14 de octubre de 2016

Teoría del búmeran

El profesor Witold J. Andrievsky, investigador del Instituto Científico y Politécnico de Cracovia, presentó las conclusiones preliminares de una investigación en la que ha trabajado tres años. Sostiene haber encontrado una relación asombrosa entre las palabras dichas sobre otros y las profundidades del yo. A su descubrimiento le ha llamado Teoría del Búmeran.

Dice Andrievsky, graduado en ciencias cognitivas con especialización en consciencia profunda y antropología comparada, que le ha dado ese nombre a su modelo teórico porque es el símil perfecto del arma arrojadiza de los nativos australianos que conoció en su juventud, en una estancia académica en la Universidad de Canberra.

En efecto, la teoría demuestra que el arma de madera y los elogios y los insultos funcionan de la misma manera: si éstos son lanzados desde las profundidades del yo, en un movimiento giratorio (efecto búmeran) vuelven al punto de partida, es decir: revelan lo que el hablante piensa de sí mismo.

Así, al elogiar el trabajo de un colega: «con ese artículo se posiciona en la frontera misma del conocimiento y en un referente esencial en computación cuántica», se revela el urgente deseo de ser reconocido con los mismos conceptos y los mismos adjetivos.

Los términos con los que se expresa la adhesión a la candidatura de un conocido «no existe nadie mejor calificado para ejercer ese liderazgo», bien podrían ser considerados como una aspiración legítima y sincera del que los vierte.

Al escribir en una carta de recomendación que alguien es un «ciudadano honorable, hombre íntegro y ejemplar, comprometido con su sociedad» aparece una selfie moral, un autorretrato impecable. Y si alguien dice «sólo uno o dos más en el mundo son capaces de igualar su hazaña» sólo falta averiguar quién sería el tercero.

Con los insultos, el efecto búmeran (acción que se vuelve contra su autor, dice el Diccionario) es implacable. El denuesto, en particular el más soez, injusto y vil, le quedará al que lo emite como traje a la medida. Con una serie de entrevistas a fondo que estadísticamente indican que son correctas sus conclusiones, Andrievsky cree haber demostrado que las peores agresiones verbales tienen un fundamente en el yo, en la infancia y el medio familiar. El que dice: «espero que pases tus mejores años entre rejas» acaba de revelar dónde estuvo en su juventud su padre, o el que agrede: «eres ignorante como un carnicero», acaba de decirnos cuál era el oficio de su abuelo.

El profesor Andrievsky ha sido muy cauteloso al presentar sus experimentos. Y suele dirigirse así a sus interlocutores: «Usted tiene cara de ser muy inteligente, por lo tanto estará de acuerdo conmigo en que me asiste la razón y la ciencia...» La comunidad científica se ha quedado muda. Algunos distinguidos científicos han sugerido que quisieran conocer más a fondo la Teoría del Búmeran antes de expresar su opinión. Aguardan y acechan cautelosos las reacciones de otros especialistas y divulgadores científicos.

En los pasillos del Instituto Politécnico de Cracovia se dice que la Teoría es insostenible, que no es más que un disparate, una cortina de humo, pero nadie lo dice abiertamente; al parecer el profesor Andrievsky goza del aprecio de las autoridades y los medios, y tiene algo así como un seguro. Mientras no sea refutado y superado su modelo teórico, nadie se atreve descalificar su teoría. Al parecer, sus colegas le temen a las consecuencias, al daño que puedan causar a sus investigaciones, a su reputación. Le temen, precavidos, al golpe rotundo del efecto búmeran.

12 de octubre de 2016

Lluvia

La lluvia es un llanto cósmico. También un trozo de mar evaporado, envuelto en nubes perforadas que se precipita en gotas asesinas. La lluvia es una ducha de la Tierra, y un juego infantil de algún dios travieso. Tal vez los restos de una batalla naval entre seres mitológicos.

También un llamada vital, un escándalo, un feliz contratiempo, un malentendido de los elementos. Un antídoto del rayo, un castigo al fuego. La lluvia en las tardes plomizas es una canción triste. La lluvia sirve para llegar tarde, para que se nuble la vista. La lluvia sirve para arruinar las corbatas y remover recuerdos.

La lluvia puede ablandar el alma y conmover a los malhumorados. La lluvia invita a los niños al juego, y los enamorados a sus juegos. Enfrentar a la lluvia puede ser un deporte extremo, un gesto heroico, la deliberada búsqueda de la inspiración y la desesperanza (sé de un poeta que se murió de lluvia, aunque le diagnosticaron pulmonía).

La lluvia es un gran pretexto para fumar, para tomar un té o un cognac. Para decir cosas que se tenían guardadas y muy secas, muy dentro. La lluvia es un buen pretexto para maldecir al mundo y a los enemigos. La lluvia invita a pensar en otros sitios, donde no lastimaría esa lluvia, esa que ha humedecido lo más blando.

