26 de agosto de 2014

Julio Cortázar: centenario

Julio Cortázar era niño grande que no quería hacerse viejo. Era un transgresor que buscaba en el juego el camino para llegar al cielo (trascender, ascender: ser).

Alquimista antes que gramático, encantador de palabras antes que escribidor, explorador de mundos ignotos antes que imaginarios, cultivó una poética que se erige del texto para saltar a la realidad. La suya es una arquitectura verbal que no se derrumba al cerrar el libro; al contrario, se extiende ante la mirada del lector. Creó una literatura que se lleva puesta o no se entiende.

Cortázar tocaba jazz con una máquina de escribir, por eso no corregía (no se puede volver a tocar la música de ayer o la de mañana). Era el inventor de palabras, el revividor de ellas, el tejedor de oraciones como takes, de solos heroicos y libres, de soltura asombrosa y sintaxis imposible. 

Cortázar inventaba un mundo, cortazariano, donde sucede lo que pasa en el último reducto de la realidad. Para él, una forma del absurdo era la razón según Descartes, otra era la geometría analítica y ser el mismo hombre, siempre, cada día.

 Era un inversor de mitos, el encontrador de relaciones ocultas entre las cosas, el vinculador de planos y realidades, el abridor de abismos. Cortázar tendía puentes invisibles para buscar lo absoluto. Desde ellos, sus lectores pueden vislumbrarse a sí mismos, leer lo que quieren decirse, escuchar lo que quisieran decir. 

En su literatura caben mundos y maneras de estar y de ser: hay una manera cortazariana de conjugar los mejores verbos, los mejores actos de la vida; de mirar y jugar, de amar y cantar, de andar por la vida, de atarse los cordones de los zapatos como si fueran hechos fantásticos.

Cortázar era un buscador de lo que está más allá, un testigo asombrado de lo que está más acá. Por sus puentes y sus túneles metafísicos, por sus escaleras encantadas es posible entrar al laberinto, encontrar el camino al centro del mandala.

Era el escritor más solitario del mundo: nadie se parece a él, ninguna otra literatura es como la suya, y la  composición química de sus relatos es un milagro, y un  misterio para los que no tienen la gracia de gozarla. Decía verdades metafísicas, hallazgos sorprendentes, metáforas inéditas con aritmética sencillez.

La literatura de Cortázar, tan bárbara y lejana de la Academia y su Norma, está tan viva que se nos escapa, se nos enreda en la lengua y el pelo, y luego se duerme en el bolsillo del saco, como si de veras cupiera entre las tapas de un libro.

Cortázar era un escribidor que no temía al amor ni al humor ni a la ternura. Un monstruo, un gigante, un lobo, un bicho verde que se alborotaba cuando sonaba una trompeta, un poeta dulce que puso patas arriba a doña Literatura.

Cortázar será siempre el dibujador de sueños, el que a su manera no dejó de ser niño, el más joven de los escritores. Su literatura será siempre adolescente, es decir, pura, intensa, vital. Sus mejores textos cruzan la noche como un relámpago, iluminan la búsqueda, acompañan en el camino. Leerlo es ir al encuentro de uno mismo.

Es su centenario, es hora de decirlo: Cortázar era un niño grande que dejaba de jugar, un hechicero de las palabras, un alquimista poderoso, un imaginador impecable, un hacedor de preguntas, un descubridor de respuestas. Es el fundador del reino de las palabras encantadas, en movimiento. Sí, Cortázar era un Mago.

16 de agosto de 2014

Elogio de la máquina de escribir

Así como algunos historiadores señalan el inicio del siglo XX con el comienzo de la Gran Guerra en 1914, me gusta pensar que el siglo comenzó para la literatura con el primer libro creado en una máquina de escribir. El fin literario de ese siglo deberá fijarse no el día que fue derribado el Muro de Berlín ni cuando el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, sino cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir.

