25 de mayo de 2014

Evelio Vadillo, prisionero de Stalin

Algunas historias se dibujan tan nítidas, sus piezas encajan entre sí con tal firmeza, que acaban por revelarse no necesariamente como verosímiles sino verdaderas, como trozos de vidas que realmente sucedieron.

Algunas historias presentan una paradoja interesante: a pesar de sus lagunas, el dibujo imperfecto de sus personajes, el orden de los sucesos, sus silencios, sus pasajes oscuros o desconocidos, son más ciertas y creíbles que otras historias donde todo está en orden a fuerza de trabajar con esmero en una ficción.

Hay historias que le deben poco a nada a la imaginación y se antojan tan imposibles y absurdas que forman parte de la Historia, que gritan hechos ciertos y verdaderos, y otras historias, impecables en su factura, revelan a cada instante que son una impostura o hijas de la ficción, de la imaginación fecunda de un novelista.

Una historia a la que le faltan hechos y razones, el tejido admirable, el fino hilo del diálogo o el encadenamiento de los hechos que tejen la trama, puede revelar verdades y hechos que sucedieron en este mundo. 

De hecho, pocas historias verdaderas resisten pasar a la literatura sin ser atenuadas, ordenadas o maquilladas por la pátina de la ficción. Tal vez hace falta un enorme talento para contar una historia con la verdad y sólo la verdad.

Son muchas las películas y novelas cuyo reclamo publicitario consiste en decir que están basadas en hechos reales, lo cual no las hace buenas ni logradas, y que buscan conmover con las vicisitudes de los protagonistas antes que por sus méritos cinematográficos o literarios. Contar una historia que sucedió no es ninguna garantía de que la obra sea buena o ejemplar.

Otras historias, en su imperfección, contienen la clave que descubre y abre una puerta, el sentido o desgracia de una vida. Tal vez  por eso la de Evelio Vadillo, que Gerardo Antonio Martínez cuenta en el reportaje “Un comunista mexicano preso en Siberia” (Confabulario) es tan poderosa y atractiva.*

Evelio Vadillo, comunista mexicano, viajó en 1935 a la Unión Soviética a un congreso. Allá coincidió con José Revueltas y Vicente Lombardo Toledano. Al terminar el congreso, Vadillo ingresó a una escuela de formación de líderes comunistas. Pronto cayó en desgracia y fue detenido y encarcelado. Las versiones dicen que insultó a Stalin, otras que era simpatizante de Trotski.

La historia de Vadillo, que pudo volver a México en 1955, es tan rocambolesca, tan rica en situaciones absurdas e infantiles excusas burocráticas, en gestiones diplomáticas tan tibias, en giros tan inesperados  como en una mala novela de espías.

El suyo fue un proceso que al parecer no fue tal y que podría parecer tan kafkiano que un editor literario o el productor de una película podría decirle a su escritor: ‘Sí, sí, esas cosas pueden suceder, pero complican innecesariamente la trama; en realidad, aunque hayan sucedido, nadie creerá que son ciertas, así que haga el favor de contar algo menos enredado.’ Pero sabemos que Vadillo dijo frente a la prensa, cuando volvió a México: «Aquí tienen ustedes al hombre que estuvo en la Unión Soviética por más de 20 años, contra su voluntad.»

Contamos con testimonios de gente que estuvo relacionada con Vadillo, notas de prensa, información en el Archivo General de la Nación, en la Secretaría de Relaciones Exteriores, en la embajada de México en Rusia aguardando al novelista que desentrañe y cuente esta historia, tan sólida, tan coherente. Que le dé con la ficción la revelación, la dimensión literaria que le falta. 

Valdría la pena contar la historia de Vadillo, su verdad, su dimensión, el hecho que la explique. Sería necesario investigarla, imaginarla, darle sustento  a todo lo que desconocemos, para que deje de ser una anécdota y parecer un chiste, un disparate, una supuesta campaña de desprestigio; en realidad, una pesadilla de veinte años con los ojos abiertos.

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* Elena Garro escribe: «[...] los compañeros hablaban en voz muy baja de un mexicano llamado Badillo que había ido a Rusia y no había vuelto jamás, a pesar de que lo habían reclamado muchas veces.» (Memorias de España, 1937, Siglo XXI, México, 1992, p. 100)

1 de mayo de 2014

Paráfrasis

Leo en Fuegos, de Marguerite Yourcenar (Nuestra Señora de las Letras la llama con lustre José Antonio Lugo), un adagio admirable. Sin embargo, no me satisface la traducción de Emma Calatayud. Ésta dice:

«Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podría hacer era morir.»

La encuentro rígida, y no me gusta: que quiere que, y creo que el penúltimo de los ¡cuatro verbos finales! quedaría mejor en condicional. No tengo a la mano el original, en francés, pero me animo a una primera aproximación de mi paráfrasis:

Un dios quiere que yo sea infeliz, por lo tanto, que viva, porque si has dejado de amarme y no soporto por falta de costumbre la felicidad, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Hago una segunda versión:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, vivo, porque si has dejado de amarme y no soporto la felicidad por falta de costumbre, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Me doy cuenta que he dejado fuera un elemento importante: la voluntad del dios. Corrijo, por fidelidad a la fuente, y añado otros cambios:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, vivo, porque si te ha ordenado que dejes de amarme y no soporto la felicidad por falta de costumbre, ¿qué podría yo hacer en tus brazos sino morir?

Intento una variante más, que incluso dice otra cosa. Antes se daba por supuesto que la persona amada había amado al amante (“te ha ordenado que dejes de amarme”). Ahora el dios impide la correspondencia del amor:

Un dios me quiere infeliz, por lo tanto, que viva, porque si no permite que me ames y por falta de costumbre no soporto la felicidad, ¿qué más podría yo hacer en tus brazos sino morir?

Me animo a otra variación:

Un dios quiere que sea infeliz, por lo tanto que viva, porque si no te permite amarme, y desacostumbrado a ella no tolero la felicidad, ¿qué podría hacer en tus brazos sino morir?

Intento una más:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues no te permite amarme. Y si por falta de costumbre  no tolero la felicidad, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

Aunque insatisfecho, me digo que por hoy esta, la más libre, será la última versión:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues no permite que me ames. Desacostumbrado, no tolero la felicidad. Entonces, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

Hago un último cambio, sigo el original y devuelvo la orden del dios, aunque prefiero al dios más sutil, no al que ordena sino al que simplemente no permite corresponder al amor:

Un dios quiere que yo viva infeliz pues te ha ordenado que dejes de amarme. Desacostumbrado, no tolero la felicidad. Entonces, ¿qué haría yo en tus brazos sino morir?

La fuerza de la imagen, tan lúcida y dolorosa, tan infeliz para el enamorado que no goza del amor de la persona amada, no deja de rondarme la cabeza. Es tan nítida y verdadera que se impone a traductores y versiones. Sí, Nuestra Señora de las Letras…