La lluvia sirve para imaginar paraísos, para repasar las tablas de multiplicar y recordar rostros perdidos. La lluvia en proporciones oceánicas puede despertar, tierra adentro, vocaciones irrefrenables de súbitos marinos. La lluvia también estimula la filosofía especulativa, las causas últimas, las razones del mundo. La lluvia es una pregunta ensordecedora que responde a las preguntas esenciales. La lluvia puede contener en su canto trozos de melodías sinfónicas que permanecerán inéditas.

La lluvia nos mueve, nos arrincona, nos seduce, nos arrasa. La lluvia puede puede despertar humildades y solidaridades nunca vistas, y hace sentir bienaventurado la que se refugia en un dintel, un zaguán o un portal. La lluvia hace sentir poderoso al que blande un paraguas.

La lluvia, como metáfora de muerte, empapa a todos por igual. La lluvia pone a prueba los temperamentos, y llamarla fuente de vida, alegría, maldición o inoportuna vengadora es facultad de cada uno. La lluvia nunca está más viva que cuando nos golpea en el rostro. Y nosotros, después de la lluvia, empapados hasta los huesos, tiritando de frío, tenemos la ocasión perfecta, fugaz, de lamentarnos y reírnos y de sentirnos dichosamente vivos.

6 de octubre de 2016

Las redes de la soledad

Alexander Pieter Cirk, holandés de cuarenta y un años, diabético, entró en contacto con Zhang, una joven china de veintiséis a través de internet. Durante dos meses se escribieron, y Alexander creyó haber encontrado a la chica de su vida. Entonces actuó en consecuencia: decidió ir a China a conocerla (le envió a su novia una foto del boleto) y le dio las señas de su llegada.

Zhang no acudió a la cita. Alexander la buscó en un teléfono que siempre estaba apagado, y la esperó en el aeropuerto de Changshá, en la provincia de Hunan, comiendo cualquier cosa, durmiendo en el sillón de una sala de espera. La esperó diez días con sus noches y ella no llegó. Alexander no desistió, convencido de que Zhang tarde o temprano acudiría a su lado; fue su mala salud la que lo arrancó del aeropuerto y lo llevó a un hospital, con síntomas de agotamiento extremo.

La dignidad de su espera, celebrada como un pasaje de un poema épico, trascendió a los medios, a las redes sociales, a la sociedad del espectáculo. No tardaron en aparecer las burlas y los chistes. La prensa y la televisión chinas contaron los detalles, y periodistas sagaces buscaron a Zhang para entrevistarla.

Las opiniones en las redes sociales no podrían haber sido más diversas: Alexander era un héroe del amor al tiempo que el más grande tonto de este mundo. Para muchos chinos la conducta de Alexander no tenía sentido, y su viaje era un absurdo. Para Zhang hubo consejos, regaños e insultos.

Cuando al fin apareció, Zhang le contó a los periodistas de la televisión que tenía una relación on-line con Alexander pero que todo era una broma. La foto del boleto, sobre todo, era una broma. Además, él le dijo que iría a China sin consultarla. Y no había respondido porque había ido a otra ciudad a hacerse una cirugía plástica.

Tras esas declaraciones, una segunda ola de comentarios en las redes sociales se apiadó de Alexander, e incitó a Zhang a no jugar con los sentimientos de otros. «Dile que no lo quieres y así él podrá volver a su país», decía una opinión sensata. Alexander volvió a Ámsterdam sin haber visto a Zhang, sin haber hablado ni una palabra con ella.

Holanda está muy lejos de China, y las diferencias culturales entre ambos países abren un abismo que no es fácil superar. Buscar novia al otro lado del mundo, sin ningún otro vínculo que la correspondencia con una desconocida, a dos meses de haber entrado en contacto, sólo revela el aislamiento de un hombre en su medio, el rotundo fracaso con las mujeres de su sociedad.

Pareciera que, en impecable paradoja, entre más conectados estamos más aislados. Llevar un teléfono en el bolsillo no nos acerca a los otros. La conectividad a todas horas tiene muchas funciones y sirve para muchos fines, pero no siempre para comunicarnos en una relación profunda y personal.

El caso de Alexander evidencia un síntoma de nuestro tiempo; la conducta de Zhang no debe sorprendernos. Los foros de internet, los chats, las redes sociales son el ámbito del ruido, lo efímero y el escándalo. Aquí y en China. Son las redes de la soledad. Pareciera que entre más conectados, más solos estamos.