Tal vez nunca sepamos cuál fue la primera obra escrita en una máquina de escribir, aunque tenemos la certeza de que Mark Twain envió mecanografiado a su editor el original de Life on the Mississippi, que se publicó en 1883. Nietzsche tenía una máquina de escribir hecha en Dinamarca que le gustaba mucho y escribía en ella con destreza.  Estos pioneros iniciaron una era en la historia de la escritura que hace unos veinte años empezó a declinar, y cuyo fin está cerca.

La máquina de escribir, como antes otros  instrumentos y materiales, cambió la forma de escribir. No es lo mismo escribir con un estilo sobre una tablilla de cera que con un lápiz o un bolígrafo. Y aunque el pensamiento siempre va más rápido que la mano, la caligrafía (otro arte olvidado) nunca es tan bella y las palabras tan bien pensadas como cuando se escribe con una estilográfica sobre un cuaderno de buen papel. (Al dictar, la escritura avanza al ritmo de la habilidad de otro.)

Buena parte de la mejor literatura del siglo XX fue escrita en máquinas de escribir que le dieron a las páginas un aspecto inédito de compuesto en imprenta, que facilitó una distancia, una mirada crítica entre el autor y sus palabras. La escritura de Nietzsche cambió cuando empezó a escribir a máquina, y ya T. S. Eliot sabía que no escribía igual cuando lo hacía a mano que cuando lo hacía a máquina.

Algo propio de la literatura del siglo XX se perderá cuando se ponga punto final a la última novela escrita en una máquina de escribir. La escritura frente a una pantalla representa otra era en la historia de la escritura, y aunque ya han sido escritos así libros espléndidos, tal vez tendremos que esperar un poco más para que el número de lo que podremos llamar con certeza obras maestras absolutas escritas en una computadora de principio a fin forme una biblioteca.    

Con las computadoras no se escriben mejores textos, más claro y precisos, más ordenados y profundos. Las tareas escolares, los periódicos y los libros deberían estar mejor escritos y no es así. A pesar de los programas que pretenden corregir la ortografía y la gramática, las computadoras no mejoran la calidad del texto.

Antes lo contrario, pueden cambiar nombres propios, palabras, sugerir errores, y si se pulsa una combinación fatal de teclas, con un leve descuido al cortar y pegar, al insertar o cambiar, se puede perder lo escrito, aparecen disparates o trozos inconexos y ajenos, se cometen errores que con frecuencia se detectan demasiado tarde. Tengo la impresión de que frente a una pantalla pareciera que se revisa y corrige menos, se confía en exceso en la informática y con frecuencia se confunde la velocidad con la calidad.

La máquina de escribir impuso una escritura en la que las palabras, compuestas letra a letra a fuerza de golpear las teclas, tienen una forma, una consistencia, la cualidad de parecer más verdaderas y profundas, aun ante los ojos de quien escribe, por lo que la máquina se convirtió en la primera aliada del redactor y su primera e íntima crítica. No ha faltado quien le atribuyera dones de musa.

La máquina de escribir impuso una cadencia, un ritmo reconocible, y sus ruidos y sonidos (para muchos son  música) contribuyen a la fluidez de la prosa. Escribir a máquina exige hacerlo con todo el cuerpo, lo que genera una relación física con las palabras, como si éstas fueran esculpidas en el papel. Una hoja mecanografiada encierra, a pesar de las posibles tachaduras y borrones, la secreta satisfacción de lo conseguido con esfuerzo físico e intelectual.

Si bien la máquina de escribir es más lenta que el pensamiento, su naturaleza encierra una cualidad que la distingue de la computadora: el escritor debe tener en mente la oración que va a escribir, el orden de sus partes, su sintaxis; si no es así, no hay escritura posible en una máquina de escribir.

En una computadora se puede empezar a escribir por la última palabra de la oración, lo que está lejos de ser una ventaja; no son pocos los redactores que dejan en sus escritos graves errores y problemas de conjugación y concordancia, por ejemplo, por no construir y ordenar sus oraciones antes de llevarlas a la pantalla.

