicción...

Es cierto, al mirar los rostros de la gente que camina por las calles, y no necesariamente los de los parias de la humanidad, uno confirma que uno lleva su biografía en la cara, que un rostro humano es un mapa formidable, una de las más portentosas expresiones de lo que somos y lo que seremos, un territorio fértil para la imaginación novelesca, un argumento estimable a favor de cierto realismo, porque hay rostros, como los que veía Pla, fotografiaba Avedon y cantaba Blake, e historias inscritas en esos rostros, que nadie puede imaginar.

18 de mayo de 2008

El juego no es cosa de niños

Al comienzo de su vida, cuando aún no sabe hablar, pero tampoco sabe de infamias y fratricidios, un relámpago de lucidez y sabiduría ilumina la mente de los niños, de cada hombre en esa edad dorada que es la primera infancia.

Antes de que comience su domesticación formal y de descubrir que la mentira y la especulación pueden ser muy lucrativas; cuando todavía no confunde lo frívolo e intrascendente con lo necesario y lo útil; cuando aún no conoce la peste del aburrimiento y la indolencia; antes de su primera melancolía (que los médicos llaman depresión), el hombre se dedica a lo importante en esta vida: a jugar, quizá porque nacemos con la certeza, que olvidamos muy pronto en el camino, de que la vida como el juego no tienen sentido y que no conducen a ninguna parte salvo al juego y la vida misma.

Y si no perdiéramos de vista que el juego es más divertido y la vida más rica y gozosa en la medida en que nos involucramos en ellos, que entre más le demos al juego, más disfrutaremos de la vida. Si esta verdad elemental se enseñara en la escuela, en los templos, en la mesa a la hora de la merienda, comprenderíamos o no olvidaríamos nunca que la felicidad es de este mundo.

Pero el juego, para erigirse en esa actividad solar, debe ser jugado como si en él nos fuera la vida, porque no es un acto frívolo y recreativo, un pasatiempo para aburridos y ociosos, sino una actividad muy seria, a la que hay que atender como un rito sagrado en el que se manifiesta la risa más pura, la satisfacción más dulce.

Cuando se juega con absoluta seriedad, no se advierte el paso del tiempo, sólo el reloj da cuenta del paso de las horas, y el jugador siente que ha hecho mucho, que ha vivido intensamente, que ha sido él mismo, y se reconoce en ese que ha pasado la tarde jugando como un niño. Frente al juego solemos oponer el trabajo. Es un dilema falso.

A veces el juego da más trabajo que aquella actividad por la que a uno le pagan por hacerla. Si tantos jugadores de dominó trabajaran con el entusiasmo y concentración, con el mismo derroche de energía con que juegan en las mesas de las cantinas, aumentaría la productividad nacional y el producto interno bruto en varios puntos en una sola sentada. Si tantos científicos y artistas, privilegiados, supieran que lo que hacen no es en el fondo un trabajo serio sino un juego, se escandalizarían y exigirían su dosis de enajenación y aburrimiento.

Hay algunos músicos a los que uno envidia no sólo por su virtuosismo o el encanto de su música, sino también por ver lo bien que la pasan haciendo lo que hacen, a veces lo único que verdaderamente saben hacer. En inglés, tocar se dice to play, que también es jugar, porque a veces trabajar y jugar son una y la misma cosa. ¡Dichoso el hombre que se gana la vida haciendo lo que más le gusta y lo hace como si se jugara la vida!

He visto a traductores profesionales traducir libros en sus ratos libres para su egoísta placer y satisfacción; nunca he gozado tanto del canto de un gran tenor amigo mío como cuando canta a todo pulmón por su gusto y para sus amigos desde el sofá de la sala de la casa de uno de ellos. Pero es cierto que la cara de un campeón de ajedrez en problemas no difiere mucho de la de hombre que padece un cálculo renal, así que ya no se sabe si juega o trabaja, si goza o sufre, sobre todo si su rival es una máquina, hija del hombre, programada para jugar y ganarle sin piedad a su adversario.

