9 de junio de 2012

Carlos Fuentes: el sediento escritor del absoluto


Carlos Fuentes fue un hombre de diversos talentos. No es difícil imaginar que pudo haber sido director de cine o estadista, pero su mirada lúcida y clara, su visión penetrante de la realidad, lo llevó a la literatura y la crítica, a cultivar con soltura el artículo político, a impartir con autoridad conferencias magistrales. A celebrar la cultura como una fiesta y a fundirla con la vida misma.

La capacidad de mirar de manera singular y personal la realidad es el mayor atributo de un artista, y Fuentes supo darle a la realidad para enriquecerla un mundo imaginario que no podría ser sino de palabras. Por ello su verdadera vocación fue la literatura, no la que se agota mientras se desenreda la trama, sino la que se da de bofetadas con la realidad para fundirse con ella, que es la mayor aspiración de un novelista.

 Fuentes dijo que “la literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas. Toda la sangre se nos puede ir por ese hoyo"; sabía bien lo que decía. No ha habido entre nosotros un escritor más sediento de absoluto (para decirlo con Cortázar, tan cercano a Fuentes); no hubo en el siglo XX mexicano un novelista con mayores pretensiones. Pagó el precio de su osadía, y tuvo su justa recompensa.

Cuando la imaginación se funde con la realidad, la historia y el sueño por el prodigio de la ficción en manos de un novelista de enorme talento, la obra deslumbra y se fija para desafiar a las siguientes generaciones a través de l tiempo. Carlos Fuentes lo logró, está claro que no en todas sus novelas, pero en sí en algunas de ellas, en algunos relatos, en ciertos ensayos, en esas páginas que hace tiempo empezaron a fundirse con la tradición y el gusto literario y que no dejaran de tener buenos lectores.

Carlos Fuentes fue un escritor de tiempo completo, con una formidable capacidad de trabajo y una disciplina asombrosa, pero no vivió en la literatura, como tantos otros. Fue uno de los autores más literarios pero no se quedó a vivir en su casa de palabras. Carlos Fuentes vivió con intensidad: fue mundano, viajero y cosmopolita, amigo de  la belleza y los placeres; asombraba su seguridad en sí mismo, su agilidad mental, su memoria, su inmensa cultura, su capacidad para comprender e interpretar la importancia de un libro, un autor, una tesis, para aproximarse con acierto a la realidad histórica y cultural, en particular de México y de Hispanoamérica.

Era capaz de expresar en media página y a veces con una oración una respuesta a una gran pregunta, de revelar a partir de una anécdota sin aparente importancia una idea que abría de par en par las puertas a una explicación cultural, una tesis de impecable coherencia histórica: “Hace algún tiempo viajaba por el Estado de Morelos, en el centro de México, tratando de hallar el lugar de nacimiento de Emiliano Zapata, la aldea de Anenecuilco. Me detuve para preguntar a un campesino a qué distancia se encontraba aquella aldea. Me respondió: ‘Si hubiese partido usted al despuntar el alba, estaría ahora allí’. Este hombre poseía un reloj interno que marcaba su propio tiempo y el de su cultura. Pues los relojes de todos los hombres y mujeres de todas las civilizaciones, no están puestos a la misma hora. Una de las maravillas de nuestro mundo amenazado consiste en la variedad de sus experiencias, memorias y ansias. Todo intento de imponer políticas uniformes a esta diversidad es como un preludio a la muerte".

Carlos Fuentes fue contemporáneo, en su reloj interno, en su tiempo y en su cultura, de algunos momentos decisivos en la historia y la cultura de México; fue un intérprete notable de nuestra múltiple realidad cultural y haríamos bien en escucharlo con menos apasionamientos y prejuicios y con más atención.

Sus mejores libros, algunos de ellos con ese estilo cortado, rudo, directo, con algunas técnicas narrativas que se imponían hace unos decenios, no siempre cultivan un gusto por la belleza puesta en página para seducir al lector. Tal vez no sea el más fino de los estilistas de las letras mexicanas, o de la brillante generación de las letras hispanoamericanas de la que fue protagonista absoluto, pero el lector atento y sensible recibe sus recompensas al esfuerzo de comprender el mecanismo de esas estructuras complejas y sutiles.

Aura es quizá su libro más bello, Terra nostra sea tal vez su obra maestra y una obra maestra de la lengua. De dimensiones colosales en su extensión y complejidad, en su ambición humanista y en su riqueza histórica, en la galería de personajes, de voces, es ésta una novela portentosa que bastaría para darle el sitio clave y privilegiado que tiene en nuestras letras.