La computadora, en cambio, se erige como campeona imbatible a la hora de corregir un texto, de agregar un acento olvidado, de cambiar o suprimir un adjetivo, de insertar una subordinada, de eliminar un párrafo completo sin dejar huellas en la hoja impresa, sin necesidad de volver a hacerla de principio a fin.

La máquina de escribir, al exigir fuerza y vigor e idealmente los diez dedos de las manos, pareciera que pide una escritura ejecutada con la misma actitud con la que un virtuoso ataca el teclado de un piano. Sé bien que usar una máquina de escribir es un asunto generacional. Los más jóvenes no sabrán jamás de sus placeres secretos, y escritores que aprendieron hace muchos años (antes de 1990 las computadoras eran una rareza) seguirán tecleando en su vieja máquina.

Paul Auster ha escrito The Story of My Typerwriter (La historia de mi máquina de escribir, Anagrama), en la que cuenta la intensa relación que tiene con su Olympia. El novelista estadounidense Cormac McCarthy escribió sus novelas, unos cinco millones de palabras a lo largo de cincuenta años con una máquina portátil, una Olivetti Lettera 32.

Alguien me ha dicho que ya no hacen máquinas de escribir, que ya cerró la última fábrica en el mundo, pero también me he enterado que los servicios de inteligencia rusos han vuelto a utilizar un tipo de máquina de escribir para evitar filtraciones y fuga de información, y en los Estados Unidos se organizan congresos y reuniones de usuarios y coleccionistas de máquinas de escribir.

Tal vez ya podamos empezar a contar con los dedos de las manos a los escritores que emprendan hoy la escritura de una novela en una máquina de escribir. Tal vez hace falta una buen dosis de contumacia para escribir una novela (es mucho más sencillo celebrar la literatura leyendo una ya publicada), y hacerlo en una máquina de escribir será cada día más un acto excéntrico, una búsqueda interna, una rebeldía que guardará motivos muy profundos ¿Será posible identificar lo intrínseco de la escritura del siglo XX en una máquina de escribir?

Escribir hoy una novela en una máquina de escribir se antoja una empresa formidable y tan improbable como heroica, que alguien podría calificar de necia y absurda. Meter una hoja y ajustarla en el rodillo, escuchar cómo se imprime cada letra ya es un gozo, un placer secreto, un acto preparatorio, un rito, un juego supremo que exige paciencia y tiempo y un gusto implacable por ese juego.  

Pero, ¿no es acaso la literatura un gran juego, uno muy serio pero al fin y al cabo un juego? ¿Por qué no jugarlo entonces, de vez en cuando, en nuestro instrumento/juguete favorito?

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Texto para Escrituras mecánicas, proyecto de Isaí Moreno. 
http://escriturasmecanicas.wordpress.com

11 de agosto de 2014

En busca de la Maga

En una carta fechada en Buenos Aires, en agosto de 1951, Julio Cortázar le decía a Edith Aron, una señorita en París: «Querida Edith: No sé si se acuerda todavía del largo, flaco, feo y aburrido compañero que usted aceptó para pasear algunas veces por París, para ir a escuchar Bach a la Sala del Conservatorio, para visitar Versalles, para ver un eclipse de luna en el parvis de Notre Dame, para botar al Sena un barquito de papel, para usarle un pulóver verde (que todavía guarda su perfume, aunque los sentidos no lo perciban). Yo soy otra vez ése, el hombre que le dijo, al despedirse de usted delante del Flore, que volvería a París en dos años. Voy a volver antes, estaré allí en noviembre de este año.»