El juego no es cosa de niños, al menos no sólo de ellos. También lo es de los adultos que se atreven a rozar el paraíso perdido, el cielo prometido, la disolución del ego en el aquí y ahora en el que nada del universo es tan importante como las canicas, el tren eléctrico, el mecano o el par de ases. Para algunos pervertidos con el alma enferma la desolación y la muerte, la guerra, el dolor, el hambre ajenos son un juego de táctica y estrategia, de conquista y conservación del poder, de aumento de la cotización de sus acciones en la bolsa que siguen desde la sala de mapas o desde su oficina en forma de huevo.

Existen los juegos en los que uno se reconoce en el otro, y tal vez sea el amor el más grande invento lúdico que nos ha sido dado inventar y gozar. Pero de todos los juegos, tal vez sean los imaginarios y los solitarios los más estimulantes, tal vez porque uno nunca es tan libre y la imaginación, la voluntad y el deseo nunca están tan cerca de fundirse en una acción.

Los juegos colectivos nos disuelven entre los otros, los juegos solitarios nos acercan al más profundo rostro de nosotros mismos. Cuando un hombre imagina, cuando evoca, cuando desea libre y soberanamente, en silencio, tiene razones para sentirse y contarse como uno más entre los dioses.

Todavía, a mis años, dice Ferré, conservo un coche de metal, a escala, y aún tiemblo cuando lo tomo al pensar en lo feliz que fui jugando con él cuando era niño. Al pensar en mi bicicleta roja casi podría llorar de nostalgia, pues al perderla se esfumó el vehículo de mi inocencia.

Cuando saco mi máquina de escribir, la vieja Olivetti mecánica, con la solemnidad propia de un rito la acaricio con el pretexto de quitarle el polvo, pongo una hoja de papel y la música de los engranes del rodillo me quitan el aliento. Solo, en secreto, como si cometiera con impunidad un acto canalla, golpeo sus teclas y veo cómo se forman, una a una las palabras. Ése es mi juego favorito.

19 de abril de 2008

El viaje del fuego

¿De dónde emerge el fuego que enciende las voces de la noche, el faro azul, rojo, amarillo, naranja, de la silente luz que ilumina todo lo que toca? ¿De dónde ese relámpago, pájaro eléctrico que se alza impertérrito a su hora en el Oriente?

Todo cabe en la luz, todo lo contiene, lo dibuja, lo recrea, lo anima: las formas y las sombras, el volumen y el contorno, el color y el escorzo; toda la geometría del mundo cabe en el silencio del aire. La palabra lo nombra porque es necesario decirlo hasta el fondo de la noche, hasta el fin de la última estrella en retirada, con el último aliento, para que el azul helado del cielo de la madrugada sea el último viaje clandestino del color al centro del secreto de la luz.

El viaje del fuego, luz ardiente, a través de la oscura sombra de un cielo moribundo, al alba, es un canto para los ojos que algo tiene de misterio y de fantástico en un mundo que amanece por primera vez cada mañana, entre el batir de alas de los pájaros que saludan en parvada al sol y la luz en fuego, transparente, del nuevo día.

El cepo

El gerente del banco me aseguró que ese dinero me pertenecía, dijo que los ahorradores a veces se sorprenden de lo que han guardado con esfuerzo y disciplina. Dos meses después esa cantidad se había multiplicado, había en mi cuenta de cheques una suma considerable por depósitos en efectivo que yo no hice.

El gerente no entendía o no quería entender, me felicitó por mis ahorros y me dio un apretón de manos. Me sugirió que pidiera unas vacaciones y me fuera al Caribe o a Hawai, el dinero era lo de menos. Seguí su consejo, pedí una semana en el despacho y gasté una parte de lo que bien sabía no era mío.

Esperé un mes para asumir las consecuencias, dispuesto a pagar, pero nadie me pidió cuentas. Cada vez que volvía al banco me saludaban con respeto, y estaban más contentos de tenerme por cliente. Me dieron una tarjeta dorada. El error se había convertido en una parte de la normalidad del sistema. Empecé a gastar. Las facturas no llegaban y el saldo aumentaba en mi cuenta. Gasté, dispuesto a llevar hasta el final ese sueño que no tardaría en convertirse en pesadilla.

Un día, un emisario vino a verme, me dijo que la Organización apreciaría que yo firmara ciertos documentos, que hiciera ciertas gestiones. Me hizo saber, sólo con sus palabras, lo que es el miedo: entendí que tenía que pagar. La Organización no me pedía el dinero sino mi colaboración, y el trato me pareció razonable. Me hicieron saber que estaban satisfechos conmigo, que había hecho un buen trabajo.