3 de octubre de 2016

Tsundoku, un vicio

62. modelo para armar es una novela singular, una obra representativa que guarda algunas de las claves de la escritura de Julio Cortázar. También explora otros ámbitos, y nos sugiere otras preguntas. En el primer párrafo de la novela dice Juan, el protagonista: «¿Por qué [...] compré un libro que probablemente no habría de leer? (El adverbio era ya una zancadilla, porque más de una vez me había ocurrido comprar libros con la certidumbre tácita de que se perderían para siempre en la biblioteca, y sin embargo los había comprado; el enigma estaba en comprarlos, en la razón que podía exigir esa posesión inútil.)»

Juan se refiere a un libro de Michel Butor; Cortázar no revela cuál, pero Rolando Villazón, lector atento y buscador tenaz, me dice que se trata de 6 810 000 litres d'eau par seconde: Étude stéréophonique (Seis millones ochocientos diez mil litros de agua por segundo). También Fernando Pessoa habla en el Libro del desasosiego de comprar libros para no leerlos.

La literatura también nos muestra el reverso de la moneda. En Una soledad demasiado ruidosa, una de las novelas más bellas sobre los libros, Bohumil Hrabal narra la vida de Hanta, cuyo oficio es triturar libros, pero rescata unos cuantos cada día. Dice: «los recojo con mano temblorosa, como los dedos de una novia que sustentan el ramo delante del altar», y se los lleva feliz a su casa: «sonrió porque tengo la cartera llena de libros de los cuales espero que por la noche me expliquen algo sobre mí mismo, algo que todavía desconozco».

Para Hanta los libros son una promesa de felicidad, un medio de revelación y conocimiento. Juan, sin duda, lee libros, pero también los compra para no leerlos. Sé bien de lo que habla. El día que yo encuentre ese libro de Butor en una librería es muy probable que lo compré, y desde ahora sé que, como Juan, muy probablemente no lo leeré. ¿Cuáles son las razones secretas que nos mueven a comprarlos, a cumplir el rito de esa posesión inútil?

Tsundoku es una palabra japonesa que da nombre a ese enigma. Significa: comprar libros que no se leerán. El acto constante de comprar libros y no leerlos. Acumular libros, y en particular apilarlos en el buró, en la mesa, en el escritorio, en el suelo de la habitación con la certeza de que se quedarán ahí, y formarán rimeros que terminarán por extenderse en toda la casa.

Todos los lectores conservamos libros que compramos y no hemos leído. Sabemos, como Hanta, de la alegría que nos espera cuando nos adentremos en sus páginas. Se ha dicho que formar una biblioteca personal, entrar a las librerías a comprar los libros que se espera leer algún día, es un proyecto de vida y un plan de lecturas. La vida no alcanza para agotar los libros que se promete a sí mismo un lector, tenemos el tiempo contado, pero otra cosa muy distinta es practicar el tsundoku, la adicción de comprar libros aunque nunca sean leídos porque nunca se tendrá el número suficiente de ejemplares.

¿No esa la lógica de los coleccionistas? Acumular armas o relojes o cuadros o zapatos es anecdótico, el punto es la sed insaciable de otra pieza, un objeto más, ya sean libros o estilográficas finas, corbatas o coches. Esa posesión inútil oculta algo, y no me satisface la explicación superficial de llamarla consumismo.

Sospecho y recelo de los que se jactan de sus bibliotecas con miles y miles de ejemplares, pero admito que he comprado libros desde mi adolescencia con admirable constancia y al límite de mis posibilidades. El resultado es evidente: más de mil y un libros en casa por leer, cuya presencia me arropa y estimula, y cuya ausencia, lo sé, lamentaría al punto del desasosiego. Comprar libros, mirarlos, hojearlos, tocarlos, puede ser uno de los placeres secretos de este mundo, y la promesa de su lectura, y la lectura misma, una fuente de las mayores alegrías.

Tengo una relación intensa con los libros, y nunca han sido baratos o caros para mí; claro que algunos tienen precios excesivos, pero lo importante para mí era si tenía o no el dinero para comprarlo. Si tenía con qué pagarlo, era algo así como "barato", si no me alcanzaba, ese libro era "caro". Ahora sé que existe una palabra para nombrar esa manía o vicio.

Sin embargo, el mal, por así decirlo ha remitido. Y no sé sí debo preocuparme. Ya visito las librerías con mucho menos frecuencia, y hasta es posible que salga con las manos vacías, aunque casi siempre me concedo al menos el gusto de llevarme un libro. Me impongo reglas como «ni un libro más mientras no termines de leer el que has comprado».

Ahora con frecuencia el precio de un libro me parece excesivo y ya no estoy siempre dispuesto a pagarlo. Ahora me entusiasma menos un hallazgo, un libro raro, un anhelado ejemplar buscado por mucho tiempo. Tsundoku era mi locura favorita, y practicarla era mi condición natural, mi afición, una forma de estar y vivir que  cultivé con alegría. Ahora leo más y compro menos libros, lo cual es una buena práctica. Claro, estoy atento por si encuentro, entre otros, cierto libro de Michel Butor.