Cortázar temía que ella lo hubiera olvidado o no quisiera verlo en París. La carta no lo dice ni lo alude, pero las cautelas de Cortázar acaso proyectan el temor o la sombra posible de otro hombre en la vida de Edith. «Me gustaría que siga siendo brusca, complicada, irónica, entusiasta, y que un día yo pueda prestarle otro pulóver…»

Se habían visto por primera vez a principios de 1950, a bordo de barco italiano que iba de Buenos Aires a Cannes. A pesar de la atracción, no se hablaron. No cruzaron palabra durante el viaje. Poco después, en París, se encontraron por segunda vez, en una librería del Boulevard Saint Germain. Se reconocieron, se hablaron. Y el azar les concedió una tercera oportunidad en un cine que exhibía una película muda sobre Juana de Arco. Era el tercer encuentro, ya no podían hablar de una simple casualidad. Luego se vieron en el Jardín de Luxemburgo y Cortázar le invitó un café. «Era mi primer encuentro con un gran intelectual. Sabía tanto, pero nos llevábamos bien porque tenía un gran sentido del humor. Él se reía un poco de mí, tenía una cultura superior. Yo me sentía tan impresionada.»

Un día, mientras comían, Cortázar le dijo que quería escribir un libro mágico. Ni por un sortilegio podía saber Edith que ese libro, que le debería tanto, que no hubiera sido posible sin ella, se llamaría Rayuela. Y aunque admite que se divirtió mucho cuando Cortázar sacrificó un paraguas en un barranco del Parc Montsouris, y que otro día fueron al Jardin de Plants y descubrieron los axolotl, y habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, Edith siempre se negó a aceptar que ella era la Maga. Tenía un argumento poderoso: «Yo no andaba despeinada ni con los zapatos rotos. No era petulante ni malcriada.»

No le faltaba razón, las personas no son personajes, pero la Maga tiene tanto de Edith, que es imposible negar que ella fue el primer modelo. Muchos años después de que su relación terminara, Cortázar le envió un ejemplar de Rayuela: «Yo tomé el libro y arranqué la hoja [de la dedicatoria]. Me parecía tan frío lo que ahí decía. Luego, por carta, me contó que había un personaje en Rayuela que estaba inspirado en mí.»

Y de pronto, si hubiera alguna duda, aparece tan valioso como inesperado un testimonio de Octavio Paz:* 

«Julio tenía una amiga: se llamaba Edith Aron, una chica judía argentina de origen germano, simpática e inteligente. Ella es uno de los modelos del personaje que en Rayuela se llama la Maga. También fue amiga mía; fue la primera que me habló del poeta Paul Celan. Una mujer inteligente que ahora vive en Londres, trabajando como maestra en letras. Los primeros textos míos y de Julio que aparecieron en idioma alemán fueron traducidos por ella. Le estoy hablando de los años cincuenta. Julio, en su creación literaria como novelista, se inspiraría en Edith Aron para la Maga.»

Todo engarza, no hay contradicción, cada elemento ocupa su sitio, se forma la figura. Edith Aron no es la Maga, pero la Maga no existiría si Cortázar no hubiera conocido a Edith. Cortázar imaginó a la Maga (sí, la encontró) a partir de Edith y con la alquimia de su literatura entró en Rayuela por derecho propio y con la contundencia definitiva de los personajes absolutos e inolvidables.


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* Braulio Peralta, El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz, Raya en el Agua, México, 1988.

6 de agosto de 2014

Rayuela (segunda vuelta)

Rayuela es el espíritu que la anima. La búsqueda  aquí en la Tierra para llegar al Cielo. Aurora Bernárdez me dijo: «Rayuela, y casi toda la obra de Julio, es metafísica; el que no la entienda así, no ha entendido nada.» Y sí, no le falta razón: esa búsqueda es metafísica o no es; si no sirve para sacudirnos y encontrarnos, sólo sería un libro más.

Rayuela también es literaria, lúdica, ingenua e intelectual y un paseo por la Kultura sincopado por el jazz. Rayuela es la obra abierta de par en par, es el tablón (capítulo 41), el puente, la cimbra o el andamio, el mecano vital para que cada lector pueda construir un sueño e iluminar su camino. Esa es la razón de que los jóvenes de todas partes la lean con avidez desde hace cincuenta años: responde a preguntas urgentes, algunas incluso esenciales, para las que no estaban seguros de que hubiera respuestas. Hablo de respuestas cifradas, que cada quien ubica en su casilla, en su circunstancia.