Anoche cerraron el cepo, me dijeron que la Organización apreciaría mi arrojo y compromiso sin reservas, y que el éxito de la misión me abriría nuevos horizontes. Me mostraron una foto, me dieron instrucciones precisas, señas, un plan de escape y un arma.

En unos minutos tendré que enfrentar mi destino. Nunca he usado un revólver (el que me han dado es nuevo, reluciente, pesado, a su manera un objeto fascinante no exento de belleza), y tendré que disparar a muerte, con pulso firme, sin odio, para salvar mi vida, a un hombre que no conozco.

Muchacha frente al espejo

La muchacha levanta los brazos, arquea la espalda y saca el pecho con gracia, se recoge el cabello para probar un peinado y la satisfacción brilla en sus ojos cuando el espejo la mira y aprueba. Una sonrisa levemente impúdica, una sensualidad que dura un siglo en un instante se dibuja en su boca. Se balancea, se mira de reojo, casi de perfil, de un lado y del otro, como si se probara su propia belleza o ensayara a ser ella misma. Baja los brazos y el cabello cae como una cortina oscura de lluvia fina. Vuelve con nosotros después de haber estado tan sola, como una estatua griega, frente a la eternidad de su imagen en el espejo.

El único deseo

   —No vale la pena recordar aquellos días, han pasado muchos años. Ahora reino y la sangre de mi sangre continuará mi reinado. Pero has vuelto de tu largo destierro, bienvenido seas, justo es que te recompense como merece tu persona. ¡Pídeme lo que quieras! ¡Todo, lo que pidas, salvo el trono, tuyo será! ¡Te doy mi palabra! Piensa bien cuál será tu deseo, porque sólo una vez y por tratarse de ti seré magnánimo. Que venga la corte, los ministros, los sabios, los jueces, delante de ellos escucharé tu voluntad, sea cual sea la encontraré justa y la satisfaré. ¿Quieres oro? ¡Tendrás más del que has imaginado! Tu peso multiplicado por dos, por cinco, por diez, por cien. ¿Un palacio? Ya lo tienes. ¿Tierras? Necesitarás una semana a caballo para cruzarlas. ¿Mujeres? Ajá, mujeres. La que quieras, las que quieras. Te advierto que no me gustaría, pero estoy dispuesto a cederte mi favorita. ¿Quieres ser mi ministro? ¡Concedido! ¿Algún otro privilegio? ¡Concedido! Recuerda que sólo una cosa no te daré. ¿Ya sabes qué pedirás? Bien. ¡Ya están aquí! ¡Vengan, vengan! ¡Que entren todos! Delante del reino, te ordeno que me pidas un deseo, que yo te concederé:

   —Sólo te pido, oh rey, que hagas justicia por tu propia mano. Quiero que hoy, aquí, antes de la medianoche, te quites la vida con esta daga que ya una vez manchaste de sangre y que ahora te entrego.

La tumba de Keats

A veces la literatura está hecha de recuerdos, pero también es cierto que a veces los recuerdos se nutren de literatura, sobre todo cuando el paso de los años les ha despojado ya en la memoria de algunas de sus más ordinarias circunstancias, que son heroicamente reemplazadas por otras más dignas de dar realce a esos recuerdos. Donde uno menos lo espera, en la siguiente página, en una postal, en un instante, aparece el fulgor de un recuerdo y sus palabras.

Con motivo de su centenario luctuoso, pero sin un propósito fijo, uno toma del estante el volumen de las obras de Oscar Wilde, lo hojea con curiosidad pero sin convicción porque nada busca, y hacia el final encuentra ese breve artículo: «La tumba de Keats».

El resto es el relámpago de la felicidad y la poesía. Uno vuelve a esa mañana fría de diciembre en la que se inclinó en la tumba cuyo epitafio dice, porque así lo quiso ese young english poet: «Here lies one whose name was writ in water», en el Antiguo Cementerio Protestante de Roma.

Dice Wilde, con justicia, que el cementerio es un lugar muy bello, sobrecogedor. Ahora es también un paraíso para las decenas de gatos que lo habitan, perezosos y felices, entre tanta ruina y tanta tumba. Keats lo sabía: A thing of beauty is a joy forever.