La lluvia es un llanto cósmico. También un trozo de mar evaporado, envuelto en nubes perforadas que se precipita en gotas asesinas. La lluvia es una ducha de la Tierra, y un juego infantil de algún dios travieso. Tal vez los restos de una batalla naval entre seres mitológicos.
También un llamada vital, un escándalo, un feliz contratiempo, un malentendido de los elementos. Un antídoto del rayo, un castigo al fuego. La lluvia en las tardes plomizas es una canción triste. La lluvia sirve para llegar tarde, para que se nuble la vista. La lluvia sirve para arruinar las corbatas y remover recuerdos.
La lluvia puede ablandar el alma y conmover a los malhumorados. La lluvia invita a los niños al juego, y los enamorados a sus juegos. Enfrentar a la lluvia puede ser un deporte extremo, un gesto heroico, la deliberada búsqueda de la inspiración y la desesperanza (sé de un poeta que se murió de lluvia, aunque le diagnosticaron pulmonía).
La lluvia es un gran pretexto para fumar, para tomar un té o un cognac. Para decir cosas que se tenían guardadas y muy secas, muy dentro. La lluvia es un buen pretexto para maldecir al mundo y a los enemigos. La lluvia invita a pensar en otros sitios, donde no lastimaría esa lluvia, esa que ha humedecido lo más blando.
La lluvia sirve para imaginar paraísos, para repasar las tablas de multiplicar y recordar rostros perdidos. La lluvia en proporciones oceánicas puede despertar, tierra adentro, vocaciones irrefrenables de súbitos marinos. La lluvia también estimula la filosofía especulativa, las causas últimas, las razones del mundo. La lluvia es una pregunta ensordecedora que responde a las preguntas esenciales. La lluvia puede contener en su canto trozos de melodías sinfónicas que permanecerán inéditas.
La lluvia nos mueve, nos arrincona, nos seduce, nos arrasa. La lluvia puede puede despertar humildades y solidaridades nunca vistas, y hace sentir bienaventurado la que se refugia en un dintel, un zaguán o un portal. La lluvia hace sentir poderoso al que blande un paraguas.
La lluvia, como metáfora de muerte, empapa a todos por igual. La lluvia pone a prueba los temperamentos, y llamarla fuente de vida, alegría, maldición o inoportuna vengadora es facultad de cada uno. La lluvia nunca está más viva que cuando nos golpea en el rostro. Y nosotros, después de la lluvia, empapados hasta los huesos, tiritando de frío, tenemos la ocasión perfecta, fugaz, de lamentarnos y reírnos y de sentirnos dichosamente vivos.