Rayuela es un manojo de propuestas, un ramillete de preguntas con dos o tres respuestas. Después de ellas, de la lectura, nada será igual. Ni el amor ni la amistad, ni la manera de mirar, ni el hacer y el estar. Rayuela nos dice lo que sentimos, lo que callamos, lo que viene de muy dentro, y ayuda a darle forma y consistencia a ese amasijo de emociones y experiencias. También es una compañera formidable en la búsqueda y el hallazgo, ya sea en el lado de allá o en el de acá.

Rayuela es una propuesta (con una estética muy de su tiempo) que se desmorona si no la levanta y la anima el lector. Es un puente que ofrece las piezas para construir otro y otro, en el mejor de los casos hacia los otros, hacia uno mismo. Los pasos y la experiencia de vida no se pueden compartir: somos individuos con existencias únicas e intransferibles, pero nos parecemos tanto. Esa es la razón de que tantos lectores vibren igual entre sus páginas.

Rayuela es un testimonio y una guía, un camino literario al Cielo, sea éste lo que cada uno elija, lo que cada uno quiera. Rayuela es una máquina para reír y soñar, para viajar y volver. Rayuela es la crónica singular de una búsqueda. Es la expresión vital de una edad. Rayuela es la brújula secreta de los que cierran los ojos para ver, de los condenados a saciar cada día su sed de absoluto.

5 de agosto de 2014

Rayuela: cincuenta años

Una palabra basta para dar un salto de la Tierra al Cielo, para vislumbrarlo intoxicado de palabras plenas, para aproximarse al menos por un instante a un orden deslumbrante y bello como el dibujo de una mandala o la perfecta simetría efímera de la rosa de un calidoscopio: para evocar el vértigo de la sed de absoluto. 

Son muchos lo que deberían saberlo pero pocos lo recuerdan. Rayuela apela y nos mueve en un plano metafísico. Rayuela, la obra maestra de Julio Cortázar, no es una novela, nunca lo ha sido, tampoco una anti novela ni una contra novela. Ha sido el más acabado intento de fundir literatura y vida, memoria y deseo, el yo y el mundo.

Rayuela es muchos libros porque nos contiene, a los que fuimos, los que somos y aun los que seremos. El que se quedó con la anécdota y los planos más superficiales cayó en la trampa del ovillo París y el efecto del tiempo. Rayuela está en nosotros y en el proyecto de hombres y mujeres que ya no fuimos.

Rayuela es una dosis, un espacio, una casilla de felicidad al precio de un juego infantil para el que se atreviera a soñar y mirar como no había imaginado que pudiera hacerlo. Rayuela es un libro mágico y subversivo, o tan tonto y simple y demodé como lo piden los censores y las buenas conciencias.

Rayuela es un boleto para viajar, un juego literario y un manual de vida sin instrucciones de uso. Rayuela es un tablón para fugarse por la ventana. Es un juego que nos dice que la vida está acá y allá, en otra parte.                 

Rayuela es todavía un medio, un método, una estructura para armar, un andamio, un trampolín, una burbuja voladora, una lucecita para que los buscadores sin remedio, los inconformes, los sedientos de belleza y otros mundos intenten esbozar una respuesta y no dejen de buscar la salida del laberinto, el sentido último de su presencia en la Tierra.

Rayuela es una linterna, una luciérnaga que puede iluminar la siguiente casilla. Rayuela es el tablero en el cada uno impone sus reglas. Rayuela es también un canto y un poema que no cesa de alegrar y de nombrar a los que todavía cantan y celebran jugando la poesía.

Rayuela es una de las formas más intensas de la escritura; la expresión en palabras de un espejo en el que la realidad toma la forma ontológica de nosotros mismos y nuestros sueños y uno de los escasos vehículos para inventarse y arañar un cielo.

Dicen los famas y los esperanzas que vigilan los calendarios y cuentan los días y las horas, que hace cincuenta años Rayuela salió por primera vez de la imprenta. La efeméride es irrelevante. Su efecto, a pesar del tiempo y todo lo perdido, de todos los desengaños y sinsabores, de los esnobs y los mal envejecidos, sigue siendo vital, lúdico, amoroso, divertido, provocador, nostálgico, estimulante y radiactivo.


(Apunte del 28 de junio de 2013.)

4 de agosto de 2014

Cortazariano

Adjetivo no reconocido por el Diccionario de la Real Academia Española. Quizá porque Cortázar consideraba al Diccionario el cementerio adonde van a morir las palabras. ¿Cuáles podrían ser los atributos de lo inequívocamente propio de Cortázar? ¿Qué es lo intrínsecamente propio de Cortázar y su literatura?  Cualquier lector de Cortázar digno de serlo sabe lo que es cortazariano aunque no acierte a definirlo. ¿Quién puede, salvo el Diccionario, definir a las palabras sin asesinarlas? Aun así el Diccionario no puede definir cortazariano: se le murieron o le faltan palabras. 

(Cortazariano ya está en el Diccionario, lo cual dice mucho de este adjetivo, de su uso y la presencia viva de la obra de Cortázar entre sus lectores. Algunas de las preguntas del apunte siguen vigentes, la prueba es la pobreza de las definiciones del Diccionario.)

3 de agosto de 2014

La biblioteca de Cortázar

Aurora Bernárdez (primera esposa, compañera, ángel guardián y albacea) donó a la Fundación Juan March de Madrid los más de cuatro mil volúmenes que Cortázar tenía en su departamento de París.

Jesús Marchamalo, con celo que no faltara quien califique como propio de un cronopio, fue a la Fundación y, con la complicidad del filósofo Juan Gomá, el director, se dio una vuelta por la biblioteca de Cortázar, se puso a consultar, revisar, manosear, todos y cada uno de esos libros. El resultado de su experiencia la ha contado en un librito encantador, con diseño notable (Cortázar y los libros, Madrid, Fórcola), que no tiene desperdicio.

Dice Marchamalo, entre otras muchas curiosidades, que encontró más de quinientos libros dedicados por sus autores a Cortázar (algunas de esas dedicatorias pueden verse en la página electrónica de la Fundación), y que las huellas que dejó en las páginas mientras leía dice mucho de Cortázar como lector.

Cortázar no pasaba los ojos por las palabras: las devoraba y cotejaba, cuestionaba, interrogaba, y mostraba con vehemencia su alegría, su entusiasmo, su acuerdo y su rechazo, su enojo e indignación. Sus libros tienen notas, subrayados, puntas dobladas, y guardan entre sus páginas hojas de calendario, un papelito suelto, recortes de periódico, dibujos y tachones que censuraría más de un profesor porque no es de buena educación maltratar así los libros. Cortázar tenía una relación física, afectiva e intelectual con los libros que leía.

Hechos con lápiz o bolígrafo, los libros rebozan de marcas, cruces, líneas, flechas, círculos, corchetes, paréntesis, exclamaciones, admiraciones, interrogaciones, observaciones, interjecciones, exabruptos y palabras que no dejan la menor duda de la opinión y la emoción que despertaba la lectura: “Bodrio”; “Voilà”, “Ça”, “Massacré”, “Ah”, “Penoso”, “Falso”, “No”, “Are you sure?”

Las aprobaciones también pueden ser rotundas: “Ojo!”, “Importante”, “Cierto”, “Maravilloso”, u oraciones completas: “Un grande, un maravilloso libro”, y la prueba del asombro es tan clara como la intensidad de la lectura. Escribió en su ejemplar de La realidad y el deseo de Cernuda: “¡Pero cómo ordena tanta sustancia peligrosa un ritmo sobrio y una estructura serena.”

Ese rastro tan visible de la lectura en los libros es tan revelador como las opiniones y juicios que podrían aparecer en un diario si Cortázar hubiera llevado uno. La biblioteca de un escritor es una declaración de principios, una torre desde la cual mirar, una fuente riquísima de anécdotas y datos, un juicio literario, una trayectoria como lector, una biografía oculta.

La de Cortázar no es la excepción y guardaba secretos y tesoros: los libros leídos y vueltos a leer, los favoritos y admirados son elocuentes, dicen tanto de su poseedor, como la ausencia de otros libros imprescindibles, como el desdén por los que permanecieron intonsos, intactos.

Cortázar aparece en sus libros como un cazador obsesivo de erratas, como un lector atentísimo y exquisito, como un intelectual lúcido y crítico. No falta el humor y el cariño manifiesto. Las huellas en los libros de los escritores amigos o a los que admiraba, hablan con más verdad e intención de su relación que cualquier testimonio o biografía.

La biblioteca de Cortázar es también una biografía cifrada (que ha dejado de serlo al quedar expuesta en los estantes de la Fundación March), una fuente de sorpresas y alegrías, una versión abreviada de la segunda mitad de su vida, la expresión encuadernada de una vida dedicada por completo a la literatura, la punta del ovillo de una vida secreta, estrictamente personal. Qué loco macanudo sos!, anotó al margen de uno de los libros de su biblioteca. Pues eso.

2 de agosto de 2014

Julio Cortázar

Se inventó a sí mismo. Julio Florencio Cortázar inventó un monstruo llamado Julio Cortázar. La oruga salió mariposa. ¿Quién es la oruga? Julio Denis, el seudónimo o el primer Cortázar. Sin embargo, aunque ya era él, sí hubo metamorfosis y al morir seguía el proceso: por eso no dejó, literal y físicamente, de crecer. ¿A qué otra forma hubiera llegado? Pudo haber sido un vampiro o un lobo u otra invención de sí mismo. Es imposible saberlo porque salvo en política, no era predecible. Era un buscador y se persiguió a sí mismo. Era un perseguidor y se buscó a sí mismo. Un día se encontró con Julio Cortázar, el caracol, el escritor genial.

No escribió un diario, memorias o autobiografía, pero escribió tanto sobre sí mismo y redactó tantas cartas como extensa es su obra. No hizo de sí mismo un personaje (como Borges), pero identificó su manera de estar en el mundo con su literatura. Hay una forma cortazariana de mirar, de sufrir pesadillas, de escuchar música, de ver París, de imaginar y buscar a una mujer, de escribir cuentos, de andar por el mundo. Sus personajes vivían cortazarianamente (también, por mímesis, muchos de sus lectores).

Julio Cortázar, el hechicero, el mago, el prestidigitador, el encantador de palabras, el buscador de absoluto a la orilla del abismo (sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años) sólo quiso hacer literatura e inventó un mundo a su imagen de semejanza, en el que cupiera un tal Cortázar y todo lo cortazariano. Pensaba que buscaba, pero se perseguía a sí mismo. ¿Qué buscaba? ¿A cuál? (el del doble es uno de sus grandes temas.)

Hay una edad Cortázar y un color Cortázar y un ritmo Cortázar y una música Cortázar y una ciudad Cortázar y… Algunos han intentado seguirlo, otros defenestrarlo, algunos cándidos han pergeñado biografías y pretendido desentrañarlo, pero el secreto y el misterio y el encanto de su fascinación siguen intactos. Algo maravilloso les sucedía a las palabras cuando Cortázar las tocaba. Se encendían, se iluminaban. ¿Será posible descifrar el ovillo Cortázar? Cortázar era más que un hombre y un escritor. Cortázar es más que un modelo, es un enigma vital de belleza y deseo y palabras para armar.